[vc_row][vc_column][vc_column_text] Una vez que un hombre o una mujer jóvenes
son expuestos al virus de lo absoluto,
una vez que ven, oyen, «huelen» la fiebre
en quienes persiguen la verdad desinteresadamente,
algo de su resplandor permanecerá en ellos.
- STEINER,Errata,Siruela, Madrid 1998, 64.
Educación y desafíos del porvenir
«Frente a los numerosos desafíos del porvenir, la educación constituye un instrumento indispensable para que la humanidad pueda progresar hacia los ideales de paz, libertad y justicia social”. Son las primeras palabras de J. Delors en el informe de la UNESCO sobre la educación para el siglo XXI. Los tradicionales sistemas educativos están cerrando un ciclo histórico y abriendo la puerta a otro estrechamente ligado a los cambios tecnológicos y culturales actuales. La educación se encuentra en una encrucijada.
La «lógica económica» que rige la globalización —basta una simple ojeada a las constantes fusiones, fundiciones o asociaciones— conduce a nuevas formas de exclusión social a través de una distribución desigual de las oportunidades. Ahí debe introducirse la contrarréplica de una lógica distinta, la educativa.
Aprender a conocer y hacer
Un sistema educativo moderno —apoyado en el uso creativo y razonable de las nuevas tecnologías—, entonces, deberá «enseñar a vivir» en esa nueva realidad global. Para tal empeño, aprender a ver y conocer, a desenmascarar las numerosas caretas y antifaces con los que se acostumbra a tapar la desigualdad entre los seres humanos, seguirá siendo la tarea educativa básica. Junto a este «despertar conciencias», la educación ha de asegurar igualmente el «aprender a hacer», a participar y transformar creativamente la vida de los hombres.
Conocer y hacer, además, tienen que seguir moviéndose por esa tozuda y maravillosa aspiración humana a la belleza, la verdad, la bondad y la justicia.
Aprender a vivir con los demás y… a «ser»
Evidentemente, la educación no puede quedarse ahí. Correría el peligro de asentarse en una visión puramente instrumental de su función. Debe orientarse por una finalidad más radical o considerar la misión educativa en toda su plenitud, es decir, debe ayudar a cada persona no sólo a vivir sino a «serlo» realmente.
Un «ser», eso sí, capaz de gestionar el proyecto de su propia vida, autónomo pero dispuesto a colaborar con otros y trabajar en equipo; un ser, pues, en disposición de aprender, desaprender y reaprender.
Sólo de ese modo, la educación no servirá de tapadera a la «situación establecida» ni a los intereses más o menos bastardos o adormecedores del Estado o de la iniciativa privada. Contra algo semejante clama la portada.
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José Luis Moral
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