José-Román Flecha Andrés
Universidad Pontificia de Salamanca
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Tras constatar el deterioro y pérdida de la conciencia en nuestros días, el artículo perfila su contenido y sus límites sirviéndose de algunas nuevas imágenes y, especialmente, ofreciendo la riqueza de un admirable texto conciliar. A partir de aquí desemboca enlas necesidad pedagógica y catequística ineludible de educar la conciencia, que, en la vida cristiana no puede separarse de la vocación al seguimiento de Jesús
“A las cuatro de la madrugada siento el juicio de mi conciencia y me digo: ¿Qué error cometí ayer? Debo tratar de compensarlo”. Esas palabras de Sandro Pertini (1896-1990), presidente de la República Italiana recuerdan uno de los papales que generalmente se atribuyen a la conciencia: la de juzgar las acciones o las omisiones de la personas.
Evidentemente ese juicio de la conciencia no pretende evaluar su ajuste con las leyes del Estado, como se piensa generalmente en las democracias occidentales. De hecho puede haber leyes cuyo cumplimiento no nos asegure la moralidad de la vida. Bien lo sabe la opinión pública cuando se escandaliza de algunas normas que hieren la sensibilidad humana.
El juicio de conciencia tampoco ha de pretender evaluar el ajuste de la misma con las orientaciones de las opiniones de la mayoría, con las imposiciones de la moda o con los dictados de los medios de comunicación social. Es verdad que puede haber personas que en medio de la fiesta se sientan a disgusto por no haber seguido esos criterios que le vienen impuestos por los amigos o por la opinión “políticamente correcta”. Pero “a las cuatro de la madrugada”, es decir, al enfrentarse en silencio consigo mismas, las personas han de evaluar sus acciones u omisiones de acuerdo con otros parámetros más profundos: con los que reflejan la honda verdad del ser humano y con los valores que constituyen su identidad y su dignidad.
La conciencia nos avisa de los riesgos que corremos al olvidar esos valores o nos advierte de que los hemos ignorado o despreciado, malogrando así nuestra propia felicidad.
Pues bien, esos riesgos son especialmente llamativos en la cultura occidental. Ya es un tópico afirmar que esta cultura aparece marcada por el relativismo que parece imponer el sistema democrático liberal, por el hedonismo propio del estilo consumista que la informa y por una filosofía de la postmodernidad que subraya el valor del espontaneismo y la frivolidad de lo efímero. Todo ese caldo cultural hace más necesaria que nunca la formación de una conciencia moral basada en una antropología integral, es decir en la verdad misma del ser humano como ser creatural y relacional.
- Deterioro de la conciencia
Es cierto que estas ideas parecen ridículas para muchos de nuestros contemporáneos. Son muchos los testimonios literarios o las películas de cine que nos confirman en esta opinión. Baste aquí citar un ejemplo. Al leer El retrato de Dorian Gray, nos damos cuenta de que el cinismo que Oscar Wilde atribuye a Lord Henry parece haberse extendido hoy por toda la sociedad. Piensa él que “la experiencia no tiene valor ético” y que “considerada como causa activa, es tan poca cosa como la conciencia misma”. Su epicureísmo sólo admite la importancia del placer como criterio de comportamiento. Aquellas ideas van calando como un veneno en la mente de Dorian Gray y le llevan a valorar su juventud y su hermosura por encima de cualquier otro valor. Con tal de conservarlas, será capaz de cometer todos los crímenes hasta llegar a asesinar a su amigo Basilio, el autor del cuadro que lo refleja en toda su lozanía. Pero el cuadro mismo es la metáfora de su conciencia. Mientras él parece conservar su lozanía juvenil, la imagen del cuadro va afeándose a cada villanía que comete el retratado. Nada puede detener aquel deterioro. El cuadro, como la conciencia, refleja la honda verdad del personaje. Y esa verdad es inchantajeable.
En nuestros días son muchos los que se quejan de la pérdida de la conciencia en la sociedad, pero son pocos los que reconocen que ellos mismos han olvidado las orientaciones que ella dicta. Para muchos la conciencia se ha convertido muchas veces en una palabra vacía. Son numerosas las razones que se puede aducir para explicar su deterioro. Generalmente se mencionan en primer lugar las razones “exteriores”. Se culpa a la mala educación recibida en otros tiempos, a los malos ejemplos actuales o a la presión social para justificar los propios errores morales.
Pero no se tienen muy en cuenta las otras motivaciones: las que brotan del propio egoísmo o del deseo de justificar las propias opciones. No hace falta ser muy pesimista para dar la razón al escritor norteamericano HenryMiller (1891-1980) en eso de que “no pasa día en que no tratemos de abatir nuestros impulsos más puros”.
Lo malo es que, además tratamos de justificarlos a nuestros ojos y a los de todos los demás. En realidad, ese intento está llamado al fracaso. Casi nunca logra uno convencer a los demás de la honradez de la propia conciencia cuando las acciones o las omisiones son francamente inmorales. Por lo que respecta a uno mismo, la verdad es que intentamos acomodarnos a unas exigencias morales mínimas y confortables. Aunque en materia de ética sea más que discutible, también hay que dar la razón a Jean-Paul Sartre cuando dice que “lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra”. Sin embargo, hay que admitir que nunca logra uno engañarse totalmente a si mismo. Nuestra conciencia nos acusa de haber hecho el mal o de no haber hecho el bien. Y suele esperar “a las cuatro de la madrugada”, es decir, a esos momentos en los que hay que dejar el disfraz o limpiarse el maquillaje.
De todas formas, el mayor error en la comprensión de la conciencia nace hoy de la exaltación de la libertad individual como criterio único y absoluto de la moralidad. En el año 1990 los obispos españoles publicaron una instrucción que tomaba como título unas célebres palabras de Jesús: La verdad os hará libres (Jn 8,32). No faltó quien diera la vuelta a la frase para decir: La libertad os hará verdaderos para explicar que sólo la libertad democrática es la fuente de la verdad. Dos años más tarde, afirmaba Juan Pablo II en la encíclica Veritatissplendor que se piensa hoy que es la libertad la que garantiza la valía de los valores y, por tanto, la majestad de la conciencia, cuando en realidad es la conciencia que adopta como norma los valores auténticos la que logra hacer libre al ser humano. Como ya había dicho el Documento de Puebla en 1979, la libertad no es sólo una exención decoacciones y de lazos, es, sobre todo la disponibilidad para asumir la responsabilidad de ser persona y comportarse como tal.
Por tanto, la conciencia no es una buena guía moral cuando permitimos que sea manipulada por una pretendida libertad que permite a la persona hacer lo que quiere, sin prestar atención a los valores éticos que han de realizarla como tal. La conciencia es una guía moral en cuanto nos recuerda cómo se llega a esa soberana libertad que nos ayuda a hacer lo que debemos.
- Imágenes de la conciencia
Esta aproximación al tema exige una reflexión sobre su contenido y sus límites. La conciencia es una de esas realidades que todos parecen conocer, pero muy pocos logran definir. En otros tiempos, tanto la reflexión ética como la catequesis utilizaban imágenes tomadas del mundo judicial: se comparaba la conciencia a un policía, a un fiscal, a un juez. Esas comparaciones tenían la ventaja de expresar la obligatoriedad de seguir el juicio de la conciencia, pero comportaban el inconveniente de hacerla depender demasiado de las normas y las leyes y de asociarla al castigo que amenaza a quienes las ignoran.
El mundo técnico en el que hoy vivimos nos está ofreciendo continuamente nuevas imágenes que pueden ser entendidas por los jóvenes. De sobra perciben ellos que en el campo de la electrónica, por ejemplo, la mayor parte de los nuevos instrumentos nos avisan cuando hemos pulsado una tecla inconveniente. En esos casos, “lo malo” no viene determinado por desobedecer a una autoridad lejana y desconocida, sino por dañar gravemente la máquina electrónica o al menos el sistema operativo que nos sirve para realizar nuestro trabajo.
Algo parecido ocurre con los modernos instrumentos que nos ayudan a dirigir nuestro vehículo hasta una dirección determinada. A nadie le molesta que desatendamos sus indicaciones. Somos nosotros mismos los que salimos perjudicados si no les prestamos atención. Pues bien, la conciencia es algo así como esa voz que nos recuerda la meta a la que nos dirigimos, nos muestra los accidentes del camino que vamos recorriendo y nos avisa cuando hemos transgredido los límites justos de un itinerario razonable.
En términos de la moderna psicología humanista, se puede entender que la conciencia nos sitúa en ese camino que va del “yo real” al “yo ideal”, del proyecto a la realización de nosotros mismos, de la cotidianidad de nuestra anécdota a la categoría de la felicidad que buscamos.
En términos muy sencillos el Catecismo de la Iglesia Católica presenta la conciencia moral en los siguientes términos: «La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (n. 1778).
Evidentemente ese “juicio” puntual ha de responder a un hábito que hay que ir formando con cuidado a lo largo de toda la vida.
- Un texto conciliar
Al cumplirse cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II se ha vuelto a recordar algunos de sus textos más importantes. En el marco de sus reflexiones sobre las inquietudes del ser humano y de sus preguntas sobre su propia dignidad, el Concilio Vaticano II ha insertado una página espléndida sobre la conciencia moral, a la que es necesario volver en este tiempo. Es un texto breve, que está impregnado de un tono francamente personalista y trata de dialogar con la sensibilidad de la cultura contemporánea, sin olvidar la concepción cristiana de la vida.
Entre otras muchas alusiones conciliares a la conciencia, que merecerían un amplio estudio, el texto explícito más importante sobre el tema se encuentra en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy (GS 16):
En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.
La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo.
La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad.
No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado (GS 16).
No hace falta decir que el texto conciliar se presta a un estudio pormenorizado tanto en el aula como en el ámbito de la catequesis cristiana.
- Riqueza del texto
Esta página parece tener un empeño especial en subrayar la dignidad del ser humano en cuanto ser personal. De ese riquísimo texto, que conviene releer detenidamente, es necesario al menos subrayar los puntos siguientes:
En primer lugar, convendría fijarse en las imágenes que utiliza el texto. Comenzar utilizando la curiosa metáfora de “los oídos del corazón” nos sitúa en una atmósfera humanista que evoca la dimensión de una vida humana entendida como escucha atenta y afectuosa a la voz de Dios. La misma imagen revela la intención de articular un proyecto de vida en dialogicidad con el mundo de la transcedencia. No se puede olvidar que el ser humano es el único animal capaz de creer en el misterio y necesitado de creencias.
Según el texto conciliar, la conciencia está dotada de un carácter sagrado. Es cierto que la sacralidad de la vida no parece muy importante en un mundo secular. Ni siquiera nuestros ordenadores reconocen la palabra “sacralidad”. Señal de que no es muy habitual en el lenguaje ordinario. Pero, de una forma o de otra, todos apelamos a la dignidad sagrada de la vida cuando se comete un atropello especialmente doloroso. Pues bien, la conciencia moral es sagrada por varias razones:
– por reflejar de alguna manera el proyecto de Dios sobre el mundo y sobre la persona humana, sobre la historia, sobre las claves del verdadero progreso humano y sobre la felicidad que el hombre anhela.
– por constituir el sagrario de la intimidad del hombre y el espacio de su relación íntima e intransferible con Dios.
– por revelar a la persona la voz de Dios y su ley, «cuyo cumplimiento consiste en el amor a Dios y al prójimo». Esta referencia al amor como resumen y clave de la vida moral ha encontrado su mejor eco en la primera encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est.
Como se ve, el texto, utiliza metáforas importantes, como la del «sagrario» de la intimidad con Dios o la ya mencionada de “la voz de Dios”. Esas metáforas son muy significativas para un creyentes –y no sólo para un cristiano-. Pero encierran un riesgo para la cultura de hoy. Pueden dar a entender a muchos que la conciencia es un fenómeno que afecta exclusivamente a los creyentes. Y no es verdad. El bien es anterior a la fe. Si un asesinato puede ser calificado como una acción mala, la maldad no depende de la religión del asesino sino del valor moral objetivo de la vida que ha sido pisoteado.
Por otra parte, es evidente que con frecuencia, algunos no creyentes tienen una sensibilidad mayor que algunos creyentes a la hora de valorar moralmente las acciones humanas, por ejemplo, con relación a la justicia social o la ecología. Es bueno observar que el mismo texto conciliar ha querido evitar ese peligro de “apropiación creyente” de la conciencia, citando un texto de la carta de San Pablo a los Romanos (Rom 2,14-15), donde se dice que también los paganos, aun no conociendo la Ley de Moisés, son guiados al bien por su propia conciencia.
Precisamente por eso, se puede decir que la conciencia es la base para una cierta ecumenicidad del comportamiento humano. ¿Qué se quiere decir con esto? Al menos tres cosas importantes:
– Si la «voz» de la conciencia puede guiar a creyentes y no creyentes a actuar con responsabilidad y justicia, eso significa que su capacidad para orientar al ser humano es anterior a las prescripciones de las diversas confesiones religiosas.
– Si es anterior a las religiones, la voz de la conciencia es obligante por reflejar el mismo ser del hombre y su última verdad ontológica. Es algo parecido a lo que antes se decía de los ordenadores y otros instrumentos de las modernas tecnologías. La utilización de los mismos depende de su propio ser: es decir del modo cómo hayan sido diseñados, no de las creencias del que los utiliza.
– Por eso, apelar a la conciencia a la hora de orientar el comportamiento moral debería ayudarnos a mantener un diálogo serio y respetuoso entre todas las religiones, así como entre los creyentes y los no creyentes. La conciencia no puede ser un motivo más de crispación, sino de convergencia en la búsqueda del bien y de la verdad.
– Por tanto, el aprecio por la seriedad de la conciencia habrá de ayudarnos a establecer vínculos de unión y colaboración entre los hombres y las culturas en la búsqueda de las soluciones a los problemas morales que se presentan tanto al individuo y a la sociedad.
En consecuencia, la conciencia es la garantía del proceso humanizador de la peripecia humana y del progreso técnico de los pueblos. Y eso por dos razones fundamentales:
– en primer lugar, porque libera al ser humano de un riesgo que le acecha constantemente: el de actuar no por principios racionales basados en su dignidad, sino decisiones que sólo se basan en el «ciego capricho»
– en segundo lugar, la conciencia ayuda a todos los pueblos y grupos sociales, políticos o económicos a descubrir y realizar los valores objetivos que configuran el universo moral y ayudan a conseguir el bien común.
Sin embargo, la conciencia humana es frágil y está sujeta muchas veces al error, tanto por la debilidad y los intereses de la misma persona como a causa de la educación que recibe o de las presiones exteriores que sufre cada día. También esta afirmación habrá de recibir otras dos matizaciones:
– la conciencia puede ciertamente entenebrecerse a causa de las opciones equivocadas de cada uno. A fin de cuentas, eso es el pecado: actuar en contra de la misma dignidad de la persona. En esos casos, la responsabilidad humana se traiciona a si misma.
– De todas formas, hay personas que han actuado indebidamente por no haber sido suficientemente formadas. Es bien sabido que la ignorancia invencible no hace perder la dignidad íntima del hombre. Pero también es sabido que todos estamos llamados a superar nuestra ignorancia por lo que se refiere a los valores morales. Y que no podemos permitirnos la villanía de apoyarnos hipócritamente en una ignorancia moral para hacer el mal o para omitir el bien que debíamos hacer.
Pues bien, a los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, estas orientaciones han adquirido nueva actualidad a la vista de acciones tremendas, dictadas por el terrorismo, la violencia doméstica, el desprecio del medio ambiente o el desentendimiento de los pueblos ricos ante la miseria de los países en vías de desarrollo. La conciencia moral no puede olvidar la suerte de los que sufren, de los que son marginados o discriminados.
Más que en tiempos del Concilio es preciso desarrollar una cuidadosa formación de la conciencia propia y la de los demás.
- Formación de la conciencia
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, la formación de la conciencia es «indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas» (CEC 1783).
La conciencia es un don y una tarea. Es un don de Dios, que pasa por las mediaciones educativas de la familia, la escuela y las demás instancias que nos van formando en la vida. Pero es también que nos compromete a todos y que no termina nunca.
Esa gradualidad de la conciencia moral exige un conocimiento de las etapas morales por las que atraviesa la persona humana: es decir, los pasos que va dando la persona hasta alcanzar una conciencia seria y responsable. Baste aquí recordar el conocido esquema de la evolución de la conciencia presentado por Lawrence Kohlberg. Como se sabe, el esquema está articulado en tres niveles divididos en dos etapas cada uno.
- El nivel preconvencional
En él responde el niño a las normas y valoraciones culturales del bien y del mal, pero las interpreta en primer lugar por las consecuencias inmediatas de premio o castigo, de placer y de disgusto que conllevan.
En una segunda etapa, el niño entra en contacto con otros niños y se da cuenta que pueden responderle de una forma semejante a la que él mismo adopta. Así que empieza a intuir el deber moral gracias a una especia de instinto de reciprocidad y de defensa ante el poder físico del que impone la norma.
En este primer nivel, el descubrimiento de la conciencia moral se sitúa en el terreno de la anomía: no depende de una norma, sino de un resultado objetivo y casi mágico, y de un interés.
Por tanto, educar la conciencia en este primer nivel supone ayudar al niño a ir abandonando lentamente esta etapa en la que el mal y el bien se colocan en el campo de lo maléfico o lo benéfico: de lo utilitario, al fin.
- El nivel convencional
En la primera etapa de este nivel el sujeto considera valioso responder a las expectativas de la familia o del grupo social al que pertenece, con independencia de las consecuencias obvias e inmediatas. A veces se pretende conseguir o conservar la imagen de persona aceptada por el grupo, sea éste la familia o la pandilla.
En una segunda etapa el individuo trata de orientar su comportamiento en conformidad con unas normas fijas y con vistas al mantenimiento de un orden social que para él tiene un valor en sí mismo.
En estas dos etapas la conciencia moral es ahora más bien heterónoma o sociónoma. Busca menos la utilidad inmediata que el mantenimiento de unos estereotipos abstractos del bien.
Educar la conciencia requiere ahora un esfuerzo por ayudar a la persona a personalizar los valores y a reforzar el valor de la intención que aquí comienza a aparecer tímidamente. El niño, en efecto, es capaz de distinguir el mal objetivo que ha realizado de la intención que le movía a actuar.
- El nivel posconvencional
Durante este nivel se desarrolla en el sujeto, ya en su etapa adolescente o juvenil, un notorio esfuerzo por definir unos valores y unos principios morales válidos y aplicables, con independencia de la autoridad de los grupos o personas que los apoyan.
Predomina, en principio, una etapa bastante relativista, en la que se apela al contrato social o al consenso ciudadano. El adolescente se muestra más preocupado por los derechos de la persona.
En una segunda etapa, la formación de la conciencia habrá de ir desembocando en la asunción de unos principios éticos elegidos personalmente y caracterizados por su coherencia lógica, su universalidad y su solidez.
Aquí la conciencia personal reivindica la autonomía y se guía por sus opciones fundamentales. Esa autonomía sin embargo, puede ser entendida o bien desde una matriz sociológica o bien desde la verdad ontológica del ser humano.
Educar la conciencia significa ahora orientar al hombre hacia esa zona de responsabilidad en la que habrá de actuar con independencia de la ventaja o el desmedro, de la crítica o el aplauso.
- Una vocación humana y cristiana
A la sucinta exposición de este esquema popularizado por Kohlberg es preciso añadir algunas notas explicativas.
– En primer lugar, es evidente que no siempre la edad cronológica de las personas coincide con la edad ética de la maduración de su conciencia. El camino no siempre sigue una línea ascendente: hay ciertamente progresos morales, pero también existe el riesgo de emprender un regreso moral. A lo largo de ese itinerario de evolución de la conciencia la persona avanza a veces como parcelada y dividida: es decir, puede ser que en unos valores morales se encuentra en una etapa bastante avanzada mientras que en otros siga actuando por motivaciones muy pragmáticas y elementales.
– Por otra parte, el esquema puede sugerir que el final del proceso ético coincide con el descubrimiento de una cierta majestad y objetividad de los valores morales. No todos lo entienden así y califican la autonomía como un mero decisionismo voluntarista. Sin embargo, creemos que la madurez que pretende reflejar la sexta etapa se manifiesta precisamente en la superación de las motivaciones inmediatistas y en el descubrimiento del significado antropológico de los valores morales. Se podría decir que, por un camino inductivo, Kohlberg ha llegado descubrir la verdad antropológica de esos valores éticos que pueden humanizar al ser humano y su actividad en la sociedad.
– Creemos que el esquema de la evolución de la conciencia diseñado por Kohlberg podría ser aplicado también como clave de interpretación de las diversas sociedades y culturas. También ellas se diferencian por la etapa de la conciencia que promueven y privilegian. Hay pueblos o grupos sociales que actúan movidos solamente por los efectos que pretenden conseguir con sus acciones u omisiones o bien apoyándose en un equilibrio de fuerzas que mantiene una paz inestable o una competencia económica con frecuencia tentada por la deslealtad.
– Finalmente, creemos que la cuestión de la formación de la conciencia moral podría ayudar a un serio examen sobre la educación ética que se imparte tanto en la escuela como en la catequesis de «la fe y las costumbres». Desde una perspectiva cristiana, en la formación de la conciencia, es preciso prestar atención a la Palabra de Dios, a la cruz del Señor, a los dones del Espíritu Santo, a los testimonios y consejos de los otros y a la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf. CEC 1785).
Para el cristiano la formación de la conciencia moral no puede separarse de la vocación al seguimiento de Jesucristo. Él es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Él es el modelo de la virtud. Él es el Maestro bueno por excelencia (Mc 10,17) y la revelación definitiva de la bondad que el ser humano ha de tratar de realizar para ser sencillamente humano, para ser “bienaventurado” y dichoso (cf. Mt 5, 1-12). Y para realizar en sí mismo el don de la imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 26-27).
JOSÉ ROMÁN FLECHA