Educadores apasionados por la vida

1 julio 2000

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
«Educar para la fe» requiere coherencia, competencia… Existe, por encima de cualquiera de las  cualidades que debe tener el educador, una fundamental que ha de impregnarlas y atravesarlas a todas ellas: el apasionamiento por la vida. Sin duda, para vivir profundamente esta pasión, «necesitamos nacer de nuevo», esto es, cambiar mente y corazón para desear que todos puedan vivir dignamente, en particular los más privados de dignidad, los pobres; desearlo con una fuerza, análisis y compromiso tales como para convertir dicha pasión en un verdadero y alternativo proyecto cultural.
 
Riccardo Tonelli es profesor en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma y Director de la revista «Note di Pastorale Giovanile».
 
 
Para ser educador, en una época como la que estamos viviendo, se requiere la adquisición de muchas competencias que ayuden a convertir el entusiasmo en alta profesionalidad. De estas competencias, algunas conciernen a su ser y su persona; otras son exigidas por su servicio y por las tareas relacionadas con él.
En este artículo, subrayo una, que es transversal a todas ellas: la pasión por la vida. Considero esta competencia tan necesaria como para afirmar que, si un educador no tiene una fuerte pasión por la vida, es mejor para él, y para los demás, que cambie cuanto antes de vocación y profesión.
 
 

  1. Una experiencia en la raíz

 
          Las motivaciones con que justifico una afirmación tan perentoria, hunden sus raíces en una de esas experiencias que marcan la vida de las personas. En cierto momento, me pregunté a mí mismo sobre cuál sería la referencia religiosa de mi dedicación educativa y pastoral. Me encontré rodeado por mil puntos de vista. Todos me dejaban bastante decepcionado, aunque me venía espontáneo el reconocer sus razones.
He dirigido mi pregunta a Jesús de Nazaret, según la narración de la experiencia que tuvieron sus discípulos y que nos han dejado en los Evangelios. No busqué una simple cita que solucionara de modo definitivo la cuestión. Necesitaba un texto que me proporcionara una clave interpretativa de mi existencia y me abriera el camino hacia perspectivas concretas de acción.
 
 
          1.1. La historia de Nicodemo
 
Así llegué a descubrir la historia de Nicodemo (Jn 3,1-21), una página que casi se ha convertido en una imprevista ráfaga de viento, capaz de hacer volar todos los folios que estaban tranquilamente colocados sobre mi mesa de trabajo. Recuerdo, en forma narrativa esa historia que, poco a poco, se ha convertido en objeto de mis meditaciones y mis narraciones.
 
          Nicodemo era un hombre culto y honesto. No podía soportar más lo que estaba sucediendo y esperaba con ansiedad a alguien que ofreciera un poco de paz, de tranquilidad, de confianza. Había oído hablar muy bien de Jesús. ¿No sería él, quizás, el Profeta tan esperado? A decir verdad, eso le proporcionaba alguna confianza: de Jesús le habían narrado gestos y palabras que abrían el corazón a la esperanza.
          Nicodemo, con todo, prefería pisar sobre seguro. Era un hombre curtido ya en la vida y sabía demasiadas cosas como por dejarse seducir por un simple golpe de efecto.
          Un día, se arma de valor y decide dar la cara. Busca a Jesús. Lo encuentra. Lo aborda en solitario, con toda la calma del mundo. Y le lanza la pregunta que, desde hacía tiempo, le quemaba por dentro: «Maestro, tú haces cosas maravillosas. La gente te sigue y se fía de ti. Dime la verdad: ¿quién eres tú? ¿Qué buscas? ¿Qué has venido a hacer?».
          Sus preguntas eran sinceras. Las palabras salían temblorosas de los labios, como las que brotan directamente del corazón. «Nadie puede hacer las cosas maravillosas que tú haces, si no es enviado por Dios. ¿Eres tú el profeta prometido por Dios para salvar a Israel? ¿Es así… o estoy equivocado?».
          Jesús se da cuenta enseguida de la sinceridad de Nicodemo. Lo considera ya de su parte. Sólo necesita el último empujón, el decisivo, antes de arriesgarlo todo. Nicodemo lo buscaba con el temblor y con el sufrimiento interior que toda elección de vida comporta.
          Si Jesús le hubiera dicho un claro sí, sin más rodeos, Nicodemo se habría lanzado de cabeza en su seguimiento. Pero quiere profundizar más. Ha encontrado, por fin, a alguien con quien hablar de los secretos de su existencia. Por eso, no le responde directamente: hubiera sido demasiado cómodo, también para un tipo como Nicodemo. Lo lanza, en cambio, hacia horizontes más amplios.
 
          No le dice ni quién es ni mucho menos qué ha venido a hacer. Afirma, sin más, que para entenderlo a él hace falta “nacer de nuevo”. El pobre Nicodemo entra en crisis. «Nacer de nuevo… Jesús, estás de broma. Yo ya soy viejo… Ya me dirás tú cómo puedo entrar de nuevo en el seno de mi madre…».
          Realista como era, Nicodemo esperó un cambio de ruta: “En fin, Nicodemo, es un decir… No te lo tomes tan en serio. Algún golpe de humor al iniciar la conversación sirve para romper el hielo y hacer amigos… Ahora hablemos en serio: ¿qué quieres saber acerca de mí?». Si Jesús le hubiera dicho cosas parecidas, Nicodemo estaba dispuesto a sonreír: «De acuerdo…, eres un tipo simpático. Dime, pues, ¿quién eres en realidad?».
          En cambio, Jesús no retiró ni una sola de sus palabras. Más aún, insistió y profundizó su posición. Relanzó su provocadora invitación a «nacer de nuevo». Pero explicó que ese hecho no era de tipo físico, sino cuestión de mentalidad. Hay que cambiar la cabeza y el corazón. Solo quien está dispuesto a cambiar su modo de pensar, puede comprender el proyecto de Dios, que Jesús tiene intención de revelar a Nicodemo. Las cosas que está a punto de decir son de las que dejan huella; no se pueden regatear las condiciones.
 
          A Jesús le cae simpático Nicodemo. Ha captado de qué temple es este bravo israelita, amante de Dios, fiel observante de la Ley, capaz de arriesgarse en las cosas que valen de veras.
No intenta ni siquiera averiguar si es posible cambiar de cabeza y de corazón. Está seguro de ello. Nicodemo ha venido por esto. No ha buscado a Jesús por una curiosidad de tipo intelectual. No le ha hecho una pregunta capciosa para ponerlo a prueba, como solían hacer sus colegas fariseos. Nicodemo busca a Jesús movido por una intensa pregunta sobre la vida.
Jesús no responde como hace normalmente quien busca ganarse admiradores. Para explicar quién es él y qué ha venido a hacer, revela quién es Dios y cuál es su proyecto sobre todos. En primer lugar, razona en un terreno común a ambos: el de la Ley y los Profetas, en los que Nicodemo era un experto. Después, inesperadamente, Jesús va al núcleo de la cuestión. “¿Quieres saber quién soy yo y qué he venido a hacer? Te respondo enseguida. Lo he constatado: tienes un corazón nuevo y me puedes entender”.
Esta es la respuesta de Jesús, transcrita literalmente por el Evangelio de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).
 
 
          1.2. ¿Por qué cabeza y corazón nuevos?
 
Jesús pide a Nicodemo disponibilidad para nacer de nuevo, de ese modo comprendería hasta el fondo lo que él deseaba decirle. ¿Era realmente tan necesario el cambio de mentalidad que Jesús exige a Nicodemo para prepararlo a acoger su propuesta? Considero que sí. Hay muchas razones para afirmarlo.
 
La primera, por ejemplo, está unida al modo utilizado por Jesús para manifestar a Nicodemo quién es él. Eso choca contra la lógica común. De hecho, nosotros identificamos a las personas según aspectos formales, por ejemplo: los títulos de los que podemos ufanarnos, la preparación y habilidades que tenemos, la pertenencia a un pueblo o a una familia. Jesús se identifica por la pasión profunda que empapa su vida, aquella perla preciosa (Mt 13,46) en cuya conquista se declara dispuesto a arriesgarlo todo. Esta pasión, además, abarca a todos. Los buenos hebreos reconocían poseer una relación especial con Dios…, pero restringida al ámbito del pueblo hebreo. Jesús la ensancha sin restricciones a todos, sin ninguna condición previa.
 
La segunda razón se refiere a los destinatarios del amor de Dios. Ningún buen israelita dudaba del amor especial de Dios. Tenían muchísimas pruebas de ello y continuamente se lo había ido recordando con fuerza la voz de los profetas. Las palabras de Jesús subvierten esta perspectiva: destacan que el amor de Dios llega todos y que todos serán colmados de vida por la potencia de este amor.
Lo afirma del modo más provocativo posible: Dios ama al mundo y lo quiere lleno de vida. Ha mandado a su propio Hijo para que el juicio y la condena se transformen en acogida y restitución de vida.
Esta es la inesperada y gran buena noticia que Jesús revela a Nicodemo y, a través de él, a todos nosotros. La meditación de la historia de Nicodemo me ha hecho descubrir la dimensión más radical de la responsabilidad educativa y la consiguiente exigencia de cambio de mentalidad.
 
 

  1. ¿Qué vida?

 
Recuerdo que, las primeras veces en que se hablaba de la vida en el trabajo educativo y pastoral, aparecía enseguida y espontáneamente una objeción. “Vida es una expresión equívoca —afirmaba alguno—. No la podemos utilizar en el ámbito educativo porque produce confusión. Solo la podemos usar después de haber aclarado su significado”. La objeción era lógica… en personas, como somos muchos de nosotros, acostumbrados a proceder con una previa clarificación de términos y eventualmente haciendo la lista de los adversarios. Aclarados los términos y etiquetados los participantes, queda ya resuelta buena parte de las dificultades.
Muchos, movidos por la experiencia de Nicodemo, hemos resistido con energía frente a este modo de proceder. En el fondo nos daba miedo. No queríamos dividir el camino antes de dar el primer paso. Y después teníamos la impresión de que demasiados adjetivos calificativos podían rebajar la pasión por la vida, tratando de manipularla y conducirla hacia nuestros proyectos.
 
Si la vida es un patrimonio común a todos, quizás el único realmente plenamente compartido, lo que nos une es más que lo que nos separa. Podemos comenzar el camino en la amable compañía de todos los que aman la vida y, de algún modo, la quieren abundante, aunque tengan proyectos diversos y precomprensiones diferentes. Actuando juntos, es mucho más fácil y enriquecedora la mutua confrontación. No podemos pretender aclarar las ideas antes de apasionarnos por la vida, como si fuera una condición para estar juntos. En el diálogo y la confrontación descubriremos la necesidad de clarificar y concretar. La confrontación llegará a ser un choque precisamente en nombre de la vida y de su calidad. Y así, con esa contrariedad los caminos se dividirán, quizás tan irremediablemente que cierren todo encuentro sucesivo.
 
 
          2.1. La atención al presente
 
Los modelos de existencia cristiana en los que hemos crecido y que aún ahora nos son propuestos, están en general inclinados hacia el futuro.
El presente es una especie de banco de pruebas, en el que hay que mostrar el deseo de eternidad, tomando opciones coherentes en esta perspectiva. El educador se presenta como el testimonio del futuro. Ama la vida de los jóvenes porque los orienta hacia el futuro. Pone en juego todos los recursos para activar los controles y evaluaciones sobre la vida cotidiana, con la intención declarada de asegurar mejor la consolidación de lo que realmente vale. La vida que atrae nuestra atención es la que esperamos, y que hemos de preparar con esfuerzo. Para evitar equívocos, el sustantivo vida está continuamente calificado con una serie de adjetivos que indican control y referencia ulterior. El último y más radical adjetivo es eterna: vida es la eterna…, por tanto, no puede ser la cotidiana.
 
¿Es ésa —la del futuro y hasta la eterna— la vida que hemos de amar y de poner en el centro de nuestro servicio educativo y pastoral?
Creo que el cambio de cabeza y corazón se juega hoy, en primer lugar, en este plano. El centro de la pasión educativa es el presente y, por tanto, la vida, sin ulteriores adjetivaciones o, a lo sumo, con la connotación de «cotidiana» para eliminar toda confusión. Hay que apasionarse por esta vida: toda presencia educativa se mide y califica en el compromiso de restituirla plena y abundante a su protagonista.
 
La vida eterna no es una alternativa a la vida cotidiana. Ciertamente, desde la perspectiva del Evangelio, no la podemos considerar como el premio que justifica —o que endulza un poco— el esfuerzo de rechazar el deseo de felicidad o, aún peor, la que empuja a huir de las responsabilidades de la existencia. Hasta la implacable invitación que Jesús dirige a sus amigos de perder la propia vida está motivada por el deseo de poseerla.
La vida eterna es la plenitud de la vida cotidiana, la consolidación y el cumplimiento de lo que hemos realizado en el ritmo comprometido de nuestros días. Lo recuerda también la Gaudium et Spes: “Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal” (GS 39).
 
Un acontecimiento ha señalado un valioso punto de contrastación y alivio: la meditación de la encíclica Evangelium vitae (EV). Quizás es la primera vez que, en términos tan explícitos, en un documento del Magisterio solemne de la Iglesia, la referencia a la vida se dirige hacia la vida cotidiana, hacia los problemas que la recorren, hacia las perspectivas que nos hacen soñar en una renovada calidad de vida.
“Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: «Yo he venido para tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Se refiere a esa vida nueva y eterna, que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en dicha vida donde adquieren pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre” (EV 1). “En tal perspectiva, el amor que cada ser humano tiene por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio en el que expresarse a sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa consciencia de hacer de la propia existencia el lugar de la manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con él” (EV 39).
La Evangelium vitae coloca la vida en el centro de la pasión ministerial de Jesús y de sus discípulos. Y ayuda a dar un significado preciso a la misma vida.
 
 
          2.2. Una propuesta concreta
 
La atención a la vida no es un compromiso que hay que adquirir. Forma parte del mismo vivir, porque es un dato espontáneo e imposible de dominar. El problema es otro: en el plano reflejo y consciente, ¿qué significa atención y hacia qué vida dirigir la atención?
En este punto, finalmente, es posible aterrizar en lo concreto, elaborando una propuesta concreta, precisa y comprometida. Vida es dominio del ser humano sobre la realidad, creación de estructuras de vida para todos, comunión filial con Dios.
El dominio del hombre sobre la realidad implica la liberación del hombre del poder esclavizante de las cosas para adueñarse de todas las potencialidades que en ellas existen.
 
Construir vida significa, por consiguiente, restituir a cada persona la conciencia de la propia dignidad. Significa colocar la subjetividad personal en el centro de la existencia, contra toda forma de alienación y desposeimiento. Supone, entonces, una relación nueva consigo mismo y con la realidad, para que cada hombre sea el señor de su propia vida y de las cosas que la llenan y rodean.
Este objetivo pide, pues, un compromiso concreto, forjado en una esperanza laboriosa, para que todos recuperen la plena subjetividad. Trabajar por la vida significa, por tanto, contribuir a que cada hombre recupere y se apropie de esta conciencia, a que el juego de la existencia se realice dentro de estructuras que permitan eficazmente a todos ser señores.
La creación de estructuras para la vida de todos, y especialmente para la de los pobres, exige que desaparezcan del mundo actitudes, relaciones y estructuras de división y explotación.
 
Quien vive en Dios está en la vida; quien lo ignora, el que lo teme o considera un cruel tirano está en la muerte. En el nombre de la verdad del hombre que intenta servir y reconstruir, el creyente se esfuerza por restituir a cada uno libertad y responsabilidad en estructuras más humanas, proclamando en voz alta al Dios de Jesús e invitando explícitamente a un encuentro personal con Él. Al propio tiempo y con el mismo gesto, recompone auténticamente el verdadero rostro de Dios, que con frecuencia han desfigurado también los cristianos. Por ese motivo, se esfuerza por erradicar todo tipo de miedo y de irresponsabilidad en su relación con Él y cualquier forma de idolatría: sólo en este espacio de libertad es posible después hacer crecer unas adecuadas relaciones afectivas y prácticas.
La pasión por la vida es, pues, un servicio apasionado por esta calidad de vida. Aquí el educador manifiesta su decisión vocacional más comprometida.
 
 

  1. Qué pasión por la vida

 
No podemos quedarnos, simplemente, en aclarar el significado de la vida por la que apasionarnos. La pasión por la vida no es una decisión que madura sólo a través del entusiasmo. Exige valor y una profunda capacidad crítica. No es, como decía al principio, una habilidad o cualificación más para añadir a la serie de otras que se exigen profesionalmente al educador. Significa y representa, sobre todo, la cualidad global de su existencia y de su servicio: una determinada colocación en la compleja trama de la realidad y el criterio de orientación y evaluación de su servicio.
Es urgente dar contenido operativo a la palabra pasión. Lo voy a intentar recordando tres urgencias.
 
3.1. Olfato para descubrir los verdaderos problemas
 
Nos ponemos a pensar y preparar proyectos, cuando nos sentimos inquietados por los problemas a los que deseamos dar respuestas adecuadas. Con frecuencia, los problemas que nos agobian son verdaderos y reales. Algunas veces, sin embargo, son problemas falsos.
Pueden ser falsos por diferentes causas: o porque sencillamente nos los hemos inventado, quizás por exceso de celo; o porque representan algo que no tiene raíces sólidas; o porque se refieren sólo a un grupo concreto de personas, encerradas en sus propios problemas no se dan cuenta de las gravísimas dificultades que sufren los demás.
El adjetivo falsos se toma aquí, por tanto, a beneficio de inventario. Pero eso ciertamente no puede tranquilizar a nadie.
 
Para establecer cuáles son los problemas verdaderos, hay que referirse de nuevo a la historia de Nicodemo. Tras mirar y escuchar a Jesús, para identificar cuáles son verdaderos y cuáles son falsos, antes de nada, hemos de tener en cuenta a todos los seres humanos. No basta con referirse a los que sentimos cerca, a los que nos preocupan, a los que interpretamos dejándonos llevar por esas pequeñas presunciones que nacen del amor.
«Todos» es un dato serio: se refiere a la gente que vive en nuestras ciudades, que toma el autobús por la mañana, obligada a despertarse a primera hora para no perderlo y llegar a tiempo a su trabajo, que se afana y espera, con mil proyectos en la cabeza. A esta indicación, hay que añadir la atención hacia los últimos, la preocupación por los más pobres, los que quedan en la cuneta de la vida por mil diferentes razones. Sólo teniendo en cuenta a los últimos podemos, de verdad, considerar que nuestro camino sea posible para todos.
 
Visto desde los últimos, no hace falta mucho para descubrir que los problemas, los verdaderos, son los que surgen en torno a la vida. Los demás problemas, otros muchos que con frecuencia nos inquietan, o son falsos o son menos urgentes que aquéllos.
Vivimos, de hecho, en una difusa y permanente situación de emergencia o, mejor dicho, la vida está hoy en una constante situación de emergencia. Para muchos, vivir la vida, tal como el Dios de la historia la ha proyectado para los hombres y mujeres a los que llama hijos suyos, resulta una empresa imposible.
 
Muchos han superado ese primer estadio de vida en situación de emergencia. Pero buscan de forma desesperada o resignada, una calidad de vida que la haga verdaderamente vivible, digna de ser vivida.
Además, todos sentimos la amenaza y la sombra de la muerte: la cotidiana, que nos acompaña como un enemigo invisible e invasor; la violenta y final, que parece aniquilar todo proyecto. No sabemos dónde poner con seguridad nuestra esperanza. Existen demasiadas propuestas; pero, apenas aceptamos una como buena, sentimos que se nos escapa de las manos, como si la muerte tuviera el capricho de apagar los farolillos de colores que alegran la fiesta de la vida. De ese modo, todos experimentamos la situación de emergencia en la que se encuentra el sentido de la vida.
 
 
3.2. La confianza en la vida: el problema como oportunidad
 
Existen modelos educativos y pastorales que consideran la vida cotidiana como un obstáculo que hay que controlar; otros se esfuerzan por huir de ella o, al menos, por reducir al mínimo sus condicionamientos. Mi hipótesis es muy diversa. Reconozco que el crecimiento en la experiencia cristiana corre paralelo con la aceptación de la propia vida, como misterio que compromete e interpela. Reconozco, por consiguiente, que esta misma vida ofrece de modo germinal los elementos más relevantes para su plenitud y autenticidad. La considero, en otras palabras, el gran resorte, que da sentido y perspectiva a todos los demás recursos educativos.
Quien reconoce en la vida, concreta y cotidiana, la clave fundamental del proyecto educativo y pastoral, adopta una actitud de amplia colaboración con todos. La vida y su calidad son realmente un problema verdaderamente común a todos y por los mismos motivos: afecta a jóvenes y adultos, a educadores y educandos, a creyentes y no creyentes.
 
Por esto, los discípulos de Jesús, fuertes en su fe y en su esperanza, se comprometen en un terreno común y buscan la plena colaboración con todos aquellos que aman verdaderamente la vida y quieren luchar contra la muerte.
El reconocimiento de la vida como fuente y clave se realiza siempre con una explícita e intensa preocupación educativa. La acogida de la vida para todo creyente está fundada en la experiencia gozosa de la Pascua del Crucificado resucitado.
Acoger la vida no es aceptar una situación de hecho con actitud resignada, como si la realidad no pudiera ser cambiada. Acoger significa compartir para llevar a cumplimiento. Momento cualificado de la acogida es, por consiguiente, el compromiso por transformar continuamente lo que ha sido acogido incondicionalmente.
 
 
3.3. Un estilo global: «siervos-servidores» de la vida
 
La pasión por la vida influye decididamente también en la calidad del servicio educativo y pastoral, a través del cual la llevamos a plenitud. Entre promoción de la vida y reconocimiento de Dios existe un lazo muy estrecho. Romperlo o vaciarlo nos hunde en el Reino triste de la muerte, donde dominan la angustia y el miedo o donde el compromiso del hombre resulta arrogante y violento.
Jesús presenta todo esto, y el estilo de existencia que de él se deduce, con la invitación a asumir la actitud del «siervo»: “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: «Somos solamente siervos; hemos hecho lo que debíamos hacer»” (Lc 17,10).
La invitación del Evangelio representa un punto de referencia cualificado para la construcción de la vida y la esperanza. Quien busca y quiere la vida, se pone como Jesús al servicio de ella, con la conciencia de que la vida es el gran regalo de Dios. Eso exige esfuerzo y disponibilidad. Requiere capacidad de descentrarse hacia los otros, atendiendo a sus necesidades y exigencias. Pone, sobre todo, en primer plano la exigencia de dar la vida, para que la vida sea plena y abundante para todos.
 
El primer gran servidor es, por tanto, Jesús de Nazaret. En el sufrimiento de la cruz ha preparado la fiesta de la vida, para que todos, y especialmente los pobres, puedan estar en fiesta. Su existencia ha sido el servicio total para la fiesta de todos. Por esto, el creyente lucha por la vida y resiste a la muerte con un estilo que resulta con frecuencia radicalmente contrario al que se considera como corriente.
En la cultura que cada día respiramos, la posesión —tener— supone la necesidad de conquistar, de arrebatar, de controlar perfectamente las cosas. Posee la vida quien la tiene bien agarrada con sus manos, como un tesoro precioso. Hasta la esconde bajo tierra, por miedo a los ladrones, como hizo el siervo necio de la parábola de los talentos (Mt 25,14-28).
En el proyecto de Jesús, por el contrario, posee la vida quien la sabe dar, quien la pierde por amor: como el grano de trigo que llega a ser fuente de vida solo cuando muere (Jn 12,14; cf. también Mt 16,25).
 
Perder para compartir es la condición necesaria para asegurar más intensamente la posesión. El desprendimiento no es la actitud maniquea de quien desprecia todo por un principio superior. Desprendimiento quiere decir, por el contrario, consciencia creciente de una solidaridad que se convierte en responsabilidad. Las cosas son para la vida de todos. Y todos tienen derecho a gozar de ellas, especialmente aquellos a quienes se las han arrebatado más violenta e injustamente.
El pobre, «el-ser-necesitado», es la razón de nuestro desprendimiento. Nos privamos de las cosas, día tras día, precisamente cuando las poseemos con satisfacción, para permitir a otros gozarlas también.
 
 

  1. Traducir todo en un proyecto cultural

 
Vivimos en una cultura donde predomina la denuncia, el miedo, la incertidumbre y el desánimo. Sufrimos bajo la pesadilla de lo que no funciona y de lo que provoca problemas, con la consiguiente y despiadada búsqueda de alguien —persona o cosa— a quien culpabilizar de ello. Con frecuencia, casi como de rebote, es fácil constatar una difusa tendencia a considerar normal y fascinante solo lo que es desviado, negativo, alternativo, hasta banalizar el ritmo fatigoso de la existencia de cada día. La conflictividad, en el plano personal y social, está llegando a ser, en definitiva, una componente normal de los procesos existenciales.
La pasión por vida exige una diversa visión de la realidad. Proporciona al educador una especie de filtro con el que releer la realidad. Y se traduce en un compromiso nuevo y muy concreto de elaborar alternativas, serias y practicables, para una nueva cultura de la vida.
 
Dos actitudes influyen en este esfuerzo: la conciencia de la limitación para expresar la verdad sobre nosotros mismos; la acogida incondicional de la vida de todos para manifestar una confianza enraizada en el reconocimiento de la capacidad de autogeneración y de transformación, por el poder de Dios que la penetra por completo. Restituidos a la verdad, con la fuerza misma del amor a la vida, podemos descubrir continuamente que nosotros no somos el bien; no lo podemos ni siquiera pensar ni podemos construir justicia.
El camino hacia la verdad nos obliga a rechazar el «orgullo ilustrado» que nos empuja a hacer de nosotros el «sujeto» de la misma, aumentando el potencial que poseemos o afinando nuestras capacidades. Sólo Dios es el principio del bien. Él lo construye, irrumpiendo en la historia con su acción creadora y dando a la misma la posibilidad de un final positivo y feliz. Es así como en el reconocimiento y en la confianza, nos damos cuenta de que lo podemos todo cuando apostamos por la vida. Nuestra debilidad, reconocida y aceptada, es el principio inédito de transformación.
 
Nace así, en términos siempre más reflexionados, una cultura de la vida. Hoy comprendemos fuertemente su exigencia. Un largo camino se abre, en efecto, ante nuestra búsqueda para construir un nuevo proyecto cultural, capaz de traducir la pasión reconquistada con expresiones concretas y operativas.
Este compromiso está en el centro de nuestro servicio educativo: llega a ser la plataforma de responsabilidad cotidiana de nuestra apuesta por la vida. n
 

Riccardo Tonelli

estudios@misionjoven.org