EDUCAR EN LA CIUDADANÍA. APRENDER A CONSTRUIR EL MUNDO JUNTOS.

1 marzo 2003

Juan Escámez Sánchez es catedrático de Filosofía de la Educación en el Departamento de Teoría de la Educación de la Universidad de Valencia.
 
 
Síntesis del artículo:
Educar es lograr que la persona sea autónoma y tome su vida en sus manos, es decir, sea responsable de sí misma. El autor nos muestra que esta tarea, para responder a las necesidades de hoy, ha de ser educación en la ciudadanía, que consiste en “trabajar con los estudiantes la cultura de la responsabilidad”. Para ello es necesario formar para la participación y la acción ciudadana y social, así como en la convivencia intercultural, en una relación de igualdad auténtica (que se debe reflejar en la mismas estructuras del centro escolar). Además, se debe educar para formar ciudadanos y ciudadanas verdaderamente cosmopolitas, promoviendo la preocupación y acción en favor de la paz, del respeto de la naturaleza y de la cooperación en el desarrollo de todos los pueblos.
 
 
 
1.-La educación en las sociedades modernas.
 
Nuestras sociedades se caracterizan por la pluralidad en las formas de socialización, de adquisición de una cultura u otra, de sociabilidad, de estructuración de la identidad personal, de lenguas, de modos de estar en el mundo y relacionarse con los demás. Más que nunca el deber de cada uno es saber quién se quiere ser , y el deber de la escuela es saber qué individuo puede, quiere y debe formar para la sociedad de mañana. En este sentido es necesario volver a pensar el papel que ha de desempeñar la escuela de nuestro tiempo y hacer la opción por una filosofía y unas prácticas adecuadas a las necesidades actuales. La educación en la ciudadanía responde a tal reto.
 
2.- La educación para una ciudadanía responsable.
 
Toda persona, también los jóvenes, tienen dignidad y no precio. Tal afirmación kantiana significa que toda persona es capaz de autonomía o gobierno por sí misma. La consecución de tal autonomía, sin embargo, no es fácil tanto por las dificultades que están dentro de nosotros mismos como por las dificultades que se nos imponen en los diversos ambientes en los que vivimos.
 
La autonomía o señorío sobre uno mismo se consigue cuando se tienen pensamientos propios, aquellos de los que se pueden dar cuenta y no pensamientos impuestos; también cuando se toman las decisiones que le afectan a uno según los proyectos de su vida personal, porque considera que son las mejores para él, y tales decisiones no son tomadas por otras personas según otros intereses o proyectos, aunque sean bienintencionados.
 
Algunas veces, parece que nuestras vidas y el futuro de nuestras comunidades está diseñado por fuerzas que escapan a nuestro control y nos arrastran no sabemos bien a dónde. Tal percepción se ha ido extendiendo entre los ciudadanos en estos tiempos de globalización económica, política y cultural. Parece como si las leyes del mercado o de la política o de la cultura marcaran al futuro un sentido o dirección desconocido para nosotros, pero inevitable. Si así son los hechos, “¿qué podemos hacer?”, nos decimos.
 
Las fuerzas de la economía, la política o la cultura, que sin lugar a dudas influyen en nuestras vidas y en la de nuestras comunidades, responden a intereses de individuos o grupos muy concretos y poderosos que nos los quieren imponer y, de hecho, nos los imponen, pero que podemos contrarrestar. El futuro de nuestra vida y el de nuestras comunidades no lo conocemos, está abierto y hay posibilidades buenas y malas que pueden hacerse efectivas, unas sí y otras no. Nadie puede arrogarse razonablemente el don de conocerlo. Nuestro futuro es incierto y el que tome una dirección u otra depende de lo que nosotros vayamos haciendo.
 
Nosotros somos, mediante nuestras acciones, quienes tenemos la posibilidad de conferirle a tal futuro un sentido y significado concreto ¡Esa es nuestra responsabilidad! Los hechos de la economía, de la política o de la cultura no tienen sentido al margen de las personas que los producen. Somos los humanos quienes introducimos sentido a esos hechos. Por ejemplo, las personas no somos iguales unas a otras en riquezas, competencias intelectuales o modos de interpretar la vida, pero nosotros podemos decidirnos a luchar por la igualdad de derechos básicos para todos los seres humanos. De modo semejante, las instituciones sociales, estatales o privadas, no son racionales necesariamente, pero podemos decidirnos a luchar por hacerlas racionales. Y, como último ejemplo, las relaciones humanas manifiestan frecuentemente el dominio de los poderosos sobre los débiles, pero nosotros podemos decidirnos a trabajar por unas relaciones basadas en el entendimiento y la justicia.
 
Nuestra responsabilidad consiste en echarnos nuestra vida y la de nuestras comunidades a la espalda y decidir qué camino tomamos y a dónde nos dirigimos. Realmente no sabemos si tendremos éxito en el camino emprendido, ya que cualquier decisión que tomemos puede estar equivocada, pero, al menos, nuestro comportamiento estará a la altura de la dignidad humana puesto que somos guionistas y actores del proyecto de nuestra vida.
 
De nuestras acciones se derivan efectos o consecuencias positivas o negativas para nosotros y para los demás. Los beneficios o perjuicios a “los otros” confieren a la responsabilidad una dimensión ética. La dignidad de cualquier persona clama por el reconocimiento de sus derechos y por la satisfacción de sus necesidades hasta donde alcance nuestro poder de hacerlo. La ética de la responsabilidad pone el acento en el compromiso vital con los otros, especialmente con los más débiles y excluidos, y con la naturaleza, que hace posible la vida humana.
 
Tal compromiso ético exige la transformación de los escenarios sociales en los que se producen las relaciones reales de las personas y las condiciones políticas y económicas que provocan la injusta marginación y exclusión de muchas personas y de comunidades enteras. La ética de la responsabilidad nos obliga a la acción, que es la única facultad que tenemos para producir los cambios sociales necesarios, junto con otros, formando colectivos o participando en instituciones, para que nuestras decisiones tengan posibilidades de éxito. Es cierto que no podemos confundir los valores y las actitudes de la ciudadanía con los valores y actitudes morales, pero también es necesario reivindicar que los valores centrales de la ciudadanía, que articulan nuestra Constitución y la Declaración de los Derechos Humanos, son valores morales.
 
Es necesario educar a las nuevas generaciones para que ejerzan una ciudadanía responsable. La tarea de la educación es hacer responsable a la gente. Durante demasiado tiempo no se ha tenido claro que la infancia y la juventud son periodos transitorios, aunque hermosos y valiosos, hacia la mayoría de edad o edad adulta. La mayoría de edad, en sentido jurídico, es la edad legal a partir de la cual una persona es plenamente responsable de sus actos. En sentido moral, la mayoría de edad se muestra cuando se adopta la decisión personal de ejercer la propia responsabilidad para con uno mismo y para con la comunidad a la que se pertenece.
 

  1. La educación en la ciudadanía y la acción social.

 
La responsabilidad es, ante todo, un compromiso con la acción para hacer el mundo de los hombres y las mujeres más habitable. Y tal responsabilidad nos demanda unir nuestra acción a las acciones de los demás. La esfera de los asuntos humanos está formada por la trama de relaciones que existe donde quiera que los hombres viven juntos. En esa trama, ya existente, cada agente introduce su acción que afecta a los demás como la acción de los demás le afecta a él. Esa acción y reacción entre las personas nunca se mueve en un círculo cerrado y nunca se limita a unos pocos participantes, sino que se difunde al resto de miembros de la sociedad y a las personas que pueden constituir la sociedad del futuro. El acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva la simiente de la cosecha, ya que un acto, a veces una palabra, basta para cambiar la situación presente o la dirección que se imprime a los acontecimientos futuros. La responsabilidad ciudadana se traduce en un compromiso auténtico por la mejora de las leyes y las instituciones políticas. Una persona obra responsablemente cuando toma en sus manos sus propios asuntos y hace lo que puede para la mejora de los problemas públicos y de la vida democrática.
La educación en la ciudadanía consiste en trabajar con los estudiantes la cultura de la responsabilidad, que exige dialogar y entrar en la actividad social y política, participar, movilizarse cívicamente, muchas veces desde el fomento de la asociación para los fines y esfuerzos comunes. Asumir la responsabilidad como ciudadanos significa confiar en que también nosotros somos realmente agentes de la democracia, encargados de ciertas cosas y garantes de determinados funcionamientos de nuestra sociedad, que hemos de darnos nuestros propios principios desde nuestra capacidad de autonomía, que hemos de rechazar aquello que desvirtúa los modos de comportamiento democrático y que hemos de dar cuenta de nuestras decisiones y acciones.
El tipo de compromiso ciudadano, que la ética de la responsabilidad estimula a descubrir, no está referido sólo a personas individuales y a comunidades políticas y sociales próximas, ya que la mayoría de los grandes problemas de nuestro tiempo se han vuelto asunto de política a escala mundial. En las dos últimas décadas, ante viejos y nuevos problemas sociales y ecológicos, los ciudadanos empiezan a tomar conciencia de la necesidad de asumir responsabilidades colectivas por lo que está sucediendo a otras gentes y pueblos: la cooperación para el desarrollo del tercer mundo, el derecho de injerencia en las políticas de otros países ante la vulneración de los derechos humanos de las minorías culturales o étnicas, la defensa de los derechos del individuo frente al Estado y la creación de tribunales internacionales en el ámbito de lo penal, que salvaguarden tales derechos y juzguen a quienes los pisotean, la búsqueda de soluciones colectivas al futuro del planeta y de la especie humana ante el deterioro del medio ambiente, la promoción de la cultura de la sostenibilidad como alternativa a un desarrollo económico depredador de la naturaleza que, a su vez, aumenta las injustas desigualdades entre los países del Norte y del Sur.

  1. Aprendiendo a construir el mundo juntos.

 
En una sociedad plural cada vez más heterogénea y compleja, la educación en la ciudadanía tiene que instaurar los valores democráticos y los valores comunes a todos sus miembros. Se trata de establecer sólidos vínculos cívicos sin exclusión de nadie. La ciudadanía se asocia a un estatuto jurídico, pero también a una capacidad, un poder y una voluntad de actuar. La escuela puede y debe contribuir a la construcción de una ciudadanía que se ha llamado “cosmopolitismo arraigado”, ciudadanos comprometidos con la comunidad concreta en la que han nacido y con la comunidad humana.
 
El principio básico que tiene que animar tal compromiso es el reconocimiento de la dignidad de cualquier persona. La ética de nuestro tiempo ha mostrado que el otro es siempre distinto, peculiar, original. La ética es justamente el encuentro con el otro como un otro que yo, que se me muestra en una exigencia de libertad y respeto a su complejidad. En eso consiste la consideración del otro como un individuo singular, que pertenece a la categoría de mis iguales como persona. Toda desigualdad en la relación humana transforma a unos en actores y a otros en receptores, y entraña una relación de poder, real o simbólico, que es fuente de violencia, real o potencial.
 
Una línea de acción prioritaria de nuestras escuelas es hacer posible la convivencia de las gentes diversas que están conformando la sociedad española. La propuesta de favorecer las interacciones entre individuos de culturas diversas, desde la convicción de que la mayoría de nuestras sociedades se han convertido en multiculturales y así será de aquí en adelante. Cada cultura tiene sus características específicas, en principio respetables, y la pluralidad de culturas es una riqueza del patrimonio común de la sociedad; más aún, el mestizaje cultural es una fuente inagotable para el aprendizaje. De ahí, que la educación para una sociedad de la complejidad y la mezcla no sólo es una barrera contra la violencia, sino un principio activo de enriquecimiento cultural y cívico.
 
La interculturalidad implica una transformación revolucionaria en la filosofía y en las prácticas de la educación. Afirma el valor de la variabilidad y la diversidad en los centros escolares y en las aulas, frente al prestigio de la homogeneidad de los alumnos; pone en cuestión el principio de segregación de los centros según criterios étnicos, culturales, religiosos, económicos o de cualquier otro tipo; considera que la función principal de la educación es facilitar las condiciones para que el sujeto sea creador de su propia cultura más que receptor pasivo de la cultura de su comunidad de origen. El individuo es considerado menos determinado por la cultura a la que pertenece, menos producto de su cultura, y más actor o agente de cultura.
 
La interacción es un concepto central en la educación intercultural. El prefijo “inter” de la palabra intercultural sugiere la manera como se ve al otro y, por tanto, la manera como uno se ve. Percepción que no depende de las características de él y mías, sino de las relaciones mantenidas entre él y yo. No se puede conocer a los demás sin comunicarse con ellos, sin relacionarse con ellos, sin permitirles expresarse como sujetos. La meta de la educación intercultural no es aprender la cultura del otro como una superestructura objetiva, sino aprender a partir del encuentro con él, de ver cómo se da a conocer en sus presentaciones y en sus representaciones; en definitiva, aprender a reconocerse en él, quien se presenta como un sujeto individual a la vez que miembro de la humanidad. La escuela puede ser un lugar privilegiado para que los estudiantes tengan la oportunidad de conocerse unos a otros en profundidad, compartan el mismo status, tengan intereses y objetivos comunes, y para ello la relación de igualdad ha de ser apoyada por las normas del centro y por el profesorado, favoreciendo las situaciones de cooperación y no de competencia.
 
Una segunda línea de actuación educativa está en la promoción de la solidaridad con la comunidad de los humanos. El valor de la solidaridad adquiere su auténtica dimensión ética cuando nos damos cuenta que todas las personas somos interdependientes. Esto significa que la humanidad en su conjunto tiene que ser percibida no sólo como un sistema de relaciones económicas, sino también culturales, políticas y religiosas. Dicho con otras palabras, la mutua dependencia exige las respuestas adecuadas para asegurar nuestra supervivencia y la supervivencia de toda la humanidad. Para ello, es necesario mantener y mejorar las condiciones de vida en el pequeño y castigado planeta que compartimos, y dignificar la vida, especialmente la humana, en todas sus formas.
La educación para esa ciudadanía universal se puede concretar en la formación de nuevas convicciones y actitudes de respeto a la naturaleza, de búsqueda de la paz y de cooperación para el desarrollo de los pueblos.
 
Se siguen estudiando las cuestiones más diversas, pintorescas e incluso grotescas cuando la mayoría de los ciudadanos, mayores y pequeños, todavía desconoce lo que ha de ser la conservación de los bienes públicos, la preservación de los espacios naturales, el mantenimiento de especies que hoy están amenazadas de extinción y la no contaminación del aire, del agua y de los suelos.
 
No es fácil enseñar la cooperación y la paz en un ambiente escolar en el que sólo se aprecian los logros individuales y se estimula la competitividad. Es difícil educar para la paz en un clima escolar en el que no se resuelven, o por lo menos no se gestionan bien, los conflictos del centro y de las aulas. El gran investigador de la paz Johan Galtung creía que el sistema educativo tradicional no se adapta bien a la educación para la paz y se hacía la siguiente pregunta: “La educación para la paz, ¿no parecerá una pura hipocresía? O, peor aún, ¿no parecerá la paz una palabra hueca, anulada por el mensaje más fuerte de que la verticalidad y la dominación son normales y aceptables, mensaje que se transmite por medio de la estructura del centro escolar?”
 
No es posible andar los caminos de la paz si no es con actitudes y prácticas de paz. La educación para la paz tiene autenticidad cuando se articula en torno al valor de la justicia. Mientras permanezca la pobreza y la miseria en el mundo no podrá haber paz. De ahí que haya que poner las bases para nuevas formas de desarrollo. Ello implica transformar el sistema económico en el que nos movemos, evitando la marginación y la exclusión de personas y de naciones enteras.
 
            La cooperación para el desarrollo de los pueblos ha tenido históricamente tres referentes. El primero fue la cooperación para el crecimiento económico: sin crecimiento económico acelerado, no son posibles ni el desarrollo ni la eliminación de la pobreza. El segundo referente de desarrollo es el crecimiento con justicia social: no basta con crecer, sino que es preciso distribuir para atender a las necesidades de todos los ciudadanos. Sólo la modernización productiva, con justicia social, manifiesta el desarrollo de los pueblos. Actualmente, la cooperación para el desarrollo de los pueblos, además de lo anterior, se entiende como un proceso de expansión de las capacidades humanas, individuales y colectivas, de los pueblos con los que se coopera. La cooperación para el desarrollo se produce en la búsqueda de soluciones en común, como la ejecución de proyectos compartidos por los países en desarrollo y desarrollados. El acento se pone en que las gentes desarrollen sus capacidades de trabajo, sus capacidades creativas y su autoestima.
 
La educación para la cooperación internacional y el desarrollo de los pueblos tiene que centrarse en cuatro objetivos básicos: concienciar a los jóvenes de que la cooperación se legitima desde razones de justicia, no desde posiciones paternalistas; formar en el sentimiento de pertenencia a la comunidad de los humanos; generar el convencimiento de que los bienes de la tierra son producto de las personas que la habitan y, por lo tanto, tienen que ser universalmente distribuidos; promover que, ante los problemas del mundo de hoy, no cabe otra respuesta que una ética universalista que tenga por horizonte, para la toma de decisiones, el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien local.
Juan Escámez Sánchez
 

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

Escámez, J. (director) (1999): Solidaridad y voluntariado social, Valencia, Bancaja.
Escámez, J.; Gil, R. (2001): La educación en la responsabilidad, Barcelona, Paidós.
Escámez, J.; García, R.; Sales, A. (2002): Claves educativas para escuelas no conflictivas, Barcelona, Idea Book.
Escámez, J.; Gil, R. (2002): La educación de la ciudadanía, Madrid, CCS-ICCE.