“La creación entera gime hasta el presente
y sufre dolores de parto. Y no sólo ella;
también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo.
Porque nuestra salvación es en esperanza;
y una esperanza que se ve, no es esperanza,
pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?
Pero, esperar lo que no vemos,
es aguardar con paciencia”
(Rom 8,21-25)
En una de las escenas culminantes de la versión cinematográfica de la conocida novela La Ciudad de la Alegría el protagonista muestra a un niño una reproducción del cuadro La Balsa de la Medusa, del pintor francés Théodore Géricault. Dicho cuadro representa una escena del naufragio de la fragata Méduse, ocurrido en julio de 1816. Cerca de 150 personas quedaron a la deriva en una balsa, pero todas excepto quince fueron muriendo durante los trece días que tardaron en ser rescatadas. El pintor representa a los supervivientes en el momento anterior a divisar el barco que les salvó, con diferentes actitudes: unos están derrotados y miran hacia atrás o al vacío, como si se dejaran ya morir; pero otros conservan la esperanza y siguen haciendo señales con unas banderas blancas y miran, de pie, al horizonte. El personaje citado cuenta al niño que aún en las situaciones más desesperadas, hay personas que conservan su dignidad humana y sus ganas de luchar gracias a que tienen esperanza, aunque se encuentren sobre una balsa a la deriva o en elslum más pobre de Calcuta.
Una época de esperanzas cortas
Con razón decía Kierkegaard en el siglo XIX, describiendo a las personas que se parecen a los náufragos desesperanzados del cuadro de Géricault, que la desesperación es una enfermedad característica del hombre moderno. Después, en el siglo XX, los psicólogos hablarían de “depresión” y “vacío existencial”. De modo similar, el médico, ensayista y gran humanista Pedro Laín Entralgo (1908-2001) dedicó un interesante libro a la esperanza, titulado La espera y la esperanza, donde afirmaba: “El hombre es un ser que, por imperativo de su propia constitución ontológica, necesita saber, hacer y esperar. Un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico, como un hombre sin inteligencia o sin actividad”. Con razón podemos parafrasearle diciendo que un niño o un joven sin esperanzas es un “absurdo metafísico” aún mayor. Sin esperanza, es imposible la educación de las nuevas generaciones humanas. Este es el tema del presente número de Misión Joven.
Pues bien, desde hace tiempo las esperanzas laicas modernas, traducidas en esa confianza en construir más pronto que tarde el paraíso en la tierra, parece que se han ido desmoronando. Hoy se describe mejor nuestra situación con palabras como desencanto, decepción y contrautopía. Por eso, un autor tan atento a las tendencias culturales actuales como es el sociólogo Zygmunt Bauman ha podido describir nuestra época diciendo que “laposmodernidad es la modernidad menos sus ilusiones”, o sea, “la modernidad menos sus esperanzas”. ¿De dónde sacar entonces energía para renovar nuestras esperanzas?
La esperanza cristiana
Hace ya tiempo que la teología bíblica y dogmática nos han enseñado que el Dios judeo-cristiano es un gran enamorado de la esperanza. Un Dios con más futuro que pasado, que se (y nos) reserva un futuro lleno de una sorprendente plenitud de salvación (cf., por ejemplo, la Teología de la Esperanza de Jürgen Moltmann). Es un Dios que en Jesucristo se ha manifestado como “el que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rom 4,17). De ahí que Pablo nos invite a imitar a Abraham en su “esperar contra toda esperanza” (Rom 4,18). Nos lo recordó Benedicto XVI en su segunda encíclica,Spe salvi, publicada en 2007: estamos y somos “salvados en esperanza” (Rom 8, 24).
Los creyentes no nos alegramos de la actual pérdida de esperanzas en el proyecto moderno, y menos aún si creemos en la educación de jóvenes. Tampoco contraponemos nuestra esperanza religiosa a la humana, pues ambas se suman y complementan. Más bien, reconocemos que “este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7). La tradición cristiana ha subrayado este hecho recordando que la esperanza no es sólo un valor más, sino una virtud teologal, junto con la fe y la caridad. El poeta cristiano francés CharlesPéguy retrató esas tres virtudes en un conocido y entrañable poema que escribió en 1912:La Fe es una esposa fiel. / La Caridad es una madre ardiente. / Pero la esperanza es una niña muy pequeña. / La Fe es la que se mantiene firme por los siglos de los siglos. / La Caridad es la que se da por los siglos de los siglos. / Pero mi pequeña esperanza es la que se levanta todas las mañanas… / Mi pequeña esperanza es la que todas las mañanas nos da los buenos días. Esperamos que la Pastoral Juvenil siga contribuyendo a cuidar la “pequeña esperanza” entre los jóvenes de hoy.
Los estudios de este número
El teólogo moralista José-Román Flecha Andrés nos habla de la fuerza de la esperanza al hilo de la exhortación apostólica de Juan Pablo II Ecclesia in Europa (2003), subrayando que Jesucristo fue, es y será nuestra Esperanza. El salesiano Eugenio Alburquerque Frutosmuestra la íntima relación entre esperanza y educación, pues para educar en la esperanza hay que empezar por creer en la educación y amarla. Tras describir la memoria, el deseo y la promesa como fuentes principales de la esperanza humana y cristiana, presenta unas actitudes básicas para educar en la esperanza. Por su parte, José Miguel Núñez Moreno, Consejero Regional de los Salesianos para Europa Oeste, explica la distinción entre el importante valor del optimismo y la virtud teologal cristiana de la esperanza, y presenta cinco senderos prácticos para desarrollar en la Pastoral Juvenil ese plus que contiene, por ser regalo y gracia de Dios, la virtud teologal de la esperanza.
JESÚS ROJANO MARTÍNEZ
misionjoven@pjs.es