[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie autor:
Enrique Gervilla es Catedrático de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad de Granada.
1 ¡Cuidado¡ es frágil
Este mensaje, que frecuentemente leemos en el transporte de algunas mercancías, podría ser también el mensaje expresivo de las relaciones humanas en algunos sectores de nuestra sociedad, sobre todo entre los jóvenes: ¡Cuidado¡, nuestra relación es débil, no ocasiones problemas, ni pongas grandes obstáculos, porque fácilmente nuestra amistad, compromiso, afecto…, se rompe.
Frágil -según el Diccionario de la Real Academia Española- es sinónimo de débil, quebradizo, caduco, perecedero, algo que con facilidad se hace pedazos. La fragilidad, pues, puede ser algo positivo o negativo, según su contenido y finalidad. Es bueno que los microbios que enferman nuestro organismo sean débiles, que el odio o la venganza entre los miembros de la familia sea frágil, o bien que la debilidad ocasione el fin de la guerra. La fragilidad, en estas situaciones deshumanizantes, se torna altamente positiva. Sin embargo, la debilidad y la fragilidad se hacen negativas cuando amenazan la estabilidad de la familia, rompen los compromisos adquiridos, o atentan contra el amor o la amistad. Aquí frente a la fragilidad hay que ofrecer fortaleza.
Buena parte de nuestra sociedad, ante el desencanto de la razón ilustrada, «la diosa razón», ha fundamentado la convivencia en la fragmentación existencial. De este modo, la vida se hace cambiante, débil y ligera, sin principios fijos, ni fundamentos estables. La pérdida del fundamento ha ocasionado la fragmentación y el nacimiento de múltiples fundamentos. Nos movemos en una pluralidad de comportamientos y formas de vida en la cual, según Lipovetsky, todo es posible. «Todos los comportamientos pueden cohabitar sin excluirse, todo puede escogerse a placer, lo más operativo como lo más exótico, lo viejo como lo nuevo, la vida simple-ecologista como la vida hipersofisticada, en un tiempo desvitalizado sin referencia estable, sin coordenada mayor»[1].
Para describir tal situación, son ilustrativas las imágenes utilizadas al respecto: el búcaro roto (C. Díaz), la sustitución de la brújula por el radar (J.M. Lozano), mar abierto sin horizonte fijo, ni fundamento (Mardones), sendas perdidas (Heidegger), islas de un archipiélago (Lyotard), carretera sin indicadores, barco sin ancla, espejo roto… Desde esta situación plural y de carencia, la razón misma elaborará su hoja de ruta, buscará su indicador y construirá su fundamento, o bien se unirá a aquella parte del espejo roto o del búcaro quebrado que más le satisfaga[2].
Esta disolución crea una situación de temporalidad afectiva en las relaciones sociales, una cierta des-orientación cara al futuro, un ambiente de permanente cambio, un fuerte afán de novedad, un abandono de lo tradicional y, en definitiva, una desvalorización de aquellos valores supremos o suprahistóricos de la modernidad. Ello, sin embargo, en modo alguno hay que interpretarlo como una carencia de valores, sino más bien, como una emergencia de tal cantidad de valores -nacidos de esta fragmentación- que se hace difícil el acuerdo general ante el valor. Ya el fundamento no existe, por lo que no hay argumentos para justificar un único fundamento.
Tal desaparición, para este colectivo, en modo alguno conlleva nostalgia o tristeza; al contrario, se vive con alegría y esperanza. La alegría de haberse liberado del peso de la única verdad, de la razón, de la unidad, de la objetividad, de las grandes ideologías…, y la esperanza ante un horizonte libre y abierto a múltiples experiencias y novedades.
El cuento indio, narrado por el profesor Maurice Duverger, puede ilustrar la fragmentación que conlleva la pérdida del fundamento. Ahora cada cual, a placer, puede elegir sólo una parte (religión, política, familia, amistad…) sin tener que aceptar los inconvenientes del todo. Se trata de la descripción, por medio del tacto, de un elefante por cinco invidentes. El primero tocó la trompa y dijo: «es un tubo». El segundo agarró la pata: «Es un tronco de árbol». El tercero cogió el rabo: «Es una cuerda», sentenció. El cuarto palpó un colmillo: «Se trata de una estaca«. El último chocó con el cuerpo y exclamó escéptico:«¡Bah, sólo es un muro!»[3].
Hoy, para aciertos sectores de esta nueva generación, vale más el presente festivo de la cigarra que el futuro laborioso de la hormiga. Vale más el radar que detecta lo existente lanzando y recibiendo mensajes, que la brújula que oriente el norte del deber ser. Ya no son necesarios los indicadores, sino contemplar la relación, aquí y ahora, con los demás. Sobran flechas, normas, preceptos, y falta pluralidad, deleite y satisfacción. La alegría hoy se vive en la desaparición de los dogmas, en la disolución del sentido de la Historia, en la abolición de los grandes relatos, y en el triunfo de la estética sobre la ética. Estamos en los tiempos de la ética indolora, sin compromisos, sin sacrificios, sin heroicidad. Al héroe se le admira, pero no le desea imitar. Todo ello es, para buena parte de la sociedad, sobre todo del sector más joven, el talante y el nuevo modo de vida, denominada la vida y la sociedad del progreso y del bienestar.
Este ambiente de relaciones humanas, débil y fragmentado, ha generado una mentalidad en la cual se valora lo inmediato, el placer, lo temporal, la apariencia… Recordemos al respecto: el aumento de separaciones matrimoniales, el miedo ante el compromiso definitivo, las rupturas de relaciones humanas, el aumento de residencias de la tercera edad, la resistencia a llamar novios a las relaciones destinadas a contraer matrimonio, etc.
Todo ello es lógico en una sociedad estructurada al servicio del bienestar material en la que molestan los viejos en la familia, los disminuidos alteran las relaciones humanas y los enfermos hay que alejarlos de la sociedad. De este modo, el progreso de unos se consigue a costa del retroceso de otros.
Esta nueva mentalidad y talante progresista condiciona, cuando no determina, la cultura y la educación de esta época de la historia. Y al igual que el pez vive en el agua y con el agua, buena o mala, sin que pueda desprenderse de ella, así también los seres humanos vivimos y convivimos en un ambiente social concreto, sin que podamos desprendernos de él, salvo aislarnos física y/o socialmente. Pero en uno y otro caso, el remedio es peor que la enfermedad.
2 Educar entre fragilidades afectivas. La educación «light»
La educación no puede, ni tampoco debe, desprenderse del ambiente humano, por cuanto educar es siempre comunicar, relación entre personas, con una intencionalidad humana y humanizadora. Las circunstancias, tanto físicas como humanas, poseen una fuerza configuradora especial a favor o en contra del concepto y modelo de educación. El viento sopla frecuentemente con fuerza hacia la dirección de la educación light (débil, fragmentada, hedonista, relativista…) como proceso y como finalidad.
Quienes celebran el nacimiento de este modelo educativo, no tienen más que dejarse conducir por tales ambientes para así construir su personalidad. De aquí que, si un día no funciona la calefacción hay que suprimir la clase; si el programa de TV. es interesante, no se puede estudiar; o si la clase es temprano, hace frío, calor, hubo marcha la noche anterior, etc. son razones suficientes para no asistir… De este modo, expresiones como: «me gusta», «no tenía gana», «es güay», «no me mola», etc., son razones, y hasta convincentes, para hacer o no algo valioso. La ley del mínimo esfuerzo se impone por doquier.
Sin embargo, otros colectivos de nuestra sociedad pretenden analizar críticamente la situación presente, considerando más como retroceso que como progreso esta situación de fragmentación y fragilidad de las relaciones humanas. La educación ha de proponerse, como ideal, la firmeza de las relaciones socio-afectivas, la estabilidad matrimonial, la fortaleza en la amistad, la fidelidad ante los compromisos…, sin que ello se oponga a las situaciones excepcionales de ruptura que, como tales, no hacen más que confirmar el ideal.
La temporalidad afectiva se convierte en problema para quienes sinceramente gozan del afecto sincero, temiendo perder lo que sumamente valoran. La firmeza y fidelidad no deben confundirse con los dogmatismos e imposiciones contrarios a la evolución, dinamismo y circunstancialidad -y, por tanto, flexibilidad- propias de las personas que hacen que todo ser humano siendo el mismo, no sea lo mismo.
El medio educativo, para intentar conseguir este ideal de firmeza y estabilidad en las relaciones humanas, es el esfuerzo, esto es, la lucha diaria entre el placer inmediato y el ideal deseable. Es importante distinguir entre lo que me gusta y lo que vale, rompiendo la igualdad: me gusta = es bueno.
Más aún cuando los medios de comunicación social, hoy de fuerte poder formativo, tratan de inculcar el placer como modo e ideal de vida: tener, gozar, pasarlo bien… sin importar demasiado a costa de qué: estudio, trabajo, honradez…
Esta batalla entre la razón y la pasión, que siempre termina con el triunfo y la derrota de una sobre otra, es un fuerte conflicto, por cuanto no siempre coinciden en la misma dirección el placer y lo que me gusta con el deber y lo que la razón me dicta como bueno. La armonía del animal ha quedado, así, positivamente rota en los humanos, sin que sea posible -como ya escribió Platón- identificar bien con placer y mal con dolor, por lo que, en «Gorgias», hace decir a Sócrates: “Los bienes, amigo mío, no son lo mismo que los placeres, ni los males que los sufrimiento. ¿Placer es aquello cuya presencia nos produce goce, y bien aquello con cuya presencia somos buenos? La cosa más vergonzosa no es ser abofeteado injustamente, sino cometer injusticia”.
El ser humano es, en este sentido, una anomalía en el universo, pues siendo parte de la naturaleza, transciende la misma naturaleza, por lo que, es bendición y maldición al mismo tiempo, por cuanto la conciencia le obliga a resolver la dicotomía entre las tendencias animales y los deseos racionales.
Se trata -como ya escribió Hartmann en su Ética– de una situación frecuentemente angustiosa, pues cuando un valor está frente a otro no es posible escapar sin culpa, por cuanto no es posible abstenerse de decidir. Hay que elegir, y aún el no hacer nada, es ya una elección. Puede quedarse donde estaba, pero fue él quien lo decidió. En el mundo real el hombre está constantemente obligado a solucionar conflictos de valor.
La vida de cada cual manifiesta diariamente esta «agonía» o lucha ineludible entre uno y otro, viéndonos sometidos a la opción cuando ambos son irreconciliables. Desde el inicio del día, cuando suena el despertador, ya he de optar entre la cama y la puntualidad en el trabajo. Es frecuente tener que decidir entre el estudio y la Tv., entre el sexo y la pureza, entre la venganza y el perdón, o entre el esfuerzo y el placer… Estos y otros muchos momentos de nuestra vida manifiestan la permanente opción, a la que estamos sometidos, al tener que decidir entre lo que vale, o vale más, y lo que me gusta.
3 ¿Qué hacer?
Correr, salvando obstáculos, para llegar a ser uno mismo
Ante esta situación de tener que optar, frecuentemente contra el ambiente, la pregunta de muchos educadores es la siguiente: ¿Qué hacer?, ¿cómo educar en este antagonismo? ¿cómo intervenir ante la debilidad afectiva y en la fragmentación ontológica?
La respuesta no es nada fácil, por cuanto hallamos razones y objeciones para justificar o rechazar una y otra opción: un modo de vivir fundamentado primordialmente en el aquí y ahora, sin más estabilidades y fortalezas que aquéllas que deparan las circunstancias; o bien, el modo de vida de sólidos fundamentos e ideales de futuro, para cuya consecución es imprescindible la lucha, a veces, contra lo agradable y el esfuerzo de superación.
A nuestro entender, la educación es un currículo, una carrera cuyo esfuerzo es imprescindible para llegar a la meta. Hacerse persona no es un regalo, sino una conquista, una lucha esforzada hacia el bien, o hacia lo mejor, y en cuyo caminar, o mejor correr, hay que sudar para superar ciertos obstáculos muy interesantes, pero poco o nada humanizantes.
Hoy, en las condiciones de vida y de bienestar material, el hombre, al poder satisfacer sus necesidades rápida y fácilmente, proporcionarse un placer sin esfuerzo, tiene la posibilidad de viciarse. Algo que no sucedía algún tiempo atrás en el que placer y esfuerzo se sucedían y relacionaban: el hombre gozaba del calor del fuego tras el esfuerzo de recopilar la leña, se recreaba en la visión de la cima de la montaña tras el sudor del camino, o disfrutaba del placer de la comida tras su elaboración.
Hoy el progreso científico y tecnológico nos depara toda clase de placeres sin esfuerzo alguno: la electricidad, el coche, los precocinados, el ascensor, o el televisor… nos proporcionan placer sin esfuerzo. La vida del hombre actual corre, así, el peligro de viciarse, pues frecuentemente se le ofrece mucho placer y nada de esfuerzo, siendo necesarios uno y otro -y, a veces, la lucha de uno contra el otro- para la construcción del ser humano[4].
La educación, hoy con cierta urgencia, dadas las dificultades que ofrece el ambiente indicado, ha de formar personas de carácter[5], que según Manjón son «hombres de principios fijos y voluntad resuelta a obrar constantemente según ellos»[6]. Esta educación en la firmeza de vida (principios y relaciones humanas), frente a la movilidad de las circunstancias, es hoy más necesario que en otros tiempos:
3.1. Para ser uno mismo
Uno mismo frente a las múltiples alienaciones que amenazan nuestra identidad, pues perder «la mismidad» sería dejar de ser uno mismo, incorporándose a un proceso alienante, que sería la oposición a lo que entendemos por educación[7]. Para E. Fromm, esta finalidad goza de una dignidad tal que no puede ser suplantada por nada mejor: «El desarrollo y la realización individual constituyen un fin que no debe ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuya una dignidad mayor»[8]
Hoy, sin un carácter fuerte, el ser humano fácilmente queda despersonalizado, a merced del viento que sopla, haciendo no lo que quiere, sino lo que las circunstancias le imponen. Y ello aún más necesario, cuando los poderosos medios de comunicación nos invaden hasta la intimidad y saciedad, favoreciendo el aquí y ahora de las relaciones humanas.
La propaganda, el consumismo, el placer, la moda, el aparecer (look), etc. se imponen frecuentemente por encima de las posibilidades económicas, de ideología y de creencias. De este modo hacemos lo que, en nuestro interior no queremos, pero forzados por motivos ajenos a nosotros, alienándonos, así, en provecho de alguien o de algo: costumbre, moda, presión social, religión, prestigio, consumismo, etc.
La publicidad, en sus distintos medios y modalidades, presente hoy en todos los grandes medios, alcanza sus objetivos consumistas «atacando» por sorpresa y suavemente, invitando provocativamente, pero sin agredir. Para ello, agita el deseo a la renovación permanente, se desvincula de lo tradicional, poetiza el producto e idealiza la marca, sacraliza lo nuevo y muestra el look social. Muy frecuentemente acompañan a sus mensajes cuerpos bellos y eróticos, situaciones placenteras de confort, virilidad o feminidad, juventud, sonrisa y dinamismo[9]…
La seducción se dirige más al sentimiento, a las emociones, y a las resonancias estéticas, que al razonamiento intelectual o a justificar la excelencia objetiva del producto. Se sitúa, pues, más allá de lo verdadero y lo falso, con cierto sentido humorístico y fruitivo. Eslóganes que no dicen nada, más que cambiar, aparentar, vestir de un modo u otro, comprar sin importar demasiado el qué; basta que se lleve, que sea de hoy, actual.
Todo ello nos conduce a afirmar la necesidad de formar personas de carácter, capaces de ir contra corriente, de valorar más el ser que el tener, fuertes para resistir a las circunstancias y no perder la identidad, de ser siempre uno mismo. Ello conduce al autodominio, distintivo singular humano.
3.2. Para alcanzar el autodominio
El autodominio es la nota distintiva ente el hombre y el animal. El autodominio es el control de uno mismo, o el dominio de sí ante situaciones adversas o no deseables. El autodominio supone un autocontrol, una superioridad del «yo» que hace posible la ruptura estímulo-respuesta. Ello exige un grado de madurez intelectual y emocional, por lo que es imposible en los niños de corta edad.
Este dominio propio nos permite poner límite o inhibición a acciones deseadas, pasiones y hábitos no deseables por la persona. Ello es, en opinión de Durkheim, lo más esencial del carácter, la facultad de someter nuestras acciones a nuestra propia ley[10]. Es la permanente lucha de uno contra sí mismo, en la que la victoria o la derrota siempre nos acompaña, en la que domina la persona sobre la situación, o es dominada por ella[11]. S. Pablo compara la vida moral al proceder de los atletas que lucha y se esfuerzan por alcanzar la victoria.
Este dominio propio es una de las notas distintivas del ser humano frente al animal. Éste es incapaz de resistir a la comida cuando está hambriento, al deseo sexual, cuando la situación le es favorable, o a la lucha airada contra el adversario. No así el hombre, cuya razón o fe le hace resistir a tales estímulos por motivos religiosos, morales, políticos o estéticos. Así no comemos, sintiendo hambre, porque es viernes santo, o porque nos hemos propuesto adelgazar, o porque el médico nos lo ha recomendado para nuestra salud, o bien porque es el «Día del ayuno voluntario».
Y, por lo mismo, no realizamos un acto sexual en plena calle, ni ofendemos de palabra u obra al enemigo cuando los deseos a ello nos impulsan… El ser humano, frente al animal, es capaz, siempre por razones o motivos, de dominarse frente a lo que le agrada. Locke escribió al efecto: «Me parece evidente que el principio de toda virtud y de toda excelencia moral consiste en el poder de rechazarnos a nosotros mismos, en negar la satisfacción de nuestros propios deseos cuando la razón nos lo autorice. Este poder ha de ser adquirido y desenvuelto por el hábito, y se hace difícil y familiar por la práctica temprana»[12].
El autodominio nos facilita el camino para hacer las acciones que racionalmente queremos, frente a los deseos que los estímulos nos ofrecen. De este modo, la razón se opone a las pasiones y a los vicios, a veces, destructivos para la persona y la sociedad. Si algo es bueno porque me agrada y en la medida que me gusta, la jerarquía de valores viene también condicionada por este mismo fundamento.
Ello ¿no conlleva dar por bueno, sin más, el egoísmo, la venganza, la droga o la embriaguez? Y ello sólo porque gusta, sin otra limitación, fundamentando así la finalidad de la vida en su mismo deterioro, e incluso, puede que destrucción personal y social.
- 3. Para llegar a conquistar la libertad
Sin una formación del carácter es imposible ser libre. Hoy esta afirmación reviste una urgencia especial, dadas las peculiares características de nuestra sociedad, en la que la publicidad, el placer, o la adulación para el ascenso…, son situaciones constantes que nos arrastran a actuar contra nuestra voluntad.
Anthony de Mello, en El canto del pájaro, nos narra el siguiente cuento, bastante significativo de cuanto venimos diciendo:
Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey.
Y le dijo Aristipo: “Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas”.
A lo que Diógenes le replicó: ¡Si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey”.
Quien hoy no ha aprendido a comer lentejas -no ha formado su carácter- está siempre a merced de la opinión de la autoridad en turno, de la moda, del placer, del consumo o de la opinión de los demás. Ante estas situaciones sólo el hombre de carácter sabe vencer las resistencias y vivir la libertad de hacer lo que quiere y no lo que le imponen.
Ser libre es ser-uno-mismo. La libertad, atendiendo a su etimología (del latín «libertas- atis») significa «estado del que no es esclavo». El hombre libre, frente al esclavo, puede elegir, determinar su vida, superando las trabas o impedimentos que se oponen a su voluntad. La oposición puede darse en nosotros mismos o bien puede venir del exterior a las personas.
De aquí la doble distinción de libertad: libertad «de/desde» o interna, y libertad «para» o externa. El alcohol, la droga, la ira o cualquiera de las pasiones o los vicios nos esclavizan por atentar contra nuestra libertad interior. La cárcel, la imposibilidad de vivir la política o la religión son igualmente esclavitudes, porque nos impiden la vivencia de la libertad exterior.
En cualquier caso, la libertad se nos presenta como la cualidad más valiosa de la persona, pues encierra la idea de poderío, de autoposesión, de autodeterminación…, sin la cual la persona no lo es del todo. Pero ello no es un regalo, sino una conquista, por lo que sólo es libre quien lucha por serlo, mediante el dominio de sí mismo. No es un camino fácil, pero sí gratificante.
Quienes entienden la libertad sin lucha, fácilmente se hacen esclavos de sí mismo o de los demás. Son personas sin una voluntad formada y sin un carácter fuerte. No han aprendido a comer lentejas, por lo que se dejan conducir, sin resistencia alguna, por el placer, sea éste bueno o malo, la adulación al jefe para conservar el puesto, o bien la defensa pública de una ideología o religión en la que no creen, pero sí les proporciona prestigio y beneficio económico. Son jaulas de oro, pero jaulas limitadoras de la libertad, negadora de la posibilidad de ser uno mismo, personas veletas y, por tanto, carentes de carácter. n
Enrique Gervilla
[1] G. LIPOVETSKY, La era del vacío, Anagrama, Barcelona 1990, p. 41.
[2] E. GERVILLA, Postmodernidad y Educación. Valores y Cultura de los Jóvenes, Dykinson, Madrid 31997.
[3] J.L. CEBRIÁN, El tamaño del elefante, Alianza Editorial, Madrid 1987, p. 9.
[4] V.F. CUBE, Actas del I Symposion Internacional de Filosofía de L’educació, Vol.I, Universidad Autónoma de Barcelona, 1988, p. 166.
[5] Carácter (del griego «charássein»: acción grabar, marcar las reses de un rebaño). De este verbo se formó el sustantivo «charaktér» que significó la señal grabada, la nota distintiva, singular y peculiar de cada uno.
[6] A. MANJÓN, El maestro mirando hacia fuera o de dentro a fuera, Patronato de las Escuelas del Ave María, 1949, p. 215.
[7] Alienación -del latín «alius» = otro, distinto, diferente; o «alienus» = ajeno, extraño- es la actividad humana realizada por un sujeto como algo objetivo, independiente, ajeno al ser humano. En toda acción alienante el hombre deja de ser él mismo, perdiéndose en provecho de alguien o de algo.
[8] E. FROMM, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires 1968, p. 309.
[9] E. GERVILLA, Valores del cuerpo educando. Antropología del cuerpo y educación, Herder, Barcelona 1999.
[10] «Lo más esencial del carácter es la aptitud de autodominio, esa facultad de freno o inhibición que nos permite poner coto a nuestras pasiones, a nuestros deseos, a nuestros hábitos, sometiéndolos a nuestra ley». (E. DURKHEIM, L’éducation morale, PUF, París, p. 40).
[11] «La victoria sobre uno mismo es la primera y la más gloriosa de todas las victorias, mientras que la derrota en que uno es vencido por sus propias armas es, sin duda, lo más vergonzoso y denigrarte que existe». (PLATÓN, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1991, p. 1275).
[12] J. LOCKE, Pensamientos acerca de la educación, Humanitas, Barcelona 1982, p. 63.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]