Educar para el silencio

1 mayo 1998

«Qué lejano nos queda el silencio, qué lejano…». Así comienza Norberto Alcover una de sus cartas a los jóvenes en el recurrente libro Invitación a la sospecha (PPC, 1998), obra que recomendamos para los jóvenes y para los educadores y pastores de jóvenes.
Precisamente y bajo el título Educar para el silencio, la hermana Elena Méler, carmelita, es­cribía una página sobre el mismo tema en Presencia 7 (febrero 1998), revista dirigida a los jóvenes. Lo reproducimos aquí y lo hacemos nuestro como propuesta, proyecto y progra­ma para los jóvenes. Dice así:
Estamos acosados por el ruido que cons­tituye uno de los elementos que definen a las sociedades urbanas e industriales. Las sociedades rurales fueron y son más silen­ciosas.
El ruido inunda las calles, los lugares de trabajo, las casas y hasta los corazones. En estas circunstancias no resulta fácil hacer si­lencio interior, estar a solas con uno mismo, y sin embargo el silencio es connatural a la persona, ésta tiene su origen biológico en el silencio de la división de una célula. La se­milla germina en el silencio de la tierra, en silencio genera energía una partícula de uranio. La Palabra, el Verbo Hijo de Dios se encarnó en silencio en las entrañas de Ma­ría, y nació entre nosotros en el silencio de la noche.
Dios habla en el silencio del corazón, por­que las palabras de amor se dicen en voz baja para que empapen el alma, como lluvia tenue de primavera. El silencio ayuda a personalizar y a interiorizar las palabras. No hay palabras más profundas que las que se pronuncian en el silencio del corazón.
El silencio no es vacío ni mudez, engen­dra vida, es comunicación, «Converso con el hombre que siempre va conmigo» (A. Machado). Uno mismo, Dios, los otros es­tán en ese yo profundo que nos hace ser personas en relación, capaces de amar, de responder a la vida con asombro, con entu­siasmo, con generosidad.
Entrar en uno mismo para «oír otras vo­ces que no están en el aire» (Orígenes) y «para oír crecer las hojas en primavera» (In­dio Piel Roja).
Creo que esto no es tanto un don que Dios nos quiere dar, cuanto un disponernos y un aprendizaje. Comenzar por hacer si­lencio exterior, desconectar TV, radio, etc. Buscar espacios y tiempos de ausencia de ruidos y tener la valentía de quedarnos a solas con nosotros mismos.
Silencio de pensamientos, proyectos, rela­jarnos, atender a la propia respiración, sen­tirnos, oler el aire y la tierra si podemos es­tar en el campo.
Comprendo que los habitantes de las gran­des ciudades tienen más difícil «aislarse» en medio del ruido, de ahí que su silencio sea más meritorio que los que vivimos en los monasterios o en el campo. La dificultad no quiere decir imposibilidad y muchos «urba­nistas» saben hacer silencio en sus vidas. Hay un silencio ascético que consiste en no pretender que cualquier deseo, capricho o necesidad material tenga que ser satisfecha de inmediato. Con frecuencia, lo material ahoga nuestro ser interior y le impide «co­nectar» con el núcleo profundo de nuestro yo, que se funde con el de Dios, que está ahí, en nuestro ser interior, lo advirtamos o no, y es Quien nos fundamenta, nos da vida. «No estamos huecos», decía santa Teresa de Jesús.
Si lográramos vivir en ese silencio inte­rior como espacio generador de vida y co­municación, seríamos más felices, más per­sonas en medio del ruido, del tráfico y de la agitación de nuestra sociedad. Nos tendrán que enseñar, tendremos que aprender a ha­cer silencio interior.

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