EDUCAR PARA SALIR DE LA PREHISTORIA

1 enero 2006

Reflexiones sobre el binomio cristianismo-justicia

J. Javier Vitoria Cormenzana
 

F. Javier Vitoria es profesor de Teología en la Universidad de Deusto-Bilbao y miembro del Instituto Diocesano de Teología Pastoral

 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Desde la situación de flagrante injusticia que padecen millones de seres humanos, el artículo ofrece una reflexión muy rica para llevar adelante la difícil tarea de educar a los jóvenes de nuestro tiempo para la libertad solidaria. Aprender a vivir juntos y aprender a ser humanos precisa sabiduría y compasión. Desde la sabiduría cristiana es necesario especialmente educar la mirada (mirar y dejarse mirar): una mirada que desvele la mentira de la realidad y revele al mismo tiempo las oportunidades históricas, que enseñe a percibir el pecado estructural del sistema. Desde la compasión samaritana el educador en la fe acompaña para ponerse al servicio de las víctimas.
 
El pasado verano leí en un importante periódico de tirada nacional un provocativo artículo de opinión a propósito de la campaña “Acción Mundial contra la Pobreza” impulsada por una inmensa red de ciudadanos internacionalistas. Su autor dejaba correr su imaginación y comenzaba su escrito de la siguiente manera:
 
“Cuando en el siglo XXV nuestros descendientes estudien la historia del inicio del tercer milenio, se estremecerán ante el holocausto permitido por sus antepasados bárbaros que habitaban la Tierra en el año 2005. La sala central del Museo Internacional de las Víctimas de la Pobreza, con sede en el próspero Estado del Bienestar de Etiopía, estará presidida por un gran panel en el que aparecerán estos datos: a finales del siglo XX los habitantes de Europa y Estados Unidos gastaron 17.000 millones de dólares anuales en alimentos para animales domésticos, pero no lograron invertir 13.000 millones de dólares anuales necesarios para eliminar el hambre. En el año 2000 existía una entidad, llamada Unión Europea, que subvencionaba con 913 dólares a cada vaca de su territorio y destinaba 8 dólares a cada persona africana para ayudarle a salir de su pobreza.
Los profesores del curso 2440-2441enseñarán que la prehistoria finalizó el año 2132, pues hasta entonces, tal como había vaticinado un Informe del PNUD allá en el lejano 2002, no se había conseguido erradicar el hambre del mundo. A los estudiantes les costará entender por qué en aquellos tiempos prehistóricos del 2005, 70 personas tenían una riqueza superior a la renta de 1455 millones de pobres asiáticos, por qué la financiación anual del programa mundial contra el sida y la malaria era igual a lo gastado durante medio día en una guerra ilegal contra Irak, por qué una política llamada AOD (Ayuda Oficial al Desarrollo) destinaba sólo 17 de cada 100 dólares de sus fondos a combatir la pobreza extrema”[1].
 
Inmediatamente recordé que unos días antes me había comprometido con Misión Joven a colaborar en un número sobre educación en la justicia. Y se me agolparon las preguntas: si los jóvenes actuales leyesen el texto ¿cómo reaccionarán? ¿Qué buscarán en su educación? ¿Les seguirá pareciendo lo último de lo último ser expertos en el manejo de la tecnología informática? ¿Se considerarán seres prehistóricos a pesar de sus recursos tecnológicos? Y ¿qué pasa con los agentes de pastoral que se dedican a la educación de los jóvenes? ¿Sus proyectos pedagógicos buscan educar hombres y mujeres empeñados en que la prehistoria finalice antes del año 2132?
 

  1. Sabiduría cristiana y educación en la justicia

 
Enfrentarse con éxito con la barbarie de la injusticia y conseguir educar para la libertad solidaria a los jóvenes de nuestro tiempo no es hoy tarea fácil. Sin embargo algunas voces nos alertan sobre la necesidad de esta porfía y nos ofrecen algunas claves orientadoras de la tarea educativa que olvidamos o minusvaloramos frecuentemente en nuestra acción pastoral. Paulo Freire defendió con enorme vigor y honestidad que una tarea ineludible de la educación liberadora consiste en descubrir las posibilidades parala esperanza, que existen en las situaciones límites y cualesquiera que sean los obstáculos que haya que afrontar (“lo inédito viable” era su expresión). Sin esperanza poco podremos hacer y difícilmente lucharemos. Si lo hacemos como desesperanzados o desesperados la lucha será suicida o puramente vengativa[2]. Más recientemente el Informe de la UNESCO sobre la educación para el siglo XXI[3] nos ha recordado que hasta ahora solamente nos hemos preocupado de dos fundamentos de la educación: aprender a saber y aprender a hacer. Necesitamos la sabiduría y la compasión para que los conocimientos y tecnologías que poseemos nos ayuden a alcanzar los otros dos fundamentos de la educación olvidados:aprender a vivir juntos y aprender a ser humanos en el siglo XXI.
Esta monumental empresa está reclamando unas reservas muy importantes de energía moral, cultural y vital. ¿Existen todavía fuentes de energía espiritual en nuestra cultura o se han agostado definitivamente? Aunque no corran buenos tiempos para ellas, sigo creyendo en el potencial humanizadorde las tradiciones religiosas. La religión entendida -¡claro está!- como “el inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que ésta debe cambiar, que se rompa la maldición y se abra paso la justicia” (M. Horkheimer). Especial atención me merece el cristianismo a pesar de la ambigüedad de su institucionalización y de sus prostituciones históricas. La aportación de la esperanza, la mirada y la compasión de Jesús de Nazaret tiene mucho de mística para un combate en favor de un orden mundial solidario y justo.

  1. Educar la esperanza

 
El holocausto humano provocado por el actual orden internacional es un desafío permanente a la tradición cristiana. Su propia condición mesiánica está en juego. Las tremendas y diabólicas tergiversaciones que los seres humanos hemos cometido como “constructores de nueva humanidad” o de “nuevos ordenes sociales” no deben llevarnos a la renuncia de la condición mesiánica del cristianismo o a una lectura a la baja de la ilusión de ser hombres y mujeres nuevos creadores de la historia. La situación de flagrante injusticia que padecen millones de hombres y mujeres ha convertido la cuestión de la significación actual del Evangelio de la Salvación en una cuestión práctica y no meramente teórica. La flagrante injusticia de nuestro mundo se levanta como la gran negación de la voluntad salvífica de Dios, como la aniquilación de la presencia liberadora de Dios entre los hombres. La negación del derecho y lajusticia entre los hombres atenta directamente al contenido del credo cristiano, en cuanto que parece desmentir esa soberanía de Dios que como misericordia fiel se va haciendo historia de nuestra historia y carne de nuestra carne en el envío del Hijo-Jesucristo y de su Espíritu. “Los pobres y la pobreza injustamente infligida, las estructuras sociales, económicas y políticas que fundan su realidad, las complicadas ramificaciones en forma de hambre, enfermedad, cárcel, tortura, asesinatos etc.,… es la negación del reino de Dios y no puede pensarse en el anuncio sincero del reino de Dios dando la espalda a esa realidad o echando sobre ella un manto que cubra sus vergüenzas”[4].
El cristianismo no tienen en sus manos la solución al desorden internacional imperante. Sin embargo es portador de un impulso espiritual, nacido de su confianza en que las posibilidades inéditas e inauditas que el Dios de Jesús ha sembrado en la historia (es decir, el reino de Dios), son viables en la historia. El cristianismo es una fe siempre abierta en las posibilidades de la historia, aunque se opone tenazmente a cualquier conato de interpretarla optimistamente. Creer en la proximidad del Reino de Dios es dejarse encantar por la Promesa de que esta historia también en el s. XXI puede dar de sí algo diferente y alternativo (es decir, que puede revertirse, como decía I. Ellacuría).
 
* En plena barbarie la educación de la esperanza dará paso al presentimiento de la posibilidad de un futuro nuevo para los pobres. El cumplimiento de la Promesa de Dios no está medido por la capacidad de las esperanzas históricas humanas. Esta inaudita gratuidad divina orienta permanentemente la esperanza cristiana en orden a reconocer que la realidad ya está marcada con la impronta del Reino de Dios. Y además invita a educar en el compromiso por la exploración y explotación al máximo del rico filón de lotodavía inédito, pero ya viable de esa utopía divina, que se alberga en el interior del holocausto.
 
* Educar en la esperanza supone, por ello mismo, suscitar el coraje de la libertad que disiente de la opinión mayoritaria (“sólo podemos aspirar a ir tirando”) y rompe con la evidencia común (“el futuro que nos aguarda será más de lo mismo”). En medio de esta sociedad amnésica y posmoderna la educación de la esperanza despertará la memoria colectiva de las causas que ayudaron a vivir y morir con dignidad en el pasado, recuperará sus esperanzas y alentará la resistencia crítica contra las fuerzas de la barbarie.
 
* Desde esta perspectiva la educación en la justicia intenta modestamente aportar un granito de arena a la construcción de una cultura de la participación y de la solidaridad. Esta pedagogía busca suscitar hombres y mujeres, expertos en la ética herida de la compasión, diestros en la promoción de una acción social de resistencia que convierta en realidad parcial y anticipativa el mundo alternativo que el cristianismo sigue soñando junto al Dios de la Promesa. Seguramente todas estas realizaciones serán“cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan de la espiral de la violencia, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá han tenido la capacidad de desencadenar la alegría de hacer y de traducirla en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable[5].
 

  1. Educar la mirada

 
A finales de los años setenta del siglo pasado había que estar muy despierto para exclamar: “aunque sonrían las estadísticas, se jode la gente. En sistemas organizados al revés, cuando crece la economía también crece, con ella, la injusticia social”[6]. Veinte años después los informes de este mundo “patas arriba” dan grima. Se necesita padecer esa epidemia de ceguera, fruto del miedo -de la que habla JoséSaramago-, para no ver que “la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar”[7], mientras le llega la temprana hora de su muerte injusta.
La sabiduría cristiana se constituye como una «mística de ojos abiertos» (J. B. Metz) que dilata, como si de un colirio se tratase, las pupilas de los ojos para llorar el horror tremendo del infierno de la pobreza y la exclusión (Apo 3, 18). Su secreto radica en la pretensión de servir a Dios en el enorme dolor del mundo. El cristianismo, revestido de las armas de Dios, combate contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en el aire (Ef 6, 10-20). Con las armas de Dios, el cristianismo está dispuesto a introducirse en las intrincadas condiciones de nuestro mundo para transformarlo en favor de la justicia y la vida. El cristianismo está obligado por fe, y no solamente por razones éticas y políticas, a alzar su voz contra la barbarie del actual orden internacional, a condenar su “espíritu y su lógica sacrificial” y a ponerse efectivamente al servicio de un Nuevo Orden Internacional (con mayúsculas). No le basta con reiterar la necesidad de la fe en la existencia de Dios para la construcción un orden social y político justo, coherente con “la civilización del amor”, tal y como el magisterio papal propone. Necesita “salvar o redimir a Dios” de su insignificancia y de su deshonor en la historia. Un autor de la Cábala judía hace decir a Dios, dirigiéndose a sus fieles: “Si vosotros dais testimonio de mí, yo seré Dios; de lo contrario, no”.
 
3.1. Develar la mentira de la realidad
 
Las víctimas de la injusticia están reclamando la educación de la “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron” (J. Saramago). Se trata de educar una mirada que devela la mentira de la realidad (cf. Jn 9) y al mismo tiempo revela sus oportunidades históricas. Si la compañía educativa ayuda a que el tránsito por los escenarios humanos se haga con los ojos abiertos, ofrecerá para el camino una nueva fuente de conocimiento que brota de la indignación sobresaltada por tanto sufrimiento inocente e injusto que nos hiere, y el equipamiento de la consolación de presencias (humanas y divinas) insospechadas capaces de subyugarnos.
La educación cristiana de la mirada busca personas que se nieguen a aceptar que la lógica de los victimarios sea la lógica que tenga la razón. Educa para la denuncia de la falsedad del ídolo de muerte en el que se ha convertido el sistema mundo. Educa para dejarse llevar por “el celo de la casa del Dios de Vida” a un combate contra el poder de los ídolos y en favor de una sociedad mundial, en la que los pueblos pobres puedan sentarse como iguales en la mesa común de la humanidad y compartir las decisiones con los grandes del mundo.
El sistema idolátrico hace que estas prácticas cristianas sean arriesgadas y suele encargarse de que sus actores terminen crucificados de modos diversos. La educación de la mirada promueve coraje y fortaleza para afrontar la prueba, recordando que ése es el precio pagado por un sinfín de historias contemporáneas de hombres y mujeres: ellos quisieron caminar por la vida “con la potencia de la verdad a cerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la redención” y “con la potencia del amor que irradia de ella” (RH 13).
 
3.2. Enseñar a percibir el pecado estructural
 
Juan Pablo II habló de estructuras de pecado y alertó sobre su naturaleza mortífera. Tras analizar la situación de extrema pobreza en que vive gran parte de la humanidad, el papa afirma que todo eso no sucede por responsabilidad de las poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie de fatalidad dependiente de las condiciones naturales o del conjunto de las circunstancias, sino por la existencia de mecanismos económicos, financieros y sociales que acumulan riqueza en unos lugares y empobrecen a los restantes. Esos mecanismos generan estructuras de pecado que provocan muerte en sus más variadas versiones (SRS 9f.16c.36).
Por supuesto, pérdidas millonarias de vidas humanas, pero también otras situaciones de mortandad: multiplicación de masas urbanas sin trabajo o que subsisten en empleos inestables y poco productivos; quiebras de miles de pequeñas y medianas empresas que abortan además la capacidad de los agentes sociales de interactuar socialmente; la movilidad y la presión laboral que convierten en residual el tiempo familiar y vecinal del trabajador y hiere sus lazos primarios de relación; el desplazamiento forzado de poblaciones campesinas e indígenas que hace vulnerable y destruye sus tradiciones culturales y espirituales; la pérdida de conciencia democrática como consecuencia del despilfarro de los ricos, el crecimiento de la desigualdad y el escándalo de la corrupción, el aumento de la criminalidad y de la violencia urbana provocada no pocas veces por el hambre y la desesperación más profunda; la expansión del narcotráfico basado en productores campesinos, cuyos productos tradicionales han quedado fuera de la competencia del mercado; desaparición de la seguridad alimentaria; desestabilización de las economías nacionales por los flujos libres de la especulación internacional; desajustes en comunidades locales por proyectos de empresas multinacionales que prescinden de los pobladores, etc.
La educación de la mirada enseña a percibir este pecado estructural y la lógica sacrificial de un sistema de muerte. Una mirada de los ojos abiertos por la fe en el Dos de Vida impide que el cristianismo se refugie en una concepción puramente personal del pecado y de la conversión, y que mantenga una mirada inocente o ingenua frente a la realidad social. Desde esta perspectiva la bondad de un sistema económico no se mide ya por la amplitud de su espacio de libertad, sino por la manera solidaria oinsolidaria de producir sus resultados (es decir, por la cuestión de la distribución de la riqueza).
 
3.3. Dejarse mirar por el otro
 
Educar la mirada es también enseñar a dejarse mirar por el otro, por el pobre, por la víctima del sistema. Los sacrosantos intereses y las incontables necesidades (falsas y artificiales) de los ciudadanos de los países ricos, constituyen “la viga” de nuestros ojos, que nos impide ver y conocer lo que tenemos delante (cf. Mt 7, 3). La honradez con la realidad reclama de nosotros una alteración de nuestra mirada, un movimiento sutil de nuestros ojos conducente a «ponerse en el punto de mira del otro». Mirarse con los ojos del otro que nos visita, supone una auténtica revolución epistemológica. Así lo experimentaron Francisco de Asís y Bartolomé de las Casas. La mirada de un leproso y la mirada del indio les cambiaron respectivamente la vida.
La mirada del otro nos ayudará a descubrir la verdad de modelo cultural de modernización occidental y a liberarla de su encubrimiento. En su interior, más allá de las declaraciones formales de ciudadanía universal, el espacio social de la libertad sufre un proceso selectivo creciente, el de la igualdad se declara simplemente inviable, y el de la solidaridad se va achicando progresivamente. La tan cacareada modernización de la sociedad española, más allá de la cuenta de resultados macroeconómicos, significa que se ha convertido en una sociedad/mercado.
La mirada del otro nos desvela que ser sujeto no es primariamente acto de autoafirmación, sino sujeción al otro. Él es quien me singulariza al signarme la irrenunciable tarea de socorrerle y, al mismo tiempo, me arranca del ensimismamiento que me ciega, ofreciéndome excusas, al darme la orden en que consiste su primera palabra: «No me dejarás morir». La autoridad del otro es tal que nos impera describirnos anosotros mismos como sujetos ¡bajo su acusación![8] Y esta experiencia provoca nuestra libertad para la fraternidad, si está dormida, y la libera si la tenemos encadenada por el “nosismo” corporativo (P. Levi).
La mirada del otro nos desenmascara que la enfermedad raíz de nuestra cultura actual es la indiferencia y cínica apatía ante el dolor de los pobres. La apatía no solamente es un muro levantado contra los sobresaltos de la religiosidad histórica y los grandes designios paranoicos de las utopías de antaño, sino también una forma de que la presencia del otro, con sus gritos de dolor no perturbe la constante circulación sin metas humanas de los ciudadanos favorecidos con los beneficios del sistema. Nuestra sociedad acusa un marcado desinterés por el otro/pobre y lo arrumba en una cada vez mayor lejanía sin semblante.
La mirada del otro nos pone de manifiesto que “fuera de los pobres no hay salvación”. La “forzosidad” de los hechos y la terquedad de la realidad muestran que sin los pobres no habrá salvación. El drama de ese humanismo idólatra, devaluado, indoloro y apático que nos envuelve, consiste en querer organizar la sociedad “como si los pobres no existieran”, sin percatarse de que “fuera de los pobres no hay salvación”. La mirada del otro no enseña que vincular el futuro de la humanidad al destino de los pobres se ha hecho una necesidad histórica, que el neoliberalismo no sabe o no quiere reconocer y por ello mismo sus propuestas de futuro no hacen camino, sino que encierran a la Humanidad en las aporías del presente. La sabiduría cristiana no puede menos que percibir a los pobres y su liberación como una oportunidad histórica de salvación para toda la humanidad[9]. Ella sabe que la salvación escatológica del Dios de Vida está vinculada a su destino y a su causa.
 

  1. Educar la compasión samaritana

 
La sabiduría cristiana suministra “razones” para ponerse al servicio de lo inolvidable: la historia interminable de las víctimas. Dios mismo ha convertido la cuestión de la responsabilidad con el prójimo en la cuestión religiosa por antonomasia. La misión del cristianismo en el mundo estriba en aceptar al pobre como un absoluto al que se le debe un amor ilimitado e incondicional como a Dios mismo, y hacerse su súbdito. La cuestión de la salvación no consiste ya en buscar un Salvador y reconocerlo como tal, sino en preocuparse de aquellos que padecen necesidad y reconocerlos como alguien que tiene derechos y autoridad sobre nosotros (cf. Mt 25, 31-46).
Pero ¿cómo podrá el cristianismo configurar efectivamente su servicio a las víctimas? La respuesta la hallamos en la compasión samaritana (cf. Lc 10, 29-37). El cristianismo originario de Jesús de Nazaret, en cuanto religión de la fraternidad, tiene un fortísimo componente igualitario que introduce una pasión en la historia: que los últimos dejen de serlo, que se adopten comportamientos y se organicen políticas y economías que les den primacía para construir una sociedad sin últimos ni primeros.
Esta sabiduría cristiana sobre la primacía de los últimos crea una sensibilidad e interés en favor de la mejoría de sus condiciones de vida y vincula el mandato del amor a la lucha por la justicia. Pero además se convierte en un punto crítico que denuncia la actual cultura de la satisfacción y ayuda a liberarse de la cultura de la ceguera y del olvido en la que nos sumerge ela actual sistema socio-económico. Esta sabiduría compasiva puede convertirse en la idea movilizadora y la fuerza moral que se necesita para la reconstitución de un nuevo orden mundial, en cuanto diseña la urgencia de que los pobres sean objeto y sujeto de discriminación positiva. Es decir, da prioridad a las políticas de solidaridad internacional, reclama la práctica de un nuevo pacifismo, alienta la búsqueda de una democracia económica, propugna la regulación ecológica de la sociedad y del comportamiento humano. Pero sobre todo resulta ser una formidable ayuda para la tarea de construcción de un sujeto postburgués.
 
4.1. Iniciar en la civilización de la pobreza
 
Educar la compasión samaritana significa iniciar en la práctica de lo que Ignacio Ellacuría llamó la civilización de la pobreza. Nada de lo que pretendemos en favor de la justicia será posible sin un nuevo estilo cultural, sin reforma intelectual y moral de la sociedad civil, sin cambios en los estilos de vida. Es quimérico -¡que no, utópico!- y engañoso pensar que será posible superar la actual situación de desigualdad nacional e internacional ganando todos y no perdiendo ninguno. A corto y medio plazo esto es literalmente imposible. El dilema que se plantea es el siguiente: perpetuamos la situación actual con leves retoques o bien pierden los que más tienen en beneficio de los empobrecidos. En nuestro mundo se han hecho innecesarias las vanguardias omniscientes, “pero en cambio son inexcusables las minorías ejemplares” (J. Riechmann).
Cada día son más urgentes y necesarios los estilos intempestivos de vida austera y solidaria, tanto en el ámbito persona como comunitario, que hagan correr «rumores» del Dios Solidario. El cristianismo como apremio y fermento de una comunidad humana de destino fraterno no existiría sin las historias solidariamente evangélicas. El siglo pasado se ha visto agraciado por la presencia de “una gran nube de testigos” (cf., Hb 12,1) del Dios de los pobres, a veces al precio de su propia vida. La vida de la Iglesia, y muy especialmente de la Iglesia Latinoamericana, ha sido acompañada e iluminada por una cosecha abundante de historias de mártires. Ellos han acreditado el Evangelio de Dios del modo como lo hizo Jesús: entregando su vida por la causa de los pobres del Reino de Dios. Sin embargo, hemos de reconocer que, globalmente considerada, la Iglesia necesita convertirse y creer en la Buena Nueva del Evangelio de la Solidaridad. Demasiadas veces sus clarividentes discursos oficiales van acompañados por unas prácticas institucionales y personales de solidaridad tan baratas, que aquellos suenan a ridículo frufrú en medio del griterío ensordecedor de las víctimas del sistema sacrificial dominante.
 
4.2. Purificar la solidaridad
 
La opción por los pobres no está vinculada a un voluntarismo ascético/moral, sino a un camino en el que el “homo absconditus”, enterrado tras el egoísmo posesivo de la cultura dominante, se desvela como un ser humano guiado por el principio misericordia, sensible al sufrimiento de los otros y feliz de y por compartir su ser y sus bienes con los desposeídos. La educación de la compasión samaritana permite que del corazón humano brote la excentricidad. G. Lipovetsky ha descrito el compromiso del voluntariado social con los excluidos como expresión de la estrategia del egoísmo o de la compensación de los mecanismos disgregadores de nuestra sociedad[10]. Entre nosotros F. Savater, el gran cruzado de la éticaautoafirmativa, ha dictado un magisterio apasionado e incontinente sobre la inexistencia de una ética altruista y desprendida. Y así escribirá mordazmente: “el único desprendimiento del que el hombre es espontáneamente capaz es el desprendimiento de retina[11]. Su ardor en la defensa de sus posiciones teóricas ha sido tal que descalifica de manera cruel e injusta la opción preferencial por los pobres: la insistencia en esta cuestión por parte de los cristianos “no es tanto una cláusula de abnegación como una bandera de proselitismo y autoafirmación[12].
Estas afirmaciones, por muy cínicas que puedan sonar en los oídos de mucha gente de buena voluntad, nos advierten de la posible ambigüedad que encierra también el ir a los pobres. Se trata de un peligro real que aparece claramente descrito en algunas escenas evangélicas: la del judío satisfecho que necesitaba de una plusvalía espiritual para poder vivir (cf. Mc 10, 17-31) y la de los vecinos de Gerasapartidarios de una solidaridad sin consecuencias (cf. Mc 5, 1-20) son historias reales de una virtud que no es del Reino y de una solidaridad sin costos que no es del Evangelio de Jesús. Conviene, por tanto, no ser ingenuos. Los seres humanos siempre nos movemos por intereses y nunca desinteresadamente. Pero, en contra de lo que afirma el profesor donostiarra, se puede pensar y mantener razonablemente que los intereses altruistas también movilizan a las personas, aunque nunca los podamos encontrar en estado químicamente puro.
La sabiduría cristiana no inmuniza contra esa contaminación. Pero la educación para una solidaridad samaritana con el pobre, permanente y honda, se convierte en un crisol que purifica la necesidad insaciable de autoafirmación que todos tenemos, y va gestando poco a poco personalidades ex-céntricas, liberadas del dominio despótico del “eros”. Entonces el educador como una partera ayuda al nacimiento de la pulsión solidaria y compasiva (el “agapé”) del fondo sagrado de la condición humana, que siempre es coexistencia, colaboración con los otros y construcción común de la historia.
En un panorama de antropologías resignadas con lo inhumano de los seres humanos, esta educación no ignora la necesidad humana del amor propio, simplemente acredita con los hechos que la visión del hombre como proyecto de hermano (J. I. González Faus) responde mejor a una antropología realista que la del hombre como proyecto de autoposesión. Su virtud consiste en hacer posible que el hombre verdadero se vaya manifestando en la renuncia práctica al desarrollo de la propia voluntad de poder, que lleva fatalmente a la negación o a la asimilación del otro; y en las destrezas para el noble arte de dejar sitio al otro y de tener tiempo para dar una nueva oportunidad a los demás.
 
4.3. Dejar sitio al otro
 
La educación de la compasión samaritana ha de tomarse en serio la ley de vida de Jesús, el Gran Samaritano: quitar el pecado del mundo pasa por cargar con el pecado del mundo. La sabiduría cristiana reivindica el sentido humano de entregar la vida y la libertad en favor de la gestación de otro mundo. La experiencia de vivir permanentemente bajo la mirada benevolente de Dios le permite saber que “el ser-con” y “el ser-para” es la primera verdad de todo ser humano con independencia de su calidad ética. La auténtica condición humana se despliega en la proexistencia, es decir, en la renuncia al desarrollo de la propia voluntad de poder, que lleva fatalmente a la negación o a la asimilación del otro, y en el arte dedejar y abrir sitio al otro, al extraño, al no-solvente (diríamos en términos económicos).
Si la libertad humana no debe entenderse de ninguna manera como libertad para la coacción, tampoco su verdad radical responde al paradigma del liberalismo económico: la libertad de determinación. Una libertad así concebida se ha manifestado históricamente incapaz de superar la lógica del dominio y de la posesión. La sabiduría cristiana habla de la libertad como libertad de comunión, como capacidad de determinarse en apertura al otro y religación con el otro: el hombre es cabalmente libre, cuando asume la condición de guardián de su hermano o de buen samaritano. La educación cristiana de la compasión samaritana posibilita que la libertad humana alcanza su más plena expresión.
La educación de la compasión samaritana fomenta la capacidad de dar cuerpo organizativo a la coalición con las víctimas, y la voluntad de “enredarse” de las pequeñas organizaciones en favor de la vida y en contra de la muerte. Sin esta ecumene en favor de las víctimas nuestros deseos de justicia darán un rodeo en lugar de aproximarse a quienes están arrojados del sistema.
Termino. La inspiración más genuina del cristianismo puede y debe ser una contribución eficaz a la resolución del problema de la justicia en el mundo. La sabiduría del vivir para dar vida a los demás, la necia y loca razón de la solidaridad anonadada, la memoria de los vencidos, la lucidez anticipativa del futuro se constituyen en contracultura frente a la razón autónoma e individualista imperante en el viejo orden mundial, que se entiende a sí misma meramente como instrumento, como dominio, como progreso y como ganancia. La memoria de Jesús es capaz de suscitar seres humanos, expertos en la “economía del don” (P. Ricoeur), y aprendices permanentes del “hombre supremo” que se abaja hasta lo más profundo y de la “entrega total” de la que sólo Dios es capaz (M Horkheimer).
 

J. JAVIER VITORIA CORMENZANA

estudios@misionjoven.org

 
 
[1]R. Díaz-Salazar, El final de la prehistoria: pobreza cero, El País, 3 de julio 2005
[2] P. Freire, Pedagogía de la esperanza. Un reencuentro con la Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, Madrid, 1993.
[3]J. Delors, y otros, La educación encierra un tesoro, Santillana/ UNESCO, Madrid, 1996.
[4]I. Ellacuría, Historicidad de la salvación cristiana en Revista Latinoamericana de Teología 1(1984),p.34.
[5]E. Galeano, Ser como ellos y otros artículos, Siglo XXI, Madrid, 1992, pp. 84-85.
[6]Id., Las venas abiertas de América Latina, Siglo XXI, Madrid, 1994, p. 464.
[7]Id., Patas arriba. La escuela del Mundo al revés, Siglo XXI, Madrid, 1998, pp.342-343..
[8] E. Lévinas, De otro modo de ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987, p. 108,
[9]será necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres -personas y pueblos- como un fardo o como molestos e importunos, ávidos de consumir lo que otros han producido… La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la humanidad entera«(CA 28).
[10]El crepúsculo del deber. Ed. Anagrama, Barcelona 1994, p. 144.
[11] Ética como amor propio. Ed. Mondadori, Madrid 1988, p. 297.
[12]F. Savater, Humanismo impenitente. Ed. Anagrama, Barcelona 1990, p. 57.