Ejercitarse en profecía en la Iglesia de nuestros días

1 diciembre 2006

José María Arnaiz, teólogo y escritor, consultor de PPC para América Latina
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El profeta no nace; se hace. Pero los profetas están en la tierra, en las calles y en las plazas. No pueden faltar en la Iglesia. Es más, los cristianos, en este comienzo de siglo, estamos urgidos a un giro profético para redescubrir el cristianismo evangélico. Ser profeta es una vocación incómoda y martirial. El profetismo no es funciones ni oficios, sino vida desbordante. El camino de la profecía es el camino de lo esencial, lo profundo, lo radical. Por eso no existe experiencia profética sin un fundamento místico.
 
En estas últimas semanas me ha tocado entrar en contacto con algunos profetas. De diversos modos he estado cerca de ellos y de ellas. Con ellos y ellas he aprendido algo más de profecía. De ellos y ellas parto para hablar de los riesgos, dificultades, tentaciones, miedos de la tarea profética; del perfil y talante profético; de lugares y tiempos de profecía. No puedo dejar de afirmar, desde un comienzo, que hablar de profecía no resulta fácil. Corresponde a una experiencia en cierto modo inefable. Quizás debería seguir el buen consejo de L. Wittgenstein: “de lo que no se puede hablar es mejor callar”. Consejo que, por supuesto, lo seguiré solo en parte. Transmitiré un poco de experiencia tanto propia como ajena sobre este servicio tan necesario y al mismo tiempo tan escaso en la Iglesia de hoy.
 

  1. Profetas en acción

 
“No hay duda que la matriz del profetismo es siempre la crisis moral, religiosa, cultural y sociopolítica de los pueblos y de la Iglesia. El profetismo es la crisis de la crisis. El verdadero profeta es víctima de lo que denuncia y por tanto sufre doblemente… La apocalíptica sigue la evolución, a la vez dramática y popular, del proceder de los profetas. Va más allá. Pide una intervención directa del Mesías para salvar a su pueblo. La crisis parecer no tener remedio… se necesita una revancha desde arriba y una nueva creación. Trae consigo la exigencia de mucha paciencia y resistencia. La temática profético mesiánica ha sido la habitual en el continente latinoamericano…Pero me parece que no faltan motivos para apuntar más bien a  una interpretación apocalíptica de los signos actuales. La crisis que nos toca vivir tiene rasgos cósmicos inquietantes (la crisis ecológica), políticos y económicos de  todos los colores y tiene rasgos eclesiales. La Iglesia, que debería ser la crisis del mundo desde las exigencias del Reino, en nuestros días no lo es… El género apocalíptico nos da las claves para llegar a lo totalmente nuevo que necesitamos. En el meollo de esta pugna intra-eclesial permanente surge la Vida consagrada. Ella desde el fondo radicalmente carismático, asume o tendría que asumir la responsabilidad de poner a la Iglesia en crisis de Evangelio desde la interpretación  del sufrimiento del mundo y desde la irrupción del Reino como exigencia de cambio radical… Detrás de este debate, de repente demasiado sutil, se esconde una cuestión mucho más grave y urgente: el futuro de la esperanza para los hombres y mujeres de hoy en el mundo y en el continente de América Latina”.
Estas ideas y estas palabras exponía Simón Pedro Arnold, monje benedictino, hace un par de meses en Lima en la semana de Vida Consagrada de Perú. Yo las escuchaba y las recibía como palabras proféticas. Me desafiaban, casi me dejaban intranquilo; había que entrar en un tiempo apocalíptico… Me hicieron mucho bien. Más de una vez me decía a mi mismo: “este hermano benedictino está ejerciendo la profecía… se está arriesgando a ser profeta. Va a levantar ampollas”. Y así ocurrió. Y de hecho las levantó. A continuación me tocaba hablar a mi. Fueron muchas las veces que muy de dentro me salía la expresión: “como decía hace un momento Simón Pedro” Así mis palabras pasaban de la sabiduría a la profecía pero sin llegar a la fuerza apocalíptica que nos invita a ir a la crisis de la crisis para renovar la esperanza. Simón Pedro terminaba su presentación con una fuerte invitación:El mar Rojo nos espera, la cruz nos invita. Como dice la carta a los Hebreos: Todavía no hemos sufrido hasta la Sangre. Tal vez sea una de las horas históricas donde nuestro compromiso radical por Jesús y su evangelio nos exija el martirio”.
A los pocos días estaba en Colombia y ahí la interpelación profética tuvo tinte, tono y forma femenina. Una mujer, religiosa que había sido “desplazada” con otras tres hermanas Lauritas confesaba con una serenidad que brotaba de un profundo sufrimiento: “Dios siempre está delante…cuando se pone atrás es para proteger. Nunca para retroceder”. Por supuesto que no intentó hacer ninguna conferencia al compartir su experiencia. Experiencia que consistía en que junto con otras 800 personas de una vereda habían sido desplazados. Habían tenido que dejar todo: campos, animales, casas, posesiones y alejarse campo a través a más de 100 Km. por orden de la guerrilla. Su hablar era testimonial y de profeta de pocas palabras. A mí me dejó con fuertes llamadas tanto es así que le pregunté cuál era el secreto para vivir lo que vivía y transmitir lo que transmitía. No hubo mucha respuesta en palabras pero su modo de proceder era suficiente.  Me dejó pensativo. Por mi parte tenía que hablar de un tema poco fácil a un numeroso auditorio de jóvenes. “Cómo devolver el encanto a la Vida consagrada”. Luz  me doy la nota para comenzar el canto entonado con evangelio. Las crisis, ni siquiera las más duras, son motivo para tener miedo y retroceder. Desde Isaías y hasta el Apocalipsis el Dios en el que creemos hace todo nuevo. Nunca restaura lo nuevo. Una nueva vida nos espera. Quedé impactado con la fortaleza que deja la fe viva.
Pocos días después de estos encuentros, el 27 de agosto, fallecía en Brasil Don Luciano Mendes de Almeidaal que alguien había llamado “imagen bonita de Deus”. Lo vi solo dos veces en mi vida pero una de ellas conviví con él varios días.  Para algunos, Don Luciano no era ni profeta ni hereje; era “sólo” poeta. Creó vida con su tarea de jesuita, de pastor, de presidente de la CRBB, con sus palabras y su presencia. Traigo aquí su memoria porque le vi. actuar proféticamente. Ese proceder profético que nacía de una mirada simple y afectuosa de la realidad y de una  voz fuerte para defender a los “sin tierra” y para afirmar que la bondad había hecho fecunda su vida. Proféticas fueron sus palabras cuando delante de una gran muchedumbre con ocasión de sus 25 años de Obispo llegó a decir: “No sé si ustedes ya vieron un hombre feliz. Yo lo soy”.  Una religiosa muy cercana a Don Luciano recordaba que él no parecía lo que era, un profeta. De los profetas que son capaces de afirmar que la mayor densidad de valores está en el corazón de los pobres” y de “abrir las puertas de su casa y de las Iglesias para albergar en la noche a los pobres”.
En ese mismo día que moría don Luciano aparecía en el diario el País, en España,  una estupenda entrevista al Abad del Monasterio de Montserrat. En la entrevista hay palabra, tono, talante y ganas de ejercer la necesaria profecía. En ella todo nace de lo alto –Montserrat-, está en lo alto, de una serena actitud ante la vida, de una actitud prepositiva y dialogante. Hace una crítica al modo de proceder de algunos pastores en España. Lo hace desde una gran libertad y con unas palabras claras, precisas y fuertes y en el fondo desde una gran ternura y misericordia. Ama lo que quiere ver diferente. “La Iglesia se resiste a revisar sus criterios poniéndolos en el contexto de los avances de la ciencia, de la medicina, de la antropología y yo creo que urge esa reflexión”.  Esta claro que profecía en este caso y para Joseph M Soler es hablar, denunciar, proponer y arriesgar. Lo hace después de haber callado y rezado. Por eso le sale tan bien.  Lo hace “entre la plaza del mercado y el desierto”.  Ha querido convertirse en una voz  más y para nada polémica. Con todo, al terminar de leer esta entrevista me he dado cuenta que es la voz de muchos. Mejor aún, ha sabido dar voz a lo que tantos piensan y sienten y no pueden o no quieren decirlo. Lo menos que se me ocurre afirmar que en estas respuestas hay audacia y lucidez. Quiero añadir que era necesaria esta voz. En “los tiempos recios” (Santa Teresa de Ávila) se necesita profecía.  No dudo que la entrevista habrá sido bien leída y por supuesto por muchos.
Ejercitarse en el ministerio de la profecía es difícil y costoso. Nace de una llamada sorpresiva que reciben en sus vidas algunos creyentes. La respuesta a esta llamada tantas veces se paga cara. Nadie nace profeta. Se aprende a través de tanteos, huidas, miedos, errores, sufrimientos, búsquedas y amenazas. Como se ha dicho “pocos son los profetas que mueren en su casa y en su cama”. No hay profetismo sin sufrimiento. Para mantenerse firmes en esta línea,  es bueno recordar que en los mejores momentos de la vida de la Iglesia la profecía ha sido sustento y vigor de la Iglesia; le ha dado savia vital. Es lo que ha sacado a los creyentes de la frialdad y la rutina, de la ingenuidad excesiva y de la falsedad. La acción profética significa mucho: “El testimonio profético se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la construcción del Reino de Dios” (Vita consecrata, 84). De hecho esta fuerza profética permea la vida del creyente si acierta a recoger el susurro místico y se hace cantor obligado ya que como señala el poeta: “Yo que tanto callar ya no podía decidí que mi vida fuera la debida” (Garcilaso de la Vega).
 

  1. “Vean un profeta”

 
Así comenzaba el presentador de la televisión nacional de Alemania en 1970 un programa en el que se le entrevistó a Dom Helder Cámara por espacio de 40 minutos. Y así intentó describirle: Vean un hombre menudo, débil, con mirada profunda, defiende el pan y la alegría, habla no sólo con la boca, también con las manos. Tiene el alma en el cuerpo, ve lo invisible y comunica lo que el Señor le dicta y se nota en el tono de su voz. Respira un aire liberador; es todo vida, vigor… La suya es una profecía de los ojos abiertos.  Estamos ante una persona que le anima una gran convicción. Sabe que al final de su vida le van a examinar del amor (San Juan de la Cruz) y está aprendiendo a amar amando preferentemente a los que no son amados. Así trata de sacarse buena nota.
Al terminar la estupenda entrevista el moderador sugirió un título para su tumba: “Fue un profeta”. DonHelder habló ya en esa ocasión de la  globalización de la solidaridad, de lo que ocurre cuando Jesucristo desaparece del horizonte de una persona, de la esperanza que es algo muy distinto de un ingenuo optimismo; ofreció alternativa y utopía al hombre y a la mujer de nuestros días; mostró lo nuevo de lo nuevo. Abrió los ojos, para el que quiso entender, para contemplar el mundo con la mirada compasiva de Dios y así descubrir la realidad como sacramento y lugar de encuentro con él y con lo demás.  Intentó hacer de su sueño individual un sueño colectivo. No hay duda que consiguió  contagiar el virus profético a los que seguíamos el diálogo. Al verle se convencía uno que la profecía nace de la mística. Ya su presencia nos evocaba una “terapia de choque” para nuestra sociedad. Dentro de él estaba el Reino de Dios y es lo que transmitía.
Ver y oír  a Don Helder  esa tarde fue terminar con la imagen del profeta aguafiestas; para nada profirió una sola amenaza o condena. Era una persona de una sinceridad insobornable. Se veía en él una armonía afectiva con Cristo y una simpatía única con él. De ellas sacaba fuerzas. Una vez más, sentí al escucharle que el profeta despierta demasiado pronto, cuando todavía es de noche y los demás estamos durmiendo; más aún, es centinela de noche pero no deja de ser compañero del día. .
A Don Helder le cuadran bien las palabras de J. P. Jossua cuando dice que al profeta le toca ser “humilde, sensato, profundo, libre y comunitario para que compense la dureza autoritaria en el seno de la Iglesia y denuncie, en nombre de Dios, lo abominable de una explotación y de una destrucción de tantos hombres y mujeres por parte de otros, entre los que no faltan los que se llaman cristianos”. Sabemos bien, que Don Helder en su vida se le rompía el corazón cuando veía el mal, sobre todo el que causa la injusticia. Su compasión era fuerte y llegaba a ser persistente. Sabía estar a lado de las víctimas. Y se sabía, también, entre dos fuegos; el de Dios y de las personas humanas. Era consciente que su vida se había transformado en una profecía en acción. La animaba la pasión por Dios y la pasión por la humanidad. Hablaba en nombre de Jesús y dejaba a Jesús hablar a través de susexistencia. Se preocupaba del evangelio.
En los últimos años varias veces me he sorprendido oyendo y viendo hombres y mujeres que por su modo de expresarse,  por sus mensajes y por su manera de actuar me han dejado la convicción de que escuchaba a profetas, a creyentes con el carisma de la profecía. Estoy convencido que a veces pasan a nuestra vera místicos y profetas de mucha talla y no los reconocemos. ¿Qué tiene su palabra? (Lc 4, 37) ¿Qué tiene su rostro? ¿Dónde se les encuentra? Vamos a dar algunas pistas.
 

  1. Vayan a donde hay profetas

 
¿Dónde están los profetas?. Están en la tierra; y de la tierra parten para llegar hasta Dios. Les interesan las cosas públicas y cotidianas. Son buenos ciudadanos. Se les encuentra en la calle y en la plaza. Les interesa la vida y la vida que se vive apasionadamente. Les gusta estar en el fragor del mediodía del mundo actual. El profeta quiere vivir y quiere que vivan. Los profetas llegan y se hacen presentes en la historia y en la geografía del mundo en el momento debido y en lugar justo.
La vida religiosa ha sido, por vocación propia y por tradición, uno de los lugares paradigmáticos que ha “producido”, iniciado y sostenido a muchos e importantes profetas. “Vivir en la cresta de la profecía es misión de la vida consagrada y lo es especialmente de algunos grupos de Iglesia”. Hay Institutos religiosos especialmente atentos a este aspecto. Hace un año celebraban su Capitulo general las Carmelitas de la Caridad de Vedruna. Su documento final se titula Mística y Profecía. Las Carmelitas se ven enviadas a caminar hacia un mundo alternativo. Para ello quieren ejercitarse en profecía y en mística.
Lugares físicos de testimonio y anuncio profético han sido los santuarios, sobre todo los marianos que a veces se convierten en un Magnificat gritado y transformado en compromiso. A mi me ha llevado a la acción profética uno de los  Movimientos  eclesiales de reciente creación, el de San Egidio. Sabe mover a la acción profética en relación con los “barboni” de la ciudad de Roma, con los más pobres de Barcelona, con los que están en el corredor de la muerte de USA, con los terminales del Sida de África, con la acción inteligente y sostenida a favor de la paz hecha realidad donde hay guerra en determinados países de África.  Es un profetismo que nace de laicos y laicas y que aciertan a compartir muy bien con el resto de los integrantes de la Iglesia y de una manera especial con los religiosos.
Una acción que a uno le transforma en profeta es la de la reconciliación y sanación de personas, de grupos, de países. Hacer pasar del odio al amor, de la dureza a la misericordia, de la venganza a la aceptación de la culpa, de la acusación al reconocimiento de la propia falta, del rechazo a la comunión pide profetas.
La comunidad, el grupo de creyentes reunidos en nombre de Jesús, es otro lugar para la profecía. La profecía se afirma en el contacto con los demás. Nunca nace en el aislamiento silencioso de un corazón centrado en si mismo. Surge en un sustrato humano valioso que se abre a la realidad comunitaria, a la atención a Dios, a un descentramiento de si para bien de los otros y en una cercanía a otros profetas que pueden constituir la realidad de una comunidad de profetas. Por tanto la profecía se debe compartir y vivir en diálogo de corazones y de espíritus.
Poéticamente la CLAR ha señalado que los caminos son lugar de profecía; la casa lugar de mística. Ya en el evangelio encontramos a mujeres como la samaritana o María Magdalena asumir el profetismo de los caminos. El camino es una estupenda metáfora para describir la vida humana y cristiana. El creyente está siempre en marcha; hace  procesos. El profeta nos mueve a que andemos los caminos de Jesús. Miqueas, el profeta, nos invita a quecaminemos humildemente con el Señor (Miq 6,8). El profeta hace caminar, nos mueve; pide al peregrino que haga la andadura con poco peso, paso ligero y con la mirada puesta en la meta. Los profetas son peregrinos y caminantes y en el camino les encontramos. La profecía supone caminar por la vida, con la gente, en diálogo con todos.
 

  1. No hay profecía sin profetas

 
Estos personajes, esta forma de ser y de vivir, este talante  no puede faltar. No pueden faltar, tampoco, los mensajes proféticos como no debe haber cantante sin canción.
¿Para qué sirve la voz si la callamos?
¿La sangre si no la empuja el corazón?
¿Para qué sirve una mano en el bolsillo?
¿Para qué sirve un cantante sin canción”
(Conjunto Voces de barro).
 
Qué bien nos hacen las palabras de profeta. Dejan poso en nuestras vidas, sobre todo si no falta humildad para acogerlas. Estoy convencido que los cristianos de este comienzo de siglo estamos urgidos de un giro profético. Nos encontramos bajo mínimos en profecía. Como que ha llegado el momento de ponernos todos un poco locos y descubrir el cristianismo evangélico, radical, dulcemente arrebatado que nos viene de las páginas de la Escritura  y de las crónicas de los mártires, de las florecillas de San Francisco o de las poesías de San Juan de la Cruz.
La presencia de hombres y mujeres que den ese tono a la vivencia de la fe es indispensable. Por supuesto que ser profetas no es una profesión y, por supuesto, menos de las bien retribuidas. Es una vocación incómoda y a veces martirial; un desborde, una irrupción del fulgor del Dios indignado y compasivo, silencioso y hablador. Cuando miramos el panorama de la Iglesia y de la vida religiosa de nuestros días nos encontramos con las situaciones más diversas. Con profetas que no quieren profetizar. Les hay, también, que hablan lenguas difíciles. Su mensaje no llega, no nos toca. También hay creyentes que no quieren escuchar los mensajes proféticos. Les ponen nerviosos. Es uno de los servicios eclesiales que más hay que cuidar y acompañar sabiendo que no es fácil encontrar las personas que lo ofrecen debidamente. .
Es una gran irresponsabilidad la de los que se dedican a enmudecer a los profetas y apagar el profetismo de una manera sutil tanto en la Iglesia como en la sociedad, en la vida religiosa como en las personas concretas. Pueden llegar a dejar a los grupos sin fuego y sin la radicalidad que tanto necesitamos para entender el misterio de la Trinidad, las exigencias de una fe que actúa por la caridad, la justicia que parte de la misericordia, la alegría que viene del sufrimiento (Eclo 48,1-4). La tarea debe ser más bien la opuesta. Animar a la acción profética; promoverla. Todo ello sin olvidar que no existe experiencia profética sin su fundamente místico; ni mística auténtica sin profecía verdadera. Los buenos profetas se forjan en compañía de los místicos; son su mejor fruto. Se hacen, se motivan, parten de la montaña. Ahí reciben la primera inspiración que se refuerza con el rostros de los crucificados y crucificadas que recorren las calles de nuestra ciudad o los caminos de nuestros campos.
 

  1. Que toda nuestra vida se vaya haciendo profecía

 
Hay una sabiduría profética que nos pone en camino para que nuestra  vida se vaya haciendo profecía. El mundo de los marginados es la tierra privilegiada para que nazca lo nuevo y aparezcan los brotes germinales de lo nunca visto, el mensaje nuevo y claro del profeta. La levadura profética se tiene que convertir en un modo nuevo de proceder. Para que nuestra vida gane en calidad profética se necesita pasar:
de la protesta a la propuesta,
de la exclusión a la inclusión,
de la liberación a la comunión,
de la continuidad a la novedad y la alternativa,
del compromiso duro y exigente a la invitación entusiasta y testimonial,
de la denuncia al anuncio,
del hacer al ser,
de la justicia al amor,
de la idolatría a la adoración.
Nuestra vida se hace profecía cuando nos preocupamos de dónde duermen los pobres esta noche y a renglón seguido decidimos recorrer las calles para llevarles un plato de comida y una manta. Cuando nuestra vida se va haciendo profecía entramos en una escuela en la que se aprende a ver y a mirar, a escuchar, a hablar de modo diferente, a pensar y sentir, a celebrar; así se llega hasta a un nuevo modo de ser. Con ese modo de ser nuevo se vive la fidelidad creativa, se perfora la creatividad, se habitan otros horizontes, se adquiere una especial sinergia; se decide, como nos recuerda Machado, llegar a las metas no los primeros y solos sino a tiempo y bien acompañados. Por supuesto, esto no es poco.
En el proceso hacia una vida hecha profecía hay una piedra millar, la que marca lo recorrido y lo por recorrer. Ahí se tiene que situar la atención y denuncia explícita al brutal sistema neoliberal que genera los pobres, los emigrantes, los que carecen de pan y de agua, los que no tienen medios para salir de la enfermedad  y en el fondo, los que están en el origen de que hombres y mujeres pasen la noche en la calle sufriendo el frío intenso. Hay que acertar a rebatir enérgicamente la frase de un ministro de economía de Argentina, Martínez de Hoz: “Para que haya ricos tiene que haber pobres”. Y por supuesto él quería que hubiera ricos aunque para eso tuvieran que multiplicarse los pobres.
Cuando la profecía es el hilo conductor de nuestro proceder cristiano nos sale muy espontáneamente este deseo: “Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor” (Nm 11,29). Este es el gran deseo al llegar a la conclusión de esta reflexión.
La palabra profecía no debe perder su carga dinamizadora. Es una palabra que encontramos, sobre todo, en al Biblia como ya se ha comentado en otro artículo de esta revista. También está en el Concilio Vaticano II, en la boca de los Papas y de los grandes líderes de la Iglesia de nuestros días. Está en el sentir, decir y hacer de los miembros de las comunidades eclesiales de base. Esta conversión hacia la profecía es urgente y en parte es un movimiento en marcha. Movimiento que tiene que luchar contra todo lo que es desencanto y tiene que cultivar el encanto sano y profundo, renovador y apasionado.
Archivar esta palabra en el diccionario de las ideologías y retirarla de la vida de cada día, como se ha intentado al interior de la Iglesia, es un intento suicida de parar la historia. La sociedad y la Iglesia necesitan darse y respiro y recobrar alma. A los creyentes nos toca andar por esta historia con los ojos abiertos y dejando de lado los caminos que llevan a ninguna parte.  El profetismo no es de funciones ni de oficios sino de vida desbordante.
La profecía es una realidad práctica y vital. Así la hemos querido presentar. Con ella se va haciendo un acerbo profético para toda la Iglesia y la humanidad. Los buenos profetas que llegaron a ser mártires como Mons.Claverie dicen que “es más importante dar nuestra vida para salvar el futuro que retirarnos para salvarnos a nosotros mismos”. El camino de la profecía es el camino de lo esencial, lo profundo y lo radical. Es el camino del “para siempre” ya que es el camino de la generosidad continuada e intensa. Y por supuesto ese camino es largo y pasa por la humildad y a veces por la humillación. Pide iniciación y larga espera.
Hay que perdurar en este camino. El consejo en este momento nos viene del Talmud. Y nos recuerda que“no estamos obligados a completar nuestra obra, pero no somos libres para dejarla”. Se precisa permanecer en el camino emprendido. Es el que lleva a la vida.
Llegamos a algo que podemos considerar la meta. El corazón del profeta recoge toda la denuncia del pobre y se hace pobre y desde esa condición le pasa al rico el mensaje que necesita. Así su denuncia, llena de indignación, se transforma en anuncio que lleva a una experiencia de comunión y también a una exigencia de justicia.
Lo importante de la experiencia profética es haberla hecho. Importa tenerla. Saberla contagiar. Quienes la han adquirido poseen un gran tesoro que se convierte en una fuente de vida, de sentido, de fuerza, La pueden evocar constantemente. Y transmitir y para eso es atinado usar una renovada mistagogía de la experiencia profética. Los que han recibido el carisma de la  profecía necesitan ser acompañados para ahondar esta experiencia y compartirla. El creyente que ha entrado en la aventura de la profecía vive una continua y sana inquietud. Desde esa experiencia encuentra en las vísceras de la historia a Dios. Desde esas vísceras crece en paciencia y compasión, libertad y comunión.
Comencé fijando la atención en creyentes de mucha talla que ejercen la profecía en determinadas y a veces solemnes circunstancias. He terminado evocando al creyente de a pie. El que todos y cada uno somos. A todos y a cada uno nos toca ahondar e intensificar la dimensión profética de nuestra vida cristiana. No dejo de soñar en una nueva primavera de la vida de la Iglesia. Somos muchos los que estamos convencidos de su capacidad para incidir en la historia, para librarla de todo lo que la desfigura y fecundarla. Ese tiempo nuevo será fruto de la mística y de la profecía. De ello no hay duda. Ya lo recordó Pablo VI: “La Iglesia tiene necesidad de su Pentecostés perenne, de fuego en su corazón. De palabras en sus labios y de profecía en su mirada” Que esta nueva primavera se deje ver, sobre todo, en la búsqueda de la experiencia mística, en la compasión por los que sufren, en el proceder profético de muchos hombres y mujeres; en hombres y mujeres que en el fondo de su corazón cantan con convicción ”Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra” (Cant 2,12). Para eso necesitamos la profecía.

JOSÉ MARÍA ARNAIZ SM

estudios@misionjoven.org