Lo pasaba fatal. Sobre las siete u ocho de la tarde quedaba con los amigos en la zona de bares de Moncloa, donde se congregaba buena parte de la juventud universitaria. Los sábados había un ambientazo colosal. Algunos locales conseguían un lleno total y el poder de atracción de la masa congregaba en el exterior más gente que la que colmaba a rebosar el espacio interior. Era agobiante, a pesar de lo cual allí de pie y entre apretones iniciábamos el rito de consumir una ronda tras otra de cervezas, apeteciera o no. Yo sólo disfrutaba de la primera o como mucho la segunda, pero la inercia obligaba a la tercera o incluso una cuarta para no desentonar. Cuatro era mi límite. La que hacía el número tres ya se dejaba sentir en la cabeza, mientras que la siguiente causaba efectos devastadores sobre el aparato digestivo. El organismo advertía claramente que no estaba dispuesto a consentir una sola gota más de aquel rubio y espumoso brebaje.
Las pocas veces que me sentí forzado a sobrepasar ese nivel, las consecuencias habían sido terribles. Nada de exaltación de la amistad, ni insultos al clero o al Ejército, ni tampoco cantos regionales. Por no decir, no decía ni siquiera tonterías. Solo me ponía malísimo, con unas ganas irreprimibles de vomitar. Aquello no resultaba demasiado divertido, no al menos para mí, que sistemáticamente optaba por proponer otras alternativas más sugerentes sin tratar de parecer un panoli.
Quedar como un capullo era precisamente lo que me daba pánico en aquella cruzada personal que entonces no pretendía más que evitar el malestar físico y sobre todo el aburrimiento.
En la actualidad, por el contrario, son muchos los chavales que confiesan no saber divertirse sin antes haber ingerido dosis notables de alcohol. Su presencia en sangre es lo único que parece capaz de estimularles el lenguaje y la sociabilidad que necesitan para relacionarse. A quienes han entrado en esa dinámica es muy difícil convencerles de que beban con moderación, porque ya ni siquiera lo consideran un placer, sino una necesidad. Los monitores municipales tendrán un mérito enorme si logran que su intervención coseche algún resultado positivo.
El alcoholismo entre los chicos es un problema que se nos ha ido de las manos hace bastante tiempo. Cada vez son más y más jóvenes los que se dejan arrastrar por esa inercia sin que la sociedad sea consciente de la gravedad de lo que está ocurriendo. Aunque bien intencionada, la iniciativa del Ayuntamiento de Madrid (un grupo de mediadores juveniles recorren los espacios más concurridos para explicar los riesgos y efectos que la bebida causa sobre la salud) resulta a todas luces ingenua frente a una lacra de semejante magnitud. Padres, educadores y responsables públicos deberían abrir los ojos y buscar soluciones a la medida. No todos los chicos tienen la suerte de que su cuerpo rechace el alcohol a la tercera copa. La mayoría de los que beben se habitúan a la euforia que provoca y han de pagar los estragos de por vida.
CARMELO ENCINAS, «El País», 3.11.01