El Camino de la Cruz

1 enero 2009

Álvaro Ginel
 
Primera estación: “Jesús es condenado a muerte”
 
He pasado haciendo el bien a todos; pero ellos me condenan a muerte. He abierto los ojos al ciego, he limpiado la piel del leproso, he saciado el hambre de los pobres; pero ellos me condenan a muerte. He tratado con bondad al pecador, he enseñado la verdad a todos, la verdad que hace libres; pero ellos me condenan a muerte.
Así son de injustos los juicios humanos. Padre, mi corazón se siente aplastado por la ingratitud, pero no les tomes en cuenta este pecado, que es fruto más de ignorancia y prejuicios, que de maldad. Yo les había dicho: “No juzguen y no serán juzgados”; pero ellos, en su ceguera, han llegado a juzgar a su propio Juez.
Acepto con amor este juicio injusto, al fin y al cabo tan esperado, para que en esta vida los hombres se vean libres de la manía de juzgar y condenar a sus semejantes, y en la otra se vean libres de la sentencia condenatoria del Juicio.
 
Segunda estación: “Jesús es cargado con la cruz”
 
Gracias, Padre, por esta cruz, esperada y amada. Es tosca, es pesada para estos hombros llagados por los azotes; pero, aceptada con amor, se me hace yugo suave y carga ligera. Los hombres me la imponen como vergonzoso patíbulo de malhechores, para humillarme; yo haré de ella instrumento de redención y liberación, para levantarlos de su postración y ennoblecerlos. Ellos me la cargan para darme la muerte; yo la abrazo para darles la vida.
Padre mío, yo quisiera con el peso de esta cruz aliviar la cruz del dolor de tantos enfermos, de tantos esclavos, de tantos hambrientos, de tantos sumidos en el vicio; quisiera cargar sobre mis hombros el peso de toda la humanidad. Haz que los hombres, movidos por mi ejemplo, se ayuden unos a otros a soportar sus cargas.
 
Tercera estación: “Jesús cae por primera vez”
 
Realmente la cruz está pesada. Casi no puedo más. Es que no es sólo la madera lo que pesa. Esos insultos que oigo de la gente grosera, esas palabras hipócritas con que quieren los escribas justificar su actuación, esa indiferencia con que me miran muchos, el abandono de quienes por tres años han comido conmigo y a quienes he llamado “amigos”, la ingratitud que hay detrás de todo eso… Padre, todo esto pesa; casi estoy desanimado, como anoche en el huerto. Pero quiero levantarme y seguir, porque no puedo dejar a medias el sacrificio de amor que he empezado.
Cuántos discípulos míos, más tarde, necesitarán ver este ejemplo mío de fortaleza, cuando en el extremo de la resistencia se sientan tentados de abandonar la fidelidad a su matrimonio, a su sacerdocio, a sus compromisos religiosos, a tus mandamientos. Tiéndeles tu mano, Padre.
 
Cuarta estación: “Jesús encuentra a su Santísima Madre”:
 
¡Hola, mamá! ¿Qué tal estás? ¿Lloras? Siento mucho tener que causarte este dolor. Lo siento mucho. Realmente no ha sido por mi culpa, tú lo sabes. Les he hecho todo el bien que me ha sido posible. He tratado de cumplir con responsabilidad la misión que el Padre me ha confiado. Tú misma me enseñaste a ser así: a guardar la voluntad del Padre y a amar a todos.
Ahora sufres; pero estoy seguro de que en el fondo te sientes contenta, ¿No es verdad? Y de que sigues queriéndolos como hijos: ahora es cuando más te necesitan.
Yo sigo mi camino. Acompáñame con tu dolor, con tu comprensión, con tu cariño: me hacen tanto bien!
 
Quinta estación: “Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz”
 
Gracias, buen hombre. Ya me sentía desfallecer. Ahora me siento aliviado. Verdaderamente, tú al principio consideraste este encuentro conmigo como un desdichado contratiempo, tu detención como un abuso de autoridad, esta cruz como un madero infamante. Luego, al encontrarse tus ojos con los míos, tu evidente desagrado se fue transformando en compasión, en servicio humanitario, en colaboración aceptada con amor. Ahora ya comprendes el plan de Dios: es El quien te puso sobre mi camino, porque te quiere.
Hoy, con este compasivo servicio que me has prestado, ha entrado la salvación a tu casa; tus hijos, Alejandro y Rufo, serán mis discípulos; tu nombre será recordado hasta el fin de los tiempos, y este gesto tuyo servirá de ejemplo para tantas almas generosas que se dedican a aliviar a sus hermanos, miembros míos dolientes, en sus necesidades materiales y espirituales. Gracias, Simón.
 
Sexta estación: “La Verónica enjuga el rostro de Jesús”
 
Gracias, buena mujer. Simón alivió mi cuerpo, tú alivias mi alma. En medio de tanta insensibilidad e ingratitud, es delicada y noble tu gratitud por haberte yo curado en Cafarnaum de tu flujo de sangre. En medio de tanta cobardía y respeto humano, es heroico y atrevido tu gesto de abrirte paso y llegarte a mí para ofrecerme este religioso servicio.
Ves qué desfigurado y sucio está mi rostro. Dichosa tú que has sabido reconocerme tras estas apariencias. Tu ejemplo seguramente servirá a muchos para que en sus hermanos pobres sepan ver y servir a mi misma persona. Dichosa tú porque no te has avergonzado de mí y me has confesado delante de los hombres; yo también un día te confesaré delante de mi Padre del Cielo. Llévate una prenda de mi gratitud, llévate mi rostro impreso en ese lienzo. Gracias, buena mujer.
 
Séptima estación: “Jesús cae por segunda vez bajo el peso de la cruz”
 
Padre mío, ya no tengo fuerzas. El camino es largo, la marcha es lenta, la cruz pesada. Dame una mano, ayúdame a levantarme, que estoy solo. La gente alrededor no comprende el misterio de mi amor; sólo están de curiosos. Me vuelven a la mente todas las escenas de anoche en el huerto cuando sudé sangre; me parece que todo este sacrificio va a ser inútil; que los hombres no comprenderán mi mensaje y que seguirán en sus pecados.
Pero no, Padre. Quiero levantarme y seguir mi camino. Mi fidelidad hasta la muerte es condición para que ellos también, muchos, se levanten de sus vicios, se despierten y reaccionen ante sus actitudes en que se han fatalmente instalado.
 
Octava estación: “Jesús encuentra a las piadosas mujeres”
 
Buenas mujeres, les agradezco mucho esta expresión de su amor. Acepto esas lágrimas sinceras, brotadas de la fe. Pero atentas, traten de ir al fondo del significado de las cosas. Mi rostro desfigurado, mi caminar vacilante, mi sufrimiento, la sentencia de muerte que pesa sobre mí, son apenas el efecto.
Pero, pregúntense, ¿cuál es la causa? ¿por qué se llegó a este extremo? ¿No son acaso los pecados? El legalismo, la autosuficiencia, los prejuicios, el orgullo, el desprecio de los demás, la envidia, el odio ciego, la estrechez de corazón. Esto, todo esto hay que llorar.
Que mi Padre les conceda comprender estas cosas, para que este dolor las lleve a un celo auténtico: el de luchar contra el pecado, raíz de todo mal.
 
Novena estación: “Jesús cae por tercera vez bajo la cruz”
 
Ahora sí, ya no más, a pesar de los azotes que me dan para que me levante; ya no más. El sendero es empinado y pedregoso, fácilmente uno resbala; la cruz la siento siempre más incómoda, dura, insoportable. Pero, sobre todo, miro al futuro.
Siento que sobre mí pesa todo el mundo y sus pecados. Veo a aquellos jóvenes aplastados por el peso de las tentaciones: acosados, empujados, arrastrados para que caigan en el mal. El interés comercial de individuos sin escrúpulos, el mal ejemplo de los adultos, la invitación de los amigos, la publicidad obscena, la costumbre, la moda, el respeto humano, las burlas, los prejuicios, el atractivo del placer…: todo, todo los acobarda, los aturde, y caen, y no pueden levantarse, están con el rostro en el polvo, esclavos.
Pero ¿cómo podrán levantarse, si yo no me levanto? ¿Quién les dará la fuerza, si yo no sigo fiel a mi entrega hasta la cruz?
 
Décima estación: “Jesús es despojado de sus vestiduras”
 
Me lo han quitado todo. Han dejado al descubierto mi cuerpo llagado. Es la hostia para el sacrificio. Ya no tengo nada mío: pobre nací y pobre muero: Tú me bastas, Padre. Ahora todo está listo. Me dan, compasivamente, vino mezclado con mirra, para que no sienta el dolor. Así hacen los hombres: no quieren sentir el dolor; y evaden. Evaden con el licor, con las drogas, con las diversiones, con los viajes de placer, con ciertos espectáculos, con mil inventos fatuos.
Quieren olvidar. Y así pierden una preciosa ocasión para reflexionar, para recapacitar, para entrar en sí mismos y madurar. Les haría tanto bien.
Padre mío, yo quiero sufrir con plena conciencia y lucidez el tormento de la cruz; quiero ofrecértelo con todo amor a Ti en favor de los hombres, para que ningún espejismo los engañe.
 
Undécima estación: “Jesús es clavado en la cruz”
 
Padre mío, perdónales, porque no saben lo que hacen. Estos clavos desgarran mis venas, mis nervios, y hacen crujir mis huesos. Estos martillazos retumban en mis oídos. Estoy sufriendo mucho. Todo el cuerpo se rebela. Pero, aunque los clavos no me sujetaran a la cruz, mi amor a los hombres me ataría a ella indisolublemente. Desde hoy yo y la cruz formaremos una sola cosa; no se me podrá encontrar sino clavado en ella. Para los Griegos será necedad, para los Judíos escándalo; pero para los que crean, será tabla de salvación, la única.
Y ahora alivia, Padre, por mi sufrimiento, el sufrimiento de todos aquellos que están clavados en una cama de hospital, en una silla de inválidos, en la mesa del trabajo, en el puesto del deber. Y así como con mi amor he transformado el sentido de esta cruz, concédeles a ellos transformar sus cruces en expresión de amor.
 
Duodécima estación: “Jesús muere en la cruz”
 
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué no respondes? ¿Por qué te quedas lejos? Me siento solo, solo. Mi garganta está seca: tengo sed. Pero más sed siente mi corazón de amistad, de correspondencia.
Soy como la serpiente que Moisés levantó en el desierto: quien me mira con fe, queda salvado. Pero qué pocos me miran con fe: lo hizo este amigo de la derecha, y hoy mismo lo llevaré al Paraíso; pero muchos otros siguen insultándome, provocándome a que baje de la cruz. No debe bajar; quiero entregarme hasta el final.
Padre, estoy suspendido entre el cielo y la tierra, punto focal del universo y de la historia: atrae hacia mí a todos los hombres; derriba todos los muros de separación; que en mí reencuentren la unidad perdida por el pecado. Acepta la vida del pastor por la de las ovejas; la del hermano que se entrega libremente por sus hermanos.
Padre, en tus manos pongo mi espíritu.
 
Decimotercera estación: “Jesús es bajado de la cruz”
 
Aquí me tienes, mamá. Como el hijo que vuelve de la guerra, como el hijo que vuelve a la tarde polvoriento del trabajo. Cansado, ensangrentado, pero victorioso. Debes estar orgullosa de tu Hijo: he sido fiel a la misión que mi Padre me había confiado. Yo también estoy orgulloso de ti: te has portado como los valientes bajo la cruz; has sido fuerte; has sido generosa: has ofrecido al Hijo de tus entrañas por esos otros innumerables hijos tuyos, desorientados como pródigos por los caminos del mundo.
Ahora yo me voy al Padre; un día te llevaré conmigo. Entre tanto, cuida a esos mis hermanos: ahora es cuando más necesitan tus cuidados maternales. ¡Adiós, mamá!
 
Decimocuarta estación: “Jesús es depositado en el sepulcro”
 
Todo está cumplido, Padre. He anunciado tu nombre a mis hermanos. Ahora vengo a tu descanso. En el mundo se ha ocultado el Sol; pero no es más que un ocaso de tres días. Luego estallará la aurora y una gran luz brillará definitivamente en el cielo de la humanidad, para iluminar y orientar cada vida de hombre que viene a este mundo.
Ya no quedarán huérfanos; ya definitivamente tendrán una puerta, un camino y un pastor; no les faltará agua viva y pan del cielo. He aquí que comienzo a hacer nuevas todas las cosas, porque mi victoria sobre el pecado, el mal y la muerte, ha sido decretada irrevocablemente y ya ha empezado.
Gracias, Padre: tus planes son siempre magníficos.
 
 

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