El cartero (y Pablo Neruda)

1 junio 1997

Antes de nada he de dejar constancia que la pelí­cula elegida este mes no me gusta. Desde que llevo en esta sección he procurado siempre comentar obras que, más allá de su presunta calidad artística, supusieran un material aprovechable desde el punto de vista pedagógico, y esa fidelidad a la lógica de Mi­sión Joven me ha obligado a obviar, con dolor, piezas maestras para, en su lugar, dedicar líneas a otras de virtudes dudosas e, incluso, culpables de infamia. He sólido dejar de lado en esta tarea mi opinión personal, tan caprichosa, discutible y carente de interés como la de cualquier otro aficionado. Pero, lo siento, hoy no puedo ni quiero ocultar mi desagrado: El cartero se atreve a hablar de poesía y la poesía, por hondos o estúpidos motivos personales, es territorio que linda con mi idea de lo sagrado. No dormiría bien si no re­negara de antemano de la obra que recomiendo.
 
Como todos sabréis, El cartero (y Pablo Neruda) nos presenta la relación entre un cartero-analfabeto funcional (Mario) y el insigne poeta chileno, exiliado temporalmente en una isla italiana. A través de este contacto, el primero descubrirá la sustancia poética: en distintos momentos, Mario toma contacto con cuestiones como el poder de la metáfora y el len­guaje del símbolo, el valor irracional de la palabra, su capacidad transgresora y de seducción, la importan­cia de las esencias frente a las existencias en lo poé­tico… Además, paralela e inconscientemente, verá cómo se enciende en él por contagio una inquietud política de tintes comunistas que le llevará en últi­ma instancia a la muerte. Por su parte, el segundo en discordia, el poeta excelso, se recreará, desde el alto púlpito de su cultura, en una amistad de cir­cunstancias con el entrañable personaje del pueblo, hasta que, convocado por causas política y literaria­mente más elevadas, deje el exilio y traicione incons­cientemente con su olvido la devoción incondicional en él depositada por parte del humilde cartero.
 
En la última parte del filme, Neruda regresa a la is­la, donde descubre la muerte del cartero. Este hecho se constituye en una evidente prefiguración del pro­pio destino trágico del chileno (fusilado unos años después en su Chile natal) y, por añadidura, convier­ta a aquél en el alter ego invertido y complementario
del artista consagrado: Mario fue un hombre que, más allá de la cultura y de la ideología, descubrió el substrato poético de la realidad y la necesidad ins­tintiva del compromiso con los otros. En el fondo, Neruda y el cartero son un mismo ser desdoblado, el poeta oficial y el poeta vital, el perseguidor de la ver­dad artística y el zahorí de la simple e imperecedera belleza natural, el ideólogo y el pragmático.
 
Hasta aquí todo bien. Sin embargo, la blandura, la superficialidad, el mal gusto y la sensiblería acaban por mandar al garete todo este cúmulo de buenas intenciones. Una vez más, los resultados de una pe­lícula están muy por debajo de sus previsiones, de sus planteamientos, incluso de sus críticas. Para muestra, algunos botones: la relación entre el cartero y la suculenta tabernera es sonrojante, tan alejada de lo sutil como una patada en el hígado; la amistad entre el propio cartero y Pablo degenera con una fa­cilidad pasmosa hacia el detalle anecdótico y lo pre­visible; los personajes secundarios (el político co­rrupto, la tía de la tabernera, el cura…) padecen la hi­pertrofia habitual de las caricaturas… Todos estos defectos serían perdonables si no fallara lo funda­mental: ¿cómo puede tolerarse un producto que di­serta sobre la poesía cuando su propia materia es prosaica, ajena a la connotación y a la sugerencia (véase, como contraste, el poder de lo que no se di­ce en la soberbia Secretos del corazón), enemiga de cualquier destello lírico? El cartero pretende explicar los colores con su paleta en blanco y negro.
 
Una vez más, a pesar de todo, debemos recono­cer la validez pedagógica del material propuesto: por su estructura didáctica a propósito de lo poéti­co; por su esquematismo de primera cartilla; por aunar en un solo discurso las dialécticas entre «arte artístico» y «arte comprometido», entre cultura y na­turaleza, entre verdad y belleza; por la inconmensu­rable interpretación de Massimo Troisi, que mantie­ne en pie todo el metraje del filme con una dignidad pasmosa… Por todo ello y a la espera de títulos me­jores, recomendamos (¡ay!) utilizar esta película para aproximar a los no iniciados a la poesía, aunque só­lo sea hasta sus suburbios.

Jesús Villegas

También te puede interesar…