El centro de la espiritualidad cristiana

1 abril 2000

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
“El término «espiritualidad» no está en el Nuevo Testamento ni en la primitiva tradición cristiana”. Quizá por eso mismo encierre un contraste y hasta contraposiciones que hacen pensar y nos exigen preguntarnos por el centro mismo de la espiritualidad cristiana, para evitar que debajo de ella pueda esconderse cualquier disociación entre Dios y la vida. Mirando a Jesús de Nazaret aparece claro que dicho centro no está ni en la religión, ni en la ascética, ni en la virtud y, en fin, ni en la perfección del sujeto; sino en una “espiritualidad centrada en la vida”, sin más adjetivos y asumiendo el conflicto que inevitablemente comporta ponerse al servicio de ella, para “dignificar la vida de los seres humanos”.
 
José M. Castillo es profesor en el Facultad de Teología de Granada.
 
 

  1. Un contraste que hace pensar

 
Hablar de «espiritualidad» es hablar de algo que, con bastante frecuencia, produce reacciones contrapuestas. Porque hay personas para quienes la espiritualidad es lo más digno, lo más noble, incluso lo más importante, que el ser humano puede y debe afrontar en esta vida. Mientras que, por el contrario, para otras gentes, la espiritualidad es una cosa que no interesa en absoluto o (lo que es más significativo) la espiritualidad es algo que resulta sospechoso y hasta puede ser que inadmisible.
En definitiva, plantear el asunto de la espiritualidad es poner sobre el tapete un tema que pone en evidencia un contraste y hasta puede ser que, en algunos casos, se trate de una confrontación. Porque, al tratar este asunto, enseguida nos encontramos con los entusiastas de la espiritualidad y también con sus detractores. Los entusiastas, o sea los que ven en la espiritualidad el remedio de todos los males. Y los detractores, es decir, los que ni siquiera soportan la palabra y lo que esa palabra les sugiere. Porque hay quienes piensan que espiritualidad es lo mismo que evasión del mundo y de la historia, renuncia y mortificación de todo lo que naturalmente nos gusta, aceptación resignada de las penas y miserias que lleva consigo el hecho de vivir en este «valle de lágrimas» y, además, todo eso con mucho «misticismo» y con buenas dosis de «espiritualismo», cosas que a no pocas personas las ponen extremadamente nerviosas.
 
Ahora bien, este contraste, esta confrontación indica, por lo menos, dos cosas. En primer lugar, que la espiritualidad es algo muy serio, seguramente muy profundo. Porque un tema, que produce reacciones tan opuestas y tan fuertes, es un tema que seguramente toca fondo, que sin duda remueve en muchas personas experiencias, no sólo conscientes sino también (lógicamente) inconscientes. Experiencias en las que cada cual percibe que se juega mucho en su vida. En segundo lugar, todo esto indica también que en la espiritualidad, tal como mucha gente la entiende, hay algo que funciona mal porque seguramente está mal planteado. Y bien sabemos que cuando un problema se plantea mal, la solución no puede resultar acertada. Aquí está, me parece a mí, lo primero que se debe tener en cuenta cuando pretendemos decir algo que valga la pena sobre el tema de la espiritualidad.
 
 
Este contraste, incluso esta confrontación, son hechos que hacen pensar. Quiero decir: son hechos que obligan a hacerse preguntas. Y por cierto, preguntas muy básicas. Yo voy a afrontar aquí la que, a mi juicio, me parece la más importante de todas: ¿dónde está el centro de la espiritualidad cristiana? No olvidemos que, cuando en un asunto, vamos derechamente al centro de la cuestión, eso ya por sí solo es el camino más directo y más seguro para poner en claro lo que queremos saber. De eso se trata en este trabajo.
 
 

  1. Dios y la vida

 
Para poner en claro dónde está el centro de la espiritualidad cristiana, lo primero es caer en la cuenta de que las personas, que tenemos (o pretendemos tener) creencias religiosas, establecemos, con demasiada frecuencia y sin darnos cuenta de ello, una relación dialéctica entre Dios y la vida. Quiero decir: para mucha gente, Dios y la vida son dos realidades disociadas la una de la otra. Pero no sólo disociadas, sino sobre todo dos realidades contrapuestas. Porque, en última instancia, abundan las personas que ven en la vida, con sus males, sus sufrimientos y sus contradicciones, la gran dificultad para creer en Dios. Y porque, en sentido contrario, abundan también las personas que ven en Dios el gran obstáculo para vivir, desarrollar y disfrutar la vida en toda su plenitud y con todas sus potencialidades. Es decir, por una parte, la vida en este «valle de lágrimas» representa nada menos que el problema del mal, o sea el obstáculo insalvable para aceptar que existe un Dios infinitamente bueno e infinitamente poderoso.
Pero, por otra parte, ese Dios, que nos manda y nos prohíbe, nos amenaza y nos castiga, se traduce y se concreta en el problema de la religión, que a mucha gente se le hace intolerable, por la idea según la cual, para acercarse a Dios, lo que hay que hacer es sacrificar el entendimiento, aceptando dogmas que no se entienden, sacrificar la voluntad, sometiéndose a mandatos que resultan costosos, y vencerse lo más posible en todo lo que nos gusta, porque así nos parecemos más a Cristo que con su dolor, su pasión y su muerte nos dijo cómo hay que ir por la vida.
 
El hecho es que, a fuerza de tantas torpezas, en nuestra manera de presentar a Dios, por una parte, y en nuestro modo de entender la vida, por otra, hemos terminado por hacer de Dios y de la vida dos magnitudes enfrentadas la una a la otra. Porque, para creer en Dios, no hay más remedio que pensar y presentar la vida como en realidad no es. Y, para vivir la vida con todas sus posibilidades, su gozo y su alegría, hay que prescindir del Dios que nos han enseñado tantas veces.
 
Ahora bien, desde el momento en que mucha gente ve así estas cosas y las vive así, con todas sus consecuencias, la religión y la vida entran en conflicto la una con la otra. Porque la religión le complica la vida a la gente que toma en serio las creencias religiosas. Y la vida, con sus dinamismos, sus derechos y sus instintos más básicos, es vista por los responsables de la religión como un peligro para los intereses de la institución religiosa. Al decir estas cosas, no se trata de plantear un problema artificial. Y menos aún, se trata de elucubraciones sin ton ni son.
Por desgracia, estamos ante hechos, experiencias y situaciones que uno no quisiera tener que reconocer y aceptar como cosas que han pasado y siguen pasando. Ahora el Papa anda pidiendo perdón por las agresiones que la Iglesia ha cometido contra la vida en tiempos pasados. Seguramente, dentro de algunos años, el Papa de turno pedirá perdón por las agresiones que la Iglesia está cometiendo ahora mismo también contra la vida. Antiguamente, la religión quemaba a sus enemigos. Ahora no los quema, pero los culpabiliza hasta conseguir que se sientan como seres ingratos y miserables que no merecen sino la eterna condenación.
 
 
Todos sabemos las consecuencias que históricamente ha tenido esta confrontación entre Dios y la vida de los seres humanos. Desde las religiones cuyo acto central es el sacrificio, o sea la muerte de un ser viviente, con frecuencia un ser humano, hasta la dominación y la represión de los instintos de la vida, por ejemplo la necesidad de amar o los dinamismos de la sexualidad, que la religión ha satanizado en nombre del Dios que nos hizo con esa necesidad y con esos dinamismos. De ahí que son cada día más y más las personas que no entienden, ni pueden entender, todo este montaje ideológico e institucional que, más tarde o más temprano, termina por entrar en contradicción con lo que todo ser humano más desea y más necesita: vivir con seguridad, con dignidad, respetado en sus derechos, aceptado con sus diferencias y, por supuesto, con la posibilidad real y concreta de gozar de la vida.
 
Mientras las religiones no se aclaren sobre estas cuestiones, que son tan básicas y tan fundamentales, es evidente que las religiones vivirán en la constante contradicción de ser representantes de Dios y, al mismo tiempo, agresores de la obra fundamental de Dios, que es la vida. Es verdad que, al llegar a este punto, las religiones suelen echar mano del pecado, como la perversión que los seres humanos hemos hecho de la vida. Pero el problema entonces está en saber qué es el pecado. ¿El pecado consiste en todo lo que sea agresión a la vida humana, sus derechos, su dignidad, sus peculiaridades culturales, sus instintos más básicos y el goce y la alegría de vivir? ¿O el pecado consiste en desobedecer a la religión, con sus dogmas y sus leyes, sus poderes y sus jerarquías, sus amenazas y sus censuras sociales?
 
Al plantear estas preguntas, estamos tocando el centro mismo de cualquier espiritualidad. Y es evidente que, mientras no nos aclaremos sobre estas cosas, iremos por la vida dando palos de ciego, con nuestra religión a cuestas, muchas veces sin saber lo que hacer con ella. Porque la podremos utilizar como agresión, ya sea contra nosotros mismos, ya sea contra los demás. O porque, cansados de no verle sentido a ciertas cosas, terminaremos (como termina tanta gente) por mandar la religión a paseo, sencillamente para vivir, poder vivir en paz y coherencia con uno mismo y con los demás.
 
 

  1. Evangelio y espiritualidad

 
El término «espiritualidad» no está en el Nuevo Testamento ni en la primitiva tradición cristiana. Esta palabra se empezó a utilizar en el siglo IV y su contenido se fue elaborando a lo largo de la Edad Media. Pero no es esto lo que quiero aclarar en este momento. Para lo que aquí interesa, baste decir que, cuando los cristianos hablamos de espiritualidad, nos referimos a la forma de vivir de aquellas personas que se dejan llevar por el Espíritu de Dios.
 
Ahora bien, según los evangelios, el Espíritu se comunicó a Jesús en el momento en que fue bautizado por Juan (Mc 1, 10; Mt 3, 16; Lc 3, 22; Jn 1, 32). Y el relato de Lucas indica, con toda claridad, cómo y de qué manera Jesús se dejó llevar por el Espíritu de Dios. Es decir, el evangelio de Lucas explica, sin lugar a dudas, en qué consistió la «espiritualidad» de Jesús. El texto es bien conocido: “Con la fuerza del Espíritu, Jesús volvió a Galilea” (Lc 4, 14). Y enseguida se dice que Jesús leyó el texto del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 19-19; cf. Is 61, 1-2). Inmediatamente, el mismo Jesús añadió: “Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje” (Lc 4, 21).
 
 
La cosa está clara. Jesús se dejó llevar por el Espíritu del Señor. ¿Para qué? En resumidas cuentas, para una cosa: aliviar el sufrimiento humano. A eso, ni más ni menos, es a lo que el Espíritu impulsó a Jesús: dar la buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos, la libertad a los cautivos y a los oprimidos. En definitiva, dar vida a quienes tienen la vida cuestionada o disminuida. Y devolver la dignidad de la vida a todos los que se ven atropellados por causa de la opresión o por carecer de la libertad que merece cualquier ser humano.
 
Esto significa que la espiritualidad, que presenta el Evangelio, funde la causa de Dios con la causa de la vida hasta tal punto, que la predicación y el comportamiento de Jesús nos vinieron a decir lo siguiente: los seres humanos encontramos a Dios en la medida, y sólo en la medida, en que defendemos la vida, respetamos la vida y dignificamos la vida. Aquí y en esto se sitúa el centro de la espiritualidad cristiana. Por eso, el Evangelio resulta comprensible sólo cuando se parte de este planteamiento. Cuando este criterio se tiene debidamente en cuenta. Y cuando a partir de este principio se interpreta el mensaje de Jesús.
 
En efecto, como es bien sabido, el centro de este mensaje, según los sinópticos, no fue Dios, sino el Reino de Dios (Mc 1, 14-15; Mt 4, 17. 23; 10, 7; Lc 4, 43). Es decir, a Jesús no le preocupó el problema de Dios en sí, sino dónde y cómo podemos los seres humanos encontrar a Dios y relacionarnos con él. Ahora bien, según el mensaje del Reino, al Dios de Jesús se le encuentra “curando los achaques y enfermedades del pueblo” (Mt 4, 23), “resucitando muertos, limpiando leprosos, echando demonios” (Mt 10, 7). De manera que la señal de la llegada del Reino, o sea la señal de que los seres humanos encontramos a Dios, es que se expulsa a los demonios (Lc 11, 20). Lo que, dicho de otra manera, significa que la señal de nuestro encuentro con Dios es la liberación de cuanto oprime la vida, la limita o la hace indigna, de la manera que sea.
 
La consecuencia, que se sigue de lo que acabo de explicar, es que la espiritualidad que presenta el Evangelio no es un proyecto que centra al sujeto en sí mismo, en su propia perfección, en su santificación personal, en la adquisición de determinadas virtudes. Por muy importante y muy noble que sea todo eso, nada de eso se encuentra en el Evangelio.
La espiritualidad que presenta el Evangelio es un proyecto centrado en los otros, orientado a los demás, con la intención puesta en aliviar el sufrimiento ajeno o, más exactamente, se trata de un proyecto centrado en la defensa de la vida, el respeto de la vida y la lucha por la dignidad de la vida.
Por eso, cuando el Evangelio explica en qué va a consistir el criterio determinante de los que entran o no entran el Reino definitivo y último, todo se reduce a una cosa: los que han aliviado o no han aliviado el sufrimiento humano, los que han dado de comer a los que pasan hambre, los que han vestido a los que no tienen qué ponerse, los que han acompañado a enfermos y encarcelados, en definitiva, los que se afanan por la vida de los demás, ésos son los que encuentran a Dios.
 
Se cumple, pues, al pie de la letra lo que dije antes: la espiritualidad del Evangelio consiste exactamente en que se funde y se confunde la causa de Dios con la causa de la vida.
 
 

  1. Espiritualidad y conflicto

 
 
Pero cuando los evangelios hablan de la espiritualidad de Jesús, es decir, cuando nos explican cómo Jesús se puso de parte de la vida, no se limitan a decir que Jesús curaba a los enfermos o expulsaba a los demonios. Además de eso, los evangelios repiten, una y otra vez, que Jesús hacía frecuentemente esas obras buenas precisamente cuando estaba prohibido hacerlas, según las leyes de la religión establecida.
Por eso Jesús era «acechado» por los piadosos observantes que sospechaban, con fundamento, que era un transgresor de las normas establecidas (Mc 3, 3; Lc 14, 1). Por eso no le faltaba razón al jefe de la sinagoga cuando le dijo a la gente: “Hay seis días de trabajo; venid esos días a que os curen, y no los sábados” (Lc 13, 14). Señal inequívoca de que la gente sabía que era precisamente el sábado el día en que Jesús curaba a los que tenían la vida limitada o mutilada.
 
Esto supuesto, el relato más elocuente es el de la curación del manco en la sinagoga (Mc 3, 1-6). La pregunta de Jesús es tajante: “¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida o matar?” (Mc 3, 4). Propiamente, allí no estaba en juego la vida de nadie. Porque el manco podía haber esperado al día siguiente para que lo curasen. Y sin embargo, Jesús hace la pregunta más radical que hay en todo el relato evangélico. Porque, en definitiva, lo que Jesús pregunta es esto: ¿qué es lo primero para el ser humano? ¿la vida o la religión? Y allí quedó claro que, para Jesús, lo primero es la vida: dar vida a quien la tiene limitada o mutilada, sea como sea o por la razón que sea. Lo cual no quiere decir que Jesús prescindía de la religión y menos aún que la rechazase. Lo que quiere decir es que Jesús puso la religión donde tiene que estar: al servicio de la vida y para dignificar la vida de los seres humanos.
 
Pero es claro que esta manera de entender las cosas no encajaba ni en las ideas ni en los proyectos de los «hombres de la religión» del tiempo de Jesús. Y seguramente tampoco en las ideas y en los proyectos de muchos hombres religiosos de nuestro tiempo. Por eso, la espiritualidad, tal como la entendió y la vivió Jesús, no tuvo más remedio que ser conflictiva. Porque entonces, como ahora, ponerse incondicionalmente de parte de la vida es seguramente la cosa más problemática y más peligrosa que se puede hacer en este mundo. Lo cual no nos debe sorprender, ya que los intereses de la institución no coinciden siempre con los intereses de la vida o con los derechos de la vida. Y entonces lo que suele ocurrir es que se antepone la institución (con sus leyes, sus intereses y sus jerarquías) a la vida (con sus derechos, su dignidad y su seguridad). Pero esto, precisamente esto, es lo que Jesús no toleró ni pudo tolerar.
 
En definitiva, esto nos viene a decir que espiritualidad cristiana y conflicto son dos cosas que van inevitablemente unidas. Por eso nada tiene de particular que la expresión suprema de nuestra espiritualidad es el Señor crucificado. Pero bien sabemos que un crucificado es un ajusticiado. O sea, la demostración más patética de hasta dónde puede llegar un conflicto. Por eso la espiritualidad supone y exige renuncia: «cargar con la cruz», según la afirmación evangélica. Es decir, estar dispuesto a ser considerado como un agitador y un subversivo ante la sociedad y ante el orden establecido. Por la sencilla razón de que uno está incondicionalmente de parte de la vida. Y, por tanto, en contra de cuantos desde el poder (sea el que sea) cometen todo tipo de agresiones contra la vida, ya sea atropellando los derechos de las personas, su dignidad o el respeto que merecen en cualquier situación y a costa de cualquier precio.
 
 

  1. Dónde no está el centro

 
A la vista de lo dicho hasta aquí, se pueden ya sacar algunas conclusiones sobre el tema de este estudio. Y ante todo, interesa dejar muy claro que el centro de la espiritualidad cristiana no está en:
 
La religión
 
 
Si entendemos la religión como relación con el Transcendente, está claro que la espiritualidad cristiana no se puede entender si no es precisamente eso. Pero el problema está en que esa relación necesita todo un conjunto de «mediaciones» entre los seres humanos y Dios. Y aquí es donde está el problema. Porque existe el peligro de quedar atrapados por las mediaciones, de manera que no lleguemos al término, que es Dios. Por eso, el Evangelio deja muy claro que la mediación esencial entre los seres humanos y Dios es la vida, no es la religión. Es decir, la religión es una expresión fundamental de la vida. Pero, por eso mismo, la religión debe estar siempre al servicio de la vida. Y, en consecuencia, la religión es aceptable en la medida, y sólo en la medida, en que sirve para potenciar la vida, dignificar la vida y hasta lograr el gozo y la alegría de vivir. Por lo tanto, cuando la religión (utilizando los argumentos teológicos más sublimes que se quieran utilizar) se gestiona de manera que termina agrediendo la vida y la dignidad de las personas, tal religión se desnaturaliza y termina siendo una ofensa al Dios que nos reveló Jesús.
 
La ascética
 
Por los evangelios, sabemos que Juan Bautista fue un asceta del desierto, seguramente vinculado a los grupos de esenios que, sin duda, abundaban en la Palestina del siglo primero. Pero Jesús se desmarcó de la ascética del desierto, lo mismo que se desmarcó también de la religión del templo y de sus funcionarios. Por eso los evangelios establecen una contraposición muy clara entre Juan y Jesús. De manera que, mientras a Juan lo comparan con un entierro, Jesús se relaciona con una boda. Tal es el sentido de la pequeña parábola de los niños que cantan lamentaciones o que, por el contrario, tocan la flauta (Mt 11, 17par). Sin duda alguna, las comunidades primitivas comprendieron muy bien que el camino de Jesús no era el camino de la ascética, sino el de la alegría y el gozo de la fiesta compartida, la fiesta de la vida que es una boda.
 
La virtud
 
Esto puede resultar más sorprendente para algunas personas poco conocedoras de la tradición cristiana. Por eso conviene saber que la «virtud» no es un concepto bíblico. En hebreo ni existe esa palabra. De ahí que los judíos, para referirse a una persona buena, la llamaban «justa», nunca virtuosa. Y es que la virtud era el término central de la ética helenista. De hecho el concepto de virtud lo acuñaron los griegos. La virtud (areté) era la cualidad de los aristoi, los selectos, los privilegiados de la sociedad. Porque los trabajadores, los pobres y los miserables no podían tener acceso a la virtud. De ahí que, por ejemplo, los traductores de Platón discuten si el arete se debe traducir por «virtud» o por «excelencia». Por otra parte, la virtud estaba asociada, en aquella cultura, al poder, puesto que era la característica determinante de los que eran considerados como los privilegiados y poderosos de la sociedad.
Ahora bien, lo sorprendente es que, a partir del siglo III, el centro del Evangelio, el Reino de Dios, que es para los niños (los débiles) y para los pobres, vino a ser sustituido por la virtud, que era el centro de la cultura helenista. Seguramente en esto consistió el desplazamiento más asombroso que se produjo en la Iglesia antigua. Y no es que el mensaje de Jesús sobre el Reino quedase marginado. Lo que ocurrió es que las gentes de aquella cultura vieron (y no lo pudieron ver de otra manera) que el Reino de Dios se alcanzaba poniendo en práctica la virtud. Así se produjo el desplazamiento que dura hasta hoy. Porque también en nuestros días, cuando, por ejemplo, se trata de canonizar a un santo, no se analiza si luchó o no luchó por defender y dignificar la vida (eso es el Reino de Dios), sino que se mira con lupa qué virtudes practicó y cómo las ejercitó.
 
La perfección del sujeto
 
 
Los manuales de espiritualidad han repetido una y mil veces que el centro de la vida cristiana es la perfección espiritual del sujeto. Esta perfección se refiere a la caridad. Con lo cual se pone el listón muy alto.
Y se presenta un ideal excelso. Pero la pura verdad es que, desde el momento en que el centro se pone en el propio sujeto, por más que se hable del amor y hasta de la caridad divina, con la mejor voluntad del mundo e incluso con derroches de generosidad, lo que en realidad se fomenta (con demasiada frecuencia) es el más refinado egoísmo. Y lo peor del caso es que, las más de las veces, el sujeto ni se da cuenta de semejante situación. Porque tiene el firme convencimiento de que su entusiasmo espiritual está centrado en el amor, o sea en los demás, cuando en realidad donde está centrado es en sí mismo, por más que todo eso se disfrace de altísimos motivos «espirituales», «evangélicos» o lo que se quiera. De ahí que, en ambientes sinceramente «espirituales» (al menos en principio), uno se encuentra con situaciones sorprendentes. Por ejemplo, con personas que a todas horas están hablando de perfección y espiritualidad, pero al mismo tiempo son gente enormemente testaruda, autosuficiente, intolerante o cosas parecidas, que nada tienen que ver ni con la perfección ni con la espiritualidad.
 
Cuando hablamos de la espiritualidad cristiana, es decisivo dejar muy claro que el centro de dicha espiritualidad no está en ninguna de las cuatro cosas que acabo de indicar. Porque, como se ha dicho tantas veces, en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Esto quiere decir (por lo que respecta al tema que aquí estamos tratando) que, si la espiritualidad de los cristianos no va como Dios manda, muchas veces no es por falta de buena voluntad e incluso de generosidad, sino porque el centro de dicha espiritualidad se pone donde no se tiene que poner. Con tal que se tenga muy claro que estoy hablando del centro de la espiritualidad. No me refiero, por tanto, a todos y cada uno de sus contenidos.
El centro no está en ninguna de las cuatro cosas que he señalado. Pero eso no quiere decir que la espiritualidad cristiana no tenga una dimensión «religiosa», que no exija una vida «virtuosa» (en el sentido de exigencias éticas fuertes y comprometidas), que no lleve a una vida de «perfección» (nunca entendida como «selección», sino como adhesión incondicional a Jesús) o que todo esto no requiera una determinada «ascética», en cuanto dominio de sí, para estar al servicio de los otros. Pero lo determinante está en que la espiritualidad cristiana sepa dónde tiene su centro y, por lo tanto, desde dónde se tiene que entender y poner en práctica todo lo demás. Y ese centro, ya lo he dicho insistentemente, está en la vida: en la defensa de la vida de los seres humanos, en el respeto a la vida, en la dignidad de la vida y hasta en el goce y el disfrute de la vida para todos (en cuanto eso es posible), no sólo para unos cuantos.
 
 

  1. Una espiritualidad para el siglo XXI

 
No se trata de que ahora pretendamos inventar una espiritualidad nueva. Ni tampoco de que intentemos maquillar nuestra «mercancía espiritual», para que resulte aceptable y apetecible en la amplia y creciente oferta de productos de toda índole que la sociedad del bienestar nos mete por los ojos cada día. Se trata de algo mucho más simple y, a mi manera de ver, bastante más razonable.
 
 
Para nadie es un secreto que, si en este momento hay algo que interese de verdad a la gente, es tener una vida segura, respetada y digna. Y se comprende que esto interese tanto a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo. Porque —aparte de otras consideraciones que se podrían hacer al respecto— las agresiones contra la vida han sido tantas y tan brutales a lo largo del siglo XX, que es perfectamente comprensible el interés y la preocupación creciente que tienen las gentes de nuestro tiempo por asegurarse una vida que les dé las suficientes garantías con vistas al siglo que se avecina. Un siglo, por lo demás, que plantea demasiados interrogantes, precisamente en cuanto se refiere a la vida que nos espera.
 
Ahora bien, después de lo dicho en las páginas anteriores, resulta que la espiritualidad cristiana (si es que es auténtica y coherente) tiene que ser, antes que nada, una espiritualidad centrada en la vida. La vida sin adjetivos. Quiero decir: no se trata de que la espiritualidad cristiana se desentienda de la vida «divina», «sobrenatural», «eterna», «religiosa», «consagrada» o cualquier otra de las denominaciones que la espiritualidad tradicionalmente ha asociado con la vida.
Todos esos adjetivos, por supuesto, son respetables, importantes y necesarios, con tal que se expliquen debidamente y se sitúen donde y como se tienen que situar. Pero sabemos, por experiencia, que la teología, precisamente al tratar el tema de la vida, se ha fijado más en los adjetivos que en el sustantivo sin más. Hasta llegar al esperpento de agredir a la vida por asegurar la vida eterna o la vida sobrenatural. Los cristianos tenemos que creer y esperar la vida eterna. Como tenemos que buscar y defender la vida que Dios nos concede mediante su gracia. Pero con tal que todo eso se haga a partir de esta vida, la vida que cada uno lleva o puede llevar en este mundo.
Porque, con demasiada frecuencia, entre los cristianos se produce la «evasión hacia los adjetivos» que antes he indicado, al tiempo que nos desinteresamos por lo sustantivo de la vida, por lo que pasa en la vida que nos rodea y, sobre todo, nos hacemos insensibles a la «vida de perros» que tienen que soportar tantos seres humanos con los que seguramente nos cruzamos todos los días, pasando de largo, como hicieron el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano.
 
La conclusión final es clara: si la espiritualidad quiere ser coherente con el mensaje de Jesús, ante todo, y con las exigencias de nuestro tiempo, en segundo lugar, no tiene más camino que tomar en serio la vida y luchar por ella, incluso cuando eso pueda significar enfrentarse con las patologías de la religión, exactamente como le ocurrió a Jesús. Y quede claro, de una vez para siempre, que esto no es relajar la espiritualidad ni hacerse una vida espiritual a la carta. Todo lo contrario. Lo que realmente nos pasa es que nos da miedo, mucho miedo, tomar en serio la vida. No sólo la nuestra, sino también las de las pobres gentes que todos los días vemos en nuestras pantallas de televisión. Seres humanos como nosotros, pero tan lejanos de nuestra «buena vida». Porque carecen de seguridad, de dignidad y de los derechos más elementales que son inherentes al ser mismo de cualquier persona. Y sabemos que en este mundo hay tantas agresiones contra la vida porque los poderes que a todos nos dominan se mantienen en su situación de privilegio precisamente por esas agresiones que cometen todos los días y a todas horas. Pero, es claro, enfrentarse a esta situación, con todas sus consecuencias, eso es lo que nos da miedo. En definitiva, hablar de espiritualidad (tal como se han puesto las cosas) es hablar de la victoria sobre el miedo. n

José M. Castillo