–Capricho–
Jesús Villegas
Jesús Villegas es profesor en el Colegio de “María Auxiliadora” de Vigo
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
20 apuntes sobre cine y globalización, que el autor califica como capricho. Se trata de pinceladas libres, sueltas, realmente brillantes y sugerentes, a través de las cuales Jesús Villegas va perfilando y esbozando cómo se están expresando en el cine las manifestaciones y consecuencia de la globalización (mercantilismo, americanización, cultura de masas, superficialidad y trivialización, consumismo, pensamiento único, cantidad y exceso frente a calidad, sensacionalismo frente a intimidad y humanismo, etc.).
Apunte introductorio
Esto que os disponéis a leer es un capricho, es decir, una fantasía libre, un batiburrillo de ideas anárquicas, pero llenas de intención (espero) sobre las conexiones entre el cine y la globalización. Supongo que otros artículos en este número ahondarán en qué es el pensamiento único o en las consecuencias de la propagación del sistema capitalista a los cinco continentes, por lo que yo me permitiré el placer de divagar. Que a nadie le engañe el título: pretendo, más que ofrecer una reflexión especializada a interesados por el cine, intentar comprender mejor nuestra forma “globalizada” de pensar y de sentir mediante una mirada oblicua a lo que ocurre, hoy por hoy, en las pantallas. Si la cultura en la era de la globalización se mueve por los mismos principios que el resto de estructuras del sistema (a saber: pensamiento único, estandarización, americanización, mercantilismo a ultranza), en el cine, por tratarse de un arte construido sobre un poderosísimo aparato industrial, se manifiesta con pasmosa nitidez esa geografía monótona, donde el dinero y sus montañas se erigen en el accidente más llamativo, casi único, del paisaje.
Alternaré en estas notas las planteamientos generales con algunos comentarios de películas concretas, con el fin de conseguir la variedad en mi discurso y, a poder ser, la libre y refrescante asociación de ideas de lo caprichoso. A ver qué sale.
Apunte 1
El cine dominante ha renunciado a sus posibilidades artísticas. Deviene en pura atracción, regresando así a sus orígenes de barraca de feria. Es, antes que nada, eso que llamamos, con un calco lingüístico del inglés innecesario, un “parque temático”.Como sucede en esos paraísos del entretenimiento, que encandilan y repugnan a partes iguales por su exceso de pulcritud kitch, el escenario, el envoltorio, la parafernalia se han impuesto sobre la sustancia narrativa, sobre el engranaje de las historias. El decorado gana a la atmósfera. La fascinación, a la emoción.
Las derivaciones de esta apuesta comercial por convertir cada película en un carrusel de itinerario previsible al servicio de la adrenalina son harto conocidas: cine más atento al impacto que al calado; irrelevante, pues no va más allá de su breve aunque retorcido circuito de montaña rusa, lleno de giros completos y espirales tan pasmosas como formularias; divertimento vacuo y circense, en el que el “más difícil todavía” sustituye al “más grande que la vida”. Uno ya no ve una película (y menos la contempla, pero de eso ya hablaremos), sino que se monta en ella. Y cuando se baja, tras unos segundos de vértigo y excitación, desaparece de su conciencia al instante, como el palito de un algodón de azúcar o las tarjetas no premiadas de una tómbola.
Apunte 2
Se coge a Drácula, a Frankenstein, a Mister Hyde y al Hombre lobo, incluso se invita a Quasimodo para que participe con un cameo, se les mete a todos en una picadora poderosa de no sé cuántos millones y se sirve todo ello bien frío (sin emociones) en un recipiente magnífico (estamos hablando de la película Van Helsing). O se enfrenta a hombres lobo contra vampiros en una lucha a muerte sin cuartel (Underworld). O se reúne a Quatermain, el capitán Nemo, Dorian Gray, el Hombre Invisible, Tom Sayer y otros personajes literarios más y se les pone a detener un peligro que amenaza el mundo como quien desayuna unas tostadas (La liga de los hombres extraordinarios).
La operación consiste, en fin, en apropiarse de grandes símbolos de la fantasía humana, que son trasunto de miedos atávicos, de deseos inconfesables o de sueños imperecederos, extraerles toda sus víscera de lirismo, emoción o misterio (este último, como luego explicaremos, el gran ausente del cine actual) y, tras este lindo trabajo de taxidermista, facturar con los restos mortales de estas criaturas películas tan orondas como inservibles y productivas. Si en el cine se echan de menos seres humanos, cuando pretenden rescatarse para la pantalla seres míticos, el destrozo alcanza dimensiones épicas (todavía no he visto Troya, pero me la figuro). La expresividad pura y esquemática del mito se torna simpleza y ausencia de significación. ¿Por qué? Por lo de siempre: entre la bolsa y la vida, la verdadera vida quintaesenciada, elevada a su máxima forma de expresión en la silueta de, en este caso, unos engendros entrañables, el cine ha elegido la bolsa.
El lenguaje, los argumentos, los personajes del cómic han sitiado el fortín del cine y, disparo tras disparo, apropiación tras apropiación, han acabado por condenar a la viñeta y al diálogo acotado por un bocadillo a esas criaturas de fuerza hipnótica, hijas de la luz y de la sombra. La eterna tensión entre el yo y el ego (doctor Jekyll y Mister Hyde), el prometeico deseo de emular a Dios creando vida (Frankenstein), la tentación del mal y la libertad sin fronteras éticas, unidos a una sexualidad seductora e insaciable (Drácula), el miedo a la regresión atávica hacia nuestra animalidad (el hombre lobo)… En fin: cualquier construcción humana de envergadura suficiente como para sugerir nuestros laberintos sicológicos o las intrincadas sendas de nuestro subconsciente es despojada de su fuerza trasgresora: domesticados, emasculados más bien, nuestros amados monstruos sufren el escarnio de verse desfilar en un carnaval infantil, al lado de los Barbapapá, mientras les obligan a dar su patita de niños buenos al respetable público.
Apunte 3
Lo global frente a lo universal. Globalizar significa imponer un modelo, una manera de entender la vida o la economía. Universalizar consiste, al contrario, en detectar el denominador común de todos los seres humanos, su sustrato de sueños, esperanzas y obsesiones, para, desde ahí, tender redes que permitan una comunión profunda entre iguales. Globalizar es propagar una fórmula o un estilo como se extiende una epidemia. Universalizar, permitir que afloren los vínculos que nos ligan, descubrir, más allá de las formas, una hermandad de fondo. Globalizar significa hamburguesas para todos, y béisbol, y Halloween. Lo universal parte de la constatación de que todos, seamos de donde seamos, somos hijos de alguien, y deseamos, y sangramos si nos pinchan, y sentimos la limitación de nuestra vida como un dolor y como un mensaje. Machado hablaba de que su poesía abordaba los universales del sentimiento humano: el tiempo que pasa y nos pisa, la memoria, persistente y fugaz, las cavernas del alma. Aquí, al buen puerto de los universales, debe arribar el arte. Sin embargo, el cine actual tiende a lo global: cualquier película aspira a parecer americana, antes que humana.
Apunte 4
Recuerdo Kill Bill, la última creación de Quentin Tarantino, y el debate bronco que en su día suscitó: se trata de una película sobre la venganza que emprende una mujer. Durante dos horas se suceden enfrentamientos a muerte, en los que no se escatima ni la sangre ni las formas más diversas de amputación o violencia que uno pueda imaginar. Más allá de esa orgía de hemoglobina y miembros cercenados, el ejercicio de puesta en escena, lo estrictamente cinematográfico, resulta magistral. Estamos ante una obra pletórica de inventiva visual y sonora (aunque buena parte de los hallazgos sean consecuencia de un juego de citas y referencias continuas a otras obras preexistentes de la cultura de masas). Contemplada como un mero juego de cinefilia y de exuberancia plástica, me parece un producto irreprochable. Y Quentin Tarantino ha insistido una y otra vez en la entidad exclusivamente figurativa de su ejercicio. Como los miembros de las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX, el artista norteamericano defiende la rabiosa autonomía de su obra de arte respecto al mundo. Pretende establecer una radical diferencia entre el mundo real, cuya violencia resulta repugnante, y el espacio de la pantalla que él ha concebido, en el que los chorros rojos y los cuerpos mutilados actúan como elaborados recursos de estilo. Hay, postula el director, por un lado, un horror cierto y abominable, y, por otro, una apropiación estética de ese horror, una exhibición de imágenes sin referente real, que remiten a cuerpos inmateriales a pesar de su apariencia humana, pues su punto de partida e inspiración son la fantasía, otras películas o el universo de los tebeos.
Pero, ¿pueden enajenarse de forma tajante ambos territorios?¿Puede, en fin, prescindirse de la ética en un bien de consumo como el cine, destinado a un público masificado e indistinto? En esa turbamulta de imágenes que recubren el mundo, ¿es factible la operación de discernimiento entre lo absolutamente imaginario y lo indiscutiblemente real, cuando la indistinción en el estatuto de las imágenes es uno de los signos de nuestros tiempos? Debo confesar que me encanta el cine de Tarantino, que creo distinguir a la perfección sus cadáveres exquisitos del insoportable abismo de la muerte cierta… No obstante, cuando contemplo en su última película un plano en el que, sobre un suelo encharcado de sangre, se retuercen treinta o cuarenta cuerpos malheridos, justo unos días después del atentado de Madrid, un calambrazo de incomodidad, un reconcomio de índole moral enturbia mi ánimo.
Apunte 5
No es lo mismo el misterio que el secreto. Los secretos pueden desentrañarse, los misterios, no. En el fondo, el secreto es un dato escamoteado, una realidad oculta que, tarde o temprano, acabará por emerger. El misterio no tiene solución: lo intuimos, nos aproximamos a su resplandor, lo admiramos, para, después, alejarnos de su centro, sin que se haya modificado en esencia su magnética fuerza, que, en cambio, ha cargado de inmensidad nuestra vida. Vivimos una época de obsesión por acabar con los secretos (sean estos de estado, de alcoba o de cualquier otro tipo), mientras se da la espalda de forma absoluta a los misterios. En justa correspondencia, hoy se lleva el cine con trampa, con pirueta narrativa al final. Se trata de películas que nos descubren, de repente, una clave que desmonta todo lo visto y lo redimensiona. Esa información que el director o el guionista se han guardado hasta el último momento para descolocarnos, para sorprendernos, es el secreto: que el protagonista en realidad es un muerto; que nada de lo que hemos visto ha sucedido; que el que parece bueno durante dos horas es el malo en un minuto.
Pero, ¿dónde queda la reverberación del misterio, el aliento de lo que conmociona, el roce de lo que nos transporta? En el cine de los secretos, el prestidigitador que descubre su truco al final desbanca al verdadero mago, aquel que nos enfrenta, sin engaño posible, a las maravillas insondables de nuestro universo síquico. Frente a las verdades reveladas (los misterios), las verdades denunciadas (los secretos), las verdades de papel cuché, obscenas, porque lo cuentan y enseñan todo, cuando nada de lo que muestran merece de verdad la pena, pues aquello que fecunda y crea ha de permanecer siempre de alguna manera fuera de nuestro alcance, en las remotas y privadas galerías de lo mistérico.
Apunte 6
¿Y La Pasión de Cristo de Mel Gibson? Estamos en el otro fiel de la balanza: frente a la violencia como forma de ilusionismo de Kill Bill, la violencia que reclama no sólo ser atendida como real, sino ensalzada a la esfera de lo sacro. El hombre torturado durante dos horas es el Hombre. Devolvemos a la Pasión de Cristo su estridencia naturalista, sin atender apenas a su fuerte pregnancia ceremonial. Materia vence a espíritu. Frente a la insinuación, la explicitación. Los que denuncian el sadismo de nuestra religión, al imponer como emblema máximo de sus imágenes fundadoras un instrumento de tortura, están de enhorabuena: volvemos a la carnalidad macabra, a la fisicidad insoportable de la cruz, no a su poderosísima entidad simbólica. El Misterio, ahora, otra vez, ha sido ninguneado: veamos cómo fue macerado el Hijo de Dios, reinventemos la religión de la Contrarreforma, la que busca conmover con el retorcimiento de sus imágenes para inmovilizar a sus creyentes en una fe basada en la culpa y el espanto. Puro arte barroco, al servicio del sometimiento ideológico. Más sensacionalismo (luego hablaremos de este mal de nuestro tiempo), una nueva atracción de feria: ahora, la casa de los horrores. Leamos literalmente la historia (así se ajusticiaba en aquella época), leamos literalmente los fragmentos del Evangelio pertinentes… como si la Biblia nos revelara la Palabra de Dios en el lenguaje descriptivo de un manual para ejecuciones. Otra vez, antes que nada, el Jesús del madero frente al que anduvo en la mar. La Resurrección, para Mel Gibson, no es el Misterio que justifica el Calvario, sino la sorpresa final de la que antes hablábamos: una sorpresa, en este caso, esperada por conocida, insuficiente tras ciento veinte minutos de suplicio, pero tan intrascendente frente al gran espectáculo de la tortura (cuando en juego está toda la Trascendencia de unos hechos, de una historia, de una religión) como el desenlace piruetero de una película cualquiera.
Apunte 7
La cultura de masas ha sustituido a la cultura humanista. No es lo mismo el denominador común de lo universal a que nos referíamos antes que el mínimo común múltiplo de lo pedestre, lo obvio, lo evidente. Se propende a aquello que llegue al instante a todo el mundo, que suscite el interés colectivo. Y las montañas se igualan por su base. La máxima repercusión pública: la omnipotencia publicitaria para suscitar prácticas y sensibilidades comunes, el televisor como máquina modeladora de gustos homogéneos, los grandes espectáculos multitudinarios donde se anula el perfil propio. Oír, ver, leer, saber todos lo mismo. Cultura de superficie, trivial (cultura de Trivial), donde la sensación de pertenecer a un colectivo se impone al gozo de construirse como individuo. Lo más fácil y pegadizo como puerta de acceso a la mayoría, cortada siempre por su patrón más elemental de muñeco troquelable. La cultura humanista, aquella que se preocupa por la condición humana y las grandes cuestiones (el bien, la belleza, el sentido, la naturaleza) ha sido suplantada por un simulacro de calidades adocenadas. Importa más el efecto (especial, sensorial, mariposa) que el afecto (espacial, emotivo, humano). La necesidad de plantear preguntas y tantear respuestas ha sido usurpada por la interjección y las voces que corean. Vale más el aplauso que el tacto, el deslumbramiento que la mirada. El individuo sólo cuenta como consumidor acumulable en el cómputo de las audiencias.
Apunte 8
Releo para la ocasión el libro 2001: la odisea del cine de Alfonso Basallo. En él su autor analiza las causas de la decadencia del séptimo arte. Habla, entre otras cosas, de cómo el cine para todos los públicos ha degenerado en puerilidad, de que la sutileza de la sugerencia ha dado paso a la ramplonería de la mostración innecesaria, de que la agilidad ha sido confundida con la agitación, la imagen saturada, con la imaginación, y el atractivo de los actores, con la entidad de los personajes. Predomina, dice, el fast-film: “La historia, la trama, los personajes apenas cuentan. Lo que importa es el ketchup y la mostaza de los efectos especiales, el estruendo que hace la ensalada estereofónica al hincar el diente y el sabor fuerte del pepinillo”. Entre el arte y la industria, el cine actual se ha doblegado descaradamente a las leyes del mercado, de modo que su condición de bien de consumo ha acabado por corromperlo y vulgarizarlo.
El repaso que Alfonso Basallo realiza no deja títere con cabeza: su discurso de tintes sombríos usa como referente y modelo continuo el cine clásico, cuyo esplendor, vaticina, nunca volverá. Al final, plantea con tibieza la posible vía de salida a esta deprimente situación: “Urge recuperar lo que podríamos llamar el cine humanista. Un cine que explote la vena dramática que atesora la dignidad insobornable de la persona”. A este respecto, os recomiendo el libro Películas mínimas de Pedro Antonio Urbina, en el que este estudioso repasa las que él considera “películas más humanas” de los últimos años.
Apunte 9
Las películas actuales reniegan de la experiencia en pro del acontecimiento. Cada escena ha de constituirse en eso que llaman tour de force, set pièce o morceaux de bravure, es decir, una especie de pequeña pieza maestra independiente, dotada por sí misma de intensidad, vigor y, sobre todo, fuerza sensorial. Cada momento debe alcanzar la rotundidad absoluta del redoble, la inusitada capacidad de contorsión de los saltos mortales. El imperio del exceso, de la cantidad sobre la calidad, trasladado a cada metro de celuloide. Sin embargo, los seres humanos nos formamos a través de experiencias y los personajes de las películas, si aspiran a aproximarse a los mimbres de los individuos, han de fraguarse igual. La experiencia es la vida asimilada, vida metabolizada en sustancia nutriente, en alimento de la identidad. La exterioridad del acontecimiento se vuelve intimidad en la experiencia; la vistosidad del acontecimiento se convierte en vibración recóndita en la experiencia. Un cine entregado a la aparatosidad no deja lugar al calmoso fraguarse de lo inolvidable: esos instantes en que el ser humano nota en su interior los dedos de la vida modelándolo. Si no hay experiencias, el personaje degenera en icono, en mero trazo que se mueve por un mundo fingido como los muñequitos carentes de alma de la pantalla de una videoconsola. La experiencia forja, marca a hierro candente, define, traza arrugas en el rostro y pliegues en el ánimo: el acontecimiento sólo mancha y desgarra la ropa, acelera la transpiración y, como mucho, genera agujetas en la corporalidad musculosa y cenicienta de alguien que es nada.
Apunte 10
Veo Thirteen, la película de Catherine Hardwicke. Cuenta la historia de una preadolescente modélica, que vive con su madre separada y su hermano. Buena estudiante, recatada, amiga modosita de sus amigas, entabla amistad con la chica más deseada y rebelde del instituto. A partir de ahí, bajo la influencia de esa muchacha, cae en una espiral imparable de pequeños hurtos, drogas, sexo y desquicie absoluto. Se dejar arrastrar hacia ningún sitio por alguien desnortado, que tampoco sabe adónde va. El dúo sólo aspira a no engordar, a llenarse el cuerpo de perforaciones y tatuajes, a comprar la mayor cantidad posible de ropa, cuanto más provocadora, mejor. Y a vivir a tope, en un desfile de modelos continuo, en un atropello de sensaciones sin fin. Para completar su iniciación a la vida, se hacen amigas y casi concubinas de los muchachos más marginales de la zona (negros y chicanos: la protagonista es rubia anglosajona preciosa, mientras la amiga que la lleva por el camino de la amargura presenta rasgos hispanos, con lo que su degradación, si nos dejamos llevar por la mala leche, presenta unas connotaciones xenófobas y racistas alarmantes y un mensaje político peligroso por fascista).
La madre asiste impotente a la transformación de su hija, que cambia de estilo y costumbres, la trata de forma despectiva y se aleja poco a poco de su influencia. Ante la frustración, Tracy (que así se llama la muchacha problemática) se automutila en el cuarto de baño o reacciona de forma violenta, sin atender a razones. Está perdida: no hay valores, ideales, horizontes, más allá de una subversión sin objeto y una camaradería más ficticia que real. Tracie y Evie, su compañera, son el fruto inmaduro de la sociedad de consumo en la que las ha tocado nacer. Viven en familias desestructuradas, sueñan con lucir una imagen apabullante, no con desarrollar una personalidad propia. Quieren ser como los ídolos que adornan sus carpetas: pura forma sin fondo, inmateriales, bellas (dos veces aparece un cartel de un anuncio de cosmética con el lema de los románticos, “Belleza es verdad”, aquí degradado su sentido). Sólo imagen, sin ceñirse a las leyes de la realidad, en un mundo regido por la liviandad, la falta de compromiso, el capricho. No son conscientes de la repercusión, del significado, de la gravedad de sus actos. Reclaman una libertad acomodaticia e interesada (la llamaríamos libertinaje, si no sonara a trillado), exhiben una rebeldía improductiva y enrabietada (embisten sin sentido contra todos los burladeros), persiguen una independencia mantenida, con habitación propia y plato en la mesa.
La película es una verdadera lección sobre el tema que nos ocupa: cómo la globalización y sus contradicciones cargan el peso de su mano sobre los más débiles, en este caso, los hijos indefensos del sistema. Si la adolescencia es una cuerda floja y nuestra sociedad neoliberal, el filo de todas las navajas, no se puede imaginar relación más conflictiva, temeraria, peligrosa, suicida.
Apunte 11
Lumière coloca la cámara delante de un tren que llega a una estación e inventa el realismo en el cine. Méliès fabrica y filma una luna de cartón piedra en cuyo ojo se ha incrustado un cohete como un misil y descubre las posibilidades para la fantasía de la cámara. Desde entonces hasta ahora, ambas tendencias han convivido, han pasado por épocas de esplendor o de declive y , a veces, han sido enfrentadas por los estudiosos como alternativas irreconciliables. Reflejar la realidad o reinventarla: he ahí la cuestión. Mostrar lo que son las cosas o lo que podrían, deberían o jamás llegarán a ser: regalarnos una inmersión o un vuelo.
Sea como sea, el arte verdadero nunca puede prescindir de la vida, pues, aun en la obra de ciencia ficción o de fantasía más desbocada, ha de existir, en su trasfondo, el pálpito de cierta verdad cotidiana reconocible, anclada de algún modo a la trama de lo real. Toda ficción, por muy maravilloso que sea su desarrollo, debe remitirnos a nosotros mismos, al aquí y al ahora eterno de nuestra condición (ver mi comentario posterior sobre Big fish). Por eso el cine que se estila hoy, empeñado en la evasión infinita, espídico, virtual, se abalanza sin querer hacia el vacío. Eliminar lo real, su contundencia, su peso, digitalizar el mundo, descomponer en esbozos de cómic el espesor de los cuerpos (donde había captación de la realidad, eliminar su presencia y su jugo): dar la espalda a la latencia de la vida equivale a mirar de frente a ningún sitio. Que en noventa minutos de imágenes no exista apenas un resquicio para la ley de la gravedad, el principio de Arquímedes, el sufrimiento o la ética es una forma de suicidio. Todo juego, divertimento, coqueteo: nada que no se extinga. Fuegos de artificio que, tras un segundo de luz maravillosa, regresan a la tierra bajo la forma de una carcasa de cartón con olor a pólvora quemada.
Apunte 12
La visión de Thirteen me anima a revisar La carnaza, la magnífica película de Bertrand Tavernier sobre dos muchachos y una muchacha franceses, de clase media, que sueñan con marchar a Estados Unidos para montar una tienda de ropa. A fin de lograr su propósito, planean atracar a hombres utilizando a la chica como cebo sexual. Sus propósitos acaban como el rosario de la aurora cuando matan a una de sus víctimas, tras ejecutar de forma chapucera el delito. Thirteen y La carnaza componen, sin querer, el díptico más inquietante que se pueda imaginar sobre los efectos del consumismo a ultranza. Ambas retratan a personajes inconscientes, monstruosos a su pesar, con sueños pedestres, a la escala de los modelos que los inspiran (el modo de vida americano, los ídolos mediáticos, los carteles publicitarios, las películas de género…). No conocen el significado de la palabra realidad, pues viven en esa ficción continua que sanciona el imperio de la imagen, como si el mundo se rigiera por el código deontológico de la telebasura. No saben de consecuencias, ni siquiera parecen entender que cualquiera, ellos también, es responsable de sus actos. Corren en pos de una felicidad endiosada, obsesiva, egoísta, y utilizan como medio maquiavélico para lograr sus metas al resto del mundo, sin reparar en el daño propio o ajeno que causan, sin atender al caos que esa búsqueda dislocada de una plenitud materialista genera a su alrededor. Quieren triunfar, figurar, manejar dinero. Han confundido imágenes y realidad: pero las convenciones y el lenguaje que articulan un telefilme o una película no se corresponden con la inconmensurable complejidad y el peso específico de la vida.
Apunte 13
A los excesos del racionalismo les ha sucedido la tiranía de la sensación, el sensacionalismo aplicado a cualquier esfera de la vida: noticias sensacionalistas, comportamientos sensacionalistas, política, urbanismo, ideas, arte sensacionalista. Sentir se impone a pensar. No me refiero a sentir emociones: hablamos del sentir primario y primero, de ese sentir reflejo que los estímulos avivan en nosotros o en una rana, tanto da. El cine actual busca impresionar las diversas zonas de nuestra epidermis, por eso recurre a artimañas tan elaboradas como las cosquillas (frente a la comicidad), el fogonazo (frente a la imagen iluminadora), el estruendo (frente a la sonoridad expresiva). La víscera y el culo. La catástrofe que aniquila el mundo como máxima forma de expresión de lo que nos mantiene despiertos y atentos: destruir para excitar. Fotografía bonita como un traje de primera comunión hecho con pieles de cadáver y expuesto, sin descubrir su origen, en una vitrina. Música evocadora, de colores pastel, con lazos, como si cualquier película fuera el primer atardecer de un edulcorado viaje de novios. Sensaciones baratas, resultonas, donde la cosmética ocupa el lugar de la estética. La belleza enseña las bragas, sin que su dignidad, su verdad o sus principios importen una higa. La sensación usurpa el trono del sentido. Las películas, en lugar de llevarnos los ojos de la mano hacia lo recóndito, lo presentido o lo añorado, nos lanzan al aire, nos mantean como a peleles, para dejarnos, después, otra vez en el suelo, igual de tontos que antes, sólo más mareados.
Apunte 14
Big fish, la última y magnífica película de Tim Burton, defiende con una candidez cautivadora la necesidad de contar historias y de fantasear para poder dotar de sentido nuestra vida. Will, el narrador de la película, un joven periodista americano, ha mantenido una relación tensa con su padre, Ed. Este se ha empeñado una y otra vez en relatarle los episodios más significativos de su existencia como si se tratara de capítulos memorables de un libro fantástico. Debajo de ese tapiz de mentiras, Ed resulta para su hijo un completo desconocido, una especie de falsario compulsivo, que arrastra a quien le escucha con sus ingenuas ideaciones, pero es, a la vez, incapaz de revelar su yo más íntimo a quien más le requiere. Durante la lenta agonía de este embaucador hipnótico, Will descubre, rememorando las viejas historias de su padre mil veces repetidas, la grandeza humana y la profunda sinceridad de quien él creía un mero mistificador: su padre levantó, gracias a esa mezcla de episodios reales y portentosas invenciones con que cimentó sus cuentos, todo un universo mítico personal, una historia propia más honda y cierta que la simple acumulación de acontecimientos anodinos de cualquier biografía al uso. Cuando Will le demanda a su padre su verdadera historia, no sabe que, precisamente, ésta se manifiesta en su máximo esplendor en sus ficciones, esas recreaciones simbólicas de sus sueños, sus frustraciones, sus deseos recónditos, depurados, transustanciados mediante el mágico ejercicio de la narración.
En conclusión, la supuesta mentira de Ed no disfraza o camufla de forma escapista la realidad, sino que desnuda su núcleo, su tesoro. Las sugerencias de esta radical apuesta por la fabulación me parecen innumerables y quiero citar, al menos, cuatro: primero, entre el realismo y la fantasía de los que antes hablábamos como opciones estéticas enfrentadas, Tim Burton apuesta por lo maravilloso, pero nunca como forma de evasión, sino como arrolladora manifestación de lo vital más palpitante, aquello que constituye nuestro trasfondo; segundo, frente al cine de la virtualidad gratuita, de la fantasía postiza y escapista, frente al cine de carrusel de feria, el director nos propone un cine fantástico que se aproxima al alma humana cuando parece que se aleja de ella, un cine circense, en el mejor sentido de la expresión, ese que no teme conducir a su espectador hacia los trapecios y sombreros mágicos de la infancia; tercero, si Ed es un mago del relato oral, Tim Burton, en justa correspondencia, nos regala una visualidad deslumbrante: curiosamente, ese juego complementario al que le obligan las propias características de la forma cinematográfica (las palabras de un relato extenso han de traducirse en imágenes en una película) acaba por constituirse en una original metáfora sobre la lectura y en una apología de los libros; cuarto, las conexiones entre El Quijote y Big fish resultan regocijantes: Ed – Don Quijote decide hacerse a sí mismo mediante su fantasía: su idealismo ingenuo de partida, como el del genial manchego, y los excesos continuos de sus propias invenciones deben entenderse, más que como una locura, como una admirable apuesta ética por mejorar el mundo; por otro lado, Will – Sancho completa su proceso de ed-quijotización, en una de las escenas más memorables de los últimos tiempos, esa en la que cierra el único relato que falta por clausurar: el de la muerte del padre. Mientras Ed agoniza en su lecho, Will se inventa para él un desenlace fatal acorde con su existencia insólita: ante todas las criaturas que Ed ha imaginado/recreado (en una escena de hondas resonancias fellinianas), en virtud de las palabras de su hijo, se metamorfosea en un gran pez, el que da título a la película: símbolo imperecedero del ser libre e insumiso, para el que el mundo material, estrictamente físico, resulta una pecera demasiado estrecha, pues las aletas de la fantasía siempre añorarán llevarlo lejos, muy lejos, más lejos aún, donde no llegan ni siquiera las distancias.
Apunte 15
Contemplar. Mirar viendo. Sondear la imagen, recorrer con las pupilas volúmenes, trazos y formas como quien se interna por vericuetos y dobla recodos. Demorarse… Si las imágenes se suceden, ametralladas, ¿entonces qué? ¿Cómo fijar en la retina lo que no se detiene, cómo esperar y quedarse a vivir unos instantes en lo que no se está quieto, en lo que no se deja habitar? “Es una película lenta”: este latiguillo se utiliza hoy en día como crítica inmisericorde y descalificadora, cuando habría de considerarse un halago. No es lo mismo falta de ritmo que lentitud, pero como hoy en día sólo impera un ritmo posible (el del videoclip , el del anuncio publicitario: la bofetada visual, seca y cortante, frente a la sabia caricia que se recrea), los otros, los que no son allegro molto vivace se vuelven insoportables. Todo debe fluir con precipitación. Y, así, es imposible la contemplación: ´templar con`, es decir, serenarse al ajustar el paso a aquello que nos interpela, entregarnos a la mansedumbre hasta sentir que el limite entre lo otro y nosotros se disuelve. Contemplar es confundirse gozosamente y dejarse arrastrar sin prisa por el balanceo de lo contemplado. Pero, ¿de qué hablo? Tomb Ryder, Matrix, Terminator, Piratas del Caribe, El día de mañana… Trepidación es trepanación. Epilepsia sensorial: anemia mental.
Apunte 16
En dos semanas he visto tres películas con un discurso de fondo similar: La flaqueza del bolchevique, Lost in traslation y La joven de la perla. En las tres, un hombre y una mujer se conocen y viven una intensa historia … “Amorosa” iba a decir, pero resultaría un adjetivo confuso, dado el pudor y la pureza con que los sentimientos de los personajes se manifiestan. Un hombre de empresa de éxito y una preadolescente (La flaqueza del bolchevique), un actor maduro y una jovencita recién casada que coinciden en un hotel de Tokio (Lost in traslation), un pintor de fama y su criada, que le sirve de modelo (La joven de la perla) son las parejas cuyo proceso de aproximación, conocimiento, extraña y maravillosa intimidad espiritual (en ningún caso física) y separación se nos relatan. En todas las ocasiones, la insatisfacción vital de unos y otras ante unas situaciones personales hasta cierto punto decepcionantes encuentra su vía de escape en unos desconocidos hacia los que sentirán una atracción tan serena como imparable. Ese vínculo incipiente se comprende, además, al menos en los dos primeros casos (también en el tercero, de forma más simbólica), como manera de rechazo de un estilo de vida que nos asegura la plenitud profesional o material y, como contrapartida, nos condena a la infelicidad emotiva. La renuncia a la culminación carnal (que no a un erotismo delicado y sutil) en las tres obras llama la atención, pues esencializa unas relaciones como escasas veces se ha visto en los últimos tiempos en la pantalla (si salvamos, como ejemplo excelso, la por muchos motivos memorable Deseando amar).
Como ya he anticipado, en los tres casos la imposibilidad del amor termina por imponerse, lo que deja en el ánimo de cualquier espectador sensible un poso de desolación y, a la vez, una extraña sensación de plenitud, ya que la conmoción que estos breves encuentros ha producido en sus protagonistas contagia, sin querer, su intensa belleza a sus testigos. Creo que las tres, a pesar de su desigual calidad (Lost in traslation me parece soberbia, La flaqueza del bolchevique me afectó hasta las lágrimas, mientras La joven de la perla me dejó indiferente, quizás a consecuencia de su esteticismo calculado) denuncian, de modo más o menos explícito, las consecuencias desastrosas del modo de vida capitalista sobre la afectividad de los individuos.
La soledad de las ciudades, la incomunicación, la despersonalización, la hegemonía de lo material sobre cualquier valor…: en fin, mientras todos los efectos nocivos del capitalismo pugnan por asfixiarnos, curiosamente, brota en los más débiles (los débiles para las leyes de la selva del sistema) una necesidad acuciante de cariño. El desencantado, el que no quiere participar en el juego, se vuelve vulnerable y reclama amor donde las voces de los tiburones piden carne. Quizás, por eso, un desconocido, cualquier desconocido que se acerca ofreciendo diálogo y unos retazos de intimidad, puede llegar a resultarnos entrañable. Contra la pornografía de la lógica materialista, el ser humano opone el anhelo de un amor virginal.
Apunte 17
Hay un runrún, un discurso dominante, que proviene de los medios de comunicación y entretenimiento de masas y que modela los pensamientos. Ese ruido de fondo nos hace creer que la realidad es como parece ser en las pantallas. Sus mensajes ponen banda sonora y sello a nuestra vida, lo queramos o no. Nos dicen con su soniquete que el sexo es intrascendente, que el amor es voluble y depende sólo del sentir más rudimentario, que el compromiso no vale nada, que lo más importante es la realización materialista del individuo por encima de todos y de todo, que la frivolidad es una actitud positiva ante la realidad. Endiosa el cuerpo, legitima el odio y la acumulación de dinero, equipara al triunfador con el héroe mítico y sitúa la diversión y el bienestar en la cima de cualquier escala de valores. Pone a todo precio, como si todo lo tuviera. Decide quién existe y quién no. Del televisor, de las pantallas, de las revistas fluye una visión del mundo que arrolla, hoy por hoy, a cualquier filosofía. Legitima la despersonalización y las leyes del capital.
Ese insólito zumbido ha decidido qué y qué no es noticia. Nos endosa la boda de un príncipe y una periodista como quien se empeña en convencer a un marino bregado en mil mares de que los atunes nacen en las latas de conserva. Pero los reyes no existen: los magos no, pero tampoco los otros. Lo terrible es que ese bisbiseo consigue lo que pretende: imponer su melodía como si fuera la música de los astros. Incluso hace creer que son estrellas quienes brillan sin luz propia, sólo porque están recamados de sucias monedas.
Apunte 18
El principio de Arquímedes de Gerardo Herrero plantea un tema inhabitual en el cine: las repercusiones que en el mundo de la pareja tienen las opciones laborales, además de las razones de fondo en que estas últimas se asientan. Cuenta la historia de dos matrimonios y, sobre todo, de las dos mujeres de los mismos, que sufren un proceso inverso: mientras una prefiere sacrificar un trabajo de fuerte responsabilidad y alta remuneración en pro de unos principios éticos y de una vida más completa, la otra opta por renunciar a su parcela personal para ascender a toda costa, a codazos si hace falta, en el escalafón de su empresa. Con un guión muy sugerente, a pesar de lo previsible de su desarrollo (que a veces se aproxima al esquematismo de la parábola), la película acierta a explorar las repercusiones, en el individuo y en su círculo de relaciones, de las exigencias profesionales que el sistema le impone. Atar nuestro destino propio al ejercicio empecinado de un oficio (sobre todo en el ámbito de la empresa capitalista) presupone hipotecar buena parte de nuestra identidad y someterla, en el peor de los casos, al juego salvaje de la competitividad y a los vaivenes de la ley de la oferta y la demanda. Que realización personal sea sinónimo de nómina; que satisfacción sólo rime con despacho propio; que el compañero sea un enemigo en potencia y el horario intensivo colonice nuestro calendario; que, en fin, queramos llegar a lo más alto siempre en ascensor enmoquetado, debe, al menos, obligarnos a averiguar sobre el espejo en qué se está mutando nuestro rostro. El principio de Arquímedes ilustra cómo la caída de una mujer del pedestal y la supuesta ascensión de otra hasta la cima son, en realidad, procesos inversos: el inicio prometedor y aleteante de un vuelo, frente al descubrimiento de que en la planta más alta del rascacielos los suelos suelen ser de fango.
Apunte 19
El mundo supura imágenes. En cada rincón, a todas horas, una erupción imparable. Del televisor, como de una tubería reventada, no cesa de brotar el manantial de lo audiovisual. Vallas publicitarias, Internet, cines: borbotones incesantes de signos que inundan el mundo y saturan de mensajes icónicos cada esquina. Cámaras y teléfonos digitales, videocámaras al alcance de cualquiera. Ubicuidad, multiplicación cancerígena. Pero el exceso devalúa el producto, redunda en insignificancia. Todas las imágenes se equiparan, unas sepultan a otras, la ganga se mezcla con la veta de mineral auténtico.
La pantalla es el expositor de unas rebajas sin fin, en el que, revueltos, se codean mensajes publicitario, tomas de un reportero de guerra y planos magistrales de una obra decisiva del séptimo arte. Y esa fusión no potencia la creatividad de unas con la veracidad de otras o la belleza de las últimas, sino que mutuamente se anulan, sus colores, formas e intenciones se combinan sin armonía, ninguna cumple su función, pues la acidez de unas neutraliza el dulzor de las otras. Y, lo que es peor, la imagen acaba por envolver la realidad de tal modo, la ciñe en un abrazo tan asfixiante que, para escándalo general, la existencia acaba por parecernos toda ella una gran representación. La vida pierde autenticidad, ya no nos conmueve. Se ficcionaliza, se encoge en dos dimensiones: se transforma en pura imagen. Y entonces, a la vez que el mundo se aplana, en otro frente, las imágenes que captan la realidad y las que la fabrican se interfieren, cortocircuitan, apenas se distinguen. El espectáculo de dos aviones estrellándose contra dos rascacielos nos hipnotiza como la catástrofe de una película apocalíptica. Trenes dinamitados, hombres degollados en directo, niños de vientres hinchados mientras moscas abrevan en sus lacrimales: todo es menos, todo parece irrealizarse mientras incide en nuestra mirada, todo remite cuando desaparece de nuestros ojos, como si el momentáneo cese de la visión horrible también atenuara la atrocidad de lo real. Y, sin embargo, sólo se muere de verdad en las aceras y en el suelo, nunca entre las mallas magnéticas de las seiscientas veinticinco líneas.
Apunte final
Leo en La voz de Galicia que, con la llegada de los socialistas al poder, se ha reabierto el debate sobre la excepción cultural en España. Se trata de plantear iniciativas para evitar el monopolio del cine de Hollywood. No olvidemos que, al hablar de pensamiento único, nos referimos a la imposición de un modelo genuinamente americano (perdón: norteamericano; perdón: estadounidense), con lo que eso supone de pérdida del marco nacional, de homogeneización, de destrucción del particularismo. Ante la apisonadora yanqui, algunos estados proponen medidas de protección sobre las obras de sus profesionales del audiovisual (cuotas de pantalla, exenciones fiscales, subvenciones, inversiones de las distintas televisiones…). Frente a los paladines del mercado libre en toda su extensión, que consideran una película un producto más, están los partidarios de defender la condición artística y creadora de estos bienes, lo que significa que debe asegurarse de alguna manera su pervivencia, para garantizar así la diversidad cultural. El cine no es sólo ocio, entretenimiento o mercancía: aunque la realidad de las pantallas no sea halagüeña (el 80 por ciento del cine que se ve en España procede de Norteamérica; la mayor parte de lo que se estrena es, en el mejor de los casos, bazofia), las posibilidades estéticas de este medio resultan, hoy por hoy, indiscutibles.
¿Cómo competir (porque, al final, la vertiente industrial y comercial también cuenta) en el mercado contra el coloso trasatlántico? Sin duda, contando historias propias, reivindicando, hasta cierto punto, lo diferencial de nuestra cultura y concepción de la vida. Y, sobre todo, rehuyendo el complejo de inferioridad, esquivando la tentación de imitar al más grande, abominando de la americanización de nuestro cine, para, en su lugar, ofrecer alternativas: donde ellos ponen atracciones, poner nosotros arte… y mitos (frente a monigotes), universalidad (frente a globalidad), misterio (frente a secretos), experiencias (frente a acontecimientos), sentido (frente a sensacionalismo), vida (frente a evasión infinita), cultura humanista (frente a cultura de masas), posibilidad para la contemplación (frente al impacto visual), cine de alta cocina (frente al fast-film), historias (frente a fórmulas)… Y así sucesivamente.
Jesús Villegas