EL CINE QUE VEN LOS JÓVENES

1 julio 2007

Diez aproximaciones

Jesús Villegas es Profesor del colegio María Auxiliadora de Vigo
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
¿Qué cine ven los adolescentes y jóvenes?,  ¿nos dice algo de los jóvenes a los educadores y agentes de pastoral el cine que ven?, ¿es posible reconocerlos en el cine que ven?, ¿qué pueden transmitirles a los jóvenes las películas que ven? Estas son las preguntas que subyacen en este artículo, a las que el autor se enfrenta y nos lanza al mismo tiempo a educadores y agentes de pastoral.
 
El siguiente ensayo estudia nueve películas que cuentan con el beneplácito de un público joven. La última (Maria Antonieta) la traigo a colación por otros motivos, como al final se comprenderá. Para seleccionarlas me he limitado a encuestar a mis alumnos de 3º, 4º de la ESO y 1º de Bachillerato sobre sus preferencias cinematográficas en los diferentes géneros. Después, sin prejuicios estéticos, he revisado las películas más mencionadas. Luego, he reflexionado sobre cada una de ellas, sin perder de perspectiva estas dos preguntas: primera, ¿me dicen algo de los jóvenes las películas que ellos ven? Segunda: ¿qué puede trasmitirles a los jóvenes, queriendo o sin querer, cada película?
Como resultado de mis devaneos mentales, he escrito unas líneas a propósito de cada realización. He procurado abordar con independencia cada título y no relacionar mis observaciones para no articular un discurso en busca de analogías demasiado forzado. Prefiero que la tarea de comparar películas e ideas,  atar cabos y extraer conclusiones la emprenda el lector inteligente.
¿Para comprender este trabajo es necesario conocer las obras cinematográficas citadas? Creo que no. Mis colaboraciones en esta revista arrancan de la premisa de que me dirijo a unos lectores cuyos intereses son pastorales, no necesariamente fílmicos. Por tanto, he redactado cada aproximación de forma que los detalles narrativos esenciales estén ya todos presentes sobre el papel. Si alguien se anima después de la lectura a analizar estas obras, seguro que podrá matizar, ampliar o corregir mis deducciones.
Finalmente, recuerdo que este número de Misión Joven se aproxima a los nuevos espacios juveniles. El primer subtítulo que pensé para mi artículo fue el de “Espacios mentales” y a ese territorio de la interioridad juvenil pretenden acercarse estas páginas. A ver si he sido capaz de llegar hasta allí.
 
1. Una de superhéroes: Spiderman 3
 
Peter Parker, alias Spiderman, es un muchacho que vive de alquiler en un cuchitril de pocos metros cuadrados en la ciudad de la opulencia, Nueva York. La puerta de su casa cierra y abre mal (luego descubriremos que los goznes que dan acceso a su  mundo interior pueden chirriar del mismo modo). Se gana su dinero en un trabajo eventual, inestable y sacrificado, el de fotógrafo, gracias sobre todo a las instantáneas que le roba a su alter ego y que le mal paga un director de periódico con mucho de tiranuelo. Estudia ciencias con aplicación, se peina con una raya que es pura geometría del orden y se viste de chico formal incapaz de romper platos. Su sonrisa de trazo infantil revela que, más allá de las circunstancias, se trata de una buena persona. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que es feliz con discreción: ama a una chica preciosa, comprensiva, delicada y es correspondido; su única familia, su tía, lo mima, lo escucha, lo aconseja sin entrometerse, desde esa justa distancia y esa santa paciencia que hace posible el entendimiento. Y, sobre todo, en su yo privado e inaccesible,  se sabe alguien distinto, especial, único. Y esa convicción lo abriga ante la adversidad y vuelve el resto de circunstancias de su existir tesoros valiosos y entrañables. En fin: Peter Parker es un joven burgués medio. No:Peter Parker es el joven burgués medio por antonomasia.
Pero ya sabemos: la mayor batalla se libra por dentro. Ese es el lema de la tercera película de la saga de Spiderman dirigida por Sam Raimi. Y el lema de cualquier joven. Y el lema debe ponerse en juego. Así quePeter Parker, alias Spiderman, además de sus más, va a sacar a relucir sus menos. Los problemas surgen cuando nuestro amigo se ve obligado a lidiar con la contrariedad. Entonces aflorarán sus sentimientos menos nobles. Por un momento, en un alarde de suficiencia, ha creído que el mundo giraba alrededor de él, que la realidad era algo así como el guante de sus dedos arácnidos; ha llegado a autoconvencerse, fíjate qué estupidez, de que lo sabe todo, lo puede todo, lo controla absolutamente todo. Y, de repente, los acontecimientos, siempre tan cabezones, empiezan a sacarle las uñas. Su puesto de trabajo se ve amenazado por un rival insidioso y sin escrúpulos; la relación con su chica, cuando parecía viento en popa,  comienza a tambalearse; los fantasmas de un pasado doloroso y mal digerido reaparecen; su mejor amigo regresa transformado en enemigo íntimo…
El director se ha esforzado en someter a su superhéroe, Spiderman, a unas fuertes dosis de humana debilidad. Un meneo de  juventud en su vertiente más insalubre lo acorrala y casi, casi lo acogota contra el suelo. A Spiderman empieza a dolerle Peter Parker. Fracaso,  frustración, celos,  dudas, ira, culpa, deseos de venganza. El héroe sale del armario de la infalibilidad e ingresa en los tormentosos vericuetos del conflicto. Ya no se trata dezurrarse la badana con el megavillano de turno, sino sobre todo de doblegar las miserias personales más básicas. Y madurar. Ha llegado la hora de elegir: triunfar sobre uno mismo o ennegrecerse el alma y sumirse en la más sórdida calleja, la de la desesperación. Y Peter Parker coquetea con el desastre: Peter Parker ¡se despeina! ¡Mira a las chicas con ojos de araña dispuesta a comérselas a todas como moscas! Y, lo peor de todo, desata su ira, buscando en el daño del otro el alivio al propio dolor.
Al final nuestro joven consigue arrancarse el traje negro, la versión perversa de sí mismo. El gesto simbólico se produce en el campanario de una iglesia (curioso, sí; religioso, por qué no). En la práctica, ¿cómo supera esa montaña de adversidad en la que se ha visto sumido?  Respondiendo a la pregunta capital de los que caen en las emboscadas de la vida: ¿cuál es el camino cuando se ha perdido la senda? Pues descartemos: la violencia no es el camino. El cinismo no es el camino. La autodestrucción, la claudicación, el remordimiento incurable no son el camino. Su tía se lo dice, se lo dice a él y  a todos los jóvenes del mundo que van a ver esta película: debes empezar por el principio, perdonándote a ti mismo. Es decir, acéptate, reconoce tus límites, querido joven, asume que no lo puedes todo, ni lo sabes todo, ni eres autosuficiente. Y que tienes derecho a equivocarte, a ser limitado, a tropezar. Y que no eres el centro del mundo y, sin embargo, eres único en tu género y vales la pena. Elígete, elige lo bueno de ti, apuesta fuerte por lo mejor. Cuando te hayas perdonado, el resto se te dará por añadidura.
La película termina con una oleada de perdones que salpica absolutamente a todos: héroes, amigos, enemigos, amores, público en general. Y los efectos especiales, pasmosos, casi se olvidan en medio de tantos afectos esenciales.
 
2. Una de miedo: Saw 3
 
El principio sobre el que se asienta la serie de películas de terror más exitosa de los últimos años puede mover a la perplejidad. El psicópata de turno encierra a sus víctimas en sótanos, habitaciones y reductos insanos y los amarra a un sofisticado dispositivo de tortura. Entonces les propone un juego: si quieren sobrevivir, deberán liberarse del suplicio retorcido ideado por esta mente insana en un plazo limitado de tiempo. Hay un ligero problema: esta escapatoria siempre conlleva un dolor extremo, pues el castigado sólo saldrá del atolladero vivito y coleando si logra la llave que lo libera del arnés malévolo tras amputarse un pie, extirparse un ojo, arrancarse de cuajo piel y carne, sumergir en ácido una mano o dejar que sus dedos sean mutilados de un disparo, entre otras atrocidades la mar de ocurrentes.
Pero, en todos estos casos,  el cerebro que ha ingeniado estos sádicos tormentos  actúa movido por un interés ético y, más allá, diría yo que religioso. Es una especie de ángel del bien que persigue sus propósitos redentoristas de forma radical y un tanto sucia. Su fin es nobilísimo; sus medios, discutibles. Lo que pretende el alma caritativa es que los sujetos de sus jueguecitos, quienes en realidad deberían estarle agradecidos, alcancen la salvación de sus pecados mediante el sufrimiento físico.  Todas sus víctimas han fracaso en alguna faceta de su vida y, por medio de este proceso de ascesis salvaje, se supone que pueden reconquistar la paz interior, la purificación, la liberación de las culpas. Eso sí, si no mueren en el intento de la más insoportable de las maneras. En sus admoniciones explicativas, este personaje siempre aparece con el rostro enmascarado y su discurso está investido de innegables matices, giros y expresiones de corte religioso para dar empaque teológico y profundidad a sus experimentos de sangre. Así mismo, sus instrumentos de tortura remiten a la iconografía cristiana (cruces, formas de martirio extraídas del martirologio tradicional o artilugios de ascendencia inquisitorial, imágenes tomadas de la representación artística del infierno o del pecado a lo largo de la historia…).
En una sociedad laica como la nuestra, sorprende y pasma que el cine, la televisión, la literatura seempeñen en recurrir a argumentos, personajes, imágenes y conceptos religiosos para envolver sus productos de una cierta aura. Lo grave en estos casos es que la orientación de estos discursos se apoya, o bien en lecturas sensacionalistas, esquinadas y ridículas de pasajes bíblicos o de valores evangélicos, o bien en la selección de las manifestaciones más controvertidas y discutibles de lo religioso. Por ejemplo, el vínculo entre sacrificio y salvación, el proceso que va de la culpa a la redención se traduce en Saw en alarde de brutalidad. Se vuelven (aterradoramente) físicos procesos espirituales. Las metáforas, los símbolos religiosos se representan en la pantalla como realidades y esta confusión de lenguajes, esta lectura literal de lo que está cifrado en su origen en imágenes literarias  (expresiones de Jesús como cargar la cruz, cortarse una mano, llanto y chirriar de dientes o sacarse la viga del ojo aquí revierten en crucifixiones, amputaciones, trepanaciones y evisceraciones de carne y hueso) al final acaba por ofrecer al público (jóvenes, en su mayoría) una versión de lo religioso dantesca, neobarroca, tétrica y hostil, sin contrapunto positivo que atenúe su efecto.
Alguien dirá: “no es para tanto: se trata de un mero divertimento. Los muchachos y muchachas sólo buscan sensaciones límite, enfrentarse cara a cara con la muerte, el sufrimiento y la corporalidad para así exorcizar miedos atávicos. Sublimación, en fin”. Sí, no lo dudo. Siempre ha existido esta atracción por el cuerpo desgarrado y el cine, generoso, la ha saciado con creces. Pero si en una sociedad laica como la nuestra, repito, sólo alcanzan cierta resonancia en los medios los atisbos de lo religioso que se presentan en forma de ecos apocalípticos, tramas ocultas, evangelios apócrifos y gritos de horror (a parte de las declaraciones desacertadas, los comportamientos reprobables y las actitudes discutibles de ciertos y muy puntuales miembros de la Iglesia), estaremos condenando a nuestra juventud al desconocimiento más absoluto de ámbitos como lo misterioso, lo sagrado, lo espiritual, es decir, aquellos que en realidad definen el verdadero significado y el valor de lo religioso. Y Saw 3, en su aparente inocencia de producto para  usar y tirar, aunque no lo parezca, apunta en esa misma dirección simplificadora. La frase “Juguemos un juego” que sirve de prefacio a cada nuevo y truculento desafío del criminal de Saw resulta, así, una descarada declaración de intenciones: reduzcamos lo sacro a un juego, juguemos caprichosamente con las resonancias de lo religioso, llenemos con vagas ínfulas trascendentales una sucesión de aberraciones y… Bueno, a ver qué pasa y cuánto ganamos.
 
3. Una comedia sentimental: Todas contra él
 
John Tucker, el protagonista de esta comedia de instituto, aglutina en su persona todos los atractivos que vuelven arrebatador a un adolescente (al menos a un adolescente de película); es rico, guapo, musculoso, capitán y máxima estrella del equipo de baloncesto de su centro. Tiene, además, labia, tablas y recursos innumerables para relacionarse, sobre todo con las chicas. Como consecuencia de todo este cúmulo de virtudes, se trata del chico más conocido, envidiado, admirado y deseado en varios kilómetros a la redonda. Él aprovecha sus cualidades para cumplir un propósito tan elevado como perturbador: pasarse por la piedra a cuantas compañeras en edad de merecer se le pongan a tiro.
En un determinado momento, nuestro amigo hace malabares para mantener tres novietas a la vez: la intelectual, la jefa de animadoras del equipo y la ecologista. Las tres están descritas así, como tipos, sin otra entidad que el representar una faceta de lo femenino – ideal (versión adolescente, claro). Por supuesto, las tres están de muy buen ver, más allá de sus idiosincrasias particulares y sólo en apariencia opuestas. Por circunstancias que no vienen al caso, descubren la impostura, el juego a tres bandas de su pareja, y organizan una sucesión de artimañas para vengarse del causante de sus desdichas.
La película necesita, no obstante, de un quinto personaje. Es la narradora de la historia: la típica, mítica y clásica chica invisible, cero a la izquierda y (sólo en apariencia) patito feo que actuará de instrumento para materializar el plan de estas tres despechadas amantes. Puesto que estamos en el terreno de la comedia sentimental, el camino más fiable para acabar por minar la arrogancia y el prestigio de este inefable representante de la masculinidad será el amor. Si consiguen que  Tucker se enamore de quien en realidad sólo busca burlarse habrán visto satisfechas sus legítimas ganas de devolver la afrenta.
La película rehúye cualquier moralina y en esta honesta falta de intenciones nos dice más cosas de los deseos juveniles que cualquier otro producto con pretensiones aleccionadoras. Las sucesivas humillaciones por las que pasa John, en lugar de hundirlo, engrandecen su mito: le obligan a protagonizar a su pesar un anuncio sobre herpes genital y eso sirve para que sus compañeros encuentre en él un modelo de compromiso social; lo vuelven llorica, sensiblón y blandengue a base de hormonas femeninas y las chicas (todas bien torneadas) hallan en este alarde de sensibilidad un nuevo atractivo irresistible; lo presentan en medio de toda la concurrencia desnudo y en tanga femenino, y esa prenda se pone de moda entre los jugadores de baloncesto por su comodidad y elásticas prestaciones… Incluso cuando descubre que la chica de la que se ha enamorado (yo creo que sólo un poco) pretendía en realidad darle una lección y acaba confesando que mentía para ligar y que eso está muy feo, todos los varones presentes en la fiesta donde se produce el desenlace lo aplauden como a un héroe por su  habilidad y su falta de escrúpulos para agenciarse a las “pibas” más apetitosas del instituto. Suma y sigue.
Vale, vale. Es verdad que la protagonista-narradora acaba por aceptarse como es y renuncia a la falsa imagen de chica-guay que sus tres amigas han construido de ella para llevar adelante su plan. Cierto que acaba insinuándose una posible relación entre esta y el hermano de John, joven del tipo “paso desapercibido – pero soy – inteligente – de buen fondo –  sensible – chachi y respetuoso con el ganado femenino”. Pero todo, en suma, desprende un tufo a revista de chicos cachas para adolescentes (femenino plural)  jadeantes que espanta.
Al final, dentro de la insustancialidad del producto, lo más alarmante se resume en esa adocenada visión de los roles femenino y masculinos que hemos insinuado: los chicos viven para ligar y las chicas quieren “algo más”, pero no le hacen ascos a la ética del revolcón. La película se sostiene sobre un machismo insolente y consentido (las protagonistas se limitan a alfombrar con sus babas el paso de un semental en pantalón de deporte y la “lucha” liberadora en la que gastan tiempo e ingenio en realidad sólo confirma esa sumisión); el endiosamiento absoluto del aspecto físico no deja resquicios a la duda y, en fin, la supuesta distancia irónica con la que está todo contado, sin tomarse a la tremenda ninguna situación y ningún valor, sin confirmar los tópicos pero tampoco desmintiéndolos (algo así como “La belleza esté en el interior…, pero estar bueno o buena me gusta más”) convierte esta película en una radiografía rotunda de cierta juventud de nuestro tiempo.
 
4. Una de fantasía: Eragon
 
Eragon responde paso por paso al esquema instaurado por la omnipresente y omnívora El señor de los anillos: una tierra imaginaria e inhóspita, un tirano con aspiraciones megalómanas, un grupo de rebeldes dispuestos a salvar el mundo, criaturas fabulosas al servicio del bien o el mal, magia… El héroe, como en aquel caso, es un joven que debe asumir con entereza una misión de aúpa para la que ha sido elegido. Su aventura conllevará, por supuesto, un proceso de maduración simultáneo al despliegue de todas sus destrezas. Y grandes valores (amistad, sacrificio, valentía…), y el dolor de las pérdidas, y la tentación del mal, y… No insisto: un conjunto de lugares comunes, una morfología que, de tan vista, corre el riesgo de acabar perdiendo su indudable eficacia simbólica.
Pero en Eragon, como en la conocida saga de novelas fantásticas de Laura Gallego Memorias de Idhun, aparece una criatura también muy frecuente en este tipo de textos y cuyas connotaciones, ahora sí, me resultan atractivas y pertinentes al hablar de cine para jóvenes. Me refiero al dragón. La victoria sobre el mal, en este caso, está en las garras de la última de estas quiméricas bestias. Es su concurso el que marca la diferencia, el que posibilita la esperanza. La excepcionalidad de nuestro protagonista radica en su condición  de jinete de dragones: en sus manos cae el último huevo existente de estos reptiles míticos y, a partir de ahí, se desencadena la odisea.
“El tiempo de los dragones volverá”: así se enuncia en esta película la posibilidad de un mundo nuevo. Pero, ¿qué es el dragón? Y, sobre todo, ¿qué simboliza? Repasemos las características que se le atribuyen a esta criatura en el relato y extraigamos conclusiones.
Ante todo, los dragones son bestias magníficas: su anatomía prehistórica, su ligazón al aire (que atraviesan) y al fuego (que lanzan) los conecta con los orígenes del universo y con sus esencias. Su enorme tamaño no está reñido con el vuelo, su peso no les impide surcar el aire con ligereza olímpica y bravura. Hay en ese contraste y en su propia condición de criatura casi extinta una singular fuerza poética y una maravilla que justifican por sí solos su atractivo.
El dragón remite, aunque parezca paradójico, a lo femenino. Su voz, su carácter, incluso sus gestos apuntan maneras maternales (la orfandad del protagonista se resolverá mediante el encuentro con el mago-padre que lo alecciona y el amable prodigio – madre que lo lleva por el cielo).
El dragón está al servicio del hombre, en concreto, se debe al jinete que lo cabalga y al que está predestinado. Sólo nace en su presencia, se comunica telepáticamente con él, lo obedece en todo momento y, en un último gesto de simbiosis absoluta, muere en caso de que aquel muera. Jinete y dragón forman uno, son una única criatura de doble naturaleza. Centauros del aire, formas mixtas que se consagran a servir y proteger el mundo, en una misión bélica que, en realidad, tiene mucho de ecológico, de ético, de mítico.
Vistos estos rasgos, adentrémonos en su sentido y, en conclusión, en la razón última de que estos seres cautiven al público juvenil. El dragón debe entenderse, por todo lo que hemos enunciado en el anterior párrafo, como una faceta del joven, como su desdoblamiento (su alter ego), la encarnación de ciertos valores y anhelos privados. No cualquier anhelo o cualquier valor, sino los más granados, aquellos de los que el joven se enorgullece, los que le distinguen, fortalecen y alientan. El dragón, en definitiva, representa la quintaesencia del joven, su propia juventud en su más estilizada expresión:
°          El vuelo, la naturaleza maravillosa, el gigantismo podemos asociarlos sin dificultad con la incandescencia de sus ideales, con el plano de lo soñado: con la posibilidad de lo imposible, siempre latente en su conciencia, en definitiva.
°          Su  excepcionalidad, ese carácter de animal insólito al borde de su desaparición nos remite al carácter propio, a la conciencia de poseer una personalidad delicada y quebradiza, pero única  e intransferible.
°          Las maneras femeninas del dragón no ocultan un estrecho vínculo, aún no roto, con lo infantil, con lo materno, con lo protector y afectivo, que  amarra al joven al ámbito de los sentimientos y lo prepara para el próximo surgimiento del amor.
Podríamos seguir exprimiendo este juego de correspondencias simbólicas, pero creo suficientemente demostrado que el dragón, en el relato fantástico en general y en esta obra en particular, se ofrece más como una forma de caracterización del joven y lo juvenil que como una invitación a la evasión absoluta. “El dragón soy yo”, podría exclamar cualquier adolescente inmerso en esta aventura, que no deja de ser una invitación al autoconocimiento.
 
5. Una de risa: Scary Movie 4
 
La serie de películas titulada Scary Movie parodia el cine de terror adolescente. Sin embargo, a medida que la saga ha ido aumentando de títulos, películas de otros géneros han sido sometidas a la deformación paródica por sus artífices. En esta última entrega se versionan de forma cómica escenas, situaciones y personajes de La guerra de los mundos, Saw, El bosque, La maldición, Brokeback Mountain, Million dollar baby, Fahrenheit 7/11, entre otras que, seguro, se me han escapado.
La parodia ha existido siempre (El Quijote, no lo olvidemos, es, entre otras muchas cosas, parodia de las novelas de caballería). No obstante, el cine actual que se basa en este procedimiento cómico se asienta en los principios que allá por los años ochenta estableció la mítica Aterriza como puedas. A saber: hilo argumental tenue e insignificante; personajes planos y deshumanizados que son sólo marionetas propulsoras de la risa; encadenado continuo, amontonamiento más bien de gags; predominio del humor visual  sobre el verbal; recurrencia al absurdo, la gamberrada, el porrazo, lo escatológico y lo sexual como bases de la comicidad; tendencia a la exageración y la caricatura, a la amplificación, al subrayado; continuo juego de complicidades entre película y espectador mediantecameos de personajes famosos, guiños, citas cruzadas (referencia a otras películas de la serie, por ejemplo, o a programas de la televisión, o a otros papeles de los actores en otras películas); aceptación implícita del “todo vale, todo está permitido, cuanto más loco mejor”, lo que conlleva que cualquier institución, valor o situación puede ser objeto de burla, sin que en el fondo sean puestos en tela de juicio sus fundamentos… De todo esto se deduce que nos encontramos ante un humor de brocha gorda, más o menos ingenioso según la inspiración, pero, por lo general, fácil (funciona mediante la sarta de efectos independientes, no gracias a la elaboración de una trama compleja), chisporroteante en el mejor de los casos, pero vacío casi siempre. Su fuerza corrosiva, revolucionaria, es más aparente que real. Frente a la comedia clásica, que plantaba la sonrisa sobre un fondo crítico y una determinada visión-comprensión de la realidad, la falta de sistema y el puro despiporre condenan este subgénero a una intrascendencia que, al final, supone una renuncia al poder revulsivo del humor verdadero.
¿Qué se deduce de que los jóvenes construyan su concepto de lo que es humor a partir de películas como Scary movie 4, por ejemplo? En principio, todo lo anterior opera como una reducción de expectativas. Si humor es igual a Scary movie, quizás su sensibilidad acabe por volverse inmune a formas más elaboradas de relato y a vías más sutiles y profundas de acceso a la risa y, por tanto, de llegar al conocimiento: la ironía, la sátira,  el enredo cómico, el sobreentendido, el juego verbal. Además, cuando el humor no denuncia ni mira con ojo crítico ni desenmascara ni refleja con ternura o acidez nuestras miserias, cuando el humor, en conclusión, se queda en la carcajada y no apunta más allá, estamos sancionando el imperio del chiste y la guasa, pero a la vez optamos por desposeer de inteligencia a nuestra sonrisa.
Un detalle final: en Scary Movie 4, el ínclito y omnipresente  Leslie Nielsen se convierte en Presidente de los Estados Unidos. Mientras está en una guardería escuchando un cuento sobre un patito, le comunican que la humanidad está siendo exterminada por una invasión alienígena y, por tanto, debe tomar el mando. El Presidente dice a su interlocutor que espere un momento, que le interesa  saber cuál es el destino del palmípedo: total, unos cuantos miles de muertos más no son nada. En una sesión de las Naciones Unidas, el mismo personaje, que se dirige a la Asamblea General, demuestra desconocer el significado de las siglas UN, se dedica a hacer chistes sobre las distintas nacionalidades y religiones allí congregadas para,  finalmente, acabar desnudo, como el resto de mandatarios, al apuntar por error un rayo desintegrador de ropa a sí mismo y a toda la concurrencia. Estosmomentos, de una mala leche preclara y lúcida, de un humor político regocijante, conviven con porrazos incontables (balones, pelotas, pedruscos, rayos, mesas, piezas de automóvil, puertas y un sinfín de objetos contundentes golpean sin descanso sobre la cabeza de unos y otros), erecciones del tamaño de un yunque por ingestión en cantidades industriales de Viagra, ventosidades públicas y ruidos de sumidero gástrico de una ciega en paños menores que confunde una reunión de convecinos con su propio cuarto de baño, bromas a costa de la homosexualidad, imitaciones de Tom Cruise, pequeñas intervenciones  con gracejo de jugadores de baloncesto famosos o de personajes televisivos norteamericanos archiconocidos… En este batiburrillo de mercado persa, en este zapeo sin orden ni concierto por el mundo del cachondeo, todo, al final, es nada, todo se desintegra en su propia inanidad y la posible andanada de vitriolo se acaba transformando en meras cosquillas. ¿Es esto lo cómico para nuestros jóvenes? Quizás no, o no sólo, pero puede que fundamentalmente sí.
 
6. Una de acción: A todo gas 3
 
Los diseñadores de este producto y de su parentela han debido esforzarse en justificar la cadena de carreras ilegales de automóvil que componen el sustrato esencial, la razón de ser de la película. No nos engañemos: el espectador que paga por una historia así  no persigue otra cosa que cochazos, velocidad y competiciones de infarto. Todo ello aderezado con música pegadiza a la moda, chicas despampanantes y un protagonista con el que identificarse (¿y al que emular sobre el asfalto?). Pero como todo esto, a palo seco, carecería de entidad cinematográfica, la película se empeña en suministrar a su público un argumento para engrasar la función. Además, si sazonamos el guiso con unas dosis de supuesta filosofía doméstica, parecerá que tenemos algo que contar: rellenemos el fiambre con unas cuantas frases lapidarias insertas en dos o tres conversaciones con empaque y elevaremos un mero espectáculo a la condición de pequeño manual de lecciones sobre la vida.
Se trataría de explicar, mediante este aderezo intelectual, por qué el personaje central de esta historia encuentra en la conducción temeraria y destrozona de automóviles la salsa de su existencia. Los guionistas descargan su batería de argumentos sobre nosotros a lo largo y ancho de la hora y media que dura el asunto. Puesto que el muchacho en cuestión, a sus diecisiete años, no es transportista ni se ve inmerso en ninguna trama policial o deportiva que explique el porqué de sus carreras, se necesita un trasfondo existencial a sus afanes. Los coches, la conducción, pues, han de venderse como metáforas de algo más profundo. No hablamos sólo de abrasar gasolina: hablamos del sentido de la vida.
Imaginemos un muchacho que vive con su madre divorciada y trabaja de mecánico en un taller. No maneja pasta ni pertenece al cogollito de la sociedad, todo lo contrario: podemos considerarlo un marginado, un excluido. Si, además, lo mandamos a Japón para intentar reformarlo, su condición de forastero, de desclasado quedará suficientemente subrayada. Imaginemos también que su padre es militar y nuestro amigo, como reacción a la obsesión de este por acatar las reglas, se las salta a la torera a cada paso. Tenemos el sustrato ideal para un futuro piloto rabioso.
Pero avancemos. A la pregunta de por qué corre, nuestro amigo no contesta (esto pertenece al plano de las causas ocultas) espetándonos sus motivaciones de índole social o familiar, sino de una forma mucho más llana y sincera: “Corro para demostrar que soy mejor que otro”. En fin: corre para ganar y santas pascuas. Pura competitividad. “Cuando gano, me siento como nuevo”, dice, con esa simpleza que lo caracteriza. Como esto pude parecer insustancial o insuficiente a un espectador exigente, debemos engrosar la lista de motivos con algunos de más calado. Entonces el protagonista conoce a un delincuente japonés multimillonario que nos regala su propia respuesta a la cuestión existencial.
Él no corre por competir. En una escena tan explícita como reveladora, expresa con un gesto sus porqués para vivir, o sea, correr. En medio de una calle con su cochazo de infarto comienza a derrapar alrededor de otro “buga” de lujo. Derrapa y derrapa y derrapa hasta dibujar con sus llantas un círculo perfecto de goma quemada. En el interior del automóvil rodeado, dos mujeres de infarto contemplan ese alarde de gallito boquiabiertas, seducidas, y, al final de la exhibición, no dudan en entregar la tarjeta con su dirección y teléfono al donjuán de los chasis y las guanteras. Que el automóvil es una prolongación del falo y un reclamo sexual no puede cuestionarse, así que ahí tenemos otra razón de peso para jugarse el pescuezo al volante: una buena carrocería en el doble sentido de la expresión.
Aún hay más: saltarse las reglas, vulnerar el orden social, competir, alardear y seducir son buenas justificaciones para pisar el acelerador. Pero le falta poesía al discurso. En la escena más mona de la película, vemos en una montaña una hilera de automóviles que descienden por su serpenteante trazado con delicados y suaves derrapes de tipo, digamos, danzarín. En uno de los automóviles el protagonista escucha cómo la chica de la película le comenta que en la conducción uno siente que lo demás desaparece, que sólo existe el momento, sin problemas, sin pasado ni futuro. Si: conducir tiene, pues, su lirismo, su belleza, su puntillo espiritual. Conducir es puro presente, en fin.
Y eso es todo. Ahora metámonos en el caletre de un joven que asiste a la proyección de A todo gas 3. ¿Qué se lleva de todo esto? Desde luego, nadie pretende que las películas destilen fragancias de Kant o que propaguen universos éticos complejos. Pero entre las sofisticadas profundidades del saber y la descarada ramplonería media el abismo de la inteligencia. Si correr es vivir, el ideal de vida que como de pasada perfila esta película merece todo el crédito del mundo y nuestra más sincera atención, no por su validez, sino por lo que tiene de temible: ¿y si alguien se lo cree? ¿Y si en realidad muchos ya se lo están creyendo? Eso sí, al final se advierte que las escenas automovilísticas han sido rodadas por especialistas.
 
7. Un musical: High School Musical
 
El musical ha sido siempre una espléndida bombona de oxígeno. Alegre, vibrante, idílico, pegadizo, en sus formas más ortodoxas se ha consagrado a fabricar sueños amables y edificar ilusiones de repostería. Su función: descongestionar la mente de sus espectadores de problemas, suciedad y otras arideces propias de esa enfermedad llamada existencia. El musical apuesta por lo inverosímil desde el momento en que sus actores se arrancan por peteneras sobre la mesa de un restaurante, mientras pasean al perro o en medio de una discusión. No funciona el efecto realidad en este género: uno sabe que todo es artificio, que el manjar está cocinado a base de edulcorantes, conservantes y demás productos de diseño. Sin embargo, cuando su química funciona, la pletórica vitalidad de sus números nos contagia su humor, su energía y una dicha no por engañosa menos dulce.
Higy School Musical nace como producto de la factoría Disney para un público preadolescente. Y ha acabado por convertirse en una obra de culto entre ese sector de la población, incluso un poco más arriba. Al fondo de su esquemático argumento uno reconoce los destellos de Grease, pasados por el tamiz de corrección y  buenas maneras necesario para garantizar la calificación de “apta para todos los públicos”. Pero, y aquí centraremos nuestro comentario, a pesar de su descarada simpleza de pretensiones y de su fácil moraleja, al fondo de todo su aparato cosmético uno reconoce un trasfondo de realidad no exento de valor.
La historia es bien sencilla: chica del tipo cerebrito versus chico de la clase jugador de baloncesto. Se conocen en la fiesta de Nochevieja, canturreando en un karaoke (fuera, pues, de la rutina académica y de sus respectivos roles: recuérdese Grease). Luego, caprichos del azar, acaban en el mismo instituto. Los dos desean participar como pareja en el musical que organiza el centro. Sin embargo, los grupos a los que pertenecen y con los que se les identifica (el equipo de baloncesto, por un lado, y el club de decatlón académico, por otro) presionan todo lo que pueden para que ambos se vuelquen en aquello que los define, el cultivo del cuerpo o el reino de la inteligencia, abandonando ese peligroso capricho de probar nuevos caminos de realización personal. Como guinda del pastel, el padre de Troy Bolton, el muchacho, es su entrenador y, además, un auténtico obseso del deporte de la canasta, lo cual motiva que someta al muchacho a un continuo y asfixiante lavado de cerebro.
Al final, el arte y la sensibilidad (en forma de espectáculo musical) mediaran hasta lograr que estrechen su mano intelecto y músculo en una solución integradora  muy del gusto de todo el mundo. Y, sobre todo, se nos acabará proponiendo que no debemos conformarnos con corroborar la etiqueta que nos hemos o nos han impuesto, sino que tenemos la oportunidad de descubrir y explorar todas nuestras facetas. Carecemos de límite, podemos probar diferentes formas de plenitud (no sólo aquella que nos identifica con una u otra panda) y, con el apoyo de los demás, nuestra peculiaridad puede forjarse en riqueza y tesoro.
Todo rueda como la vaselina, todo encaja, todos se reconcilian y acaban cantando en el escenario en un clímax eléctrico. Ahora bien, si dirigimos la luminosidad de este fácil cuento hacia las turbias sombras del presente, ¿qué ocurre? Frente al bulling, ante el fracaso escolar, contra la guerra en las aulas en sus más diversos frentes, esta fábula americana nos remite a unas condiciones esenciales, a una especie de reglas para evitar que todos estos males (la realidad en su más feo ejercicio destructor) lleguen a producirse: escapar, por ejemplo, de los dictados tiránicos del colectivo, de la presión del grupo (la pandilla, la tribu, el equipo), que obligan muy a menudo a enmascararse/deshumanizarse/anularse; multiplicar al máximo nuestros intereses y trabajar así todas nuestras dimensiones (física, intelectual, social, artística) para no acabar degenerando en esquejes de persona; aceptar que todos somos distintos y eso es lo que nos vuelve especiales, no enemigos; ser alguien completo, uno mismo en su pura y auténtica desnudez, mucho antes que un estereotipo y un cúmulo de prejuicios que cumplir…
High school musical admite, pues, una lectura pedagógica de cierto interés. Quizás esté en nuestras manos reconducir a todos esos chicos y chicas que forman parte del club de fans de esta cinta hacia esos matices éticos. Puede ser productivo reconstruir este castillo de la Cenicienta en medio de la más descarnada realidad. Es cierto que se trata de un limpio, candoroso y muy americano ejercicio de conformismo y buena voluntad. Pero, quién sabe, del mismo modo que el último asesino en masa de adolescentes en Estados Unidos actuó inspirado por una película coreana (Old boy) para ejecutar su masacre, bien pudiera ocurrir que alguno aprendiera a superar sus carencias gracias a esta otra.
 
8. Una realista: Arena en los bolsillos
 
Cuatro adolescentes con dificultades, dos chicos y dos chicas: uno vive en un piso de menores hasta que su madre recupere su tutela y pueda atenderlo; otro, de origen rumano,  está acogido en la misma institución, mientras su progenitora sobrevive limpiando contenedores de basura y su padre permanece en la cárcel; la primera niña pertenece a una familia estructurada, pero su padre se comporta de forma autoritaria y poco comprensiva con ella; la última convive con su madre y trabaja con regularidad en el bar que esta regenta. Los cuatro están inmersos en existencias más o menos complicadas, con problemas que se agravan paulatinamente, sin demasiados horizontes ninguno de ellos.  Grafitean, se fugan clases,  fuman sus buenos “porros”, delinquen (el rumano colabora con una banda de ladrones de viviendas). Y un buen día deciden huir hacia el mar con un coche robado. Allí vivirán los instantes más hermosos de sus vidas, consagrados a la amistad, al amor, a la confidencia, al juego. Al cabo de unas jornadas fuera del tiempo y del mundo, cuando todo el barrio se ha movilizado ante el posible secuestro de los menores, sus imágenes mientras intentan robar comida de un supermercado se divulgan, la policía los localiza y se los lleva de regreso a sus hogares. En los últimos planos de la película, en la secuencia que justifica el título, los cuatro descubren en los bolsillos de sus prendas puñaditos de arena que simbolizan esos momentos inolvidables, esa experiencia catártica única y compartida, ya para siempre a resguardo en el mejor rincón de la memoria.
Contado así el argumento, Arena en los bolsillos parece la clásica película de adolescentes en huida. Cuatro rebeldes con causa, cuatro marginados, ante la falta de perspectivas, buscan la inmensidad del mar como símbolo de liberación, como forma intuitiva de protesta, como imposible conato de una vida mejor. Huyamos de la realidad, pues esta apesta, y construyamos una cabaña en medio de ningún sitio. Desmarquémonos de los valores adultos, saltémonos las normas, soñemos con una idílica isla desierta donde vivir felices… El sur y el mar, en esto casos de fuga hacia la lejanía, siempre redundan en una experiencia de inmersión en las propias profundidades delautoconocimiento, además de permitir un despliegue de sensaciones desconocidas y un encuentro con los semejantes de inusitada intensidad. ¡Qué bonito! Ya, sí, pero… Hay algo esencial que, en este caso, no funciona.
Y no funciona esta historia  porque la impostada dureza de estas cuatro existencias y la simpatía resultante con que el director contempla a estos seres tiene bastante de cuento chino. No me refiero a que la película sea mala (que también), ni siquiera al previsible juego de situaciones, símbolos y conflictos que manejan sus artífices con torpeza digna de mejor causa, sino al trasfondo, a lo que se está queriendo decir sin decirlo o cuando parece decirse lo contrario. Porque estos cuatro irresponsables sin medio dedo de frente, a pesar de sus pesares, por mucho que malvivan, manejan dinero y zapatillas de marca, se enfurecen porque les mandan colgar el teléfono o llegar pronto a casa, aspiran a acumular pasta y disfrutar de un buen chalet en la costa, ignoran los sentimientos de los que les rodean y se comportan y conversan y sueñan en todo momento con una zafia y obscena superficialidad. Nada deautoconocimiento: pura autocomplacencia. Nada de profundización en las relaciones: mero compadreo irrelevante. Los cuatro son adolescentes neocapitalistas del siglo XXI y pretenden reflejar, no a una juventud malherida y rabiosa, que busca sanar enfermedades del alma, sino a un buen grueso de la población juvenil, con necesidades cubiertas, ombligos sobrepujados y ninguna expectativa.
Esta supuesta revolución de los que se conformarían con un buen coche, con manejar más pelas y con que les dejaran en paz quienes les exigen y acompañan, esta revolución, digo, tiene más de chirigota que de verdadera revuelta. Recomiendo revisar Los amantes de la noche, Rebelde sin causa, Los cuatrocientos golpes, Rebeldes o El club de los cinco, por citar sólo cinco títulos clásicos, o la conmovedora y reciente Todo sobre Lily y comparar la desazón existencial que exhalan esos títulos con el pijerío patoso de estos cuatro lebreles elementales que, seguro, se contentarían con participar en la siguiente edición de Gran Hermano. La simbólica arena en los bolsillos que ellos se trajeron de su viaje ha degenerado en mi faltriquera en arena real: en esa arena real y molesta que uno debe sacar de sus zapatos antes de pasar de verdad al interior.
 
9. Una de aventuras: Piratas del Caribe 2: El cofre del hombre muerto
 
¿Quién es Jack Sparrow? Jack Sparrow, el singular pirata que encarna Johnny Deep en esta trilogía de películas de aventuras marinas, se ha erigido en uno de los personajes emblemáticos de este principio de siglo. Podemos hablar, sin miedo a equivocarnos, de un icono, un símbolo idolatrado por millones de seguidores de todo el mundo. Su heroísmo antihéroico puede, en esta época de desencanto y descreimiento, arrastrar a las masas hacia el único paroxismo que hoy se conoce: el que se sacia en la compra de los mil y un productos que secundan el estreno de sus películas.
Pero, ¿quién es Jack Sparow? El encanto de Jack Sparrow proviene de un conjuntado cúmulo de contradicciones. Su egoísmo no está reñido con ciertos arranques de generosidad que brotan, muy a pesar suyo, de un alma siempre en trato con demonios, otras almas en pena y holandeses errantes. Es sucio en todos los sentidos, pero el desaliño impostado de su presencia, entre lo hippie y lo gitano, seduce como un pantalón estudiadamente agujereado o una camiseta desteñida de una marca comercial con renombre. Ajeno a otros sentimientos que no sean aquellos que llevan a buen puerto su pellejo, coquetea con la chica de la película en un juego sin consecuencias amorosas posibles, pero lleno de tensión erótica. Para él, piratería rima con marrullería, con maneras nada elegantes, deudas por saldar y criaturas infernales. No entiende de normas, rey o patria, aunque, como el de la canción, su barco sigue siendo su tesoro (“La perla negra”); su dios, la libertad, etc., etc., etc.
Sí, pero, ¿quién es Jack Sparrow? Demagógico y enredoso de palabra y de obra, desenfadado hasta el descaro, mezcla en sus modos una aparente falta de coquetería que redunda en dandismo y una gestualidad de personaje de dibujo animado, a veces decantada hacia lo bufonesco y, otras, en deuda directa con la pantomima de los grandes cómicos del cine mudo. Lo esencial: no tomarse nada en serio y menos que nada la muerte, el peligro o los códigos sociales establecidos. Le importa un bledo la imagen que transmite (aunque, al final, su imagen funciona por lo que tiene de rabiosa y aplomada individualidad). Le da igual codearse con seres del averno, antropófagos a punto de devorarle o la marina inglesa en pleno: el desparpajo absoluto, la independencia a toda costa y el “sálvese quien pueda” rigen su estratégica inteligencia de superviviente siempre a la deriva y nunca lo suficientemente escorado como para gritar pidiendo auxilio.
Ya, pero, ¿quién es Jack Sparrow? La segunda entrega de esta serie tiene su punto culminante en ese momento en que Jack va a ser devorado por el kraken, el pulpo gigante que viene a cobrar la deuda no pagada a Davy Jones. Espada en mano, entre los tentáculos monstruosos de esta furia, encara su dentada boca sin temblar, sin soltar la empuñadura de su arma, con ganas de incordiar a la mismísima muerte a pecho descubierto. Cuando no se puede huir por enésima vez, aun cabe el recurso a la bravuconada final.
En la última secuencia, un traidor, un mezquino como él, capaz de vender a su propia sombra si fuera necesario, consigue que su tripulación, su rival amoroso (Will Turner), la mujer a la que desea entre bromas y veras (Elizabeth Swann), incluso uno de sus enemigos (el Capitán Barbosa) se comprometan a navegar hasta el fin del mundo para rescatar de las fauces del espanto a este noble mercenario de estirpe sarnosa. Un canalla adorable, en suma.
¿Qué ofrece, pues, Jack Sparrow?  ¿De dónde su capacidad para concitar esa simpatía, sobre todo entre el público juvenil? ¿Romanticismo? ¿Existencialismo? ¿Cinismo? ¿Esteticismo? ¿Egoísmo? ¿Ética blanda? Todo eso, sí, pero con una superficialidad de capita de purpurina. Ahí esta la clave: como la propia película, una mezcla estudiadísima de cine de piratas, cinta romántica, humorada, fantasía desbocada, terror submarino y ensalada mitológica, el personaje está construido a partir del eclecticismo, de la heterodoxia total: una ingente acumulación de referencias ligeras, de rasgos caractereológicos nunca asumidos del todo fuera de su condición de pincelada acaban por componer un retrato sorprendente: el retrato más completo que nos ha dado el cine de lo que hoy somos y, sobre todo, de lo que hoy nos gustaría ser a casi todos. Adiós al héroe clásico. Jack Sparrow canaliza algunos de los valores de más alta cotización en nuestra época (falta de principios como principio, humor por encima de todo, convicciones livianas, independencia a toda costa, aceptación del engaño y de la traición como formas legítimas de medrar, ausencia de escrúpulos…). Es, sí, una pose, una actitud ante el mundo: pero es la pose o la actitud ante el mundo que muchos anhelan.
¿Que quién es Jack Sparrow? Respondamos por fin a la pregunta. Jack Sparrow es nuestro ideal humano: al caballero medieval, al cortesano renacentista, al corsario romántico le ha suplantado esta criatura juguetona de las mil caras y de ninguna.
Un apunte final desazonante  Piratas del Caribe es la primera película inspirada en una atracción de un parque temático. Jack Sparrow, en conclusión, no nace de un guión, una novela, un cómic o la vida misma: surge de la escenografía de cartón piedra de un espectáculo infantil. Es, hijo, pues, de su tiempo y de una barraca de feria ¿Entonces qué? ¿Y nosotros?
 
10. EPÍLOGO: MARIA ANTONIETA
 
La última película de Sofia Coppola nos proponía una audaz idea: retratar a  Maria Antonieta, no como a una figura histórica sin más, sino, ante todo, como a una adolescente. Si tú pones en manos de una cría de origen aristocrático todo un reino y la encierras en una jaula dorada (Versalles, por ejemplo), donde, después de superar los rigores del protocolo y la maledicencia,  pueda dar rienda suelta a sus deseos, lo lógico es que esta muchacha se regodee en un mundo de sensaciones sin fin y salte de fiesta en fiesta y de satisfacción inmediata en satisfacción inmediata, sin sospechar que, a sus espaldas, su universo político, mental y moral (el Antiguo Régimen) se desmorone sin remedio.
Maria Antonieta pretende en el reducido territorio de su palacio encontrar su lugar en el mundo. Vitalista y alegre, poco amiga de los formulismos aunque sometida a su corsé, se pasará media película persiguiendo la siempre esquiva mariposa de la felicidad. Sólo dispone para ello de todos los lujos, de todos los medios materiales existentes, de todo el tiempo del mundo y de ninguna mala conciencia (palabras como miseria, igualdad o fraternidad todavía no forman parte del vocabulario de la época). Hija de emperadores, archiduquesa, esposa de Luis XVI y, por ello, reina a los 19 años, su encanto, su propensión a la alegría, su entrega al Carpe diem sin ningún prejuicio están observados sin intención crítica. Maria Antonieta es producto de un tiempo concreto, de una clase social determinada, de una ideología y unos códigos, y juzgar su comportamiento como algo inmoral, reprobable o escandaloso sería convertir en panfleto y denuncia una película que sólo pretende observar, comprender a un ser humano en el ejercicio de su más profunda intimidad.
Pero Sofia Coppola apuesta por algo más con valentía. ¿Y si estudio a Maria Antonieta como a una adolescente en unas circunstancias, un momento y un país concreto, pero me atrevo a insinuar también, con sutileza y descaro a la vez, que  los adolescentes actuales son un poco, son bastante, son totalmente como Maria Antonieta? Por su geografía mental, por su rechazo de los formulismos sociales, por su decidida persecución del placer y la felicidad sensual, por su opulencia satisfecha, por su visión lúdica e insustancial de la vida, por su facilidad para vivir en exclusiva en sus pequeños reductos privados, de espaldas al mundo, por su desconocimiento de otros valores que los de cambio, por su tendencia a resolver la frustración gastando, por su desconcierto… Que Maria Antonieta fuera como fue inspira incluso simpatía (una simpatía distante, relativa); que los adolescentes de hoy en día sean “Marías Antonietas” de la vida en toda su extensión puede inquietarnos. La directora de las magníficas Lost in traslation y Las vírgenes suicidas plantea esta posibilidad con la misma y desapasionada neutralidad, con igual inocencia y admiración  con que persigue por Le Petit y Le Grand Palais  a la que pronto será decapitada. Aquí ya sí soy yo, si somos nosotros los que podemos enarbolar nuestro propio código de valores e interrogarnos: ¿más allá de las zozobras, sentimientos, inquietudes íntimas y deseos propios del momento evolutivo, es admisible que una generación inconsciente de remedos de aristócrata se enseñoree del mundo? ¿Son así, de verdad, nuestros jóvenes, o estamos sólo ante una película? Y si son así, ¿entonces qué?
Y con esta pregunta, aplicada al resto de películas a las que nos hemos aproximado, podemos cerrar este trabajo. ¿Lo que muestran las películas que ellos prefieren carece de relevancia o nos ayuda a entenderlos? ¿Es posible reconocer a nuestros jóvenes en el cine que ven? ¿Jóvenes-Maria Antonieta? ¿Jóvenes- Spiderman o jóvenes- Jack Sparrow? ¿Hay algo de dragón en sus almas? ¿Su humor, su religiosidad, su concepción de la vida, de los roles sexuales, de la rebeldía se refleja en las películas? ¿Se inspira en ellas? Desconozco las respuestas. Y no puedo hacer otra cosa que interrogarme.

JESÚS VILLEGAS