El código perdido

1 diciembre 2006

Reencuentro con la palabra profética

 
Dolores Aleixandre, teóloga y biblista.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Sólo mirando a los profetas bíblicos sabremos qué es ser profeta y quién es profeta. Como Amós, es un hombre de conciencia intranquila que permanece desvelado en medio de un pueblo adormecido. Como Oseas, capaz de ser afectado e invadido por Dios y de entrar en profunda comunión con sus sentimientos y celos. Como Isaías, siente la invasión de lo divino. Como jeremías, se sabe conocido y amado por Él antes de salir del seno materno. Como el profeta anónimo del destierro, instrumento de Dios para consolar al pueblo y suscitar el deseo de volver a Sión.
 
No podíamos creer lo que estábamos viendo y teníamos en nuestras manos: un rollo de papiro escrito con caracteres hebreos y de una antigüedad incalculable para otros, pero que para nosotros,  arqueólogos expertos, era claramente anterior al siglo I a.C.  Nos lo estaba ofreciendo un árabe en el mercadillo de un pueblo miserable del Alto Egipto y como era el final de la tarde y quería marcharse, nos lo dejaba en un puñado de dólares. Lo había encontrado, nos dijo,  en un ánfora herméticamente cerrada, en una cueva cercana (¡y precisamente en aquella zona había existido una colonia judía en el siglo IV a. C.!). Lo compramos sin dudar, tratando de disimular la emoción que nos proporcionaba aquella adquisición y lo desenrollamos con manos temblorosas al llegar al hotel:
«Nací en Teqoa y en un tiempo fui  mayoral de ganado, leímos en la primera columna. Y en otra: «Palabras de Jeremías, que escribo bajo su dictado yo, Baruc, su secretario…». Y en la última: » No diré mi nombre porque aquí en Babilonia corro peligro…»
 
Nos sentamos en torno a la mesa y comenzamos a leerlo desde el principio, casi sin aliento. Decía así:
 

  1. Memorial de Amós

 
Nací en Teqoa y en un tiempo fui  mayoral de ganado y cultivaba higueras. Nada en mi vida tranquila de ganadero y agricultor presagiaba lo que iba a acontecerme, porque yo no tenía nada que ver con el mundo de los profetas, pero el Señor me arrancó de mi ganado y me mandó ir a profetizar a su pueblo, Israel. (7,14). Su voz fue para mí como el rugido de un león (3,4) y aquel rugido me volvió activo, polémico y pro­vocador y comencé a interesarme apasionadamente por lo que ocurría a mi alrededor. A partir de mi encuentro con Dios, experimenté la imposibilidad de moverme con indepen­dencia. Era Él mismo quien había provocado la cita, quien ha estado acechando  mi llegada y quien caminaba ahora al ritmo de mis propias pisadas. Ya no me era posible escapar de su inmediatez (3,3).
Por el tiempo en que me tocó predicar, mitad del s. VIII, fui el primero en  abrir brecha en la ciudadela del universo sacral que Israel con­sideraba intocable y necesité mucha audacia para cuestionar todo un patrimonio de tradiciones, dogmas, saberes y cos­tumbres, todo un sistema de pensamiento homogéneo sobre el que mi pueblo se apoyaba desde tiempos inmemoriales.
        El rey era el centro de nuestra sociedad, el ungido de Yahvé, la garantía del orden y de la estabilidad, pero tuve que gritar a los cuatro vientos: A espada morirá Jeroboam, Israel marchará de su país al destierro (7,11).Pero fue sobre todo al constatar el despojo de los débiles y las injusticias que sufrían los pobres cuando mis palabras se volvieron más des­mesuradas e incordiantes. Mi oído se había agudizado y se volvió capaz de captar otras frecuencias, inaudibles para un pueblo que tenía em­botados los oídos, entretenido con el refina­miento de sus diversiones. Mientras ellos se deleitaban con los últimos instrumentos musicales, arrellanados en cómo­dos divanes, indiferentes al  desastre del pueblo (6,7), lo que yo escuchaba era un canto fúnebre:  En todas las calles hay duelo, en todas las callejas están gritando: ¡Ay, ay! (5,16).
Pero mi manera de captar la realidad a los demás les parecía distorsionada y exagerada, aunque yo sabía que coincidía con la de Dios: el que una viuda o un huérfano estuvieran indefensos ante un tribunal, el que el valor de una vida humana no fuera mayor que el de un par de sandalias  (8,7), era algo habi­tual en Samaria pero, lo que para ellos no era más que una anécdota trivial, para mí, como para Dios, era una catástrofe.
La reacción de los ricos y de los dirigentes fue violenta: «¿Por qué protesta Amós por cosas tan normales y lógicas como que, los que podamos, vivamos bien y nos cons­truyamos buenas casas  (3,10; 6,4-8)? ¿Acaso no es humano y razonable que los jueces com­prendan mejor las razones de peso de la gente influyente y seria que las lamentaciones impertinentes de las viudas, eternamente quejosas de su situación, cuando además es la coyuntura económica la responsable? ¿A qué viene entonces el escándalo de este profeta descontento? (8,7). Sería imposible mantener el orden jerárquico querido por Dios (rey, nobles, sacerdotes, magistrados…) si, como él  pretende, el huérfano y la viuda, los desvalidos y los hu­mildes ocupan el centro de nuestra atención (5,7-12). ¡Qué blasfemia tremenda es decir que el día del Señor de los ejércitos, el Dios guerrero, defensor de Israel y aniquilador de sus enemigos, será «un  día te­nebroso y sin luz»  (5,18)! ¿Es que ignora que el «día de Yahvé» ha sido siempre el símbolo de su visita destructora de cual­quier peligro para nosotros, su pueblo elegido?
Me tocó en suerte ser un hombre de conciencia intranquila y permanecer desvelado en medio de un pueblo despreocupado y adormecido. No me resultó extraño que me expulsaran, tampoco lo lamenté. Cuando salí del reino del Norte, dejaba atrás sembrada mi palabra, como una semilla de fuego en medio de ellos.
 
2. Memorial de Oseas
 
Soy hijo de Beerí y  me decido a tomar la palabra para dejar constancia de que mi existencia, mis palabras y mis acciones no han sido sólo mías:  todo mi ser ha quedado invadido y afectado por el Dios que me ha elegido.  Mi destino ha sido entrar en una profun­da comunión con los sentimientos y los celos  de un Dios abandonado por su pueblo, viviendo yo mismo en mi propia carne el adulterio de mi mujer (Os 1-2). Mi vida se ha convertido así en el signo de lo que Dios mismo vive en dimensiones infinitas y, cuando mi mujer me abandonó, empecé a comprender lo que Él sentía y qué significaba su mandato de seguir amando a la mujer que me había traicionado, como ama Él a los israelitas, a pesar de que siguen a dioses extraños ( 3,1).
Al sentir esa herida, mi lenguaje se volvió patético, esperando encontrar aún algún resquicio del corazón de Israel que no estuviera totalmen­te endurecido y que pudiera conmoverse por el recuerdo del amor de nuestro Dios:
 
Ella se iba con sus amantes,
olvidándose de mi, oráculo del Señor.
Por tanto, mira, voy a seducirla
llevándomela al desierto y hablándole al corazón (2,16)
 
Recurrí también a la imagen del amor materno de Dios:
 
Cuando Israel era niño lo amé
y desde Egipto llamé a mi hijo. (…)
Yo enseñé a andar a Efraim y lo llevé en mis brazos
pero ellos no se daban cuenta de que yo los cuidaba.
         Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño,
         fui para ellos como quien levanta el yugo de la cerviz
         me inclinaba y les daba de comer…
¿Cómo voy a dejarte, Efraim, cómo entregarte, Israel?    
Mi corazón se me revuelve dentro
a la vez que mis entrañas se estremecen…(11,1-8)
 
Curaré su apostasía, los querré sin que lo merezcan,
Seré rocío para Israel,
florecerá como azucena y arraigará como álamo:
echará vástagos, tendrá la lozanía del olivo
y el aroma del Líbano;
volverán a morar a mi sombra…
(14,5-9)
 
En mí ya no han quedado espacios interiores privados: todos ellos han sido visitados y habitados por la compasión y los celos, por la ternura y la cólera de un Dios afectado por la falta de respuesta de su pueblo. Yo he prestado mi sensibilidad y mi capacidad emocional a los sentimientos divinos. Y ese ha sido mi drama y mi gloria.
 

  1. Memorial de Isaías

 
¿Cómo un hombre tan pecador como yo, Isaías,  podría expresar lo que viví el día en que recibí la llamada del Señor? La recuerdo como si fuera hoy aunque han pasado muchos años, pero aquel día supe qué incansable, que constan­te, qué inalterable es la presencia del Santo de Israel, Aquel ante quien me puse disponible el día lejano de mi visión en el templo. Viví en aquella ocasión una invasión de lo divino, una especie de incautación de mi persona cuando el año de la muerte del rey Ozfas vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. y vi serafines en pie junto a él, cada uno con seis alas: con dos alas se cubrían el rostro, con dos alas se cubrían el cuerpo, con dos alas se cernían. Y se gritaban uno a otro diciendo: ¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz y el templo estaba lleno de humo (6,1-5).
El espacio sagrado del templo ya no era capaz de contener la gloria del Santo que llenaba la tierra, desbordándose fuera de cualquier estructura que intentara retenerla. Y supe entonces que todos nuestros intentos de reducir a Dios a alguien lejano estaban condenados al fracaso porque Él estaba empeñado en ser un Túperturbador en nuestra vida: se habían borrado los márgenes y las fronteras, desaparecían los muros de contención y la presencia de Dios irrum­pía en todos los ámbitos de la vida humana de una manera imprevisible e insólita. Me sentí tan pequeño y tan indigno, que quise huir de su presencia, pero fue como si un tizón ardiente quemara todo mi ser y supe que había sido liberado de cualquier retorno sobre mí mismo. Entonces dije: Aquí estoy, envíame (6, 10).
Me envió a hablar a un pueblo de corazón embotado que no dio crédito a mi mensaje, y eso que arriesgué todo por comunicarlo, hasta el punto de pasearme medio desnudo por las calles de Jerusalén: Así iréis al destierro, decía, si seguís haciendo alianzas políticas con naciones extranjeras movidos por un miedo que revela vuestra desconfianza en el Señor ( 20,2)
Yo había perdido para siempre ese miedo y cuando todos temblaban por el asedio de Jerusalén, me presenté ante el rey en medio de la ciudad sitiada con mi hijo pequeño de la mano, como un gesto simbólico de absoluta calma: No temas, si te apoyas en el Señor, vas a experimentar cómo eres sostenido. En lugar del miedo, lo que le proponía era una confianza absoluta en el Señor y, como signo de su protección, le anunciaba que su joven esposa embarazada iba a dar a luz un niño y que se llamaría Emmanuel, Dios con nosotros (7,1-14). El mismo Dios que no soporta la arrogancia humana y que doblega todo lo empinado y lo engreído (2,9-17), se revelaba a su pueblo en la debilidad de un niño ( 9,5). Dios seguía ofreciendo a su pueblo su presencia amorosa, pero necesitaba ver en ellos señales de conversión.
Por eso entoné un día un canto de la­mentación por la ingratitud de la viña que Dios había cuidado con tanto amor:
 
Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña:
Mi amigo tenía una viña en fértil collado.
La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas;
construyó en medio una atalaya y cavó un lagar.
y esperó que diese uvas, pero dio agrazones.
Por favor, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá,
por favor, sed jueces entre mí y mi viña.
¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?
¿Por qué esperando que diera uvas, dio agrazones?
(5,1-4)
 
¿Llegará a existir una verdadera vid en Israel que responda por fin a Dios y le devuelva el fruto soñado?
 

  1. Memorial de Jeremías

 
«Palabras de Jeremías, que escribo bajo su dictado yo, Baruc, secretario suyo. Sobre mí, Jeremías deAnatot, de condición tímida y retraída, irrumpió esta palabra del Señor:
 
Antes de formarte en el vientre te conocí
antes de salir del seno materno te consagré
y te nombré profeta de los paganos (1,5)
 
Saberme así conocido, antes del seno de mi madre, me hizo sentir una Presencia que englobaba todo mi ser  y que me había envuelto antes de que comenzara mi existencia. Por eso sé que no hay ni una sola de mis células ajena a ese Dios que me envuelve y posee. No hay nada en mi identidad profunda que no esté bajo el sig­no de su pertenencia: me sé conocido por Él  y conocer para nosotros, los israelitas, no tiene que ver sólo con la inteligen­cia, sino que abarca, ante todo, lo afectivo, lo experiencial, lo práctico. Es un saber que proviene de la participación en la vida del otro, de la familiaridad y el contacto. Si Dios me cono­ce, quiere decir que se ocupa y preocupa por mí y me llama a entrar en una relación de comu­nión recíproca y personal con El, en una vinculación y compromiso mutuos.
Es ese ser conocido lo que ha abarcado todo el discurrir de mi vida: tomé conciencia de ello cuando era aún un muchacho y continúo experimentándolo hoy, después de una larga vida en la nada me ha sido fácil. Ya aquel día, cuando me llamó a ser profeta de los paganos, me resistí como pude pero fue en vano. Yo estaré contigo, fue la única garantía que me ofreció. Por eso, cuando recuerdo aquel momento en medio de las situaciones de conflicto, de enfrentamiento y de crisis que me ha tocado vivir,  me atrevo a decirle:
 
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir;
me forzaste, me violaste (20,7)
 
La Palabra que Él ha puesto en mi boca ejerce sobre mí un efecto de posesión y la  experi­mento  no como algo dado, eterno, sino como algo que acontece, que ha caído sobre mí de forma repentina, como una realidad concreta, actual, viva y cargada de fuerza que quema como el fuego, como un martillo que tritura la piedra (23,29).
Es un alimento que hay que asimilar y a la vez mi úni­ca posibilidad de subsistir,  lo que me nutre, sostiene y ali­menta: Cuando recibía tus palabras, las devoraba, tu palabra era mi gozo y mi alegría íntima (15,16).  Pero cuando se alojó en mis entrañas,  ya no pude deshacerme de ella: la sentía dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos, hacía esfuerzos por contenerla y no podía (20,9).
Aquel día, el Señor me enseñó a mirar la realidad más allá de las apariencias y al señalarme aquella rama de almendro, me aseguró: Así soy yo, siempre alerta para cumplir mi palabra (1,11). El almendro se volvió para mí en el símbolo de la presencia vigilante del Señor y supe desde aquel día que, lo mismo que la primavera no dependía de mí, hom­brecillo tembloroso, tampoco dependía de mí sino de Él que la Palabra se realizara en la historia.
Por eso permanecí en el conflicto, me enfrenté con el rey, clamé contra el templo, aun sabiendo que era el signo visible de la elección eterna del Señor, y me atreví a repetir  en son de burla y ridiculizándolos: No os hagáis ilusiones con razones falsas repitiendo «El templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor”(7,4).
 
Antes de mí lo habían hecho Amós e Isaías:
 
Detesto y rehúso vuestras fiestas
y no me aplacan vuestras reuniones litúrgicas
 por muchos holocaustos y ofrendas que me traigáis
 no los aceptaré ni miraré vuestras víctimas cebadas (Am 5,21-22)
 
¿Por qué entráis a visitarme?
¿Quién pide algo de vuestras manos cuando pisáis mis atrios?
 Vuestras solemnidades y fiestas las detesto,
se me han vuelto una carga que no soporto más.
(Is 1,12.14)
 
Defendí una opción política impopular: la rendición a los caldeos, sin oponerles resistencia, y considerando aNabucodonosor un instrumento de Dios, y eso me acarreó persecución y tortura (38). No lo he vivido mansamente sino con rebeldía y protesta, porque estoy convencido de que Dios prefiere nuestras quejas a nuestro silencio (11,18-12,6; 15,10-21 17,12-18; 18,18-23; 20,7-18). Sólo al final de mi vida dejé de que­jarme y de hablar, me hundí en el silencio del destierro porque ya sólo era elocuente la fidelidad de mi vida, ab­solutamente rendida a una Palabra que me conducía, aunque yo no supiera a dónde ( 43,7).
Una Palabra que a lo largo de mi vida no se me comunicaba solamente en lo íntimo de mi conciencia; estaba incorporada a un mundo más allá de mi interioridad y por eso tenía que mirar hacia fuera, escuchar lo que Dios quería decirme en el taller del alfarero (18), en las costumbres de los animales, o en la política internacional. No para ser confirmado en lo que ya sabía, sino para ser sor­prendido y maravillado, como en las primeras mañanas de la creación.
Toda mi vida emocional se encontró sumergida en el mundo emocional de Dios y llegué a experi­mentar una misteriosa identificación con sus sentimientos. Me doy cuenta de que, cuando hablo, se da un deslizamiento re­pentino de mi yo al Yo de Dios, de tal manera que a veces los que me escuchan ya no saben si soy yo o es Él quien está hablando. Es como si el irresistible amor de Dios por su pueblo se hubiera alojado en mi corazón y me rompiera las entra­ñas, demasiado estrechas para contenerlo ( 4,19; 8,23): ¡Si es mi hijo querido Efraím, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión, oráculo del Señor( 31,20)
Me destroza el corazón saber que Él es una fuente de agua viva pero que el pueblo le abandona para ir a hacerse aljibes agrietados que no retienen el agua (2,12-13).
A lo largo de mi vida Dios ha reivindicado siempre  su señorío absoluto para manifestarse y para ocultarse, para hacerse accesible o desconocido, para hablar o para permanecer en silencio, para ser un Dios de cerca o un Dios de lejos ( 23,23). Y es que, en último término, no es mi propia vida lo que está en juego, sino la eficazfecundidad de su Palabra la que a través de mí se ha ido abriendo camino. Por eso no me arrepiento de nada. Sé de quién me he fiado y conozco sus designios sobre nosotros: designios de prosperidad, no de desgracia, de darnos un porvenir y una esperanza. Si le buscamos de todo corazón se dejará encontrar y cambiará nuestra suerte. Lo ha dicho el Señor ( 29,10-14).
 
5. Memoria del profeta anónimo del destierro
 
No diré mi nombre porque aquí en Babilonia corro peligro, pero no puedo callar el mensaje de esperanza que el Señor ha puesto en mi corazón: Consolad, consolad a mi pueblo, es la llamada que he escuchado. Mi misión es pronunciar palabras de aliento para persuadir a mi pueblo cautivo en el destierro de que el Señor ha perdonado su culpa y los envuelve en su ternura. Les hablo de Él con imágenes que puedan conmoverles y darles la seguridad de que no los ha abandonado:
Como un pastor que apacienta el rebaño,
su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos
y hace recostar a las madres (40,1.10-11).
Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la hay;
su lengua está reseca de sed.
Yo, el Señor, les responderé;
yo, el Dios de Israel, no los abandonaré.
Aun por los caminos pastarán,
tendrán praderas en todas las dunas;
no pasarán hambre ni sed,
no les hará daño el bochorno ni el sol;
porque los conduce el Compasivo
y los guía a manantiales de agua…» (49,9-10).
 
Me sé instrumento de un Dios, que con mano fuerte agarra a su pueblo abatido, lo saca a espacio abierto y le promete sostenerlo con su fidelidad, segura como una roca.        
No temas, siervo mío, Jacob,
mi cariño, mi elegido
No tengas miedo, gusanito de Jacob,
oruga de Israel (44,2)
¿Tan corta es mi mano que no puede redimir?
¿O es que no tengo fuerza para librar? (50,2).
Yo, yo soy vuestro consolador.
¿Quién eres tú para temer a un mortal? (51,12).
 
Estoy persuadido de que nos espera un nuevo éxodo, infinitamente más grandioso que el primero y que el Señor nos anuncia:
 
Alumbraré ríos en cumbres peladas,
en medio de las vaguadas, manantiales;
transformaré el desierto en estanque,
y en yermo las fuentes de agua;
pondré en el desierto cedros y acacias,
y mirtos y olivos; plantaré en la estepa cipreses
y olmos y alerces y juncos (41,17-18).
Saldréis con alegría, os llevarán seguros:
montes y colinas romperán a cantar ante vosotros
 y aplaudirán los árboles silvestres (55,12).
 
Mi mirada se adelanta a contemplar cómo será ese éxodo: el desierto se alegrará, clamarán las cumbres de las montañas (42,10-13), los cielos alabarán al Señor, las simas de la tierra le vitorearán, (55,12), las montañas y el bosque estallarán en aclamaciones (44,16) y las ruinas de Jerusalén romperán a cantar a coro (52,9).
 
Trato de despertar en ellos el deseo de volver a Sión y  hacerles soñar con un tiempo y unas situaciones distintas hacia las que dirigirse y, para que mi discurso no se pierda en el terreno de lo inalcanzable, les invito a descubrir los pequeños signos que ya aparecen,  la novedad que ya está apuntando en el horizonte:
 
No recordéis lo de antaño,  no penséis en lo antiguo;
Dios está realizando algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (43,19).
Nadie parece ver lo que yo veo, quizá es que yo he recibido un sexto sentido para captar  la obra de un Dios empeñado en restaurar y recrear a Israel y en abrirle un camino de esperanza. Están tan acostumbrados a lamentarse de la desgracia vivida con la caída de Jerusalén, la destrucción del templo y la deportación, que seovillan sobre sí mismos, paralizados por las dificultades: En vano nos hemos cansado, repiten, en viento y en nada hemos gastado nuestras fuerzas…(49,4). Nos ha abandonado el Señor, nuestro dueño nos ha olvidado… (49,14).
Por eso empleo palabras que consuelen su tristeza, les sacudan y les pongan en pie:
¡Espabílate, espabílate, ponte en pie, Jerusalén! (51,17).
¡Despierta, despierta, vístete de tu fuerza, Sión!(52,1).
¡Salid de Babilonia, huid de los caldeos!(48,20).
Alégrate Sión, ensancha el espacio de tu tienda,
 no temas, ven a mí … (54,1.2.4; 55,1).
 
He recibido la orden de subirme a un monte elevado y, desde allí, alzar fuerte la voz anunciando a las ciudades de Judá: ¡Aquí está vuestro Dios! (40,9).
 
«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del heraldo que anuncia la paz,
que trae la buena nueva, que pregona la victoria!
Que dice a Sión: Tu Dios es Rey (52,7-8).
 
Esta es la convicción que Dios me ha comunicado: cuando un pueblo que era esclavo pasa a ser libre, o vivía en el destierro y vuelve a su tierra; cuando alguien que estaba injustamente excluido se sienta de nuevo a la mesa; cuando quienes estaban sometidos al yugo de la opresión salen a espacio abierto, entonces se empezará a cantar un cántico nuevo y serán del Señor la gloria y la alabanza.
 

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La lectura se había prolongado hasta la madrugada. Para entonces, uno de nosotros expuso una opinión sobre el texto que nos convenció a todos: estábamos ante una especie de memorial profético, escrito probablemente por algún escriba encargado de iniciar en la lectura de la Ley y los Profetas a niños y jóvenes en la pequeña comunidad de judíos emigrados de Palestina durante la dominación persa. Aquel maestro había buscado un modo didáctico y atractivo para familiarizar con sus tradiciones a una juventud perdida en medio del mundo gentil y había dado la palabra a algunos profetas para que fueran ellos mismos los que hablaran a los jóvenes.
Y aunque nosotros ya no lo éramos, nos sentíamos pisando las huellas de unos hombres de fuego que, con sus palabras, habían comenzado a incendiar nuestras vidas.
 

DOLORES ALEIXANDRE

estudios@misionjoven.org