El desafío educativo-pastoral de las inmigraciones

1 marzo 2002

Joaquín García Roca
 
 

Pie Autor
Joaquín García Roca es profesor en la Universidad de Valencia.

 
Síntesis del Artículo
«Nunca la responsabilidad de una Iglesia de comunión ha sido tan singular, tan aguda y tan necesaria». Estamos ante un desafío clave para construir el futuro tanto de las comunidades e instituciones cristianas como del grupo de inmigrantes que se sitúa entre los más pobres y marginados. La respuesta ha de tejerse con mezclas equilibradas de mística e ilustración, racionalidad y sentimiento. De ello se ocupa el artículo, a través de cuatro perspectivas: la multiculturalidad y el mapa educativo de las diferencias; recuperar «memoria» y solidaridad; entrar en comunión con los seres humanos; hacer posible «el sueño» del inmigrante.
 
 
El desafío educativo-pastoral, que requieren las inmigraciones, se teje de mística y de ilustración, de racionalidad y de sentimiento, por lo que nos sitúa más allá del pragmatismo de los políticos y de la timidez de los eclesiásticos. Nunca la responsabilidad de una Iglesia de comunión ha sido tan singular, tan aguda y tan necesaria. Nunca un sistema educativo ha necesitado con tanta urgencia suscitar una cultura cívica basada en los derechos individuales de la persona humana y al mismo tiempo alentar el reconocimiento de los derechos colectivos de todos los pueblos del planeta.
 
En lugar de miedos y preocupaciones, la presencia de los inmigrantes puede autentificar las prácticas educativas y pastorales, ya que sus sueños no son sueños de ellos solos, sino anhelos para todos. Cuando ellos tienen reconocidos sus derechos, los tienen todos; si un día se mutila su ciudadanía, todos quedamos heridos; si ellos son golpeados, todos podemos serlo.
 
            Necesitamos enviar señales inequívocas a los inmigrantes, en cuatro direcciones concretas: 1/ Como tarea educativa ante las diferencias, que compromete el sentido y la orientación de un proyecto intercultural; 2/ Como ejercicio de la memoria que intenta identificar en el camino del tiempo los potenciales para salir adelante; 3/ Como práctica de la compañía con los emigrantes, con sus preguntas y sus dudas, sus esperanzas y sus frustraciones; 4/ Como exploración de la profecía que ofrece descodificar los sueños de la aventura del inmigrante.
 
 

  1. El mapa educativo de las diferencias

 
            El hecho migratorio ha desvelado que las sociedades actuales se han hecho multiculturales y cada cultura tiene especificidades, que son respetables en sí mismas. Este hecho puede interpretarse como un destino forzoso, traído por la movilidad social, la globalización económica y la revolución tecnológica, o puede ser una elección humanista que ve en el encuentro entre culturas algo valioso.
 
La educación intercultural, que desborda el marco escolar para extenderse a todos los ámbitos de la sociedad, es el viático, que abre nuevas vías para el entendimiento entre gentes y pueblos diversos. El proceso educativo, que requiere la inmigración, está basado en el intercambio, la interacción, la solidaridad y la reciprocidad. Si se quiere ir más allá de la simple aceptación de la diversidad cultural, la educación deberá incorporar los hallazgos que se han producido en contacto con la diversidad y las diferencias. El desafío educativo-pastoral de la inmigración requiere de todos los dispositivos elaborados por la larga y difícil historia ante la diferencia
 

           La educación ha hecho un largo trayecto para construir el mapa conceptual, que le ha permitido afrontar las diferencias, a pesar de las dudas, las inercias y los obstáculos. En el universo escolar coexisten todas las sangres, todos los colores, todas las diferencias, porque en cada niño se sustancia la historia entera, los estilos de vida y los modos familiares. La inmigración ha evidenciado, que cada niño –no sólo el niño inmigrante– es de suyo la confluencia de tradiciones, historias, genes, horizontes y expectativas diferenciadas. El «otro» empieza estando dentro de cada uno. Con la presencia de los inmigrantes, sin embargo, se amplía el escenario de la diferencia, con nuevos personajes, nuevos retos y oportunidades.

 
 
La educación tuvo que afrontar, en un primer momento, la cuestión de las desigualdades sociales; en confrontación con este primer rostro de las diferencias, la educación desarrolló la universalización de la enseñanza. El derecho a la educación de todos los niños y niñas pertenece al código moral de la humanidad. En la medida que la emigración traduce la existencia de un mundo desigual y antagónico, plantea de nuevo el derecho primordial a la educación, como despliegue del principio de igualdad de oportunidades. Apostar por la igualdad en la condición y en el trato, supone un cambio en la residencia mental y cordial del educador, que favorece al que está peor situado y privilegia al que está en dificultad.
 
La educación tuvo que afrontar, asimismo, las diferencias, vinculadas a las condiciones de vida, que se despliegan en forma de discapacidades físicas y sociales. Abordar las diferencias suponía comprender las limitaciones, que determinadas condiciones de vida suponen para el desarrollo de las personas, sobre todo, en momentos evolutivos. En contacto con las personas discapacitadas, la educación desarrolló el principio de normalización por el cual las personas disminuidas deben recibir las atenciones que precisan dentro del sistema ordinario de prestaciones de la comunidad y sólo cuando sea imprescindible a través de servicios especiales.
Se expresa, de este modo, el anhelo del inmigrante a romper los «guetos»; los inmigrantes no requieren de centros específicos, donde se separen a los alumnos según su procedencia racial o étnica, ni de aparcamientos en espacios donde convivan los iguales según sus convicciones y rituales, sino que requieren la incorporación a la vida ordinaria donde se pueda experimentar el valor del encuentro y de la interacción.
 
En un tercer momento, la diferencia se sustanciaba en forma de transgresión e inadaptación social. Diferente para la educación era aquel que mostraba comportamientos poco convencionales o fuera de la normalidad estadística. Allí estaban los apáticos, los indiferentes, los transgresores, que obligaron a desarrollar el principio de sectorización, por el cual la intervención educativa se acomodaba al medio habitual del alumno, con sus tramas y sus mundos vitales. El problema educativo no empezaba en la escuela sino en el ambiente familiar y en el contexto social. También los inmigrantes requieren la incorporación de la propia historia, sus mundos vitales y su biografía, en un proceso educativo.
 
En los últimos años, la diferencia se ha sustanciado en forma de exclusión social. Una sociedad patógena orilla y expulsa a grupos sociales y los sitúa al margen. La escuela se convertía tanto en un factor de inclusión como en un factor de exclusión a través de ciertas prácticas que retroalimentan los mecanismos de exclusión. El fracaso escolar llegaría a ser el destino de muchos niños y jóvenes. ¿Qué podía hacer la educación para erradicar la marginalidad y luchar contra el fracaso escolar? El principio de individualización, centrado en el acompañamiento personal y en la función tutorial abría serias perspectivas para compensar los atrasos y las desmotivaciones. Antes que fracasados escolares son niños y jóvenes con una historia particular y una trayectoria cultural. La mirada educativa-pastoral a la inmigración deberá habituarse a ver en ella no una entidad monolítica sino biografías personales. Antes que emigrantes son niños o jóvenes, antes que niños o jóvenes son Mustafá o Altagracia.
 
En la actualidad, la pluralidad de concepciones últimas y la diversidad de cosmovisiones se ha convertido en el último desafío a la perspectiva educativo-pastoral. Estamos ante el reto de atender a niños y jóvenes, que demandan una respuesta diferencial en razón de su condición de extranjeros y emigrantes. El principio de interculturalidad abre oportunidades al sistema educativo a la vez que cuestiona y llama a una profunda transformación pastoral. La educación intercultural es la estrategia más coherente para afrontar el desafío de la inmigración.
La educación intercultural subsume los principios que se han elaborado en contacto con la historia de la diferencia: la igualdad de oportunidades, la normalización, la sectorización y la individualización; sin la aplicación de estos principios, no habrán procesos educativos en el ámbito de las inmigraciones.
 
Los niños emigrantes necesitan de la igualdad de oportunidades ya que son el resultado de una realidad injusta; necesitan de la normalización, ya que no requieren de centros especiales sino de integración para el desarrollo de su personalidad. Los niños y niñas emigrantes no pueden centrarse en la escuela sino que requieren incorporar las trayectorias sociales y culturales. Los niños y niñas emigrantes tienen como todos los niños necesidades educativas especiales y hay que ofrecerles las ayudas o servicios, que necesiten.
 
Pero todos estos dispositivos son insuficientes ya que el hecho inmigratorio tiene también su aspecto específico para la educación. No es sólo un asunto individual, que puede resolverse aplicando los principios pedagógicos aludidos a situaciones individuales, sino que significa la presencia de la diversidad cultural como riqueza y oportunidad. El futuro de la educación dependerá en gran medida de cómo solucionen las tensiones y las oportunidades, que surgen en una sociedad multicultural, multiétnica y multi-racial. Si sólo uno de cada cinco inmigrantes va a un colegio concertado, estamos lejos de descubrir las potencialidades del hecho inmigratorio, según la exhortación de la Carta a los Hebreos: “no olvidéis la hospitalidad, que por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (13,2).
 
 
 
 

  1. La memoria del exilio o la autoridad de la silla vacía

 
Las tradiciones bíblicas recurren a la memoria para activar la responsabilidad ante el extranjero. No sólo porque recuerdan que todos fuimos emigrantes, sino porque quedamos confrontados con la realidad del sufrimiento humano. La aportación decisiva de todas las grandes religiones, que debe recordarse ante el hecho migratorio, es el reconocimiento de la autoridad de aquellos que sufren.
El cristianismo comenzó como recuerdo y seguimiento de alguien, que miró de frente al sufrimiento del otro. La primera mirada de Jesús no ha sido sobre el pecado del mundo ni sobre la pertenencia comunitaria ni sobre la condición cultural, sino sobre las existencias rotas por el sufrimiento. El pecado era «replegar, como dirá San Agustín, el corazón sobre sí mismo».
 
No cabe duda que la inmigración económica es un capítulo de la historia del sufrimiento, producida por la desigualdad entre el Norte y el Sur. Lo que importa radicalmente ante la niña del «chador o el hiyab», que cubre su cara con un pañuelo, es su condición de sufriente. Esta sensibilidad por el dolor de los otros es lo que puede pretender el grado máximo de universalidad, cuyo deber no tiene límites. Pastoralmente, significa dar voz al dolor del otro, al dolor de los extranjeros, al dolor de las pateras, al dolor de los que viajan debajo del trailer, al dolor de los que caen, en palabras evangélicas, en manos de los ladrones.
 
Esta memoria del sufrimiento de los desplazados por exigencias económicas es la posición original que marca la cualidad evangélica ante los conflictos de la inmigración, es el lugar de encuentro de los diversos mundos culturales y religiosos. Las prácticas apropiadas ante la inmigración son aquellas que nacen de comprender y de vivir su sufrimiento. Donde hay conflictos, culturales y religiosos, es allí donde sólo importa el interés propio o de la clientela.
Sólo si se afirma entre nosotros esta sensibilidad acertaremos a construir el lugar pastoral adecuado ante la inmigración; sólo si la política de extranjería se inspira en esta mirada hacia el dolor del otro, se podrá hablar de una política humana.
 
¿Qué puede significar hoy esta responsabilidad universal ante los inmigrantes? Significa, en primer lugar, que hay una responsabilidad universal, generada por la memoria del sufrimiento de los débiles, del extranjero y de los excluidos. Hay un sufrimiento en la realidad, que nos pertenece a todos y debe llegar a todos los oídos y ese es el lugar de la universalización ya que cuando los últimos tienen reconocidos sus derechos, los tenemos todos. El lugar de la universalización son los últimos, las víctimas y los perdedores.
 
Esta memoria del sufrimiento del otro es la base moral, política y religiosa de la pastoral con los inmigrantes. Incluso, las políticas educativas o sanitarias deben juzgarse no por el bienestar de la clase media sino por los que están peor situados.
 
En segundo lugar, la solidaridad se asienta sobre la autoridad de la silla vacía, que se impone absolutamente. Como decían las comunidades primitivas: «el Mesías no volverá mientras todos no estén sentados a la mesa». El que no está sentado en la mesa –los que sufren injustamente, los orillados y excluidos– tienen la clave de la vuelta y la autoridad sobre el tiempo. Esta convicción sobre la centralidad de la silla vacía sustrae a la política del puro pragmatismo y le impregna de pasión por los últimos, confiere a la pastoral una preferencia por los que están peor situados. Como afirma Agnes Heller: “La silla vacía espera al Mesías y mientras la silla esté ahí, emite bramidos y admoniciones, incluso patéticos, para que se le tenga en cuenta. Todo el resto es pragmatismo”. La cuestión hoy es saber si los inmigrantes se sentarán en la mesa compartida, o si en nombre de la modernidad o de la cohesión social se deberá renunciar a esta prioridad, como ha hecho la ley de extranjería.
 
En esto consiste la pasión por la universalidad, que nos llevará, como propone Juan Bautista Metz, a soportar con coraje el odio hacia los últimos universalistas, que proceden de todos los localismos. Cuando los universalistas están bajo sospecha, los últimos universalistas serán los pastores, siempre que afirmar la universalidad no sea caer en un totalitarismo teológico ni eclesiástico, sino reconocer que Dios no es una propiedad privada de la Iglesia o de la teología, ni que los derechos humanos pueden someterse a circunstancias eximentes.
 
 

  1. Querencia de compañía

 
La comunión entre los seres humanos está profundamente herida a causa del hecho migratorio, que ha configurado la realidad en base a dos corrientes: los que quieren entrar al norte y los que no los quieren dejar pasar, entre los que se juegan el pellejo para sobrevivir y los que han hecho de la seguridad y la acumulación de capital un modo de vida. Los inmigrantes económicos siguen y seguirán cruzando el estrecho mientras en sus países de origen tengan que compartir la pobreza y en el norte exista la posibilidad de repartirse la riqueza. En palabras de Brahim, uno de los supervivientes de una patera, «nadie podrá poner fronteras a nuestra hambre».
 
            La inseguridad del propio estatus social, la incerteza sobre su futuro y la sensación de no ser dueños del presente sitúa a los inmigrantes en una constante y radical precariedad. En estos casos importa construir enclaves cálidos que den seguridad, libertad y confianza.
La pastoral de inmigrantes deberá construir comunidades sanantes, que permitan la inmersión confiada, donde se pueda experimentar el ser aceptados, donde se pueda construir el arraigo, que solicita posteriormente la reglamentación de extranjería, donde se celebre la identidad de todo ser humano, donde se permita reconstruir sus identidades y curar las heridas del largo viaje sin meta y sin retorno.
 
La lógica comunitaria rompe las barreras infranqueables entre las personas, sean religiosas, lingüísticas o culturales. En el nicho comunitario no existe lugar para el cálculo egoísta ni para la lógica mercantil sino que se produce una aceptación incondicional. En el interior de este cerco cálido no tienen que demostrar nada, sino practicar el mutuo acompañamiento. Son muchos los inmigrantes, que tras embarcarse en un viaje sin meta y sin retorno y acosados por una hostilidad ambiental se unen a las otras personas, que comparten la misma experiencia del rechazo. Es la única opción posible para vivir su mundo relacional. Esta unión es fruto de una estrategia de poder y resultado de una expropiación.
 
La comunidad cristiana, por el contrario, ha de ser una comunidad abierta y dinámica a cuantos deseen integrarse en ellas, nunca cerrada, acogedora, porque sólo desde comunidades abiertas y dinámicas es posible generar la dinámica de la mesa compartida. A las comunidades sanantes no les estorban las diferencias ni las diversidades sino que las necesitan para superar sus tendencias asimilacionistas, unificadoras y dominadoras.
 
Quienes son sometidos a unos exámenes de admisión que no terminan nunca y nunca puede decirse haberse superado totalmente, quienes experimentan todos los rigores del exilio requieren de un «plus» de acogida. Si el inmigrante es quien no ha dejado del todo el lugar del que se fue, ni ha terminado por adaptarse completamente al sitio donde llegó pertenece al linaje de aquellos que tienen como patria a la humanidad. No es de aquí ni es de allá, los sin lugar, necesitan acompañarse mutuamente.
 
 

  1. El sueño del inmigrante

 
La experiencia religiosa, en la constelación de la memoria del sufrimiento y de la silla vacía, es capaz de cultivar los sueños de los inmigrantes como sueños propios. Sus sueños son nuestros sueños, precisamente porque están vulnerados, lesionados, mutilados y tienen profundas heridas y cicatrices.
En nuestras manos está poner nombre al sueño del extranjero, mostrar su verdad y su razón, su sentido y su invocación. En la trayectoria del emigrante, siempre estuvo el deseo. Con los inmigrantes, se activa la nostalgia del destierro, una nostalgia que tiene la edad del ser humano y marca el abismo de la tierra, la profundidad de las raíces humanas que no pueden perderse.
 
Asimismo, con los inmigrantes emerge el sueño de la ciudadanía mundial. Si ciudadano es el que pertenece como miembro de pleno derecho a una determinada comunidad política con la que tiene contraídas unas especiales obligaciones de lealtad, la inmigración obliga a educar en los valores de una ciudadanía mundial. La pertenencia y la lealtad nos vinculan hoy a la humanidad con la cual contraemos responsabilidades y obligaciones.
 
Cada vez más la lealtad a la comunidad local y a la comunidad global son complementarias: sólo una sensibilidad por lo próximo y lo local es la puerta de entrada hacia lo universal. Educar en esta doble pertenencia es el desafío mayor de la educación del siglo XXI. El hecho migratorio consiente mal el localismo de quienes sólo aprecian los valores de su etnia, su pueblo y su cultura. La repulsa de los inmigrantes está estrechamente relacionadas con una educación tribal, ciega para el cosmopolitismo, ignorante de que nada de lo humano puede resultarnos ajeno. Nacer en un lugar u otro es accidental. Como se cuenta de Albert Einstein, quien, al preguntarle un policía por su raza al pasar una frontera, contestó: «humana, por supuesto».
 
Con la inmigración, se abren opciones y horizontes para todos y se cuestionan aquellas certezas, que muchas veces sólo son convenciones. La diversidad cultural es más un desafío que un problema, ya que la realidad misma es un espacio multicultural, mestizo, plural, heterogéneo y multiétnico. No cabe resistirse a esa realidad sino asumirla plenamente, verla como una gran oportunidad y como un extraordinario experimento humanizador. El camino estará lleno de confrontaciones, resistencias y obstáculos; conoceremos el racismo y la xenofobia e incluso el miedo. Pero vivir con miedo no debe ser parte del sueño humano. Como dice la canción “No me llames extranjero porque haya nacido lejos o porque tenga otro nombre la tierra de donde vengo… No me llames extranjero, mírame bien a los ojos, mucho más allá del odio, del egoísmo y el miedo y verás que soy un hombre… No puedo ser extranjero”. n
 
Joaquín García Roca
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