En la conocida obra de Homero, La Odisea, se narra el mítico viaje de Ulises que busca regresar a su hogar. Un itinerario de retorno que es todo menos un sereno regreso. Ulises vuelve a la vida hogareña de Ítaca, donde las guerras del Asia Menor sólo serán recuerdos en compañía de la bella y fiel Penélope.
Este relato sirve, en parte, para iluminar la situación vital de muchos jóvenes occidentales. Si en algunos aspectos hay cierta semejanza entre Ulises y el joven contemporáneo, son más, sin embargo, las diferencias. Ulises ha luchado en distintos mares, ha experimentado contrariedades y dificultades de todo tipo, ha madurado a lo largo del viaje y, finalmente, regresa a su casa, para empezar una nueva vida. El héroe griego es, pues, el paradigma del hombre luchador, capaz de enfrentarse a grandes hazañas. Sueña con una utopía y se esfuerza, con empeño, para hacerla realidad.
El deseo es la fuerza motriz del viaje de Ulises. Anhela una utopía y lucha por ella. Ahí radica la gran diferencia entre la figura griega y el joven estándar de nuestras sociedades occidentales. No emprende el viaje, porque no siente el deseo de una utopía. De hecho, pretende crecer y alcanzar la madurez sin tener que viajar.
Arropado en la casa paterna, vive experiencias puntuales, algunas salidas en busca de aventuras, pero nada tiene que ver todo eso con el auténtico viaje, que tiene, fundamentalmente, un valor catártico y curativo. El joven occidental vive, por lo general, instalado. Lo tiene difícil para emanciparse, -es cierto-, pero se escuda en ello, para no tener que enfrentarse a las contrariedades propias del vivir humano.
Amante de experiencias y de situaciones nuevas, no acaba de cortar el cordón umbilical que le une a la infancia y, de este modo, perpetúa su minoría de edad.
Las turbulentas generaciones de los años sesenta y setenta, décadas de la adhesión juvenil a las revoluciones, a las resistencias, parecen haber desembocado ahora en un desencanto de la vida pública. Salvo pequeños grupos sociales que apuestan por una cultura alternativa al consumismo y al materialismo imperante, no se detecta, en ningún lugar, un auténtico movimiento juvenil de resistencia y de contracultura. Se sienten impotentes frente al mundo que han heredado y aunque se quejan y lamentan a puerta cerrada, ello no motiva una auténtica toma postura.
Da la impresión que la inmensa mayoría de los jóvenes occidentales están tan instalados en el sistema, tan inmersos en él, que no vislumbran, ni siquiera, la posibilidad de una sociedad alternativa, diferente, más justa, más humana, más solidaria. Aunque la deseen en el fondo de su ser, este deseo se cuece en el ámbito de lo privado y no se traduce en movimiento social, en acción transformadora, en implicación política.
Falta liderazgo, empeño, voluntad y fuerza. Y, sin embargo, la tienen para conquistar sus objetivos individuales, para alcanzar sus horizontes profesionales, pero desconocen el valor de la lucha colectiva, de la implicación comunitaria. Ya no creen en las posibilidades de cambiar el orden de los hechos. Y esto es, probablemente, lo más grave: la desconfianza, la poca fe en sus capacidades de transformar, la convicción fatal de que todo será como debe ser y que la voluntad humana no puede alterar el destino de los acontecimientos. Frente a esta idea del destino, sólo queda la búsqueda del gozo en el presente, la incesante conquista de un ahora fecundo. (…) ¿Qué es lo que fascina al joven de hoy? La fascinación del saber gozar. Ciencia y placer juntos.
forumlibertas.org, 07/02/2007
Para hacer
- ¿Estamos de acuerdo con la última línea? ¿En qué se traduce?
- El autor decía también: “Existen tres tipos de organización juvenil que crecen con velocidad: los grupos no gubernamentales, de tipo ecológico o humanitario, las asociaciones de tipo cultural y los grupos de carácter deportivo. Se trata de formas alternativas de organización social juvenil, con líderes carismáticos, con leyes, lenguajes, modas, circunscripciones, tasa y mecanismos de autoprotección propios. Muchas de estas agrupaciones son la respuesta ante la inseguridad, la exclusión educativa o laboral o la ausencia de un sentido de legítima pertenencia cultural. En todos estos grupos persiste un denominador común: el sentido de ser personalmente reconocido y afectivamente aceptado.” Buen resumen. ¿Por dónde andamos nosotros?