El Espíritu,«memorio viviente» de Jesús

1 mayo 1998

QUIZÁ por eso de subrayar lo de «católicos» hayamos dejado un tanto al margen, a veces y en unos temas más que en otros, la clave fundamental de identidad de nues­tra fe: «seguidores de Cristo», cristianos. Jesús de Nazaret, el Cristo, es el punto de re­ferencia, la clave interpretativa, la culminación de la revelación de Dios a los hombres.
Cuando no arrancamos, antes de nada y sobre todo, de este dato corremos no pocos peligros de malas interpretaciones. Sin Jesús de Nazaret, por ejemplo, el Dios de los fe­nomenólogos, de los historiadores de la religión y hasta el Dios del Antiguo Testamen­to se constituye en el punto de referencia primero para entender al Dios-Padre.
Algo de esto ocurrió históricamente cuando, sin más, se presentaba al Dios cristiano, asentado en «lo Sagrado», como tremendum o fuente de miedo y temor y como fascinans o ser que atrae por su bondad agraciante y salvadora. Sin embargo, el Dios de Jesús de Nazaret es «Abbá» o amor y perdón sin límites ni condiciones, amor tan fascinante que es capaz de vencer cualquier miedo o temor.
Y algo de lo mismo pudo y puede suceder cuando hablamos del Espíritu Santo. Si ca­be, además, en este tema los riesgos son ma­yores y más numerosos. Fácilmente caemos en la tentación del lenguaje teórico y abs­tracto, más o menos teñido de espirítualismos de todos los tonos. Entre la literatura provo­cada por el «año del Espíritu» podemos en­contrar ejemplos suficientes para verificar el dato.
 
 
Por lo tanto, y a eso vamos con estos ma­teriales, si queremos situar adecuadamente tanto la realidad del Espíritu como el senti­do de este año a él particularmente dedica do dentro del trienio de preparación al jubileo del 2000, hemos de mirar a Jesús de Naza­ret y tratar de vivir en fidelidad al Espíritu como supo hacerlo él.
 
La vida de Jesús: «Reconocimiento» de Dios y pasión por el Reino
 
JESÚS de Nazaret fue tomando con­ciencia de su identidad y misión a través de dos actitudes básicas, de dos hábitos profundamente arraigados en su cora­zón: relación íntima y constante con Dios y apasionamiento incontenible por la causa del Reino o, con otras palabras, por hacer que todos tuvieran vida y vida en abundancia.
La relación con Dios le llevó a descubrir su verdadero rostro, el de Padre, y su pro­pia identidad, la de «Hijo de Dios». La pa­sión por la vida para todos le condujo a un compromiso subversivo que le valió la pena de una muerte ignominiosa.
Podríamos decir que la experiencia personal de Jesús con Dios hay que des­cribirla como la de quien se descubre ha­bitado por un particular «espíritu de fi­liación» y respondía, consecuentemente, con una permanente «actitud de hijo» que impregnaba sus pensamientos, pala­bras y acciones.
Ese Espíritu que llenaba y empujaba la vida de Jesús es el que transmite a cuan­tos le seguían. Por eso dirá, con razón, san Pablo: «La prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá! ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo eres también he­redero, por obra de Dios» (Gal 4,6-7).
Tendríamos que decir algo semejante en relación con el tema del Reino. El co­razón de Jesús albergaba una pasión in­contenible por conseguir que todas las personas tuvieran una vida plena. Ca­bría afirmar, en este sentido, que el Espí­ritu de Dios que mueve a Jesús es «pa­sión por la vida».
El «Espíritu de filiación», como a Jesús, nos mueve en esa dirección: apasionar­nos por el Reino, tratando de restituir vi­da y dignidad a todos los seres humanos.
Durante el primer milenio, los cristianos estaban acostumbrados a llamar «Vicario de Cristo» al Espíritu Santo, precisamen­te porque es quien actúa en su nombre y mantiene viva la memoria de Jesús. Una memoria viviente ha de ser necesaria­mente una «memoria subversiva» como subversiva fue la pasión de Jesús por la justicia que brotaba de Dios.
 

El Espíritu como «Vicario de Cristo» o «memoria viviente de Jesús»

 
OS digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; en cam­bio, si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Cristo dice estas palabras porque el Es­píritu es su auténtico «Vicario», la «me­moria fiel» de Jesús tal como ya lo había
 
anunciado: «No hablará en su nombre, […] tomará de lo mío y os lo interpreta­rá» Un 16,14). Es lógico que así sea por­que Jesús es la «Palabra definitiva de Dios» y el Espíritu el «eco» de esa pala­bra, el que hace que Jesús no sólo sea una figura del pasado sino un ser vi­viente. De ahí que podamos afirmar más exactamente que el Espíritu es la «me­moria viviente de Jesús».
Esta «memoria viviente» nos permite identificar al Espíritu como «Espíritu de filiación» y «Espíritu de vida para to­dos». Así el credo lo señala como «Señor y dador de vida».
Fuente de unidad y diversidad dentro de la Iglesia (cf. Ef 4,3-6 y Hch 2,7-11), ac­túa no sólo en ella sino también fuera de ella, en el mundo. «El mundo -dejó escri­to Ruiz de la Peña en sus últimas páginas­ está, sépalo o no, impregnado de gracia; ningún ser humano es des-graciado».
 

B. TRAS LAS HUELLAS DEL ESPÍRITU

 
SON muchos los que han afirmado que el Espíritu Santo ha sido durante muchos siglos el gran olvidado en la Iglesia católica. Lo cierto es que no es fácil hablar del Es­píritu. En principio casi no tiene nombre propio y carece de rostro. Mientras para ca­racterizar al Padre y al Hijo disponemos de nociones claras y diferenciadoras como la paternidad y la filiación, no ocurre lo mismo con el Espíritu que, como el viento, más que verlo directamente descubrimos sus efectos.
A continuación proponemos, en primer lugar, diversas actividades para conocer al Espíritu a través de sus efectos y, después, algunas pautas para celebrar su presencia.
 
Actividades
 
Nombres y símbolos del Espíritu
 
El primer conjunto de actividades pre­tende una primera aproximación a la re­alidad del Espíritu, a través de los nom­bres y símbolos con los que se identifica.
 
Objetivos
 
– Reflexionar sobre el significado del tér­mino «espíritu».
– Tomar contacto con la figura del Espíri­tu Santo y expresarlo con el lenguaje propio de los jóvenes.
– Explicar el porqué de ciertos símbolos aplicados al Espíritu y qué significan.
 
Actividades y desarrollo
 
Presentar una cartulina donde en el centro está escrita la palabra «ESPÍRITU». Los diversos miembros del grupo, sin pensar demasiado, tienen que escribir la pa­labra o frase que les sugiere. Una vez que hayan escrito todos, se pregunta por aquellas palabras o frases que eliminarían o subrayarían. Se abre el diálogo, tra­tando de alcanzar una definición adecuada. Si se considera oportuno se pre­gunta qué se podría escribir si junto a la palabra espíritu se pusiera la de «SAN­TO».
Buscar en periódicos, revistas, enciclopedias, internet, etc., o entrevistando a personas qué significado se suele dar a la palabra «ESPÍRITU». Buscar un deno­minador común de todas ellas. También se puede hacer lo mismo añadiendo «SANTO». El diálogo puede venir precedido de una muestra de carteles con los significados encontrados.
Escribir la «Biografía del Espíritu Santo», hacer una «Entrevista al Espíritu» y confeccionar el «Periódico del Espíritu». Para realizar cada uno estos trabajos han de proporcionarse pistas y datos (pueden servir algunos de los que sugeri­mos más abajo).
Analizar los símbolos clásicos con los que se ha representado al Espíritu Santo y tratar de explicar el significado de cada uno de ellos, a través del descubri­miento de lo que representan, los «dones» y virtudes que simbolizan, etc. Re­presentar cada uno de los símbolos a través de dibujos o collages, tratando de unir símbolo y realidad.
 
Datos para el desarrollo de las actividades
 
Algunos nombres del Espíritu: Espíritu de Dios, Espíritu de Jesús, Espíritu de la Ver­dad, Paráclito, Defensor, Abogado, Consejero, Consuelo, Espíritu Santo (nótese que el término griego parakletos no tiene traducción precisa y que engloba las citadas de Defensor, Abogado, Consejero y Consuelo).
Símbolos: Paloma, viento, fuego, agua, fuerza, aceite, vida.
Manifestaciones del Espíritu en el Antiguo Testamento: Creación (Gn 1,2; 2,7); Mar rojo (Ex 14,21); Elección de Jueces y Reyes (Jue 3,9-10; 1Sm 16,13); Vocación de Profetas (Nm 11,25); Vida (Ez 37,9-10); Venida del Salvador (Is 61,1-2).
Manifestaciones del Espíritu en el Nuevo Testamento: Encarnación (Lc 1,35; Mt 1,18); Bautismo (Lc 3,21-22; Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Jn 1,32-34); Tentaciones (Mt 4,1; Lc 4,1-2; Mc 1,12-13); Predicación (Lc 4,14-15); Promesas (Lc 4,17-21); Milagros (Lc 5,17; 6,19); Relación con el Padre (Lc 10,21); Muerte (Lc 23,46); Resurrección (Rm 1,3-4).
 
La presencia del Espíritu en la Iglesia y en el mundo
 
Este segundo grupo de actividades se ocupa más directamente de la presencia del Espíritu en las personas, de su acción en la Iglesia y en el mundo.

  • Objetivos

– Ayudar a comprender que el Espíritu, que nos da Jesús, está siempre actuando.
– Traducir al lenguaje de los jóvenes esa acción permanente del Espíritu.
– Presentar ejemplos de personas que han hecho experiencia de los «dones» del Espíritu.
– Descubrir la presencia del Espíritu en la vida cotidiana: confiando en los otros para aprender a «fiarse» del Espí­ritu, orando y comprometiéndose.
 

  • Actividades y desarrollo

 
Se entrega la lista de los «siete dones» (cf. Is 11,2) y se lee el texto de Gal 5,22 so­bre los frutos del Espíritu. Una vez que estén confeccionadas las dos listas (do­nes y frutos), se dialoga acerca del significado de los diferentes términos. Por úl­timo, cada miembro del grupo piensa en una experiencia de su propia vida en la que es posible entrever la presencia de un don o fruto del Espíritu.
Presentar testimonios de personas o grupos (invitar a algunas personas o leer testimonios actuales o pasados) que expresen cómo viven la presencia del Espí­ritu en sus vidas. Analizarlos a través de preguntas y respuestas (a los invitados o a los animadores).
Hacer el ejercicio de los «ciegos y lazarillos» (u otros semejantes, como el de «dejarse caer» hacia atrás encontrando alguien que sostiene, etc.). Analizar la experiencia de confiar en los demás para entender cómo «fiarse» y confiar en el Espíritu.
Encuentros de oración y compromiso. Recordando que el Espíritu es dador de vi­da y amor, de sentido, etc., y tratando de crear una atmósfera adecuada, prepa­rar algunos encuentros de oración con textos, silencio, invocaciones, etc. Igual­mente y siguiendo el esquema de Emaús (Lc 24, 13-35: 1 / Realidad -«Esperá­bamos que él fuera el liberador…»-, 2/ Iluminación de la fe -«Les explicó lo que se refería a el en toda la Escritura»-, 3/ Celebración -«Tomó el pan… Se les abrieron los ojos»-, 4/ Testimonio -«Se volvieron a Jerusalén…»-), tratar de con­cretar el compromiso que «exige» el Espíritu. Para ello, por ejemplo, se puede partir de cualquier historia o narración que estimule; se compara con la propia vida y situación. Tras el diálogo, se lee algún texto bíblico que ilumine el tema, hasta concretar el compromiso que se le pide a cada uno y al grupo en su con­junto.
 
Datos para el desarrollo de las ac­tividades
 

  • Jesús da el Espíritu: Promesa y envío del Espíritu (Jn 14,16-17; Lc 24,49; Jn 20,22; Hch 1,8); Donación de vida (Jn 7,37-39) que ayuda en los momentos difíciles (Mc 13,11) para dar testimo­nio de Jesús (Jn 15,26-27) y conducir a la verdad (Jn 16,13-14) y permanecer con nosotros Un 14,16).
  • El Espíritu actúa en la Iglesia: Nacimien­to de la Iglesia (Hch 2,1-4); Entendi­miento y testimonio (Hch 2,4; 4,8; 2,8­11;1Ts 1,5); Guía a la Iglesia (Hch 13,2). El El Espíritu actúa en las personas: Habita en el corazón (Rm 5,5;1Cor 3,16); Nos hace hijos de Dios (Rm 8,14), nos intro­duce en su «misterio» (1Cor 2,11-12), nos ayuda a orar al Padre (Rm 8,26) y nos impulsa a amar (Gal 5,22; 1Cor 13,1-14); Une a todos los cristianos (Ef 4,4); Concede sus dones para el bien común (1Cor 12,4.7); Nos da la libertad (2Cor 3,17; Rm 8,2) frente a la ley (Gal 5,18) y el egoísmo (Gal 5,16-17); Nos da la vida definitiva (Rm 8,11; 8,19-23).
  • El Espíritu es «más íntimo a nosotros que nuestra propia interioridad» (san Agustín) y, mientras el Hijo fue envia­do al mundo, ha sido enviado a nuestros corazones (Gal 4,4-6) como la más ínti­ma comunicación del amor de Dios a los hombres. Tiene razón L. Évely al for­mular esta pregunta: «¿Cuándo estu­vieron los apóstoles más cerca de Cris­to: cuando escuchaban sus palabras sin comprenderlas o cuando comprendie­ron esas palabras que ya no podían oír?». En verdad, «desde el principio hasta el fin, la obra del Espíritu Santo consiste en efectuar, actualizar e inte­riorizar en nosotros, a través del tiem­po, lo que Cristo hizo e instituyó por nosotros una sola vez, en el momento de su Encarnación» (Y M. Congar).

 
Testimonios de jóvenes
 
«Para mí el Espíritu Santo representa un poco el «poder maravilloso» de Dios, es decir, aquella fuerza que le permite re­alizar su obra en medio de los hombres y hacer presente siempre y en todas partes su amor por el hombre» (Pedro).
«Me es difícil hacerme una imagen de Dios. La mejor sería la contenida en la afirmación de que «Dios es amor». De ahí que en todas las situaciones en que hay amor está Dios. Pero si tuviera que concretar más…: Dios está presente en Cristo. Por eso, en todas las situaciones, actitudes y formas de obrar que imitan a Cristo se hace presente Dios. Si aún tu­viera que ir más allá: yo siento «realmen­te» a Dios en el Espíritu. Y al Espíritu Santo lo siento muy cerca, muy dentro. Es algo así como la experiencia del ángel custodio del que me hablaban de peque­ña. No sabría explicarlo mejor: hay «una presencia» de alguien que yo identifico con el Espíritu de Jesús» (Sara).
«No ve diferencia entre Dios, Jesús y el Espíritu Santo: para mí todo es uno y no hago distinciones. Dios está siempre dis­puesto a entenderme, perdonarme; no es vengativo… Y se relaciona conmigo co­mo Padre, enseñándome a través de la vida de Jesús y acompañándome con el amor que manifiesta el Espíritu» (José).
 

Celebrar la presencia del Espíritu

 
OFRECEMOS, para cerrar estos ma­teriales, algunos textos para la oración y la celebración de la presencia del Espíritu.
 
 Textos para meditar
 

  • Sin y con el Espíritu…

 
«Sin el Espíritu Santo, Dios queda lejos; Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una organización más; la autoridad un despotismo; la misión, una propaganda; el culto, una evocación; y el obrar cristiano, una moral de esclavos.
Pero con Él, el cosmos se eleva y gime en la infancia del Reino; Cristo ha resucitado; el Evangelio es potencia de vida; la Iglesia, comunión Trinitaria; la autoridad, servicio liberador; la misión, Pentecostés; el culto, memorial y anticipación; el obrar humano, re­alidad divina» (Conferencia Ecuménica de Uppsala, agosto 1968).
 

  • No perdamos el Espíritu

 
«En un mundo profundamente materialista puede resultar paradójico hablar de pre­sencias intangibles, de lenguas de fuego, de alientos que infunden ánimo, coraje y fe. En una sociedad donde impera la ley del «ver para creer» estamos predestinados a sacrifi­car cualquier intuición que no esté fundada en el más puro y duro olfato comercial, cual­quier principio ajeno a los designios de la oferta y la demanda, cualquier luz, por muy divina que sea, si no procede de un generador eléctrico. En un tiempo en el que se divi­niza el cuerpo y se practica la «religión de la cosmética»; en un mundo en el que vivi­mos del totalitarismo de la apariencia, el espíritu sufre cadena perpetua en el olvido. El espíritu no puede subsistir: perece aplastado bajo torres de cemento, bajo cifras contun­dentes, bajo las frías pezuñas del mercantilismo. El espíritu, cualquier espíritu, molesta.
Hemos perdido al espíritu. Sospecho que era demasiado pequeño y el cinturón de se­guridad no apretaba lo suficiente. Tal vez tomamos la curva de la historia con excesiva brusquedad y resbaló de su asiento hasta salir despedido por la ventanilla, contra los acantilados. ¡Se ha perdido! Estábamos tan ocupados en vigilarnos y en sospechar de nuestra mutua y posible traición que no reparamos en su presencia y él se fue quedan­do rezagado, jadeante, sentado finalmente bajo esos árboles cuyas sombras flanquea­ban el sendero del tiempo.
Se ha perdido y, sin saberlo, nos hemos quedado vacíos. Vacíos como una mano agrie­tada que perdiera sus caricias por el suelo, vacíos como una voz sin habla en el mo­mento justo de gritar; como un jarrón vacío hasta el borde… no, más allá, hasta el cielo vacío. Se ha perdido y, sin quererlo, hemos perdido también el sentido, la dirección, el mando. Navegamos, absurdos y sin rumbo, como icebergs que asomaran su cresta de hielo impotente en las arenas del desierto.
Se ha perdido, sí, se ha perdido. El espíritu, el espíritu se ha perdido, todos los espí­ritus se han perdido. Les hemos dado esquinazo conscientemente, hemos burlado su vigilancia: con un corte de mangas les hemos abierto una profunda brecha sobre el pe­cho. El «espíritu humano» se ha perdido: se ha evaporando ese elemento químico in­descifrable a través del cual descubríamos en el otro a un yo inviolable, a un ser hu­mano digno del más fraterno de los respetos.
El espíritu de superación se ha perdido: nos falta esa fuerza, situada más allá de los músculos, que permite enderezar la vida si se tuerce, que nos alienta a salir a pulso de las cicatrices del fracaso. El espíritu de transformación se ha perdido: la palabra «perdón» provoca alergia, reconocer el error aumenta peligrosamente el azúcar en la sangre, nuestra columna vertebral no soporta el esfuerzo de rectificar una opinión errónea, o el cambio de una postura ideológica, o las miradas tiernas.
¿Y qué decir del Espíritu de Dios? La más sutil y limpia de las energías. El legado de Jesús que crea Iglesia. Su misión… ¿Se ha perdido también el Espíritu de Dios? Pente­costés. No, no se ha perdido. Nada se pierde. Ni la más ínfima mota del universo de­saparece. Todo sigue su curso. También el Espíritu, que encarna una y otra vez, hoy con escasa energía, o con miedo, mañana, sin duda, con fuerza renovada.
Salvemos el espíritu humano, ese animalillo de la conciencia en peligro de extinción, ese destino que nos hermana. Salvemos el espíritu de superación. Afrontemos con op­timismo cada reto. Que no se nos adocene la mirada cuando toquemos el cielo con la punta de los dedos, ni se nos hunda el ánimo cada vez que creamos pisar fondo. No de­jemos de madurar jamás, como niños en eterna edad de crecimiento. Salvemos el espí­ritu de cambio. Dejémonos doblegar por el cariño, sonriamos mientras dura la tormen­ta, corramos, sin pensarlo, a los brazos del que fue nuestro enemigo más fiel: atrevá­monos, con orgullo, a dejar de ser lo que fuimos.
Y nosotros, los cristianos, salvemos, sí, salvemos el Espíritu de Dios. Sólo con Él po­dremos afrontar con creatividad la evangelización. En Él formaremos la Iglesia de nuestro tiempo, una y diversa, con los pies puestos en la tierra y la mirada perdida en el cielo» (Jesús Villegas).
 
 Textos para orar
 
MI Dios y Padre, acepto mi vocación cristiana: te doy gracias
porque me has llamado para eso.
Ayúdame a ser consciente
de esta vocación que me has dado: no quiero considerarla
como un regalo sólo para mí, como un cofre que esconder.
Señor, acojo mi vida para construir tu Reino y hacerlo ahora en esta sociedad, con las personas que me rodean. Señor Jesús, manda tu Espíritu con el fin de que cada día trabaje para hacer feliz a Dios
haciendo felices a los hombres; ayúdame a ser cristiano siendo plenamente humano; hazme capaz de asumir la vida y gozarla delante de ti,
Señor de la vida.
CRISTO no tiene manos,
sólo cuenta con nuestras manos para hacer su trabajo hoy.
Cristo no tiene pies,
sólo cuenta con nuestros pies para guiar a los hombres
por el sendero de la vida.
Cristo no tiene labios,
sólo cuenta con nuestros labios para hablar de sí mismo
a los hombres de hoy.
Cristo no dispone de otros medios que nuestra ayuda
para conducir a los hombres hasta El. Nosotros somos la única «biblia» que los pueblos leen ahora,
somos el único mensaje de Dios escrito en obras y palabras.
 
(Oración del siglo XIV)