El futuro de Dios: entre la mística y la liberación

1 octubre 2000

AUTOR
Juan José Tamayo-Acosta es teólogo y Secretario de la Asociación de Teólogos y Teólogas «Juan XXIII».
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
A la hora de testimoniar y dar razón hoy de Dios no parece que estemos en buena disposición. Tanto las «versiones contrapuestas» como el «imaginario colectivo» de no pocos cristianos velan más que desvelan el verdadero su verdadero rostro. Es verdad que no se ha cumplido la anunciada «muerte de Dios», más bien estamos ante un retorno… “contra todo pronóstico”. El autor apuesta por un «futuro de Dios» en cuyo rostro y experiencia confluyan la mística y la liberación —sentido, no sin oscuridad; afirmación de la vida y la esperanza, no sin compromiso liberador—, por lo que habrá que decir adiós tanto al dios del teísmo como al de la teodicea y situarlo dentro de una historia distinta desde Auschwitz.
 
 

  1. «Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos»

 
El futuro de Dios, desde el punto de vista estrictamente religioso, depende de la capacidad de las personas y comunidades creyentes para testimoniarlo y dar razón de Él tanto en el seno de la propia confesión religlosa como en el contexto en que han de vivir la fe. Por lo que se refiere al cristianismo, esa capacidad no parece ser hoy muy fuerte y convincente. Como afirma Gottfried Bachi, “en un mundo que encuentra un gran placer en la palabra sin fin y todo lo reduce a eso, Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos” (cursivas mías). Los rezos se convierten, con frecuencia, en un espacio donde Dios viene a morir o a congelarse en los labios de sus más piadosos adoradores.
Ya lo advirtió 24 siglos ha el libro bíblico del Qohélet o Eclesiastés: “Cuando presentes un asunto a Dios, no te precipites a hablar, ni tu corazón se apresure a pronunciar una palabra ante Dios. Dios está en el cielo, pero tú en la tierra: sean, por tanto, pocas tus palabras” (Qo 5,1). Y Jesús, correligionario del Qohélet, vino a coincidir con él cuatrocientos años después cuando amonestara de esta guisa al grupo de personas que lo acompañaban: “Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, que son amigos de rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para exhibirse ante la gente… Cuando oréis, no seáis palabreros como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán más caso” (Mt 6, 5‑8).
 
Los argumentos de los defensores de Dios, de una aparente factura lógica muy sólida, se quedan en pura formalidad y no logran mover el corazón humano hacia la solidaridad. Es posible que lleguen a demostrar la existencia de Dios con una sarta de razonamientos perfectamente encadenados, pero a costa de sacrificar al prójimo, delante del cual pasan de largo como el levita y el sacerdote de la parábola del «Buen Samaritano» ante la persona malherida. Algo parecido les sucede a los amigos de Job, que estrujan la mente buscando razones en favor de Dios, pero son incapaces de comprender el sufrimiento de su amigo y de com‑padecer con él. Su obsesión por salvar a Dios les lleva a declarar culpable a Job de acusaciones que no pueden probar. Con tal de preservar al Omnipotente de cualquier crítica, todo les está permitido, hasta cargar sobre el amigo pecados que no ha cometido. Los amigos de Job, como los actuales apologetas de Dios, terminan por ser charlatanes de feria, que repiten la misma retahíla con fines comerciales. Además de insolidarios con el sufrimiento ajeno, son necios, y sus razonamientos en favor de Dios no hay quien se los crea. Mejor así, porque el «dios» que se fabrican es lo más parecido a los tiranos de la historia o a la proyección de «dios» desenmascarada por Feuerbach. Con razón afirma Camus a este respecto que nunca vio morir a nadie por defender el argumento Ontológico.
 
En este ámbito, los creyentes de las diferentes religiones no pueden responsabilizar de la crisis o muerte de Dios a sus críticos. Es, más bien, en los propios creyentes en quienes recae la responsabilidad principal de dicha crisis, como ya advirtiera el concilio Vaticano II en un texto antológico de lúcida autocrítica sobre la génesis del ateísmo moderno: «Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios» (GS 19).
 
 

  1. Versiones contrapuestas de Dios

 
A las tres incoherencias apuntadas por el Vaticano II —descuido de la educación religiosa, exposición inadecuada de la doctrina y falta de testimonio— quizá haya que sumar una cuarta, más grave si cabe: la dificultad —por no decir imposibilidad— de compaginar las imágenes tan dispares y contrapuestas que los cristianos y las cristianas transmiten de Dios.
 
Mientras el Dios del «dictador cristiano» Pinochet legitima la represión contra el pueblo, a través de un cruento golpe de Estado, para salvar del comunismo a la civilización cristiana, donde cree estar más protegido y amparado por el poder, el Dios de los mártires cristianos Monseñor Romero y Ellacuría arriesga su vida poniéndose del lado de los pueblos crucificados, corriendo su misma suerte y convirtiéndose Él mismo en «Crucificado».
Mientras el Dios de Martin Luther King defiende la igual dignidad de todos los seres humanos, como hijos suyos que son, y no permite discriminación alguna por el color de la piel, el Dios de Pieter Botha, por una parte, y de muchos cristianos norteamericanos, por otra, legitima la segregación racial. Mientras creyentes de distintas religiones rezan a sus dioses en actos ecuménicos en favor de la paz, los líderes políticos los invocan como señores de la guerra, como hicieron Sadam Hussein y George Bush en la guerra del Golfo.
 
Mientras Ernesto Cardenal intenta compaginar —con el evangelio en la mano—­ su experiencia mística de Dios y el sentido poético de la fe con el compromiso por la liberación de su pueblo, Juan Pablo II apela al Dios apolítico para echar en cara al ministro cristiano de Cultura de Nicaragua su apuesta por la revolución. Mientras Leonardo Boff presenta al Dios trinitario como liberador de los pobres y oprimidos, el cardenal Ratzinger pone una mordaza en los labios del teólogo brasileño, como en los mejores tiempos de la Inquisición, y le prohíbe hablar del Dios liberador porque provoca escándalo entre los cristianos.
Mientras el moralista Bernhard Haring presenta a Dios como fuente de una ética de la responsabilidad y a Jesús como principio del seguimiento en libertad, y se niega a confundir a Dios y a la Iglesia con la Congregación para la Doctrina de la Fe, los funcionarios de dicha Congregación, apoyándose en un Dios represor de la sexualidad y enemigo del cuerpo, le amonestan, le someten a un severo proceso y le acusan de desviarse de la doctrina moral del Vaticano. Fue tan degradante el trato recibido por Häring durante el proceso eclesiástico, que llegó a hacer esta afirmación verdaderamente escalofriante: «Preferiría encontrarme nuevamente ante un tribunal de Hitler»; para añadir a continuación: «Sin embargo, mi fe no vacila».
 
Mientras el Dios de Pedro Casaldáliga y de los posseiros sale en defensa de los derechos de los campesinos e indígenas, apuesta por una «Tierra sin males» y afirma que «El Verbo se hizo indio», el dios de los fazendeiros alquila a matones para eliminar a los campesinos e indígenas que claman por la tierra, con la que se sienten identificados.
Mientras el dios nazi legitima a Hitler como defensor de la pureza de la raza aria y justifica el Holocausto como medio de purificación del pueblo judío maldito, el Dios de las víctimas se pregunta, entre la perplejidad y el desconcierto, dónde estaba Dios cuando las víctimas eran eliminadas en los crematorios de los campos de concentración.
 
¿Cómo compaginar tantas y tan contrapuestas imágenes de Dios? Es muy difícil, por no decir imposible. Y esto provoca desconcierto y escándalo entre propios y extraños. Dios entra en competencia consigo mismo y termina por auto‑negarse. Aun cuando la imagen que mejor responde al Dios de los profetas, de Jesús y de los principales fundadores religiosos es la de Sobrino, Ellacuria, Gandhi, Luther King, Casaldáliga, etc., en el imaginario colectivo ha quedado introyectada, cual foto fija, la del Dios déspota, represivo, segregacionista. Y en ese Dios no se puede creer, y menos aún confiar. Mejor que haya cada vez más ateos de ese dios, que es un ídolo.
 
 

  1. «Venciste, Galileo»

 
Desde el punto de vista cultural, el futuro de Dios depende de los contextos y de las condiciones de plausibilidad que se den en los climas sociopolíticos y culturales. Y aquí conviene recordar las previsiones hechas por no pocos sociólogos de la religión e importantes pensadores postreligiosos —incluidos los «teólogos de la muerte de Dios»— a lo largo de todo el siglo XX sobre la secularización. Se anunció, con la solemnidad de una profecía, que el proceso de secularización iba a extenderse como una mancha de aceite por todas las sociedades occidentales; que las religiones no lograrían sobrevivir al siglo XX y se convertirían en un fenómeno residual, sin relevancia sociocultural alguna; que la fe quedaría recluida en el estrecho espacio de la conciencia y sólo sobreviviría en los corazones de las personas creyentes; que el anuncio nietzschiano de la «muerte de Dios» estaba a punto de hacerse realidad. Se creía que el avance del pensamiento crítico de la modernidad llevaba consigo el retroceso del pensamiento mítico de las religiones; que las luces de la razón eliminarían el oscurantismo de las creencias. Cuanto más territorio ganaba la modernidad, más perdían las religiones. Más aún, se consideraba la supresión de la religión como un factor de progreso y de emancipación de la humanidad.
 
Además, el final de las religiones parecía corresponderse con el final de las ideologías y de las utopías. Eliminadas las tres en lo que pudieran tener de incontrolables y subversivas, ya no había lugar para sobresaltos: todo estaba bajo el control de la razón instrumental.
El sociólogo francés Émile Poulat resumía la mentalidad liquidacionista de la religión, que caracterizaba a algunas corrientes de la modernidad europea, en este texto antológico con el que termina su libro Iglesia contra burguesía: «Has vencido, Galileo… Has vencido, modernidad, y eso te confiere legitimidad histórica. Nos dominas, nos tienes en un puño, nos arrastras quién sabe adónde, y a eso se debe el que, ineludiblemente, se nos pregunte tanto sobre ti, cada vez más y por todas partes».
No pocos cristianos y cristianas hicieron suyas las tesis de los sociólogos de la secularización. ¿Cómo? Ofreciendo una interpretación no religiosa del cristianismo, vaciando la fe de sus dimensiones simbólicas, y místicas, y reduciéndola a su vertiente ética y a su funcionalidad sociopolítica. Ser creyente en plena era de la modernidad exigía renunciar a las adherencias míticas del mundo religioso en que uno había sido educado.
 
 

  1. El retorno de Dios, contra todo pronóstico

 
Sin embargo, ya entrados en el siglo XXI, las previsiones liquidacionistas de Dios y de la religión están muy lejos de cumplirse, y sus autores no podrían ganarse la vida como adivinos. Haciendo un poco de historia, cabe recordar que, a finales de la década de los 70 del siglo XX, se produjo la llarnada «revancha de Dios» o «sorpresa divina». Algunas religiones recuperaron el protagonismo político y social que habían perdido en décadas anteriores, tanto en Occidente como en Oriente. Sus dioses, tras un largo período de silencio y ocultamiento impuestos, se tornaron visibles a través de regímenes teocráticos, se hicieron audibles por medio de los telepredicadores fundamentalistas y desplegaron algunos de sus viejos atributos más arrogantes y peligrosos para los mortales: omnipotencia, intolerancia, agresividad. Sus líderes religiosos salieron de los recintos sagrados en que vivían recluidos, entraron en la vida pública y tomaron las riendas de los poderes del Estado, imponiendo por decreto a la ciudadanía el propio sistema de creencias y unas normas estrictas de moralidad, sin respetar ni la libertad religiosa ni la de conciencia.
 
Durante la última década, el factor religioso ha vuelto a convertirse en un elemento fundamental en la configuración de la identidad cultural de algunos pueblos. Cada religión ha recurrido a su Dios unas veces para legitimar guerras, invasiones, agresiones y hasta «intervenciones humanitarias»; otras, como estandarte de la independencia nacional; otras, como punto de apoyo de la resistencia popular; y siempre como piedra arrojadiza contra otros dioses.
 
Si de la recuperación de la función socio‑política de las religiones, pasamos al ámbito de la experiencia, puede observarse una revalorización de la subjetividad de la fe, que se corresponde con el proceso de desinstitucionalización de las creencias y de las instituciones religiosas. El escritor y político francés A. Malraux anunció que el siglo XXI sería espiritual o no sería nada. Y no parece que se equivocara en el pronóstico. Estamos asistiendo a un despertar religioso que tiene múltiples y heterogéneas manifestaciones, y que resulta difícil de tipificar. Una de ellas la constituyen los llamados nuevos movimientos religiosos, que los sociólogos de la religión tienden a tipificar en torno a tres grupos: los fundamentalistas, los de inspiración oriental y los psicológico‑terapéuticos. La mayoría de ellos suelen dar prioridad a la experiencia directa de lo divino sobre los razonamientos y al fervor emocional sobre el pensamiento racional. Operan con una concepción holística —no fragmentada— de la realidad y se apoyan en certezas intuitivas, más que en verdades dogmáticas (salvo en el caso de los fundamentalistas). Buscan una comunidad de apoyo para la reafirmación del yo y, a veces, adoptan actitudes contraculturales. Algunos movimientos, sin embargo, fomentan en sus seguidores actitudes sociales y políticas acríticas, cuando no los alejan de la realidad.
 
 

  1. El tiempo de los místicos: Dios como «silencio del universo»

 
El teólogo alemán K. Rahner predijo que la persona religiosa del siglo XXI sería mística o no sería nada. Y parece haber acertado. En plena crisis de las religiones, estamos asistiendo a una revalorización de la mística tanto en sus formas profanas como religiosas, que nada tienen de alienantes y mucho de subversivas. Einstein, por ejemplo, ve en la mística la fuerza inspiradora de la ciencia y el arte: «La más bella emoción que podemos tener es la mística. Es la fuerza de toda ciencia y arte verdaderos. Y para quien esta experiencia resulte extrana, es como si estuviera muerto».
 
La mística es el grado sumo de la experiencia religiosa y el elemento de mayor convergencia entre las religiones. En vano se buscaría en la historia de las religiones resto alguno de conflicto entre los místicos, pues lo que  predomina en ellos es una espiritualidad afín en sus rasgos fundamentales. La religión, creía Bergson, es «la cristalización, operada por un enfriamiento intelectual, de lo que la mística vino a depositar, incandescente, en el alma de la humanidad». La idea de Dios, que constituye una de los principales fuentes de divergencia entre los teólogos de las distintas religiones, se convierte en punto de coincidencia entre los místicos. Para ellos, Dios es el indecible, el innombrable, el irrepresentable, el elusivo, el sin principio ni fin, el ser gratuito pero no superfluo, como afirmara González Ruiz en el título de uno de sus libros más bellos.
 
Los místicos y las místicas presentan a Dios como la «Nada pura y desnuda». Así Hadewijch de Amberes, Ruysbroeck y el Maestro Echkart. Este último desconfía de toda manifestación divina concreta y de las mediaciones con que pudiera representarse a Dios. La visión nocturna es la que mejor expresa la nada de Dios. En la mística ser y nada coinciden: «El ser no es sino la nada; la nada no es sino el ser», leemos en el poema Escritura de cincel del espíritu creyente, de Seng‑ts’an. La experiencia de Dios es vivida como inmersión en el abismo de la incognoscibilidad sin fondo. Dios es Misterio y, como tal, inmanipulable y contrario a la magia, ajeno a todo utilitarismo religioso.
 
Al Dios de los místicos parece referirse el escritor y premio Nobel José Saramago cuando escribe: «Dios es el silencio del Universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio». Para los teólogos ortodoxos de las religiones teístas esto quizá sea decir poco. Para mí es suficiente. Decir más me parece una irreverencia para con Dios y una falta de respeto hacia el Misterio que se esconde en él. Los místicos se sitúan, así, dentro de la mejor tradición judía de la prohibición de las imágenes (teología negativa por excelencia): «No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra… No te postrarás ante ellas ni les darás culto… No pronunciarás el nombre de Yahvé en falso» (Ex 20,4.5.7).
 
 

  1. La mística, en el horizonte del sentido

 
Habrá quien, desde posiciones racionalistas, siga repitiendo la vieja cantinela de que la mística es antiintelectualista y puramente emocional, y que se mueve fuera de la órbita de la razón. Pero los más recientes estudios interdisciplinares parecen desmentirlo. Lo que muestran, más bien, es que en ella se compaginan armónicamente el intelecto y la afectividad, la espiritualidad y la teología, la experiencia y la reflexión, la facultad de pensar y la de amar.
Tampoco tiene mucha consistencia la acusación de ahistórica que se lanza contra ella. La mística tiene mucho de sueño, es verdad. Pero el sueño está cargado de utopía. Y, como afirma Walter Benjamin, la utopía «forma parte de la historia». Ciertamente, la utopía se ubica en el corazón de la historia, pero no acomodaticiamente y a ras de suelo, sino críticamente y en el nivel de profundidad.
 
Sobre la mística y el Dios de los místicos pesa otra acusación: que huye de la realidad como de la quema y se recluye en la soledad‑individualidad de la contemplación por miedo a mancharse las manos. A ello cabe responder con Cristina Kaufmann que la mística «es el dinamismo interno de toda actividad solidaria y creativa del cristiano. Crea personas de incansable entrega a los demás, de capacidad de transformación de las relaciones entre las personas, ya que hace vivir al sujeto en consciente y opeativa comunicación con la fuente misma de la vida: Dios».
 
A la experiencia mística se la acusa también de que, en ella, el sujeto se diluye en Dios, se pierde en el abismo de la trascendencia y desaparece. No es ésta, sin embargo, la impresión que se tiene leyendo a los místicos. Sin sujeto no hay experiencia religiosa. Él es el verdadero protagonista de la vida de fe. La experiencia mística implica a la totalidad del sujeto, que, en su relación con Dios, se siente transformado y enriquecido en sus facultades cognitivas y afectivas. He aquí dos textos de Angelus Silesius: «Yo sé que, sin mí, Dios no puede vivir ni un instante. Si yo me aniquilo, Él tiene que dejar necesariamente el espíritu»; «Yo soy tan rico como Dios, no puede existir ninguna partícula que yo, hombre, créeme, no tenga en común con Él». El Maestro Echkart lo ratifica en un texto enigmático: «Por eso ruego a Dios que me vacíe de Dios, pues mi ser esencial está por encima de Dios, en la medida en que comprendemos a Dios como origen de las criaturas… Soy la causa de mí mismo según mi ser, que es eterno, no según mi devenir, que es temporal… En mi nacimiento (eterno) nacieron todas las cosas, y si (yo) hubiera querido no habría sido ni yo ni todas las cosas; pero si yo no hubiera sido, tampoco habría sido Dios: que Dios sea Dios, de eso soy yo una causa; si yo no fuera, Dios no sería Dios”.
 
A la mística se la echa en cara, finalmente, que fomenta el conformismo. Pero la crítica tampoco parece resistir un análisis en profundidad. Los místicos suelen ser incómodos al sistema, tanto religioso como político, por su carácter subversivo y desestabilizador. Sus experiencias son objeto de estricto control por parte de los inquisidores. Sus mensajes están en el punto de mira de los poderes doctrinales, verdaderos cancerberos de la fe. Veamos dos ejemplos. Juan de la Cruz fue detenido y encarcelado por los enemigos de la reforma carmelitana. El Maestro Eckhart fue controlado siendo profesor de teología y formador, y, poco más de un año después de su muerte, el papa Juan XXII hacía pública una Bula en la que condenaba una serie de proposiciones sacadas de sus obras.
La mística se sitúa en el horizonte del sentido, y el Dios de los místicos tiene mucho que ver con dicho horizonte. Por eso me parece que tiene futuro.
 
 

  1. En la senda de la liberación, de la vida y de la esperanza

 
También tiene futuro el Dios de la libertad y de la liberación, de la esperanza y de la compasión, de la justicia y de la vida, que está en la base de las teologías de la liberación y de los movimientos de solidaridad de todas las religiones. Es el Dios que, como en el Éxodo, escucha el clamor de los pueblos oprimidos; el Dios de los profetas que detesta los sacrificios, los actos de culto vacío, y para quien el verdadero ayuno es partir el pan con el hambriento y liberar a los cautivos de sus cadenas. Es el Dios que se resiste a mirar al pasado, y llama a dirigir la vista al futuro, donde se encuentra lo nuevo, como dice el Segundo Isaías: «No recordéis el pasado, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,18). Precisamente el futuro, como afirma Moltmann, es una dimensión constitutiva del Dios de la Biblia.
 
Es el Dios que defiende la vida, sobre todo la de los pobres, que siempre se ve amenazada por peligros de todo tipo: hambre, persecuciones, inmigración, discriminación por razones religiosas, étnicas, sociales, culturales, de género, etc., frente a los ídolos —sobre todo económicos— de muerte, que exigen sacrificios para aplacar su ira, pero no sacrificios cualesquiera, sino la vida de los pobres.
Es el Dios que defiende la vida de la naturaleza, frente a los ídolos que la depredan y la sacan el jugo hasta dejarla exhausta; el Dios de la misericordia, que cancela a los empobrecidos la deuda impuesta por los poderosos, frente a los dioses del neoliberalismo, que exigen pagar hasta el último céntimo de una deuda surgida de la explotación.
 
Es el Dios al que se accede no a través de complicadas operaciones mentales, sino «contemplándolo y practicándolo» (G. Gutiérrez). Como afirma Jon Sobrino, al Dios liberador se le va conociendo en la praxis de la liberación, al Dios bueno y misericordioso en la praxis de la bondad y de la misericordia, al Dios escondido y crucificado en la fidelidad en la persecución y martirio, al Dios de la utopía en la praxis de la esperanza. Es, en fin, el Deus humanisimus del que habla el teólogo holandés Edward Schillebeeckx.
Todavía habrá quien se pregunte cómo puedo asociar dos concepciones y experiencias de Dios tan dispares como la de la mística y la de la liberación. Mi respuesta es que no hay tal disparidad, como muestra L. Boff cuando define al cristiano/a como contemplativo/a en la liberación.
 
El Dios de los místicos y de la liberación no tiene nada de Omnipotente, al estilo de los poderosos de la tierra. Cuando las religiones se empeñan en presentar a Dios con el atributo de la omnipotencia, lo convierten en dueño y señor de vidas y haciendas, que se pone del lado de los dictadores y aplasta a las personas sin poder. Ese Dios, que ha estado vigente durante muchos siglos, carece de futuro.
Sí tiene futuro, sin embargo, el Dios que aparece como víctima, débil, sufriente, crucificado. «Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo —escribía el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer el 16 de Julio de 1944 desde una prisión nazi— y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mateo 8,17 indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y sus sufrimientos… Sólo el Dios sufriente puede ayudarnos».
 
 

  1. Adiós al Dios del teísmo

 
El Dios del teísmo carece de presente y de futuro. «Dios está por encima del Dios del teísmo”, afirma Paul Tillich, quien aboga por superar los teísmos y desenmascara a los dioses que se esconden tras ellos. El teísmo político enfunda a Dios en una retórica hueca y lo invoca para causar impacto en el auditorio y como garantía del cumplimiento de las promesas de los políticos, que nunca llegan a cumplirse y, en consecuencia, sumen a Dios en el más profundo descrédito. La palabra «dios» en sus labios está vacía de contenido. Ese teísmo debe ser superado porque resulta irreverente y está siempre del lado del poder de los dictadores. Pero también hay que superar al Dios del teísmo teológico, que es un ser aparte de los demás seres y una parte de la realidad total, su parte más importante, es verdad, pero, en definitiva sometida a la totalidad. Ese Dios priva al ser humano de su subjetividad. Aparece como el tirano invencible, que no permite el desarrollo de la libertad de los demás seres. «Este es el Dios —matiza Tillich— que Nietzsche dijo que había que matar porque nadie puede tolerar el ser convertido en un mero objeto de un conocimiento absoluto y de un control absoluto».
 
Volvemos así de nuevo al Dios de los místicos, que es supraespacial y supratemporal, y está por encima de cualquier representación de Dios. El ser humano sólo puede hablar de Dios por medio de símbolos. Éstos apuntan hacia Él, pero no coinciden con Él ni lo agotan. Todo conocimiento de Dios es un conocimiento simbólico. Todo confesión de Dios no pasa de ser un símbolo de la fe. A este Dios no se le puede matar del todo, por mucho que lo pretendan los distintos ateísmos, dice Tillich. Sólo se puede matar a los ídolos. Dios siempre vive y pervive porque está «en el fondo del ser».
 
 

  1. La muerte del Dios de la teodicea

 
El Dios de la teodicea, defensor a ultranza de su omnipotencia e insensible al sufrimiento de las víctimas, hace mucho tiempo que está herido de muerte, si no muerto del todo. Primero fue Epicuro quien, con su conocido argumento —constantemente reformulado a lo largo de la historia de la filosofía—, puso en cuestión la incompatibilidad entre la bondad y la omnipotencia de Dios. El filósofo Pierre Bayle, veinte siglos después, aplicó el argumento epicúreo a la inevitabilidad o no, por parte de Dios, del pecado original, que, según la doctrina tradicional, es la causa de todos los males posteriores y de la muerte.
Voltaire volvió a retomarlo con motivo del terromoto de Lisboa, sucedido el 1 de noviembre de 1775, que le sirvió de base real para mofarse de Leibniz, cuyo optimismo había compartido antes. «El terremoto de Lisboa —constata Adorno— bastó para curar a Voltaire de la teodicea leibniziana». Y sigue afirmando en referencia a la negatividad de la existencia después de Auschwitz: «Pero la abarcable catástrofe de la primera naturaleza fue insignificante comparada con la segunda, social, cuyo infierno real a base de la maldad humana sobrepasa nuestra imaginación”. Hasta la capacidad de la metafísica quedó paralizada después de Auschwitz, «porque lo ocurrido le deshizo al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experencia».
Luego vino Kant quien decretó el fracaso de toda teodicea. En este asunto, dijo, no se trata tanto de razonar ingeniosamente cuanto de ser sinceros reconociendo la incapacidad de nuestra razón y de ser honrados no falseando nuestros pensamientos. Así lo expresó en un breve y lúcido texto que lleva por título Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea.
 
Dostoievski y Camus lo reformularon en toda su radicalidad a partir del sufrimiento de los inocentes, que constituye todo un grito y una rebelión contra Dios. Las víctimas que aparecen en las obras de estos autores someten a Dios a un juicio moral. Ivan Karamazov se rebela contra la creación divina donde sufren los niños. «No es que no admita a Dios, Aliosha —firma en la novela de Dostoievski Los hermanos Karamazov—; me limito a devolver respetuosarnente el billete”. En Camus, la indignación de la razón contra la creación lleva derechamente a la negación de Dios. Reformulando el viejo argumento de Epicuro afirma: «Se conoce la alternativa: o bien somos libres y Dios todopoderoso es responsable del mal, o bien somos libres y responsables, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escuela no han añadido ni quitado nada a lo decisivo de esta paradoja».
 
 

  1. Hablar de Dios, creer en Dios y orar a Dios, después de Auschwitz

 
Los filósofos judíos se preguntan si se puede hablar de Dios, creer en él y rezarle después de Auschwitz. Para Elie Wiesel, Dios y Auschwitz son incompatibles, pues el primero es la Creación, mientras que el segundo es la Destrucción Total. Pero, a la vez, ambos son inconcebibles, inexpresables; pertenecen a la esfera del (M)misterio, con mayúscula y minúscula. Hans Jonas, en su conocido artículo El concepto de Dios después de Auschwitz. Una voz judía plantea dos objeciones a la idea tradicional de un poder divino absoluto e ilimitado: una, lógica; otra, teológica. Y concluye su razonamiento de manera contundente: «¡No es un Dios omnipotente!». Prefiere hablar de un Dios sufriente, un Dios que deviene, un Dios involucrado en el devenir de la creación —ser humano y naturaleza—. A la hora de elegir entre la omnipotencia y la bondad sacrifica la primera y opta la segunda.
 
La teodicea falsea la realidad y se olvida del dolor de las víctimas. Por ello constituye, según la certera observación de W. Oelmüller, un auto‑engaño para quienes la elaboran, un engaño para los otros, especialmente para las víctimas y, como dijera el libro de Job, un insincero «embuste para Dios».
Tras este rápido recorrido cabe concluir con Georg Büchner, en su obra teatral La muerte de Danton, que el sufrimiento es la roca del ateísmo.
 
Contra la teodicea se levanta hoy con especial severidad la teología feminista, que la considera, a mi juicio con razón, una invención de la teología patriarcal y sospecha que se trata de una evasión ante el sufrimiento, más aún, de una negación del sufrimiento. Frente al intento de la teodicea de defender a Dios, Sölle se pregunta si existe una defensa de Dios que no sea satánica. Y sigue interrogándose: «¿Por qué los seres humanos adoran a un dios cuya cualidad más importante es el poder, cuyo interés es la sumisión, cuyo miedo es la igualdad de derechos? ¿Por qué vamos a adorar y amar a un Ser que no sobrepasa el nivel moral de la cultura actual determinada por varones, sino que además la estabiliza?». La teología feminista prefiere hablar de Dios como «Fuente de todos los bienes», «Viento vivo», «Agua de la vida», «Luz», etc. y utilizar símbolos que expresen no sacrificio, entrega o sumisión, sino comunión, como, por ejemplo, Dios Amor o Dios en el fondo del ser. n
 
Juan José Tamayo-Acosta
estudios@misionjoven.org
 Tomo la cita de H. WALDENFELDS, Dios, futuro de la vida,  Sígueme, Salamanca 1996, 71.
 Tomo la cita de A. RICCARDI, Las religiones en el siglo XX. Entre el diálogo y la violencia, en: «Concilium» 273(1997), 111.
 H. BERGSON, Les deux sources de la morale et de la religion, PUF, París 1959, 1177.
 Cf. J. MARTÍN VELASCO, El fenómeno místico. Estudio comparado, Trotta, Madrid 1999.
 C. KAUFMANN, «Mística», en: C. FLORISTÁN-J.J. TAMAYO (EDS.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1983, 203-204.
 Tomo las citas de E. BLOCH, El cristianismo y el ateísmo, Taurus, Madrid 1983, 203-204.
 ECKHART, El fruto de la nada, Siruela, Madrid 1998, 80.
 Cf. L. BOFF, «Contemplativus in liberatione. De la espiritualidad de la liberación a la práctica de la liberación», en: E. BONNIN (ED.), Espiritualidad de la liberación, DEI, San José (Costa Rica) 1982, 49-59; S. GALILEA, La liberación como encuentro de la política y de la contemplación: en: «Concilium» 96(1974), 313-327.
 D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Ariel, Barcelona 1969, 210.
 Cf. P. TILLICH, El coraje de existir, Laia, Barcelona 1973, 173 ss.
 Ibíd., 176.
 Cf. J.A. ESTRADA, La imposible teodicea, Trotta, Madrid 1997.
 TH. ADORNO, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid 1984, 361-362.
 Cf. La edición del mismo de la Facultad de Filosofía, Universidad Complutense, Madrid 1992.
 Cf. J.J. TAMAYO-ACOSTA, Para comprender la crisis de Dios hoy, Verbo Divino, Estella 21999, 200-215.
 F. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamazov, Cátedra, Barcelona 1992, 394-395.
 A. CAMUS, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid 1996, 260-261.
 Cf. J.B. METZ-E. WIESEL, Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid 1996.
 H. JONAS, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona 1998, 205.
 W. OELMÜLLER, No callar sobre el sufrimiento, en: J.B. METZ (DIR.), El clamor de la tierra, Verbo Divino, Estella 1996, 81-85.
 Cf. G. BÜCHNER, Obras completas, Madrid  1992.
 D. SÓLLE, Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona 1996, 29.