El futuro de la pastoral: de parte de los pobres y excluidos

1 octubre 2001

 PIE AUTOR:
Toni Catalá es director de «Estela» (Escuela de Teología para Laicos) en el «Centro Arrupe» de Valencia.
 
         SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Unir futuro de la pastoral con pobres y excluidos no se sino «plantearse desde la raíz el futuro de la evangelización». Siguiendo a Jesús para ser hoy «Buena Noticia», en principio, el artículo nos recuerda que «el Dios de la Vida tiene ver más con lo insignificante que con lo importante; más con ellos –sus preferidos– que con nosotros». Por eso, como Jesús de Nazaret, evangelizar ha de vincularse extrecha y fundamentalmente con las «prácticas del Reino»; no tanto con otros intereses… («¡con la dignidad del excluido no se juega!»). Por último, el autor se lamenta del olvido de tantos «santos inocentes», cuya recuerdo y cuya fiesta… ha terminado asociada a la broma.
 
 
 
 
 
Plantearse el futuro de la pastoral desde los pobres y excluidos es plantearse desde la raíz el futuro de la evangelización; no de un modo de evangelizar o de un ámbito de evangelización, sino el de la evangelización como tal. Si evangelizar es seguir siendo portadores de Buena Noticia en un mundo tan desquiciante y desquiciado, en el que siguen generando víctimas dioses crueles y violentos, que pueden anidar en el interior de cada hombre y mujer que nos llamamos creyentes, es urgente plantearse qué percepción de Dios es Buena Noticia. No toda percepción de Dios es Buena Noticia.
Este planteamiento lo tenemos que hacer con responsabilidad, humildad y mucha lucidez, no corren tiempos para ir jugando con lo de dios. Los dioses a los que estamos haciendo referencia en nuestro mundo, en el que la destrucción y el terror se están globalizando dramáticamente, no son precisamente portadores de Buena Noticia para la especie humana.
 
Tenemos que volver una y otra vez a la Buena Noticia de Jesús para que éste nos revele al Dios de la Vida. No es Buena Noticia la percepción de un dios absoluto cerrado sobre sí mismo, poder total, señor de vida y haciendas, dueño y amo, juez implacable de vivos y muertos, legitimador de la lucha a muerte entre el bien y el mal, dios nacional y tribal feroz defensor de territorios, ideologías e iglesias…; no nos engañemos que este dios no ha desaparecido de nuestras conciencias y sociedades, no nos engañemos porque sigue existiendo mucha violencia en los ámbitos religiosos, muchas tendencias de imponer la verdad, de anular y destruir lo diferente.
¿Es posible seguir hablando de pastoral después de lo que el 11 de Septiembre ha dejado al descubierto de nuestro mundo? Me pregunto esto porque no se si será una banalidad hablar de pastoral cuando las heridas de nuestro mundo, expuestas a la vista de todos, son tan grandes. Se nos impone mucha humildad en el planteamiento, pero los seguidores y seguidoras de Jesús nos tenemos que seguir cuestionando, preguntando y orando por dónde seguir caminando para seguir siendo portadores de Buena Noticia. Vamos una vez más a intentar que Jesús de Nazaret nos indique el camino.
 
 

  1. El Dios de la Vida

 
El Dios de la Vida tiene que ver más con lo «insignificante» que con lo «importante», tiene que ver más con ellos que con nosotros.
 
Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?». Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos.» Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquél que me ha enviado» (Mt 9,33-37).
 
En este pasaje evangélico encontramos claves que nos pueden ayudar a situarnos en esa preferencia del Dios de la Vida en referencia a sus criaturas más pequeñas.
Jesús va camino de Jerusalén para entregar su vida, todo el vivir de Jesús es un desvivirse por las criaturas, y los seguidores por ese mismo camino discutiendo quién es el más importante entre ellos. La percepción del Reino que tienen es la de un reino de prestigio e importancia, de relevancia… Esto supone que como el reino que esperan es de Dios, Dios tiene que ver con la importancia y la relevancia. Nosotros, agentes de pastoral, cuando nos descuidamos, cuando nos ensimismamos, seguimos cayendo en la trampa que cuanto más compromiso, más tiempo dedicado al «reino», más implicación en las tareas pastorales, etc., etc., más importantes somos. No lo diremos porque nos da vergüenza, y nuestras teologías nos lo impiden, pero eso no quiere decir que en el fondo no lo sintamos.
 
Jesús nos «revela» que los pequeños son los importantes delante del Dios Padre-Madre y Creador. Está percepción de Dios es «revelación», no sale ni de la carne ni de la sangre, no sale de nuestras oraciones, reflexiones y delirios. Aquí se invierten radicalmente los términos: ¿por qué no nos tomamos un tiempo todos los agentes de pastoral, todos aquéllos y aquéllas que queremos ser portadores de Buena Noticia, para recibir a los pequeños y que estos nos devuelvan al rostro del Dios Vivo?
No podemos olvidar que, dentro de la comunidad, en un contexto de discusión por la importancia y la relevancia, Jesús abraza a un niño; en Lucas y Mateo, Jesús no abraza al niño sino que lo pone en medio (¡es muy fuerte en Israel abrazar un niño!) porque les resulta muy escandaloso. Este abrazo supone que la evangelización es un asunto material, carnal, sensible; nos sobran papeles, materiales, ideas…, y nos hace falta mucha sensibilidad, y la sensibilidad solo la modifica la implicación concreta en la vida de los pequeños y los últimos. Pero venimos de tradiciones muy «espirituales» que temen pavorosamente a lo sensible, a lo carnal…, a los sentidos; no nos hemos librado de este temor y sólo modificando nuestra sensibilidad puede haber evangelización: La palabra se hizo carne.
 
Recibir a los pequeños y dejarnos recibir por ellos es redescubrir continuamente que nuestro Dios es un Dios implicado en sus criaturas y, como además es Padre-Madre, se implica de un modo apasionado por las más pequeñas e indefensas. El asunto de la preferencia por los pobres y pequeños no es un asunto primordialmente sociológico sino de sensibilidad teologal, porque nuestro Dios se revela en Jesús de este modo: como un Dios implicado.
Aquél que ha enviado a Jesús es el que trastoca nuestros ídolos y nuestros dioses para que nos podamos adentrar en la vida de un modo compasivo con la suerte de sus criaturas más pequeñas. En cada contexto nos tenemos que sensibilizar para descubrir a los pequeños e insignificantes, a los que pasan desapercibidos, a los que no interesan.
 
Jesús, poniendo en medio al niño, descentra a la comunidad de seguidores: la importancia delante del Dios de la Vida no está entre ellos, sino fuera de ellos. Impresiona este descentramiento porque hoy lo comunitario nos ensimisma: si la comunidad no es lugar de potenciación de vida, de impregnación de realidad para fijar la mirada en «los otros» –los que están al margen de ella–, la comunidad deja de ser cristiana. Seguimos anclados en unos planteamientos pastorales excesivamente eclesio-céntricos, excesivamente preocupados en hacer «cristianos y cristianas» y nos hace falta más que nunca volver la mirada a una creación y a unas criaturas de Dios cada vez más amenazadas en su existencia y en su dignidad. Urge recuperar una antropología teológica que dé densidad a nuestro estar y trabajar en el mundo, nos estamos clericalizando con modos sutiles pero con consecuencias nefastas, pues «fuera del redil» sabemos poco qué hacer.
Hace falta mucha generosidad y gratuidad para ese descentramiento comunitario y eclesial; el mundo está muy roto, las criaturas están sufriendo demasiado y perdiendo el sentido de su dignidad; y ante está situación, los seguidores y seguidoras de Jesús, damos una impresión a veces patética y penosa ante las que son de hecho nuestras preocupaciones pastorales que, en muchos contextos, desembocan en «pastores y pastoras» dando vueltas a las mismas «ovejas».
 
 

2. Los pequeños, los preferidos del Padre

 
Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño de ésos, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial (Mt 18,10) .
 
Esta afirmación nos la sabemos de memoria, pero no podemos dar por supuesto que saquemos todas las consecuencias de ella. Máxime con una pastoral en la que da la impresión que queremos seguir consiguiendo pertenencias eclesiales, sacar vocaciones y tener resultados del tipo que sean, más que ponernos en la piel de las criaturas que tenemos delante y dejarnos afectar por ellas.
Urge cambiar los presupuestos desde los que nos planteamos el trabajo pastoral. No siempre estamos persuadidos que el supuesto del que toda pastoral debe partir es que las criaturas que tenemos delante, por el hecho de serlo, son criaturas de Dios y que, conforme a dicha identidad, lo que tiene que hacer la pastoral es crear ámbitos en los que estas criaturas encuentren respiro y así puedan aflorar las potencias y latencias que llevan consigo como criaturas de Dios que son. Si no partimos de este supuesto, nunca las criaturas son tratadas en su dignidad de tales sino son objeto de trabajos para otros fines y no su propia dignidad de criaturas de Dios.
 
Sucede esto porque, a la hora de hacer pastoral con los pobres y los pequeños, no sabemos qué hacer con ellos, porque no valen para los supuestos que están operando de hecho en el planteamiento pastoral. Hoy, los pobres y los pequeños están expoliados de tantas cosas que no sirven para grupos, no tienen mucha capacidad de expresión, son muy inestables afectivamente y, por no servir, no sirven ni para solidarizarse; además no son agradables, no tienen conversación, están muy rotos y desquiciados… Entonces, caemos en la contradicción de decir que son los preferidos del Padre; sin embargo, en la práctica –como con ellos «no se puede hacer pastoral»–, los convertimos en objeto de consumo para la pastoral que hacemos con otros, enseñándolos en fotos y en nuestros materiales, pero con los que en la práctica no hay nada que hacer. Esos pequeños insignificantes siguen siendo los preferidos del Padre.
Esta contradicción es de lo más preocupante, porque los pequeños y los pobres no entran en nuestra pastoral, por lo menos en los presupuestos de nuestra pastoral, puesto que esos presupuestos solo valen para el niño-niña o joven, a ser posible blanco (ni gitano, ni negro, ni moro, ni del este…) y de familia cristiana, con una personalidad más o menos estructurada, que pueda entrar en una cierta dinámica grupal, esto es, con capacidad de expresión, un buen comportamiento y, al mismo tiempo, unas ciertas garantías de que pueda durar en un proceso de formación o de lo que sea. No estoy diciendo que no haya que hacer una «pastoral explícita» donde se pueda y deba hacer; lo que estoy afirmando es que evangelizar debe ser una tarea más abarcante, totalizadora, como es el estar generando procesos de todo tipo, educativos, de tiempo libre, de trabajo de calle, de acogida…, donde los pequeños sean reconocidos en su dignidad.
 
 

  1. Evangelización como «Prácticas del Reino»

 
Nuestro trabajo evangelizador hoy, en la mayoría de los contextos, es asunto de prácticas de liberación, de curación, de reconstrucción. Como he dicho, las criaturas están muy abatidas, desquiciadas y rotas; por eso más que nunca necesitan ser aliviadas.
Tenemos que volvernos para decir que Jesús de Nazaret no solo predica el Reino sino que lo anticipa en sus prácticas. Urge reflexionar este hacer de Jesús desde lo que queremos que sea nuestro trabajo evangelizador. Los «milagros» no son «milagros», son prácticas que alivian el sufrimiento de los pequeños y excluidos: «Jesús recorría Galilea entera, enseñando en aquellas sinagogas, proclamando la buena noticia del Reino y curando todo achaque y enfermedad del pueblo” (Mt 4,23). Nuestras prácticas evangelizadoras, serán prácticas del Reino en la medida en que, afectados por el dolor de las criaturas, sanen, alivien y creen contextos de vida.
 
Prácticas que nos piden mucha sensibilidad para no ideologizar ni utilizar el sufrimiento ajeno en provecho propio. Prácticamente, todos los «milagros» de curación –que acontecen cuando Jesús se encuentra por los caminos con los excluidos de la casa de Israel– terminan con un «vete en paz», «vete a casa». Jesús nunca cura para que le sigan sino por la dignidad herida de los Hijos de Dios. Tenemos que plantearnos, muy lúcidamente y con una cierta crueldad, por los intereses que nos llevan a acercarnos a las criaturas que viven al margen de nuestras «historias pastorales»; este acercamiento puede enmascarar intereses muy bastardos y blasfemos.
Con el sufrimiento de los pequeños no se trafica. Este es el reto que nos complica el cambio de presupuestos pastorales: acercarnos a los que están al margen supone una finura espiritual exquisita, el dolor de la gente –que es el dolor de Dios, porque Dios es Amor y esta dolido por lo que hacemos en este mundo con sus criaturas más indefensas– no se puede utilizar para nada, solo es cuestión de aliviarlo.
 
Jesús nunca hace «milagros» como actos de propaganda o para que se acredite su mensaje por la fuerza. Jesús no cura para que el curado y sanado le siga agradecido. Jesús no utiliza el sufrimiento del excluido. Sobre este asunto tenemos que reflexionar muy honradamente, tenemos que discernir el uso y abuso de la «imaginería» que utilizamos. Muchas veces da la impresión que los pobres y pequeños, «los otros», se han convertido en «materiales» para nuestra pastoral. ¿No tendrá algo que ver la prohibición bíblica de hacer imágenes de la divinidad con nuestra facilidad para hacernos imágenes de los excluidos?
Con la dignidad del excluido no se juega. No se trata de bloquear procesos, de «ensayar» nuevos modos del quehacer pastoral y evangelizador; se trata de adquirir mucha sensibilidad, mucha «finura espiritual»: se tendrá que manejar información, se tendrán que «explorar» nuevos territorios pastorales, se tendrá que ejercitar la vista, el oído y el olfato en estos contextos; lo que nunca se podrá es utilizar el sufrimiento y el dolor. Se nos seguirá imponiendo mucho silencio y mucha ascesis para no ser banales y fáciles en narrar historias de dolor, sufrimiento, y muerte. No se trata de silencios cómplices, se trata de incorporar un profundo respeto por las víctimas.
 
En el acercamiento y en la implicación con los pequeños y últimos, la realidad desquiciada y desquiciante nos pregunta al igual que le preguntó a Jesús: «¿Quién te mete a ti en esto, Jesús, Hijo de Dios Soberano?» (Lc 8,28). Esta pregunta la escucha el seguidor y la seguidora de Jesús que se adentra en los contextos de pobreza y exclusión, cuestionando nuestros «mesianismos» y precipitaciones avasalladoras. Esta pregunta no se escucha desde los paternalismos y asistencialismos. Tampoco se escucha desde el aparato ideológico. Se escucha desde la sensibilidad ante la dignidad de criaturas inherente a «los otros».
Esta pregunta se percibe cuando entran en colisión dos culturas, dos modos de percibir la realidad y de valorar. En esta colisión, el agente de pastoral que va dejando unos presupuestos pastorales y se va adentrando en nuevos presupuestos –en los que el importante es el pequeño y el último–, dilucida motivaciones e intereses. También pone entre paréntesis los propios referentes de sentido (lo que es bueno para mí), se relee la propia biografía relativizando –no negando– muchas adquisiciones (culturales, éticas, estéticas) tenidas como inamovibles; al mismo tiempo que se leen dinámicamente otros significados, se adquieren claves para entender lo que ocurre.
 
Entonces, se cae en la cuenta del poder de la palabra, poder que se convierte fácilmente en dominio sobre los otros. El poseer la palabra es la posibilidad de ir poniendo nombre, en interacción, a lo que el «otro» vive o de excluirlo más. También se cae en la cuenta de lo relativo de nuestras palabras, para aprender el valor del gesto. Pasar de la palabra a percibir realidades prelingüísticas como son gritos, llantos o cantos supone, como veíamos antes, una modificación de la sensibilidad.
Los «gerasenos» de nuestra periferia siguen necesitando de encuentros que creen contextos de vida, que lleven del «griterío» a la «palabra», de la «autolesión» a la «autoestima», de los «cementerios y sepulcros» a la «aldea», de los «grillos y cadenas» a estar «sentados y vestidos». Este proceso es liberador, pero lento y tenso porque son «legión» los demonios de la pobreza y de la anulación prepotente de lo insignificante y que no cuenta (cf. Lc 8,26-39). En el hacer Reino se experimenta muy pronto cómo esta sociedad prefiere tener a lo gerasenos en los sepulcros, fuera de la «aldea» y atados con grillos y cadenas. Y no se soporta que aparezcan fuera del contexto periférico asignado para ellos.
 
Para una nueva pastoral hacen falta nuevos territorios, pero estos territorios –cada vez más– los tenemos también dentro de casa, en nuestra vecindad, en nuestros colegios, en nuestras calles; no se trata de ir todos a la periferia cruda y dura, se trata de caer en la cuenta que los tenemos delante. No se trata de hacer piruetas ni estrambotes, se trata de mucha sensibilidad para dejarnos apasionar por las criaturas de Dios, se trata de tener un corazón compasivo que se enternece ante todas aquellas criaturas que van como ovejas sin pastor. No se trata de inventar nada, se trata de dejarnos impregnar por la Buena Noticia de Jesús.
 
 

  1. Recuperar la fiesta de los Santos Inocentes

 
Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, / mucho llanto y lamento: / es Raquel que llora a sus hijos, / y no quiere consolarse, / porque ya no existen” (Mt 2,16-18).
 
Siempre ha sido una causa de inquietud para mí el olvido de la fiesta de los Santos Inocentes; inquietud por tenerla asociada a la broma y a la «inocentada», perdiendo la hondura de su densidad teologal, sobre todo cuando se ha compartido la vida tantos años y con tantos «santos inocentes». Los poderes de este mundo, de todo tipo, siempre que se sienten amenazados generan unos mecanismos tan perversos que consiguen que lo paguen las criaturas inocentes. En nuestra pastoral urge, si es que miramos y sentimos más allá de nuestros círculos competitivos y de búsqueda de relevancia, el seguir oyendo «el clamor que se ha oído en Ramá», seguir oyendo a «Raquel que llora a sus hijos», una Raquel que sigue llorando en nuestro mundo concreto.
 
La modificación de la sensibilidad para evangelizar desde los pequeños y los últimos no la haremos solo, ni mucho menos, cambiando materiales, traduciendo lenguajes, con muchos cursillos, etc. La modificamos si esos llantos nos llevan a situarnos delante del Compasivo, pidiendo la gracia de que nos conmuevan el corazón. Cuando el corazón se conmueve, entonces, es más fácil encontrar caminos para una pastoral que dignifique y alivie; sin un corazón conmovido, la sordera ante el llanto permanecerá y, si permanece, nos blindamos ante lo que acontece; y, si nos blindamos, ya no somos portadores de Buena Noticia.
 
Sólo desde un corazón compasivo, atento a lo que acontece, en gratuidad y con humildad, podemos llevar adelante la Buena Noticia. Hoy, el agente de pastoral tiene que ser una criatura no tanto formada para liderar sino para servir, es decir, para desvivirse compasivamente. n
 

Toni Catalá, sj.

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