El futuro de los jóvenes

1 noviembre 2001

PIE DE AUTOR
Javier Martínez Cortés es profesor en la Universidad «CEU-San Pablo» y en el Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Hay un futuro «lógico» para los jóvenes conforme a las «tendencias dominantes» del presente, que apuntan hacia la desigualdad y, quizá por eso mismo, despierte la conciencia utópica. Pero, sobre todo, hay un futuro deseable en el que tenemos que implicarnos: un futuro más allá del mercado, un futuro de cooperación y solidaridad. «¿Tiene la religión un papel cívico que desempeñar en este futuro deseable para los jóvenes?»: de ello se ocupa la última parte del artículo, reconociendo los graves problemas que rodean la «imagen de Iglesia» y lo irrelevante que es hoy para los jóvenes.
 
 
«El futuro ya no es lo que era».
La frase irónica de Valéry trata de describir el desconcierto ante la aceleración del cambio social. La incertidumbre del futuro se hace presente a la conciencia. El dinamismo del cambio hace borrosos muchos de los esquemas mentales que nos sirvieron para gobernar nuestras vidas.
En su lugar, los nuevos perfiles de otra sociedad comienzan a emerger de la niebla de ese futuro en nuestro presente. Estos perfiles, ¿dibujan una sociedad mejor o peor que la que nos era familiar?
Cuestión probablemente ociosa, planteada de este modo global. La única certeza hoy posible es que será diferente. Y será también (si no queremos entregarnos al fatalismo aparente de los procesos sociales) lo que hagamos, o dejemos hacer, con ella.
Las generaciones adultas experimentamos una sensación de desconcierto. Los referentes tradicionales son cuestionados por la evolución del futuro. (El futuro ya no es lo que era).
 
Las generaciones de adolescentes y jóvenes, por el contrario, flotan en las nuevas aguas con la soltura aparente de la connaturalidad. El cambio aparece a sus ojos como un fenómeno lógico. Y deseable, porque el futuro les promete, -piensan- una vida más estimulante que la de sus padres.
Y es cierto que las perspectivas del desarrollo tecnológico (comunicación, desciframiento del genoma…) son fascinantes. Pero el mundo futuro que esbozan no es simplemente de color de rosa. La ilusión natural juvenil esconde en ocasiones cierta dosis de ansiedad ante un futuro que puede resultar mucho menos prometedor que lo imaginado.
Porque este desarrollo de las nuevas tecnologías está lejos de ser un fenómeno cuya expansión está guiada por una lógica benévola, que alcanza a todos por igual. Su control equivale al control del futuro. Las nuevas herramientas que pone en nuestras manos son objeto de gigantescos intereses económicos. Tales intereses son tan potentes que algunos de los fenómenos que provoca se imponen como fenómenos naturales, contra los cuales es irracional —e inútil— el oponerse. El ejemplo más inmediato y evidente sería el de la globalización. Aparece como un proceso imparable, de múltiples y complejos niveles (comunicativos, financieros, de mercado…) que se expande llevado de una lógica imparable.
 
Ahora bien, que sea efectivamente imparable en su tendencia a abarcar el planeta como una gigantesca red, no significa que sus actuales orientaciones no puedan ser modificables. Asimilada la sorpresa y el desconcierto, las voces que protestan comienzan a hacerse claramente audibles. Referentes éticos y de justicia aparecen de nuevo en el horizonte de lo que se juzgaba la era de la indiferencia posmoderna. El futuro lógico que marcaban las actuales tendencias, es cuestionado en nombre de un futuro más deseable (más humano).
En nuestra sociedad española, (atareada en los procesos de integración europea y situada en la zona ganadora con los procesos de globalización), el tema de una sociedad más justa no parece dejar huellas en la cultura dominante. Dormita entre los pliegues de un futuro, diluido en el imaginario juvenil por el individualismo que provoca el mercado, entre las promesas y las urgencias del presente,
 
 

 I                                             EL FUTURO «LÓGICO»

 

  1. Las tendencias del presente

 
El futuro tiene la mala costumbre de dejarnos en mal lugar cuando intentamos predecirlo. Pero si no hemos de entregarnos ciegamente en sus manos, nunca está de más el intento de prever hacia dónde conduce su lógica (a partir de la extrapolación de las tendencias hoy dominantes).
Si son tendencias dominantes, es claro que no son las únicas. Por tanto, existen contracorrientes (como es obvio en las modernas sociedades pluralistas). Pero también es claro que las que reciben la consideración de dominantes son las que dan el clima general de la cultura.
¿Y cuáles son estas tendencias, que lógicamente podrían configurar el futuro?
 
En primer lugar la consideración de un determinado regulador económico —el mercado— como regulador primario y cuasi-exclusivo de toda la realidad social. La concepción neoliberal de lo que es una «sociedad de mercado» se extiende no sólo a la esfera económica: incluye también un modelo de organización social de amplias consecuencias culturales. Porque produce también un nuevo tipo de individuo: el nuevo «sujeto social», portador de los valores neoliberales. (Es lógico: la economía fabrica también a sus portadores. En la universidad y en el propio mercado competitivo, al que hay que adaptarse).
 
Pero esa lógica deja sus huellas: no sólo en el individuo, sino en la sociedad. Y no todas son huellas benéficas. Las nuevas tecnologías alteran bruscamente las estructuras del mercado laboral. No todos los individuos están capacitados para adaptarse a la aceleración del cambio. Y esto afecta no sólo a las generaciones adultas, sino también a las jóvenes: el fracaso del sistema escolar, la dificultad para encontrar un puesto no precario en el mercado laboral, son rasgos del presente juvenil, en una sociedad que se define por el trabajo.
El esfuerzo político por crear empleo ¿logrará colmar la brecha entre la aspiración y la posibilidad de trabajar?
 
 

  1. El futuro desigual

 
Ya dijimos que el futuro no es propenso a dejarse predecir. Pero la realidad económica de hoy es la de un paro convertido en estructural. Es decir, incorporado a la misma estructura de la organización económica. (La teoría económica imperante la denomina significativamente «tasa natural» de paro. Tratar de eliminarla, según la doctrina neoliberal, equivaldría a fomentar la inflación: el enemigo máximo que debe ser combatido).
Por tanto, el futuro lógico es el de una sociedad crecientemente dual, dividida en dos grupos separados por un profundo foso: los que se integran en el mercado laboral en un puesto cualificado y los que no. Es decir, entre los que tienen acceso a los circuitos de consumo y bienestar, y los que no lo tengan.
 
A medio plazo, será una sociedad en la que las clases medias se adelgacen. La productividad creciente hará a la sociedad mucho más rica; pero el dinero estará concentrado en menos manos. Esto en las sociedades desarrolladas. Respecto al llamado Tercer Mundo, los informes del PNUD (Plan de las Naciones Unidas para el desarrollo) lo que viene a constatar cada cuatro años es el aumento de la brecha que separa a los países ricos de los pobres.
 
Este futuro de desigualdad progresiva, sin embargo, no engendra efectos políticamente revulsivos entre las generaciones jóvenes. (El nuevo sujeto social es fundamentalmente un conformista). No tanto —aunque también— porque viva predominantemente en el presente (un rasgo de la posmodernidad, que es más bien patrimonio de los estratos desprotegidos: es decir, de los que tienen menos futuro). Sino porque el auténtico «sujeto social» del futuro (los que se capacitan para protagonizarlo) lo encuentra aceptable, e incluso lo desea. Será un individualista posesivo, producto de la cultura dominante, a la que sabe adaptarse con una dosis de ambición, y una filosofía del éxito como base de su personalidad. El futuro asequible (para él) está aureolado por la fascinación del consumo y el control de las nuevas tecnologías. Es lo que Galbraith denominó «cultura de la satisfacción».
 
 

  1. ¿Y la conciencia utópica?

 
Si esto es así, ello equivale a afirmar que el potencial utópico que supone la idea de una «sociedad más justa» está siendo absorbido por las expectativas del desarrollo tecnológico. En él se encerraría la promesa de niveles de satisfacción vital indefinidamente crecientes. (¿Para todos?).
¿Y bastará el nivel del confort material para compensar el estrés y la fatiga de una competitividad que puede resultar agobiante? Es una cuestión a la que la cultura dominante es poco asequible. Sin embargo, ya con mucha antelación, Max Weber, al analizar la racionalidad moderna, la comparó a una «jaula de hierro» (una metáfora que ha hecho fortuna), en la que el individuo podía sentirse prisionero. Prisionero de su fracaso —por supuesto— , pero puede que también prisionero de su éxito. El esfuerzo por mantenerlo en una sociedad competitiva y móvil puede arruinarnos la felicidad de haberlo conseguido. El estrés es la enfermedad de muchos triunfadores.
 
Pero la sociedad contemporánea ha encontrado una respuesta suficientemente atractiva para la cultura dominante: compensar la «jaula de hierro» weberiana con una «jaula de goma» (otra metáfora expresiva; ésta de Gellner, un politólogo actual). La moderna industria del ocio, que implica un elevado nivel de consumo, constituiría la jaula de goma de nuestros días.
En la vida de las generaciones más jóvenes, el ocio ocupa hoy un lugar que los adultos a veces subestimamos. Los jóvenes se esfuerzan en que la manera de vivir su tiempo libre les distinga de las generaciones adultas. Y no sólo se ha convertido en un signo diferencial, sino que se ha constituido en espacio —y un tiempo preferido: la noche— utilizado para la autosocialización.
 
De manera que el futuro juvenil lógico, según la tendencia cultural dominante, podría definirse con las coordenadas de una «jaula de hierro« justificada por el deseo de acceder a una «jaula de goma» que encerraría —nunca mejor dicho— sus aspiraciones.
A ello habría que añadir una característica más, derivada del constante proceso de cambio acelerado: el desprestigio de las tradiciones (incluida la religiosa cristiana en Occidente), que son miradas como una reliquia envejecida, frente al innovador presente. La memoria histórica queda desplazada por la novedad de lo presente.
La consecuencia es la ausencia, en el horizonte de muchos jóvenes, de referentes del pasado que se consideren valiosos. Las imágenes de la publicidad y el consumo, la atención —muy legítima— a la propia corporalidad, constituyen sus referentes. Por variados que sean, poseen un punto en común: su inmediatez. (De ahí las dificultades actuales en los procesos de socialización de cualquier género que demande una conexión con la tradición: política o religiosa. Especialmente lo trascendente aparece como demasiado lejano).
 
¿Quién orientará, entonces, a los jóvenes en estos ámbitos de la posmodernidad que ignora las tradiciones? Sus maestros inmediatos parecen ser, por un lado, el clima de sus propios grupos de pares; por otro, el influjo omnipresente de los medios audiovisuales —y en fechas muy cercanas tendremos también las posibilidades que abre la conexión con Internet—. Cabría preguntarse si a lo que ocurre no contribuye por su parte una cierta dejación de responsabilidades de los adultos, asaltados por el desconcierto.
Para terminar una observación (¿consoladora?) ante esta visión poco halagüeña. Aunque suene a paradoja, forma también parte de la experiencia histórica el que los futuros lógicos no se realicen nunca del modo previsto. Los escenarios imaginados se alteran con variables inesperadas. Y una de ellas, suficientemente importante, es la libertad humana.
 
 

 II                                           EL FUTURO DESEABLE

 

  1. Más allá del mercado

 
Esta libertad tendría algo que decir y que hacer respecto al futuro deseable. Si no se es un neoliberal a ultranza, es posible convenir en que algunas perspectivas del «futuro lógico» son manifiestamente mejorables. (Los neoliberales son también leibnicianos, probablemente sin saberlo: piensan que el mundo regulado por el mercado es el mejor de los posibles. Cualquier alteración de las leyes del mercado traería peores consecuencias. Claro que es posible soñar con una sociedad de pleno empleo, opinaría un neoliberal. Pero ello equivaldría a calentar la economía; es decir, fomentar un consumo excesivo. Lo que tendería a elevar los precios y producir inflación).
 
Sin embargo, dejando aparte el tema del pleno empleo (en un trabajo relativamente no-precario), parece que es factible llevar políticas diferentes para una mejor distribución de la renta. ¿No sería deseable un futuro más igualitario? Porque la dinámica de competencia implacable genera, en los mismos países de la Unión Europea nuevas formas de pobreza. Van surgiendo así nuevos grupos de riesgo, que aparecen repetidamente en los informes económicos: parados de larga duración, mujeres, jóvenes que no han llegado al primer empleo, familias numerosas, habitantes de zonas rurales no reconvertidas… Todos estos grupos son resultado de la «mano invisible» del mercado.
 
Y si nos salimos del tema estrictamente económico ¿no sería deseable un futuro menos violento que el actual presente? Si volvemos la vista al siglo que expira, la violencia ha sido la realidad dominante.  La violencia tiene siempre una historia (en la que se apoya para justificarse). ¿No podremos aprender del pasado?
Pero la violencia de hoy es una realidad multiforme, que incluye a los países desarrollados y democráticos. Formas nuevas, que se alejan de la forma clásica de la guerra: el terrorismo, las mafias… Formas de otros tipos menos aparatosos: la familiar y la individual y aparentemente inmotivada (porque no hay animadversión hacia la víctima): dos muchachas asesinan a una compañera para saber «qué se siente»… Y por supuesto, se da una violencia más discreta, de tipo más estructural, que no es tanto la explotación (que también se da), sino la exclusión.
 
Se podrían esbozar así múltiples futuros deseables. Los modernos movimientos sociales (pacifismo, feminismo, ecologismo) luchan ya activamente por ellos.  Pero cualquiera de estos futuros requiere la existencia de sujetos comprometidos con su avance en las circunstancias concretas de su sociedad. Y la cultura dominante (la «cultura de la satisfacción») lo que logra es producir una mayoría pasiva. El futuro deseable y posible pasa, por tanto, por la modificación de la conciencia conformista y primordialmente sensible a los estímulos del mercado.
 
Pero cualquier forma de convivencia colectiva tiene presupuestos extraeconómicos, que no dependen del mercado. La competitividad es un factor importante en el dinamismo del desarrollo; pero el ser humano no es simplemente un «animal competitivo», sino ante todo un ser social (aunque sea manifestando una «insociable sociabilidad», según pensó Kant). La educación colectiva es el gran tema previo de cualquier futuro deseable.
¿Cómo convivir sin una ética cívica que establezca mínimos observados por todos? Sin una profunda educación de la misma, el instrumento del mercado ofrece un amplio margen social a mafias de distinto signo (drogas, prostitución, inmigrantes…). Como ya está ocurriendo en nuestro país. ¿Se considera esto un tributo inevitable que ha de pagar el Estado de Derecho a la sociedad de mercado?
¿Y cómo afrontaremos los problemas de una inevitable sociedad multiétnica, sin una educación previa a la tolerancia y a la comprensión de otras culturas —educación que el mercado no nos proporcionará—.
 
¿Y cómo arraigará en nosotros el respeto a la dignidad y los derechos de la persona, más allá del impulso a la maximización del beneficio, para el que el mercado nos entrena?
¿Y cómo afinar la sensibilidad de las próximas generaciones ante la intolerable desigualdad creciente en el planeta? (Hace 25 años, el 20 % de los países más ricos superaba en 75 veces la renta del 20 % de los países más pobres. Hoy la diferencia supera las 150 veces. El planeta lleva el camino de convertirse en una isla de riqueza y consumo, rodeada por un mar de miseria. Los hechos, a veces, se empeñan en ser demagógicos).
 
 

  1. La necesaria educación para la cooperación

 
El futuro, sin embargo no está inexorablemente predeterminado por la actual situación. Lo que ésta hace es advertirnos de que no se puede dejar sólo en manos del mercado (por muy invisible que sea su mano: desgraciadamente para muchos millones de personas, comienza ya a verse). Hay que educar la voluntad y el propósito de las generaciones venideras.
¿Quién lo hará? El papel del Estado en la promoción de la cultura cívica y la defensa de los derechos humanos es importantísimo. Como lo es el sistema de leyes. Pero no es autosuficiente y es frágil. Puede fomentarla, y su poder coercitivo puede ayudar a observarla, pero no suplirla. Porque la cultura cívica, el sentido de la justicia y el respeto a la dignidad de las personas constituyen lo que se ha llamado «hábitos del corazón».
 
La cultura cívica, como tal, de la que es sujeto toda la sociedad, no puede ser justificada por el Estado en una instancia sagrada trascendente, ni en una única antropología filosófica. (Las Estados occidentales son laicos y pluralistas) La cultura cívica es un producto humano especialmente cooperativo, y por tanto ajeno al «principio de competitividad» propio del mercado. Y como cultivo cooperativo de la libertad humana, es un logro siempre amenazado.
La escuela parece ser la gran instancia inculcadora de este principio cooperativo. Sin embargo, le han salido competidores en la socialización de las generaciones de adolescentes: los medios de comunicación social. Y con frecuencia se exhibe en ellos, hasta la saturación, una violencia gratuita, que la experiencia demuestra no ser educativamente inofensiva. ¿Pueden los educadores —y los poderes públicos— inhibirse en estas cuestiones a la sombra de la libertad de expresión?
 
 
 
 
 
 

  1. ¿Tiene la religión un «papel cívico»

que desempeñar en este futuro deseable?
 
A nuestro parecer, sin ningún género de duda, la religión es uno de los instrumentos más poderosos para el cultivo de los «hábitos del corazón». Y el «homo religiosus» debería ser identificado inicialmente como un buen ciudadano, dotado de una vigorosa ética cívica. Pero en la cultura europea, esta tarea cívica de las religiones para colaborar en la búsqueda de un futuro más deseable, parece tropezar con una importante dificultad: el cristianismo institucionalizado ha perdido capacidad de influjo. El discurso eclesiástico aparece como empobrecido y relativamente marginal en las sociedades modernas, laicas y secularizadas.
Si tratamos de concretar el fenómeno en la sociedad española, apuntaríamos someramente hacia dos factores inmediatos (sin pretender entrar en el debate sociológico sobre las complejidades de la secularización).
 
Son problemas que afectan a la percepción de los temas religiosos entre las generaciones jóvenes de la actual sociedad española.
 
¡ Uno sería la imagen de la institución que habla. ¿Cómo es percibida la Iglesia en el imaginario juvenil dominante? (Aun admitiendo el innegable pluralismo de los jóvenes en todas las cuestiones).
¡ Y el otro se referiría a lo que la institución dice. ¿Cómo es percibido su discurso eclesiástico en el mundo de las preocupaciones, y de las ocupaciones, juveniles?
 
 

 III                              IMAGEN DE IGLESIA Y «DISCURSO RELIGIOSO»

 
Respecto a la cuestión de la imagen de la Iglesia, no parece temerario sospechar que en una matriz cultural democrática las generaciones jóvenes (pese a todo su escepticismo político) son socializadas fundamentalmente en una mentalidad democrática. En este contexto, la Institución eclesial y sus usos vienen a percibirse por una buena parte de la juventud como excesivamente autoritarios, para sentirse atraídos. (Y hay que hacer notar que esto no tendría nada que ver con la cuestión teológica del origen de la Iglesia, que para nada aparece en el imaginario juvenil contemporáneo).
Si esto es así, parecería pastoralmente urgente transformar la percepción de esta imagen de la Iglesia. Convertirla de una «institución de autoridad» en una «institución de llamada», (por utilizar expresiones de M. Légaut). Una Iglesia que apelase a la libertad de las generaciones juveniles para tratar de construir un futuro más deseable para la mayoría de los hombres.
 
¿Qué hacer? La actitud inicial sería la de mostrar prácticas participativas en los ambientes concretos en los que entramos, educativa y pastoralmente, en contacto con los jóvenes. Ello no significa renunciar al uso de la autoridad, sino usarla de modo razonado y transparente. Implica una cercanía palpable —no meramente retórica— a los problemas de todos. Y una disposición a debatir las cuestiones antes de decidirlas. Estos usos no disminuyen la autoridad, sino que la legitiman y la acrecientan a los ojos de los jóvenes. La religión será vivida no como una imposición, sino como una apelación a la libertad de cada uno para participar en una empresa comunitaria.
 
Respecto al tema de la irrelevancia (para sus vidas), atribuida por los jóvenes al discurso eclesiástico, hay una primera cuestión que debería ser aclarada: lo que la Iglesia dice no llega a una mayoría de oídos juveniles.
Esto tiene unos antecedentes que están en la base de lo anterior: la socialización religiosa, incluida la de hijos de padres cristianos, falla ya desde las primeras etapas de la vida (aunque vayan a catequesis). La falta de interés religioso, que es ya perceptible en la post-confirmación, parece indicar que la formación recibida ha caído en un cierto vacío y es considerada por los jóvenes como algo meramente transitorio.
 
No es extraño pues que en momentos posteriores de su vida, los jóvenes tiendan a pasar (según su propio vocabulario) de lo que la Iglesia diga, por considerarlo irrelevante. Es un dato alentador, sin embargo, que el Papa consiga reunir muchedumbres impresionantes de jóvenes, de todos los países, en Roma con motivo del jubileo. Pero el carisma mediático del actual Pontífice no debe hacernos olvidar lo que indican los informes sobre la juventud española en materia religiosa. (Menos de una quinta parte de ellos asiste con regularidad a la misa dominical; y solamente un 3 % afirman escuchar en la Iglesia «las cosas más importantes» para su vida —según el último estudio de la Fundación Santa María—). Y la juventud es una etapa en la que el «hombre futuro» ensaya la construcción de su interioridad psíquica, con un cierto horizonte de madurez. Por los indicadores globales que tenemos (que no excluyen que existan minorías significativas muy comprometidas religiosamente) no se puede juzgar que la Iglesia sea un factor importante en la construcción de esa interioridad.
 
Se podría preguntar: ¿estamos seguros de que lo fue en otros tiempos, relativamente cercanos? No, ciertamente no estamos seguros; pero entonces había una «cultura envolvente» que era cristiana en sus formulaciones, y esa hoy falta. En ese vacío cultural es donde crece la indiferencia religiosa (o al menos eclesial). Otro dato que podría interpretarse en este sentido —aunque sea un fenómeno complejo— es la ausencia de vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa.
¿Y por qué el discurso eclesial en su conjunto (incluida su doctrina) se ha convertido en irrelevante para una parte mayoritaria de la juventud española? La pregunta es demasiado compleja, y entran en juego demasiados factores para que aquí tratemos de analizarlos. Es evidente que el entorno cultural no es nada propicio: secularización ambiental, sociedad de consumo, frivolidad en los modelos ofrecidos de relaciones interpersonales, que se exhiben en la TV y cierto tipo de «prensa del corazón»…; y, por otra parte, la dureza y la tensión con la que hay que prepararse para un futuro, problemático para muchos, en un mercado laboral competitivo y escaso. (El futuro lógico, la jaula de hierro y la jaula de goma, no favorecen la escucha de un discurso que se dirige a la interioridad).
 
Pero por otra parte puede haber también déficits de relevancia social en lo que denominamos, de un modo genérico, discurso eclesiástico. Los jóvenes podrían tener la impresión de que éste es demasiado abstracto y se sitúa habitualmente al margen de las preocupaciones ciudadanas. (Se habla de pecado y amor, pero acaso se concreta poco dónde está el pecado y cómo se demuestra el amor en las situaciones concretas que los ciudadanos viven. Aunque evidentemente no sea éste siempre el caso).
Habría que eliminar este prejuicio de irrelevancia. ¿Pueden los «hábitos del corazón» religiosos estar alejados de los «hábitos del corazón» ciudadanos?” ¿No ha de ser la Iglesia una eficaz colaboradora de otras instancias en la gestación de una ética cívica entre los jóvenes?
 
¿Y no ha de ser la Iglesia capaz de provocar un crecimiento de la conciencia utópica en sectores más amplios de la juventud?
Ya lo está haciendo entre las organizaciones del voluntariado. Pero no es éste el único lugar social donde se sitúa la conciencia utópica de nuestros días, especialmente la de las generaciones más jóvenes. La preocupación ecológica por un desarrollo sostenible, la salvaguarda de los recursos planetarios, las justas reivindicaciones de la mujer en el terreno social y familiar, la presión hacia la limitación del tráfico de armas…; temas que ocupan las agendas del ecologismo, el pacifismo y un feminismo no redicalizado ¿encuentran un lugar suficiente en el discurso eclesiástico? Discurso que ha de comprenderse abarcando no sólo la predicación habitual de la Iglesia, sino también subrayado en la educación de los colegios religiosos.
 
Y en esta época de la globalización como perspectiva inmediata, la conciencia utópica ha de ser enfocada hacia la situación global del planeta. Ello supone no sólo formación, sino también el ser distribuidores de información, en ocasiones árida; pero necesaria. ¿Está suficientemente presente esa información en el discurso habitual de la Iglesia? ¿No cabe la sospecha, en ocasiones, de que hay en ella mayor preocupación por los problemas internos que por los grandes problemas de la Humanidad? La impresión será injusta, pero esteriliza el discurso utópico.
La preocupación patente por una ética mundial maduraría la conciencia juvenil y revalorizaría socialmente, a sus ojos, todo el discurso eclesiástico.
 
Estamos utilizando esta última expresión, hay que admitirlo, con un sentido excesivamente unitario. (Pero que ciertamente afecta al discurso institucional). Sin embargo, hay que tener en cuenta que el discurso en el seno de la Iglesia, como pueblo de creyentes, se refracta a través de una gama de conjuntos —institucionales o no— muy diversos: parroquias, colegios, movimientos, comunidades de base, equipos matrimoniales, grupos juveniles… Toda un entramado desde el que el mensaje religioso, de múltiples formas, llega a la sociedad. Y es ahí donde, en medio de la escasez de referentes sociales (fuera del consumo y el mercado), habría que asentar con firmeza y sin timideces, referentes éticos y utópicos que abrieran en la conciencia juvenil el horizonte de un futuro más deseable. No sólo para ellos, sino para todos los hombres.
Ello supone crear «hábitos del corazón» como la preocupación por la defensa de los derechos humanos, la tolerancia, el interés por la integración social de los inmigrantes como ciudadanos, la inquietud por una distribución más justa de la riqueza que la que resulta del mero juego del mercado entre desiguales…; en suma, unos hábitos del corazón divergentes de los que hoy produce la cultura dominante.
 
Si este tipo de discurso religioso fuera capaz de hacerse escuchar por un mayor número de oídos juveniles, no sólo prestaría una valiosa cooperación a la sociedad de nuestro tiempo, sino que mostraría —en medio de la actual indiferencia— la relevancia del Dios de los creyentes para la construcción de un futuro más deseable. n
 

Javier Martínez Cortés

estudios@misionjoven.org