EL GRAN DESAFÍO: LA INICIACIÓN CRISTIANA HOY.

1 septiembre 2005

¿Cuál es el problema?

Andrea Fontana
 

Andrea Fontana es Director del Centro Catequístico
Diocesano de Turín.

 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Agradecemos a nuestra revista hermana Catechesi la disponibilidad para publicar este interesantísimo artículo que sitúa y debate el problema fundamental de la pastoral actual: recuperar la capacidad de “hacer cristianos”, de construir la comunidad. El problema de la iniciación cristiana implica situarse en una nueva visión del mundo, de la vida y de la religión, precisamente en la que representa Jesucristo. Sólo partiendo de Jesucristo es posible recuperar el fundamento de la fe cristiana.
 
Mucho se habla y se escribe actualmente sobre la iniciación cristiana, a pesar de encontrarse reducida en muchas diócesis a una simple operación de “marketing”. Esperando que la historia nos obligue a tomarla en serio y a comprender cómo funciona; voy a intentar presentar algunas consideraciones en esta época de desorientación y profundo cambio en la pastoral de nuestras iglesias.
Abordaré puntos cruciales que podrían escandalizar a algunos o dejar indiferentes a otros, si no logran entender sus decisivas consecuencias con miras a la pervivencia del cristianismo en Europa como forma histórica de adhesión a la persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, muerto y resucitado para abrir a la humanidad un camino de salvación, que va más allá de las religiones y políticas y más allá también de los sentimentalismos y las instituciones.
Es probable que, al no estar todos de acuerdo, se abra el debate. Sería un gran resultado, pues no quiero escribir para escandalizar ni para herir, sino únicamente para eso: para abrir un debate, que espero resulte sereno y con amplitud de miras, por encima de las seguridades que defendemos celosamente porque, como cualquier seguridad, son un apoyo sólido y una garantía.
 

  1. Ya no estamos en régimen de cristiandad

 
Empiezo por afirmaciones compartidas: “Ya no estamos en régimen de cristiandad”. Lo dice todo el mundo: sociólogos, obispos y sacerdotes. Es evidente que en el mundo en que vivimos perduran muchas formas religiosas: todas ellas con la buena intención de salvar al hombre…; algunas permanecen por intereses económicos, otras por fanatismo y otras para defender el patrimonio cultural del pasado. Sea como fuere, todas garantizan cierta tranquilidad frente al misterio de la vida y del mal, de la violencia y de los miedos existenciales. El hombre no puede prescindir de formas religiosas. Si las eliminamos de nuestras iglesias, volverán por la televisión, por la política o por los grupos espontáneos, ya que son refugio, puerto, punto de referencia.
Los extremismos fundamentalistas son la franja más clamorosa del fenómeno religioso: anidan en cualquier religión para ofrecer un baluarte contra la huida hacia la modernidad o el cambio. No es verdad que las grandes religiones –judaísmo, cristianismo, islamismo- condenen tales actitudes… Sí, condenan de palabra los fundamentalismos y las nostalgias del pasado, pero, en alguna de ellas, son necesarios para contrarrestar los impulsos hacia un cambio que asusta, elimina seguridades y amenaza a quien detenta el poder.
No obstante, mi pregunta no se refiere al análisis de la situación, sino a “por qué” no estamos ya en régimen de cristiandad. ¿Por qué hoy afirman muchas personas que es lo mismo una religión que otra y que, por lo tanto, no hace falta tener una…? ¿Por qué se han derrumbado las pertenencias institucionales a la iglesia católica (escasez de vocaciones, faltas de asistencia a la misa dominical, rechazo de ciertas reglas morales…)? ¿Por qué proliferan sectas y magos que prometen paraísos fáciles y sorprendentes curaciones de todo mal? En mi opinión, las causas son tres:
Se ha perdido la identidad cristiana. ¿Qué es el cristianismo? ¿Una fe en Jesucristo que orienta la vida, cambia a las personas y produce una agrupación? ¿O es una religión compuesta de prácticas tranquilizadoras, mixturas supersticiosas y ritos rutinarios que expresan con sublimidad los instintos humanos de asociación, solidaridad y paz universal…? No estoy seguro de que quienes se confiesan católicos tengan la intención de adherirse a Jesucristo para hacer viva su memoria y encontrar hoy su presencia mediante formas adecuadas a los tiempos y esperar la plenitud de la resurrección prometida, o que no quieran, más bien, adherirse a una religión que se identifica con la cultura occidental del pasado y con las seguridades que ofrece una tradición que se expresa en el arte y en la política, en el quehacer diario y en las seguridades garantizadas.
– En consecuencia, la generación adulta no transmite el Evangelio a sus hijos, sino una religión que se basa en el sentido común y en las expectativas personales: muchos padres afirman que son incapaces de contar a sus hijos con claridad la historia de Jesús, porque ignoran su significado y consecuencias. Sin embargo, mandan a sus hijos al catecismo mientras son pequeños porque, de todos modos, el catecismo les procura hijos obedientes, que no dicen mentiras y con los que se pueden celebrar aquellas dos o tres fiestas de la infancia que reúnen a la familia con motivo del Bautismo, de la Primera Comunión y de la Confirmación. Pero luego ya sabemos que, hechas tales cosas, se ha cumplido con una tradición y ahí queda todo. La adhesión es meramente formal, la participación es en función de los gestos que hay que realizar (hacer como los demás). El resultado es una vida fundamentalmente honrada y respetuosa con las tradiciones institucionales.
– Por eso, o no se ve o se teme actualizar el orden del día sobre los verdaderos problemas que hoy plantea la vida cristiana, porque la fe en Jesucristo quedaría despojada del sugestivo y cautivador contorno que se ha ido depositando sobre el Evangelio con el paso del tiempo.
En efecto, la tradición cultural y teológica en que hoy día se expresa la fe cristiana tiene su raíz en siglos de fórmulas, instituciones y modos de decir; no es fácil distinguir entre lo que forma parte de la historia humana -en la que se encarna la Palabra de Dios- y lo que el Espíritu sugiere hoy para dar respuestas adecuadas a los cambios actuales. Es arriesgado afrontar problemas, tales como la democracia en la iglesia, la profesionalidad y vida personal de los sacerdotes, la presencia de las mujeres y de los seglares en la institución, nuevas formas de celebración más modernas, el sentido de la pobreza, de la castidad y de la obediencia, el poder que tienen algunas hermandades o instituciones influyentes, el disenso teológico y la uniformidad disciplinar y litúrgica, etc.
No podemos sublimar los problemas reales refugiándonos en la espiritualidad, en la forzada fraternidad sacerdotal, en el fingir que todo va bien, en las presuntas justificaciones bíblicas, en apelar a un ente anónimo –“la iglesia”- que decide, regula y enseña. El Espíritu Santo, real presencia profética en la iglesia católica, no anula la responsabilidad de decisiones que se han de tomar ni la invención de otras formas institucionales ni la propuesta de nuevos caminos pastorales que tomar. Por otro lado, es algo que ya ha ocurrido en otras épocas: los ritos han cambiado, la disciplina se ha actualizado, las formas de ejercer el poder han sufrido mudanzas, las interpretaciones teológicas se han inculturado.
 

  1. Recuperar el fundamento de la fe cristiana

 
Esta nueva situación que se va creando nos plantea una cuestión fundamental, sin prejuicios: “¿Cómo se llega a ser cristiano?” Partir del testimonio de los cristianos o del hecho de haber nacido en un país cristiano, en una familia cristiana, sólo es una ocasión para entrar en contacto con la fe cristiana; pero no basta la ocasión para serlo, pues uno es cristiano por opción libre: “Si quieres, ven y sígueme…” Nadie está obligado a ello; tampoco se es cristiano por tradición o por costumbre. Frente a la narración de la historia de Jesús de Nazaret uno puede abrirse a la fe cristiana o tomar la decisión de vivir fuera de ella.
Hasta hace unos decenios no había necesidad de hacerse cristiano mediante una opción personal: era lo normal, porque vivíamos en la cristiandad, patrimonio común a todos. Era automático: se llegaba a ser cristiano contrayendo hábitos de vida compartidos, salvo raras excepciones. Toda la sociedad caminaba en la dirección del cristianismo, encarnado en la cultura y en la religión de los padres, generación tras generación, de forma implícita, de forma social, de forma pública.
Hoy día hay muchos que aún entran en contacto con la iglesia gracias al rostro concreto de las parroquias, pues su presencia, aunque minoritaria, merece atención: para socializar a los jóvenes, para asistir a los ancianos y enfermos, para hacer gestos de solidaridad con los marginados, para educar a los muchachos, para dictar a la sociedad ideales de paz y convivencia. Estar presente con la iglesia en tales ámbitos equivale muchas veces a ser cristiano y pertenecer al pueblo de los creyentes. Creyentes quizás sí, pero no practicantes; es decir, no practicantes de un discipulado explícito que hace memoria de Cristo anunciado, celebrado y vivido como punto de referencia para las decisiones cotidianas. Participar en las actividades de la iglesia católica es, a veces, agregación solidaria a una institución digna de respeto y de fuerte carga ideal que logra influir hasta en la política de los Estados.
Vemos, pues, que hoy nuestras iglesias tienen muchas actividades, importantes, y tal vez hasta necesarias, que en sí tienen un contenido ético compartido por todos, pero que no está necesariamente relacionado con Jesucristo. La excusa de que la iglesia debe acoger a todos, no rechazar a nadie, no apagar el pábilo humeante y construir comunión y solidaridad merece atención; pero no es suficiente para producir una identidad de pertenencia: prueba de ello es que hoy existen muchas organizaciones sin fin de lucro que se presentan con los mismos objetivos que la iglesia, y realizan obras importantes en el ámbito internacional y local. No digo yo que las parroquias no deban acoger a los chicos, ofrecerles actividades deportivas para reunirlos y alejarlos de la calle; tampoco digo que la iglesia no deba sostener las presencias proféticas de quien dedica su vida a los drogadictos o a los presos. Sin embargo, tales actividades pastorales no producen automáticamente iniciación cristiana ni adhesión a Jesucristo.
Así, hay actividades pastorales que dan ocasión a fiestas admirables, donde se palpa la alegría de quien acude a verlas: “¡Qué función más bonita! Había mucha participación… Fue emocionante…¡Qué cantos más hermosos!¡Cuánta gente!…” Los resultados de tales actividades son apreciables en el momento, satisfacen nuestro gusto estético y compensan el trabajo que nos ha costado prepararlas. Pero, ¿tales actividades están hoy también en condiciones de producir mayor adhesión a Jesucristo, a su Evangelio y a la comunidad de sus discípulos? ¿No hace falta algo más que una bonita función o un día de convivencia o una iniciativa abierta a todo el pueblo para “hacer que uno sea cristiano”? No se trata de adherirse a actividades humanamente significativas, sino a una persona, la de Jesucristo en su plenitud, como salvador de nuestra vida.
Por último, hay actividades pastorales que podrían ser ocasión para evangelizar y hacer una iniciación cristiana, pero a menudo se reducen a una preparación formal para un rito que debemos hacer: cursillos para novios, encuentros antes de un bautizo, preparación de los niños para su Primera Comunión y Confirmación… Está claro que se soportan encuentros y participaciones con miras a un objetivo: una vez logrado, deja de hacerse lo que se hacía, precisamente porque ya se ha logrado el fin y no tendría sentido seguir participando… ¿Para qué? Dado que nunca se ha elegido conscientemente a Jesucristo como fundamento de la propia existencia, no hay razón para seguir buscándolo. Se ha elegido la boda en la iglesia, la Primera Comunión del hijo, el bautizo del recién nacido: una vez logrado lo que se quería, se acabó la razón por la que hicimos todo lo anterior. La iniciación cristiana está ausente de tales actividades. Porque ha sido el rito de un momento y no lo que le da significado ni cuanto le sigue como consecuencia. Se ha acudido a un supermercado que ofrecía lo que buscábamos: adquirida la mercancía que se buscaba con el pago de lo que era justo (algunas reuniones necesarias…), ya no volvemos, y acudimos a otros puestos en busca de otras cosas que nos interesan. Se pedía un sacramento, y el sacramento –bien o mal- se nos ha dado; no nos interesa otra cosa.
Recuperar el fundamento de la fe cristiana significa partir nuevamente de Jesucristo, no de lo que debe hacerse por costumbre o de lo que la gente pide por superstición: poner el fundamento mediante el primer anuncio, que abre nuevas perspectivas de vida, motiva de manera profunda la participación, entabla un diálogo y una acogida orientadas a hacerse discípulo y no sólo a satisfacer una petición del momento o a tomar parte en ciertas actividades. En las parroquias estamos agotados con las mil cosas que debemos hacer, y dejamos a un lado lo fundamental: anunciar a Jesucristo de forma explícita. Porque el testimonio de acogida, bondad, amistad con todos y disponibilidad para resolver los problemas conyugales, sociales y profesionales es necesaria, pero no basta. Se requiere un anuncio explícito, gradual e incisivo que se convierta en itinerario de iniciación cristiana. El primer anuncio es más un espíritu que un momento concreto. El primer anuncio es la sensibilidad pastoral que nos permite reconducir todo a su fundamento: Jesucristo. La moral, la actividad pastoral, el centro juvenil, la homilía, deben incluir siempre el primer anuncio, dar razón de aquello por lo que estamos allí, invitar a elegirle a él como razón de vida. Ofrecemos no actividades o ritos que hacer, sino el encuentro con Jesucristo el Señor mediante las actividades y los ritos: tal es la identidad cristiana de las personas que lo siguen y de las comunidades que lo anuncian.
 

  1. El problema no es la salvación eterna

 
Así pues, el verdadero problema y el fundamento de todo es Jesucristo. En la profesión de fe cristiana, lo divino se ha desposado con lo humano. En cuanto divino, es la novedad del cristianismo; en cuanto humano, es la raíz histórica del cristianismo.
 
3.1. La “encarnación” de Jesucristo en la historia
 
Jesucristo se encarnó dentro de una historia de hombres y religiones cuyo punto de referencia es el judaísmo del primer siglo de nuestra era: él lo asumió, lo practicó y lo transmitió a sus discípulos. Ahora bien, para ser cristiano, ¿es esencial el judaísmo o la adhesión a Jesucristo como forma personal de comunión con él en los sentimientos, en las opciones y en la orientación de vida? La respuesta la encontramos atestiguada ya en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de Pablo: no se requiere abrazar el judaísmo para ser cristiano. En efecto, el cristianismo, que nació del judaísmo, fue expulsado de la sinagoga como movimiento herético; fue igualmente procesado por las religiones supersticiosas y politeístas de la época como movimiento ateo que contestaba la sacralidad del Estado, de los templos y de las divinidades. Lo que se predicaba y creía era cabalmente a Jesucristo: el nuevo templo, el nuevo Dios, la nueva religión… Los discípulos eran no “religiosos” –en el sentido de adeptos a las formas religiosas tradicionales-; eran simplemente “discípulos” del Nazareno. En el correr de los siglos, al tener que vivir en este mundo, los discípulos se han ido expresando en los lenguajes de la historia y organizándose en estructuras humanas, han hablado y vivido según los signos de la historia y del suelo que pisaban, han asumido los signos religiosos de otras religiones, sobre todo del judaísmo.
Ha ocurrido, así, que la historia ha ido adelante, las sociedades se han desarrollado, las formas religiosas han evolucionado y con ellas los discípulos de Jesucristo, que, creyendo en él por encima de todas las criaturas y más allá de cualquier forma religiosa, se han revestido de la historia para poderse hacer visibles. ¿Ha sido siempre coherente en el tiempo tal proceso de adecuación del cristianismo a las formas históricas? ¿Habría podido seguir otros caminos en la teología, en la moral y en la religión? Probablemente sí. O probablemente no. Depende de la conciencia de los individuos y de la responsabilidad de quienes tenían el poder, que han hecho cambios y adaptaciones, elaborado teologías y establecido normas. Igual que Dios habló últimamente por medio de Jesús de Nazaret, su Hijo, superando la antigua Torá, así también ahora Jesús, el Hijo de Dios, resucitado y vivo, más allá de los tiempos y de los espacios, sigue encarnándose en las formas históricas del cristianismo. Resulta demasiado fácil atribuir los cambios históricos y las mutaciones culturales del cristianismo siempre y pase lo que pase al Espíritu Santo: sigue sucediendo lo que ya ocurrió en Jesús de Nazaret. ¿Cuánto de humano y cuánto de divino había en sus acciones? ¿Qué relación tiene el Cristo de la fe con el Cristo de la historia? No es fácil distinguirlo por más que lo hayan intentado muchos
 
3.2. La adhesión al Cristo por medio de la iglesia católica
 
Tal es la razón por la que Jesucristo es esencial para ser cristiano: él es la piedra angular, la referencia originaria y originante, el test decisivo para definir a sus discípulos. La adhesión que se propone es adhesión a Jesucristo por medio de la iglesia católica. No simplemente a la iglesia católica, sino a Jesucristo que asume rostro histórico a través de la iglesia católica: unas veces de forma transparente, otras de forma más confusa. Esta adhesión a la forma histórica actual del cristianismo es lo que define al cristiano.
Evidentemente la adhesión a Cristo en la forma histórica –a veces discutible- de la iglesia católica no dice nada sobre la salvación de las personas, porque si Jesús, el resucitado y viviente, está más allá de los espacios, del tiempo y de las culturas, es probable que también quepa la posibilidad de adherirse a Cristo de otra forma. Y, viceversa, el rechazo a Jesucristo, cuando es anunciado en una forma histórica concreta –la de la iglesia católica- no prejuzga la salvación. Siempre ha sido común la convicción de que el último juez de la santidad de nuestra vida es el santuario íntimo de nuestra conciencia, escuchada, estimulada y educada. Está claro que, si Jesucristo se encarnó en formas históricas concretas, también podría encarnarse en otras formas. Todo ello nos da la medida de la provisionalidad de nuestro camino actual: ¿Estamos más apegados a la forma histórica del catolicismo o lo estamos a Jesucristo? ¿Hay alguien que posea la verdad sobre Jesucristo o son muchos los que, por caminos distintos, avanzan hacia la verdad que es Jesucristo? ¿Cómo hemos sabido formular en el curso del tiempo la verdad sobre Jesucristo? ¿En qué medida nuestro lenguaje medieval expresa hoy la realidad de Cristo tal como lo creemos sobre la base de la tradición apostólica? Y, ¿anunciar a Jesucristo significa también formular con palabras humanas y con mentalidades religiosas históricas el objeto de nuestra fe? ¿Es precisamente a Jesucristo a quien nosotros formulamos o todavía es sólo una parte de él? ¿Siguen hoy los discípulos precisamente su Palabra de liberación o una interpretación mediatizada por las culturas y teologías humanas del pasado? Es verdad: el Espíritu Santo guía a sus discípulos según la promesa: “Él os guiará hasta la verdad plena… (Jn 16,13). Pero, ¿el Espíritu Santo guía a la iglesia entera o sólo a algunos que en la iglesia tienen más poder que otros, son más visibles que los demás y tienen más inteligencia que el resto? Y ¿cuándo cumplirá el Espíritu Santo su tarea de llevarnos a la “verdad plena”? ¿Ha tenido ya lugar o debe llegar aún el Pentecostés definitivo, al final de los tiempos, cuando “todo se cumpla perfectamente” en Cristo?
Ante tales interrogantes, es obvio lo que define a los discípulos: la adhesión explícita y consciente a Jesucristo, muerto y resucitado, Hijo de Dios y verdadero hombre. Y está claro lo que define el espacio de nuestra salvación terrena y eterna: nuestra conciencia y el modo concreto que ella nos sugiere para vivir nuestra adhesión a él. Si nuestra conciencia, tras detenida consideración, nos sugiere elegir la iglesia católica, es en la iglesia católica tal como ella vive en este momento histórico donde hallaremos nuestra salvación; si, en cambio, nos sugiere la iglesia luterana, es en la iglesia luterana donde encontraremos nuestra salvación. La salvación eterna es, pues, el juicio definitivo sobre la bondad de nuestra existencia; su resultado positivo no está vinculado a la pertenencia a una iglesia más que a otra. Nosotros, basándonos en el juicio de nuestra conciencia, libre y responsable, creemos que en la iglesia católica encontramos a Jesucristo del modo más adecuado, mediante un encuentro auténtico, en su enseñanza más verdadera: por ello seguimos en ella, a pesar de todo.
 
3.3. Nuestra tarea
 
Así pues, ¿cuál es nuestra tarea? ¿Llevar a la salvación eterna o proponer la adhesión a Jesucristo en la iglesia católica? Yo creo que es proponer la adhesión a Jesucristo por medio de la iglesia católica para que nos ayude a vivir mejor en la perspectiva de la salvación, muy conscientes, de todas formas, de que quien no se adhiere podrá salvarse si actúa según su conciencia, que únicamente valora Dios, el Padre. El problema de “hacer cristianos” es un problema nuestro: nosotros debemos anunciarlo, proponerlo y adherirnos a él. El problema de la salvación eterna es problema de Dios: sólo él sabe reconocer la bondad de las existencias y el juicio de las conciencias. Nuestro problema es no confundir las ideas: “hacerse cristiano” es distinto de ser buena persona, hombre o mujer religioso, dedicar la propia vida a los ideales de la justicia, de la paz y de la fraternidad universal.
Debemos distinguir lo que produce humanidad nueva, salvación para todos, y lo que, en cambio, es adhesión explícita a Jesucristo. Quien se adhiere a Cristo debe producir gestos de paz y de amor, pero no todo el que produce gestos de paz y de amor se adhiere sin más a Cristo; mejor dicho, no a Cristo tal como lo predica y vive la iglesia católica. ¡No sembremos confusión! No podemos confundir la adhesión a Cristo por medio de la iglesia católica con la salvación eterna, con la honradez de los sentimientos, con ser “amigo del párroco”, con la acogida de todos.
Todo eso, admirable y digno de ser buscado, no se ha de confundir con la opción libre y consciente de hacerse cristiano. Cabe ser “amigo de todos” y no querer seguir a Jesucristo (baste recordar al joven rico del Evangelio de Mateo: 19,16-22). A veces cabe incluso la posibilidad de hacer gestos religiosos –aplaudir a un sacerdote admirable, casarse por la iglesia, trabajar en la parroquia- sin creer o seguir a Jesucristo.
 

  1. ¿Pastoral de iniciación o pastoral de actividades?

 
          Así resulta claro lo que significa “iniciar” en la vida cristiana: Quien ha creído en Jesucristo durante su vida terrena, lo ha hecho porque ha penetrado en su humanidad y ha encontrado en ella lo divino que llevaba dentro de sí como Hijo de Dios. Quien cree en Jesucristo hoy se adhiere a su persona divina penetrando en lo humano que la iglesia católica lleva dentro de sí. No es lo humano lo que cuenta, aunque se presente a través de ello; lo que salva y justifica es lo divino que encierra dentro de sí.
No se trata de hacer gestos religiosos tal como se nos presentan en la iglesia, sino de encontrar a Jesucristo, el Hijo de Dios, en tales gestos religiosos, los cuales podrían incluso variar de forma, como han cambiado en el devenir histórico. No se trata de participar en actividades parroquiales benéficas sino de seguir el estilo y modelo de amor propuesto por el Hijo de Dios, que hizo manifiesto en el mundo el amor del Padre.
Lo mismo ocurre para leer la Biblia: se requiere la fe penetrante de quien no se deja distraer por la corteza histórica, literaria y humana en que se expresa, sino que, en su lenguaje humano, descubre la Palabra de Dios. Y de ella vive a diario, orientando su vida hacia él. Porque no es la arqueología lo que hace creíble la Palabra de Dios escrita en la Biblia; es la fe la que reconoce, en la historia contada, la presencia, acción y mensaje de Dios a cada uno de nosotros.
En tal sentido, ser iniciado significa aprender a leer los signos, actividades y formas, a fin de captar lo que de Jesucristo aportan a la vida concreta, para poder adherirse a él. No se cree en las formas ni en los signos ni en las actividades; por ellas se cree en Jesucristo. Así se llega a ser su discípulo y se cambia la propia identidad.
Por eso ser iniciado es un trabajo largo, donde hacen falta iniciadores, es decir, personas que, viviendo coherentemente su adhesión a Cristo, sepan conducir a otros hasta el mismo objetivo. Se requieren igualmente personas que consientan ser iniciadas, es decir, que libre y conscientemente se dejen llevar a un mundo religioso al que eran extrañas, para penetrar en él hasta encontrar la sustancia, es decir, a Jesucristo. Los mismos Apóstoles tuvieron que caminar a su lado muchos meses, entre vacilaciones y dudas, para poder profesar su fe en él, penetrando en sus palabras de vida, interpretando sus sentimientos y gestos terrenos, dejándose amar y poseer por él. Lo mismo sucede hoy: el viaje hacia el descubrimiento de las fórmulas humanas, de los signos celebrativos y de los gestos que hay que hacer en el amor de la iglesia católica debe conducirnos al encuentro y reconocimiento de lo que buscan las personas. La respuesta a la pregunta: “¿A quién buscas?”, se convierte poco a poco en: “Jesucristo, el Hijo de Dios”. “Es él a quien me interesa creer y amar, esperar y ver; tú, con tu modo de vivirlo, me ayudas a reconocerlo en mi historia personal”.
La iniciación, entendida así, conduce a un cambio de la propia identidad y no simplemente a la habilidad para hacer los gestos religiosos de la iglesia católica. La personalidad de quien se convierte en discípulo de Cristo se transforma y da un nombre nuevo a los horizontes de su vida. No se siente obligado a hacer cosas que antes no hacía, sino impulsado a hacer, por amor a Jesucristo, lo que antes no hacía. No se siente amenazado de perdición eterna, sino situado en una perspectiva de salvación antes desconocida venciendo sus miedos e inseguridades.
El problema de la iniciación cristiana no es dar respuestas correctas y documentadas a interrogantes religiosos, sino situarse en una nueva visión del mundo, de la vida y de la religión; precisamente, la que representa Jesucristo. Cuando se ama profundamente a una persona, es imposible vivir como si no existiera.
 

  1. Hacerse iglesia, madre fecunda y no estéril madrastra

 
          La pastoral de hoy, pues, debe hallar su centro unificador precisamente en el fundamento que ha sido puesto y por el que existe la iglesia: Jesucristo. Sin él no tiene razón de existir: yo no soy cristiano porque quiero a mi obispo; si acaso quiero a mi obispo porque soy cristiano. No voy a la iglesia porque, de lo contrario, me remuerde la conciencia; voy por Jesucristo, porque he hallado en esta iglesia el mejor modo de encontrarlo. No rezo para encontrar paz y serenidad; rezo porque sin él me parece llevar una existencia vacía y estéril. Cada día hago mis opciones rigiéndome por lo que he comprendido del Evangelio y lo que se me propone, en la medida en que mi frágil humanidad logra captarlo y mi conciencia motivarlo.
A veces tenemos la impresión de que los hombres de iglesia se proponen a sí mismos: vinculan las personas a la suya, se sitúan en el centro de la pastoral sin considerar que deben estar a su servicio. Lo importante no es que los demás nos aprecien como amigos; lo importante es ser amigos de Jesús. La identidad cristiana depende del vínculo que nos une a Jesucristo, no del lazo de amistad con nosotros o de la participación en nuestras actividades parroquiales.
 
5.1. ¿Para qué la acción pastoral?
 
La iglesia deber ser madre fecunda que engendra hijos para dejarlos que sigan a Jesucristo, no para retenerlos en el recinto de la institución. La madre engendra y educa para que la vida de sus hijos sea modelada por Cristo y por su Espíritu. El verdadero problema en este punto es hallar el camino para que los hombres de hoy conozcan, encuentren y vivan en compañía de Cristo.
La pastoral no es el objetivo de la acción eclesial, es su instrumento; como tal, debe ajustarse al trabajo que le corresponde hacer. A mí personalmente me gustaba muchísimo el canto gregoriano, en latín; pero no puedo, por mi nostalgia de una forma pastoral, ofrecerla hoy porque no me arriesgo a otros proyectos más eficaces y significativos. Tampoco es correcto, para esquivar ciertas dificultades de adaptar el instrumento a la modernidad, refugiarse en jornadas de espiritualidad aislándome en un monasterio para encontrarme con mi Dios: “¡Así tendré fuerza para vivir las frustraciones de cada día!” Es más honrado, aunque más difícil, hacer que desaparezcan de mi vida las frustraciones cotidianas. La huida al pasado (restaurando la misa en latín, reeditando el catecismo de Pío X, volviendo a antiguos usos monásticos), la huida a una espiritualidad desencarnada o el recurso al principio de la autoridad o de la obediencia no son un modo correcto de resolver el problema de la pastoral actual, que debe recuperar la capacidad de “hacer cristianos”, “formar cristianos”, “construir la comunidad”…
 
5.2. El nuevo camino de la acción pastoral: el estilo catecumenal
 
Introducir el estilo catecumenal, propio de la iniciación cristiana, es el nuevo camino que debemos seguir en nuestra pastoral: es un problema de mentalidad. Cambia el modo de llevar nuestras parroquias. El espacio dado a los seglares y las responsabilidades compartidas, las prioridades de algunas opciones en la pastoral cotidiana, la atención a la acogida y al diálogo con el hombre moderno, el espíritu de saber “empezar de nuevo desde el principio” con el anuncio y el cambio de vida, el hacerse cristiano como forma que a menudo choca con los estilos que ofrece la sociedad en que vivimos, el puesto dado a la Palabra de Dios y el objetivo primario de “hacer cristianos”… son factores de mentalidad que se han de modificar ante todo en los pastores y, después, en toda la iglesia, para que la “pastoral” de los pastores pueda ser “acción eclesial” de toda la comunidad. Estamos en vísperas de grandes cambios; el Espíritu Santo nos forzará a acogerlos en nuestro modo de proponer el cristianismo. Ello exige una atención constante a los criterios con que escogemos a los ministros seglares: no a quien nos da la razón, sino a quien se pone al servicio del Evangelio con competencia y coherencia; no a nuestros amigos, sino a los amigos de Jesús… La valoración de las actividades pastorales no se basa en el buen resultado de las iniciativas o en el número de participantes, sino en la capacidad de hacer encontrar a Jesucristo… Nos preguntamos en qué medida nuestras iniciativas o nuestros ritos o las actividades de la parroquia promueven el Evangelio de Jesús y en qué medida, por el contrario, no son promoción de actividades para sentirnos estimados y aprobados por todos
 
5.3. El   problema de los contenidos
 
Hay también un problema de contenidos. Son todavía muchos -pastores y teólogos- los que opinan que basta una serie de nociones para resolver hoy el problema de la fe cristiana. Aquello de que la gente “ya no sabe quién es Cristo”, o “tenemos que volver a hablar de Dios a nuestros contemporáneos”, es verdad; pero no basta. Lo que se cuestiona no es sólo la instrucción religiosa o una nueva propuesta de la teología en el seno de la iglesia; el problema es “qué clase de instrucción y qué clase de teología”. Si se trata de una instrucción o de una teología de quien está enamorado de Cristo y vive mejor la propia vida en su compañía y propone a Cristo para hacer feliz a la gente y darle de nuevo la vida, estamos de acuerdo. En cambio, la árida exposición de los contenidos de la fe, con el mismo lenguaje y las mismas fórmulas de antaño, no hará más que agravar, en nuestros contemporáneos, el desamor hacia la fe.
Porque lo sabemos todos: si es verdad que hay un solo Cristo, también lo es que existen diversas teologías y que no todas ellas son comprensibles y significativas para los hombres. Debemos tener la valentía de formular los contenidos de modo fiel a la tradición apostólica, pero con fidelidad también al hombre en la actual situación cultural. La mejor exégesis y la mejor actualización del mensaje cristiano son la vida, el sufrimiento humano, la búsqueda de sentido, la situación de embarazo frente al recrudecimiento de la violencia, de las divisiones, del mercado en que se venden el hombre y la mujer y se hacen esclavos de realidades inimaginables hasta ayer mismo. No podemos ignorar los interrogantes que hoy plantea la historia y seguir ofreciendo soluciones teóricas que no ayudan a vivir…, sino que crean prisiones, levantan barreras, dan por buena la situación de los oprimidos y evidencian nuestras fobias.
La historia y la experiencia de la vida enseñan que los hechos son indiscutibles: Jesús, el Hijo de Dios, murió en la cruz y resucitó por nuestra salvación; pero, cuando explicamos tales hechos, las interpretaciones teológicas reflejan nuestra cultura y la época histórica en que surgieron. Por ejemplo, hoy no podemos seguir presentando los sufrimientos de Cristo en su pasión como la causa de nuestra salvación; Cristo nos salvó, no por lo mucho que sufrió, sino porque amó a los hombres hasta el punto de sufrir y morir por ellos. Es el amor de Cristo lo que nos salva, no su dolor. Lo mismo podemos decir de los sacramentos: no son cosas que se dan o se reciben, bienes que se administran o se toman.., sino hechos que ocurren en el seno materno de la Iglesia y que, como tales, generan la presencia del Resucitado gracias al Espíritu Santo, hechos de los que somos protagonistas viviéndolos en la fe y en el amor a Cristo.
 
5.4. El problema del método
 
Por último, hay un problema metodológico, es decir, la forma concreta de llevar las reuniones, de rezar en comunidad, de celebrar los ritos y de vivir la fe.
Necesitamos una pequeña intervención quirúrgica para embellecer el cuerpo físico de Cristo del que somos imagen ante nuestros contemporáneos. La forma de hacer las homilías, el modo de tratar a la gente cuando acude a pedir un “servicio religioso” y la manera de llevar las reuniones y hacer las celebraciones debe invitar a participar con gusto y no sólo por deber o para cumplir una obligación.
Si estamos convencidos de que Cristo está de nuestra parte, procuremos que pueda atraer hacia sí, por amor, a quien hasta ahora sólo ha venido por deber. Procuremos que sea “simpático”, que todos lo vean sonreír en nuestro rostro y hablar con nuestra boca y que puedan tocarlo en nuestras comunidades. Aprendamos, sobre todo, a anunciar la persona de Cristo, a motivar con solidez nuestra pertenencia a Él, a ofrecer y acompañar a las personas en un camino de conversión. Dejemos de preparar sólo para gestos religiosos o actividades y emprendamos itinerarios hacia la vida cristiana.
Si cambia la mentalidad con que afrontamos los problemas de la pastoral, si cambia el modo de presentar los contenidos del mensaje cristiano y de hacerlo significativo para los hombres de nuestro tiempo, cambiará también la estrategia de llevar nuestras parroquias, dando mayor cabida a la iniciación cristiana, abriendo canales por los que la gente pueda comenzar a creer y proveyendo mejor a la formación de los cristianos. Las actividades se reducen, las comunidades son presididas también por seglares formados, los sacerdotes son humanamente de fiar y profesionalmente tienen buena preparación, la teología está actualizada y se expresa con lenguajes eficaces para la cultura contemporánea.
 
5.5. Criterios para que sea auténtica una pastoral de iniciación cristiana
 
Para ello debemos recurrir a algunos criterios fundamentales, sin los que la pastoral de nuestras comunidades no producirá una nueva adhesión a Cristo. He aquí los criterios que emergen del modelo de la “iniciación cristiana”.
– Los itinerarios pastorales no se construyen según la edad de la vida. Puesto que son itinerarios para hacerse cristiano, pueden comenzarse a cualquier edad y podrán tener resultados distintos, que no dependerán de la edad, sino de la maduración de actitudes y comportamientos cristianos objetivamente verificables (formación de hábitos para la oración, para la escucha del Evangelio, para la solidaridad, para el perdón mutuo, etc.). El derecho a celebrar un sacramento no procede de la edad, sino únicamente de la pertenencia a la comunidad cristiana. La clasificación del pueblo de Dios por edades es útil para considerar la evolución humana del individuo, pero sirve poco cuando se hace un camino de fe. Ciertamente habrá que tener en cuenta la diversa percepción del mensaje según la edad, pero el criterio es siempre el mismo: “¿Cómo hacerse cristiano y vivir el discipulado de Cristo en la comunidad de la que formo parte, comunidad que consta de niños, jóvenes y adultos?”
– Puesto que ante Dios no hay categorías de edad ni distinción social o de raza, es necesario que el camino implique a las familias, las cuales comienzan o recuperan la vivencia de la vida cristiana en su propio interior, trasmitiéndola a sus propios hijos y participando de forma consciente y libre en la vida comunitaria de la parroquia, aunque no todos lo hagan del mismo modo. Su protagonismo en la pastoral es esencial para transmitir y vivir la fe cristiana.
– Para tal contexto “formativo” funcionará el grupo de la iniciación cristiana, que no coincide necesariamente con el grupo de amigos del párroco o de amigos entre sí y que puede reunir a personas de edades distintas o de extracción social diversa. Se impone un camino intergeneracional: el grupo, en su caminar, se moverá con la presencia constante de adultos (familia, catequistas acompañantes, cristianos testigos) y en íntimo contacto con la comunidad parroquial. Ya no hay misas para niños o celebraciones para niños, sino misas y celebraciones comunes con la participación de los niños, a quienes se prestará la debida atención. Ya no hay grupos de trabajadores o de ancianos, sino grupos de cristianos que han llegado a cierto punto de su camino: al principio, unos estarán en condiciones de prestar un servicio en la comunidad, otros dedicados a lo social y otros destinados a la evangelización… Cada grupo parroquial no se caracteriza ya por la referencia a la edad o a una actividad realizada o a un interés simplemente humano (amistad, costumbre de estar juntos…), sino por la dimensión particular con que vive la fe en la comunidad y por las necesidades que su vida manifiesta con relación a la fe.
– Por ello hay que referirse ante todo a la Biblia y al Evangelio, aprendiendo a ponerse a la escucha de la Palabra de Dios y a llevarla a la práctica. Los catecismos y los instrumentos metodológicos sirven para ayudarnos a entender mejor la Palabra, a ponerla en el centro del anuncio, a encontrar caminos para interiorizarla y modos para vivirla. La Biblia se convierte en el libro de la pastoral de los cristianos: para anunciar, para formarse, para rezar, para hacer el examen de conciencia de la parroquia… Ahorramos en fotocopias y hojas sueltas, y nos adentramos en la Sagrada Escritura, que los sacerdotes deben aprender nuevamente a leer y comentar y los seglares a hojearla y meditarla, haciéndola actual todos en su existencia de cada día.
– El fundamento de la vida cristiana es Jesucristo: lo es desde el primer anuncio que inaugura el camino; es él a quien debemos narrar; es en su escucha donde hay que situarse para aprender a vivir como cristiano. Jesús es el centro vivo de nuestra fe, del que dependen nuestro modo de acercarnos al Padre, nuestra forma de vivir la iglesia, nuestro quehacer diario en la familia y en la sociedad. Es Jesús quien sigue haciéndonos discípulos suyos hoy y salvándonos por los sacramentos. Es importante recuperar la identidad de nuestra fe hoy para no diluir el anuncio en un vago moralismo o en una no mejor precisada religiosidad natural.
– En el espíritu de la iniciación cristiana, el camino propuesto por la parroquia no consta sólo de “conferencias” o “cursos” donde se aprende algo para la mente esclareciendo nociones de la fe; se compone de vivencias cristianas que se experimentan juntos y en las que nos comprometemos cambiando nuestro estilo de vida; consta también de celebraciones o ritos que nos permiten el encuentro con Jesucristo, el Viviente; por medio de ellos, y gracias a su Espíritu, nos transformamos poco a poco, gradualmente. Las etapas de todo camino no sólo marcan el descubrimiento de ideas; indican también el progreso en la adquisición de comportamientos cristianos.
– Los sacramentos de la iniciación cristiana son el gran acontecimiento de nuestra salvación en Cristo muerto y resucitado: no son cosas que se reciben. Nos permiten participar en el único acontecimiento de salvación que ha tenido lugar en la historia: la muerte y resurrección de Cristo. Ellos son nuestra pascua, en la que pasamos del hombre viejo al nuevo, revestido de Cristo. Se han de celebrar, pues, no en fechas fijas según la edad u otras instancias culturales, sino en un único acontecimiento, que se realiza de forma simultánea con nuestro paso a la vida nueva. Nos permiten hacernos cristianos y seguir siéndolo, celebrando en la Eucaristía la pascua cotidiana del cristiano que vive a diario en comunión con Cristo. Los restantes ritos proceden de ellos y no son más que actualización del único acontecimiento de salvación. Si no hacen referencia a la pascua de Cristo, se convierten en signos mágicos o en tradiciones religiosas: buenas y útiles si se quiere, pero desgajadas de su origen.
– La preocupación de los cristianos acompañantes se dirige, durante todo el camino, a las personas que forman parte del grupo, a fin de seguir sus cambios, incertidumbres y alegrías: personas -muchachos y adultos-, a las que hay que acercarse en la singularidad de su ser humano con sus vivencias y dones y acompañar según el ritmo de la familia a la que pertenecen. Debe dirigirse también a la comunidad en la que se inserta el grupo y en la que deberán insertarse las personas: porque es toda la comunidad la que engendra para la fe con su testimonio y su oración, tomándose en serio el camino de quien se está haciendo cristiano. Se dirige, además, al Espíritu Santo, que modela las personas obrando maravillas en su historia personal para guiarlas al encuentro con Cristo y a vivir la vida nueva.
El itinerario sólo será real si saben conjugarse armoniosamente entre sí estos tres elementos: las personas, la comunidad y el Espíritu Santo. El anuncio, la oración y el testimonio de vida manifiestan de forma concreta la atención a las personas, al Espíritu que actúa y a la comunidad que acoge y engendra.
– Por último, no debemos olvidar que el objetivo de todo itinerario pastoral no es el sacramento que se celebra como derecho, sino la vida cristiana que nace del sacramento celebrado. Nuestra tarea es iniciar en la vida cristiana: ello significa iniciar en un vivir como cristiano en el mundo, iniciar en la escucha y práctica de la Palabra, iniciar en la celebración de la Eucaristía como cristianos, iniciar en la participación de la vida parroquial, iniciar en la vivencia de la fe, la esperanza y la caridad que, como don, hemos recibido de Cristo, enviado por el Padre para salvar a todos. Vida cristiana cimentada sobre la fe en Cristo muerto y resucitado: primero la fe, después la moral; vida cristiana, que es vida de fe, esperanza y caridad, sin una serie de obligaciones que nos encadenan más a tradiciones humanas que a Palabras divinas.
 

  1. Conclusión

 
El camino de nuestra reflexión ha desembocado en una aserción motivada e innovadora: hoy el gran cambio que se nos pide no es conservar instituciones o estructuras a las que se ha llegado en el curso de los siglos, sino encontrar el camino del anuncio de Cristo que probablemente suscitará nuevas instituciones y estructuras cuyos contornos no vislumbramos todavía. Es probable que tengamos que renunciar a modos de pensar y a costumbres culturales bien arraigadas; es probable que tengamos que cambiar instituciones y organizar de otro modo nuestras comunidades; es probable que tengamos que cambiar formas de vida presbiterales, formas de comunidades parroquiales y formas de actividades pastorales…
No sólo debemos encontrar nuestro punto de partida, que siempre será Jesucristo; también tendremos que modificar nuestro punto de llegada. ¿Qué interpretación hacer de Jesucristo? ¿Qué forma de vivir como discípulos suyos? ¿Qué organización dar a nuestras comunidades de discípulos? La iniciación cristiana pone en discusión no sólo una pequeña parte de nuestro servicio pastoral y eclesial, sino su misma sustancia. Es una nueva mentalidad con la que estar en el mundo, en este mundo. El camino seguido por la comunidad primitiva, que no vaciló en inventar nuevas reglas, nuevos servicios y nuevas formas con relación al judaísmo, nos espolea a escuchar al Espíritu, que hoy habla a sus iglesias de un modo nuevo.
Quizá tengamos que abandonar para siempre la pretensión de condicionar la cultura y la sociedad en sentido cristiano: deberemos trabajar sobre las personas y las familias, a fin de que, haciendo opciones apropiadas que las alejan de la cultura común y de los modos compartidos de vivir, las convirtamos en testigos de Cristo con otras formas, recorridos e identidades. Quizás un día nos demos cuenta de que así hemos propiciado el nacimiento de nuevos valores y estructuras sociales y culturales a las que podremos dar otra vez el nombre cristiano. Sin embargo, el Reino de Dios no es de este mundo: se construye en este mundo, pero más allá. A veces lo contesta, a veces lo anima, a veces lo asocia; pero no coincide sin más con la cultura y la sociedad. Es otra cosa, igual que Dios, Padre de Jesucristo, es otra cosa con relación al mundo y al universo. Igual que hacerse cristiano es distinto a hacerse hombre o mujer que viven en esta historia. Es algo distinto, totalmente gratuito y elegido con libertad de conciencia. Es una nueva identidad, donada por Cristo y fortalecida por el Espíritu Santo, que pone en relación con Dios, el Padre, de forma nueva, según el modelo de Jesucristo, en el Espíritu de amor.

Andrea Fontana

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