Miguel Ángel García Morcuende
Coordinador Pastoral, Salesianos Carabanchel
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor presenta esa sensación de soledad que hay en no pocos creyentes: en los evangelizadores, en los jóvenes cristianos, en los creyentes adultos. No son extrañas, dice el autor, algunas de estas tentaciones: el individualismo, un cristianismo exaltado, replegar velas. Para afrontar este reto propone algunos caminos: tomar conciencia, ofrecer un cristianismo atractivo y profético, un cristianismo que no se conforme con la mediocridad, vivir desde dentro, estar presentes en las líneas de fractura de los jóvenes, estar en búsqueda.
- Vivir en tierra de nadie
El episodio de Jesús caminando sobre las aguas (Mc 6,45-52) es una espléndida narración sobre la confianza; en ella se habla de personas que se encuentran en aguas difíciles y que buscan con la mirada Aquel que puede ayudarles: Jesús.
En estas líneas nos vamos a referir a la soledad “en aguas difíciles” que podemos estar viviendo como creyentes, aquella que se vive desde la incomprensión y, no pocas veces, desde la tentación del desánimo. A la soledad humana de las grandes conglomeraciones urbanas, se suma la soledad religiosa por nuestras creencias: pensemos en todo ese mundo que está a nuestro lado, pero que no está con nosotros; todo ese mundo que ni cree en nosotros ni cree en nuestro Dios.
- Creyentes diversos, diversas soledades
Los métodos de supervivencia de adolescentes y jóvenes
Las ofertas de la Iglesia interesan a un pequeño número de adolescentes y jóvenes. A veces, no acertamos en la propuesta pastoral; otras, hay quienes se encargan de persuadirlos bajo una antropología que priva a la persona humana de su dimensión trascendente. Nuestros adolescentes y jóvenes se acostumbran a las luces intensas de las series de televisión, del mito del éxito fácil de los famosillos de moda; una atmósfera frenética de sensaciones y de una presión ambiental que les hace enfocar sus vidas (y el sentido de las mismas) en otros derroteros. Aunque están abiertos a la persona de Jesús, constatamos que sufren en silencio una presión grande del grupo (“ mis amigos no creen, no les va, no quiero ser un rarito”), corriendo así el peligro de vivir uniformados por los mismos productos, los mismos programas televisivos, las mismas normas sociales, los mismos ídolos. Los que tienen que vivir así se ven obligados a aprender pronto métodos de supervivencia en un ambiente hostil, una doble vida: asisten a los grupos de la parroquia o participan en la asociación juvenil cristiana, pero no se comparte con los amigos. Una experiencia prolongada de soledad como creyentes en estas edades les señala para siempre.
Incluso en los jóvenes más comprometidos, la necesidad de ser aceptados es tan fuerte que, a veces, impide mostrarse tal como son. El miedo al rechazo por las creencias se confabula con la necesidad de pertenecer al grupo y la aprobación de los amigos (no digamos de la pareja). En las conversaciones de amigos, manifestar una postura moral cristiana, asistir a unos Ejercicios Espirituales, formar parte de un grupo de fe o juntarse para rezar se hace incomprensible para los demás, hasta el punto que se evita sistemáticamente. Se toma el camino de la doble vida.
Adultos frente a la meantream (corriente dominante)
No pocos adultos sufren también la soledad del creyente. Encontramos personas de cierta edad que han elaborado un “rencor ciego” hacia algunas expresiones de esta sociedad tan abierta; situación que desgasta su estado de ánimo y les quita la serenidad necesaria para vivir auténticamente la fe. Personas que sufren con incertidumbre (quizá espanto) porque todo aquel referente religioso que había dado sentido a su entorno personal, familiar y social se pone en entredicho. Muchos sufren por creer que tienen que renunciar a una concepción de la vida de fe que hasta ahora les había hecho sentirse verdaderamente cristianos. Han conocido tantos cambios pendulares, tantas crisis y rupturas, tanta innovación social, política, tecnológica y religiosa… que se sienten perdidos, no soportan tantas adaptaciones y giros; no disfrutan de la espiritualidad cristiana con estabilidad y sosiego. Ahora se ven obligado a seguir creyendo fundamentalmente por sí solos, sin una atmósfera cultural favorable.
La soledad de los evangelizadores
Por último, la soledad de los pastores, es un tema descuidado y poco conocido. Quienes animan y acompañan la fe del Pueblo de Dios sufren sentimientos de culpa y debilidad por considerar que no hacen lo suficiente, que su labor pasa inadvertida en la escuela, en la parroquia o en el grupo de jóvenes. Viven jornadas muy intensas, volcados en el trabajo excesivo. Es verdad que un activismo desenfrenado puede enmascarar la desatención a las fuentes de la espiritualidad, pero también algunos se sienten cansados, por no decir “gastados” o “quemados”, por el hecho de desarrollar una vida que no atrae, que es in-significante. Perciben las sacudidas contra este tipo de vida, pero no sabemos bien dónde está el epicentro. A eso se añade que en la confusión en este gran “bazar” de la cultura actual nos movemos por estereotipos mediáticos desfigurados, aquellos referidos a los sacerdotes y a los religiosos. Se les presenta en la literatura y el cine como personas no satisfechas, individuos que han descuidado hasta el fondo la originalidad y la belleza de una vocación al servicio y a la fe. Frente a esto, surge la pregunta en el corazón del apóstol: ¿hemos dejado en verdad de ser «sal» y «fuego»?.
- No nos dejes caer en la tentación
En la soledad de los diferentes grupos señalados arriba hay tres posibles tentaciones que acompañan al creyente. La polarización que presento es un recurso muy arriesgado porque extrema las posturas y elimina los matices que se dan en la vida real, pero, a cambio, nos permite percibir las posturas existenciales que nos sirven como modelos para afrontar lo que estamos viviendo y, sobre todo, para ensayar itinerarios de solución. Son las siguientes:
a.- La primera tentación en escena es el individualismo, una forma muy habitual de vivir la fe, una especie de conformismo donde desear vivir la fe a solas. Esta postura se hace tanto más peligrosa en cuanto que no es percibida como tal. Es una soledad sin contrapartida, no pasa nada, “la fe es una cuestión exclusivamente personal”. Quizás atrás se dejó una experiencia personal o de Iglesia negativa e imborrable. Solución: cerrar compuertas. Es el creyente frío e impermeable frente a los debate en temas de la fe. La historia de la Iglesia sabe cuánto hemos sufrido por culpa de ese individualismo que prescinde de la visibilidad comunitaria y de servicio a los demás, una tentación que ha llegado casi a traicionar el verdadero mensaje de Cristo, por presentar la fe en una sola dimensión: el creyente acosado por la apatía de la sociedad se encierra en sí mismo, relega la fe a la esfera privada. El cristiano de este calibre está convencido que ha elegido una opción personal que no va a cambiar el curso de los acontecimientos, un estilo de vida prácticamente insignificante para los demás y para el contexto en el que se mueve.
b.- Segunda tentación, podemos definirla como el cristianismo exaltado: creyentes que se hayan camuflados ordinariamente en los espacios donde viven, donde trabajan, donde pasan las horas libres… y encuentran sólo en las grandes manifestaciones la claraboya donde expresarse. Fieles escondidos durante su vida ordinaria, que pasan desapercibidos en sus valoraciones y en sus compromisos como seguidores del proyecto de Reino de Dios. Son generalmente cristianos anónimos, ocultan el rostro disidente del cristianismo, a expensas de que otros levanten la voz. Personalidades satisfechas en su fe, plenamente convencidas de haber encontrado toda la verdad, quienes están seguros de tener al Señor y que nada nuevo se puede ya descubrir en Él. Un cristiano así sólo divino, en actitud de combate permanente pero sin interés en lo que dice y piensa el vecino. Son creyentes que disparan los anticuerpos ante la diferencia y más que formular compromisos o tender puentes elevan protestas. Es evidente que una espiritualidad cristiana entendida y practicada de semejante manera no puede prosperar en el mundo en que vivimos. Realmente viven con el corazón un poco encogido y sobresaltado, ¡cúanto bien les haría liberar con urgencia la enorme capacidad de ternura que llevan dentro!
c.- Por último, replegar las velas. Es un escenario muy común entre nosotros. Nos referimos a quienes se sacuden la fe de encima, no porque sea incapaz de dar sentido sino porque les pesa demasiado y les compromete haciéndoles incómoda su vida. El corazón late fuertemente y las mejillas se encienden cuando son descubiertos fortuitamente como cristianos. Se sienten desenmascarados y abatidos, como una presa de caza, cuando se les ha ocurrido tímidamente expresar una opinión que roza sus creencias religiosas o asienten a una convicción de la fe. Es un cristiano que se repliega automáticamente en un proceso de desintegración. Los márgenes de la fe se desdibujan en este tipo de personalidad cristiana extremadamente conciliadora y complaciente con todos y en todas las ocasiones. En fin, una existencia cristiana poco alternativa, sin pasión ni convicción.
- Posturas por una soledad soportable y fecunda
Es necesario y absolutamente indispensable, hoy, tener la valentía de revisar estas situaciones, de someterlas a una saludable reflexión y ofrecer algunas propuestas. Son seis las invitaciones que propongo.
Tomar conciencia de una soledad deliberada
Primera invitación: tomar consciencia de esta realidad, sin instalarse permanentemente en una especie de “soledad incomprendida”. Gastamos mucho tiempo y esfuerzo en nuestro desencanto ante la irrelevancia de la fe. Tomemos conciencia de que esta preocupación aunque no nos deje indiferentes, no nos debe agotar ni desfondar. La soledad del creyente ha de ser más deliberada y creativa, menos dolorosa y destructiva; debe lanzar a vivir intensamente, subversivamente, frente a un escenario cargado de contradicciones y opuesto al mensaje evangélico. Seamos conscientes que hacemos frente a una cultura siempre en movimiento, enormemente intensa, paradójica, imprevisible, misteriosa.
Los hombres y mujeres creyentes de la Biblia encontraron razones interiores fuertes para creer, dar significado e interpretar lo que acontecía fuera de ellos. Pensemos también que, junto a nosotros, hay infinidad de caminantes en la fe dignos de admiración, dotados de una vitalidad que recorren nuestras mismas calles y nuestras mismas dificultades, y sin desfallecer. Ponen en escena lo del proverbio: “A los peces vivos se les reconoce por nadar a contracorriente”. También hoy, como aquellos creyentes, necesitamos mantener viva la esperanza: es posible vivir gozosamente el Evangelio como una alternativa de vida creíble. Es inútil empeñarse en violentar los ciclos por los que está pasando nuestra cultura; la nuestra, la mejor, la que tenemos ahora.
Por otro lado, todo creyente sincero siente que, desde lo más profundo de sí mismo, nace un anhelo irresistible de felicidad. Nadie desea poseer una vocación (cristiana) que le haga desdichado. Pero también es verdad que no se puede prescindir de lo que constituye una exigencia impopular del cristianismo: la cruz. Ser cristiano no es un sacrificio, como tantas veces podemos pensar, porque, si es algo, la vida cristiana es creativa, engendra amor, vida y ésta siempre produce gozo. Pero al mismo tiempo, todo gozo, lleva en su propio seno una parte de dolor, ya que no se puede engendrar sin dolor. La cruz es símbolo e icono de una vida entregada, porque la cruz es la plenitud máxima del amor, humano y divino, para Dios y para todo hombre, que abraza a todos y a nadie excluye; es la síntesis, en grado máximo, de amor recibido y dado, de amor crucificado y ya resucitado. La cruz está en del corazón del creyente, también en el de hoy, a veces en forma de rechazo. El Evangelio es contracultural y tenemos demasiados miedos frente a tantos cambios acelerados y profundos que se están produciendo en todos los órdenes de la vida. Quienes decimos que somos salvados, redimidos, recreados por Cristo y que afirmamos poseer una fuerza más grande que cuanto se puede imaginar, sentimos sin embargo miedo, olvidando con frecuencia la promesa: “Quien pierda la vida por mí la alcanzará” (Mt 16,25).
Mirad cómo se aman
Esta manera de asumir la soledad no supondría mayores problemas si no implicara en el creyente algunos cambios. No basta con saber lo que sucede, es necesario que la vida ordinaria sea una fuerza alternativa, constituya el mejor reclamo. En concreto, los seguidores de Jesús no estamos autorizados para ser ciudadanos extravagantes, personas de “desencuentros”, sino aquellos que viven de la fe en ese pequeño hábitat como personas sociables, serviciales y cordiales. Es el cristianismo bien entendido y mejor practicado. Fuera de un contacto directo con las personas y sus circunstancias, la discusión teórica naufraga. Hoy más que nunca, en esta sociedad las gentes buscan fraternidad verdadera. Por ello, no se puede esperar de un cristiano, aún más en contextos de gran secularización, relaciones convencionales, rígidas o formales en las que hay que representar un personaje, recitar un papel. Nuestra fe es indisociable de nuestro estilo de relaciones personales, es más, éstas nos colocan contra las cuerdas de la autenticidad.
La sociedad occidental necesita lo que el filósofo Maritain llamaba «minorías proféticas de choque». ¿No invitaba Jesús a sus discípulos a ser sal de la tierra? Pero para tener algo que decir, es urgente que redescubramos la radicalidad del mensaje evangélico y aprendamos a traducirlo con nuestra capacidad de escucha y servicio. Ser cristiano, quizá más que nunca, nos abre ilimitadas posibilidades de encuentro, nos compromete a no abandonar al destino ciego a nuestros hermanos contemporáneos. Es verdad que en la Universidad, en el trabajo, en la asociación de vecinos o en el grupo de amigos ser hoy cristiano implica nadar en aguas que nos exigen mucha fatiga personal, pero es ahí, en esos mares donde nos toca remar con toda la riqueza y fuerza de la auténtica Buena Noticia. Será indispensable desplegar todos nuestros mejores recursos, no para agradar, sino para hacer ver cuánto de humanidad y dignidad disfrutamos por sentirnos queridos por Dios. No nos faltan dosis de locura, como para todas las cosas radicales y que se apoderan por entero del corazón y de los sentidos.
Debilidad no es mediocridad
El Jesús que camina sobre las aguas, citado al inicio de este texto, nos sale al encuentro, precisamente cuando se hace de noche, cuando necesitamos un milagro para no ir a pique, allí donde la tormenta es más fuerte que nuestras fuerzas, pero más débiles que el Señor. A veces pensamos que el más pequeño error en nuestra vida nos acarrerá graves consecuencias, como un monstruo que desfigurase toda una vida de fidelidad. Es un consuelo saber que el don de la vocación cristiana es precisamente eso, un regalo, a pesar de nuestras imperfecciones. Nuestra historia personal tiene un rostro bien humano, “en vasijas de barro”, y por tanto más divino, a los ojos de la fe. Es, en boca de san Pablo, reconocer que, “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). No necesitamos los creyentes ser personas selectas y complejas; la opción de ser cristiano hoy no debe arrastrar un halo de heroísmo; no necesitamos vivir obsesionados con una fotografía ideal, sino personas que desde su vivencia sencilla de la fe aparezcan ante el mundo como una silueta presentable, es decir, convencida y enamorada.
Aquellos que tenemos la misión de evangelizar no debemos bajar la guardia frente a la razón de ser de nuestra vocación, aquello a lo que Jesús se entregó en cuerpo y alma: la causa del Reino de Dios. Es más, admiremos a quienes siguen en la brecha, a pesar de las dificultades, apostando por experiencias de ruptura, personas alternativas conservando el gusto por vivir, destilando humor y satisfacción por ser lo que son. El Pueblo de Dios no aceptará jamás unos misioneros que hagan una mediocre imitación del Evangelio. Se impone una vida más auténtica, aunque no siempre estamos dispuestos a pagar el precio personal e institucional que esta autenticidad requiere. Aquí está nuestro pecado: hemos secuestrado la espiritualidad cristiana, haciéndola cosa extraña e improbable; con ciertas actitudes la hemos vuelto indescifrable y consabida; la hemos “soportado” con poca alegría y escaso amor, haciéndola poco apetecible. No nos debe dar vergüenza confesar abiertamente la vida cristiana sin que ello nos impida desenmascarar tantas caricaturas que hemos hecho de ésta.
Tendremos algo que decir al mundo, si tenemos algo que vivir dentro
En los momentos de soledad se revela la propia vida, las razones más profundas del corazón creyente, sin perder la esperanza de descubrir de experimentar personalmente a Jesucristo. Sin esta experiencia original, no hay futuro. En momentos de crisis solo cabe solución cuando “bebemos en nuestro propio pozo”, es decir, cuando reconquistamos toda la fuerza del Evangelio, toda la fuerza de nuestra fe, convencidos de lo que es vivir de la fe y de hasta dónde llega nuestra responsabilidad ante Dios. Si ser cristiano hoy puede presentar alguna novedad, esa novedad consiste en la esperanza secreta que lleva en sus entrañas, por el hecho de que la fe en el señor Resucitado no es una flor que muere con el tiempo, sino que vivirá para siempre por ser más fuerte que la muerte. Somos hijos de un “Dios vivo”, participamos de su Vida pujante e indestructible.
Sentirnos mimados por nuestro Padre Dios debería darnos un nuevo dinamismo, una fuerza mucho mayor que los demás, una esperanza ilimitada. Podemos vivir espiritualmente sin inclinamos ni resignamos frente a este trozo de historia nueva y auténtica que tenemos entre manos. En la parábola de los talentos, el amo reparte a uno cinco, a otro diez, a otro uno. Los que reciben cinco o diez talentos procuran hacerlos fructificar y el dueño los alaba porque han hecho algo. El que recibió solamente un talento, tuvo miedo de perderlo y, diciéndose que su amo era exigente, lo escondió. Resulta dramático que nos identifiquemos tantas veces con este modelo de cristiano “prudente”, el que tiene siempre miedo de Dios, porque sabe que «es un amo exigente».
Estar presentes en las líneas de fractura de los jóvenes
En lo que se refiere a las nuevas generaciones de creyentes, debemos recordar que provienen de un ambiente en el que las relaciones personales (entendidas como cercanía y escucha, como ámbito de gratificación) son imprescindibles para no morir asfixiados en esta sociedad anónima que les ha tocado en suerte. Por eso valoran tanto los recintos cálidos, los lugares donde encontrarse, intercambiar sus vivencias y plantear sus temas. Por otra parte, proceden de un contexto social en el que la fe no se da por supuesta, sino que creer supone una victoria sobre muchas fuerzas contrarias. Aún así, algunos jóvenes expresan claramente un sincero deseo de compartir la propia vida y de contar con más personas para seguir anunciando a Jesucristo. Por todo ello, y precisamente cuando el discurso actual invita explícitamente a desconfiar de todo lo que se proponga como absoluto, definitivo y vinculante, apremia ofrecer espacios para oxigenar la fe: grupos, comunidades de referencia, experiencias de desierto, Taizé, acompañamiento personal… lugares orientados a cuidar la interioridad, a favorecer experiencias de encuentro personal con Dios, a acompañar a otros para leer la propia vida desde Dios, y, muy especialmente, a compartir la propia espiritualidad cristiana.
Sobre los evangelizadores de jóvenes de hoy recae una gran responsabilidad: los jóvenes dejados a sí mismos son incapaces de permanecer en la fe. Realmente hay jóvenes que, zarandeados por innumerables olas, quieren encontrar un lugar compartido donde hablar de lo que les quema por dentro: no saben cómo encontrarlo, pero quieren algo nuevo y van intentando todo, cualquier cosa, cualquier experiencia. Desgraciadamente les criticamos, decimos que son afectivamente frágiles, inmaduros, dependientes, sin capacidad de reacción para superar las dificultades de la fe. Ni son descarados ni son paradójicos. Abramos los ojos: si no encuentran un ecosistema comunitario (un grupo, una comunidad de referencia) en el que vivir su fe, una red de protección que le oriente, un “sistema de apoyo” (como dicen los psicólogos) para subsistir a la intemperie, acaban por desistir.
Una búsqueda honrada
Nos resulta difícil vivir con intensidad nuestras convicciones en sociedades débiles y en tiempos revueltos. Sin embargo, este contexto debería estimularnos a mantener un diálogo provechoso, una conversación enriquecedora incluso con aquellos que no comparten nuestra postura y que se profesan lejanos de la fe; un acercarnos para conocer abierta y francamente las razones más profundas de su no-creencia. Dialogar es estar pronto para recibir y dar. No se trata de limar las aristas del conflicto sino de discernir lo mejor posible un verdadero encuentro.
Se requiere para ello, abandonar las defensas para afrontar de manera directa, cara a cara, sin miedos, los motivos de nuestra fe frente a otros motivos que no son los nuestros. Por eso es indispensable que haya quienes, con el testimonio de su vida y el encuentro sincero, recuerden el sentido de la vida humana y de la vocación cristiana, el lugar de Dios en nuestra historia personal, sin que todo eso sea carca e insípido.
Sólo así, incluso el increyente, se abrirá en la esperanza y en la amistad, creciendo la posibilidad de una búsqueda honrada, consciente de que puede abrirnos mutuamente a la luz. No puede bastarnos con lamentar el invierno de secularización del que todos somos víctimas, y que todos vemos y palpamos. Hagamos todo lo posible por abandonarnos a la fuerza irresistible del Espíritu que sopla «donde quiere». Al fin y al cabo, podemos estar seguro de que, por mucho que entreguemos la vida a los demás y a Dios, nunca será equipararse a lo que hemos recibido de Él como don.
- Conclusión
Asistimos desde muchos ambientes a enorme carga contracultural de la fe cristiana, fuera de lo común. Allí donde proliferan cultos y mitos de lo más variados, los creyentes no podemos habituarnos a un anonimato que nos haga vivir desde la impotencia y la pasividad, encerrados en los cuarteles de invierno.
No permitamos que el contexto social se vuelva absorbente y voraz como un agujero negro que engulle a quienes creen hasta hacerlos irrelevantes. En el mercado de las soledades de nuestra época, la Iglesia necesita personas despejadas cuya lucidez les permite ver e interpretar con precisión y valentía lo que acontece tanto en el interior de las personas como en la superficie del mundo. Urge creyentes atentos y despiertos, que sepan adelantarse a los signos de los tiempos e interpretar. Corremos el riesgo del ahogo característico de quien confía en sólo en los propios cálculos y miedos. Seamos testigos no solamente convencidos, sino también contentos y, por tanto, convincentes y creíbles.
Miguel Angel García Morcuende
magmorcuende@salesianos-madrid.com