EL MUCHACHO DE LOS 5 PANES

1 septiembre 2012

Riccardo Tonelli
La gratuidad es palabra hermosa y con ella podemos también llenarnos la boca… pero está lejísimos de nuestros modos de hacer cotidianos. Cuando hago algo, tengo derecho a la recompensa o al menos la debo buscar y esperar, porque estas son las reglas normales del mercado de nuestra vida. El viejo proverbio “ni siquiera el perro mueve la cola gratis” forma parte ya de nuestra cultura. Es un modo de pensar que justifica abundantemente la praxis generalizada.
Este modelo lo hemos aplicado también al misterio de Dios, para decirnos a nosotros mismos quién es él y para definir nuestra relación con él.
Basta pensar, con un poco di calma, en tantos modos de hablar y en las mil recomendaciones sobre las que la tradición educativa religiosa ha insistido abundantemente. Están en juego dos actitudes aparentemente contrarias: pretender todo de Dios o conquistar sus favores con alguna renuncia. A primera vista son modos de hacer opuestos. Pero tienen en su raíz la misma lógica: Pensamos en Dios como en un jefe del que podemos conquistar favores o apaciguarlo con algún regalo.
 
Un momento tranquilo para revisar
Tengo la impresión de que este modo de vivir la presencia de Dios la tenemos ya en la estructura de nuestra experiencia religiosa. Podría documentar una especie de inculturación muy abundante.
Siento el apremio de pensar en ello con un poco de calma, para desenredar el enredo entre teología y modelos educativos que dan origen a una experiencia consolidada de espiritualidad. Sólo si nos libramos de estos modelos logramos descubrir el rostro de Dios que es Jesús y dejarnos arrastrar por él en libertad y responsabilidad.
De estos modos de hacer querría librarme parar vivir intensamente el encuentro personal con él.
El primero es el más frecuente.
Cuando queremos obtener un favor de una persona poderosa, le hacemos cien reverencias y le mostramos los signos de nuestra dependencia. Tal vez nuestras ofertas son pobres, porque no tenemos medios para aumentar el presupuesto. Suplimos con el entusiasmo, la devoción y la insistencia.
Hacemos lo mismo con Dios. Le proponemos las pequeñas decisiones de nuestra vida, como signo de nuestra dependencia y esperamos sus favores. Hasta la muerte de Jesús en cruz la ha logrado describir una determinada teología en esa lógica mercantilista: el precio alto que pagar – en nuestro nombre… demasiado débiles para poseer un capital adecuado – parar obtener el perdón.
Me da miedo.
Jesús nos regala un rostro de Dios que hace posarse el rocío sobre buenos y malos, sin pedir primero un carné de pertenencia. Nos asegura que nos ha amado gratuitamente y antes de nada. El padre que echa los brazos al cuello del hijo que vuelve a casa después de la traición y la fuga intemperante, lo hace con total decisión de amor. Por eso interrumpe la cena de fiesta para acoger también al hermano bueno y casero. El abrazo no está en relación con la fidelidad del interlocutor, sino con el amor del Padre.
A esta figura de Dios, toda ella jugada en una tabla de doble entrada entre  el debe y el haber, corresponde la otra, igualmente extraña, muy lejana del rostro de Dios que Jesús nos entrega.
El que se da cuenta de que no puede pagar nada, porque tiene los bolsillos vacíos y la conciencia incierta, espera todo de Dios. Queda inmóvil, resignado, como un terreno árido que espera todo de la primera lluvia. La entrega resulta total. Aquella colaboración que, en el modelo anterior aseguraba el derecho al regalo, ahora se vacía y se hace nada.
Confiamos a Dios la solución de los problemas que podrían afrontarse adecuadamente, poniendo en juego la ciencia, la sabiduría y la aptitud, como cuando rezamos por los problemas del hambre en el mundo, con la mochila llena de nuestros intereses.
También este modo de hacer me da miedo.
Me da un rostro de Dios muy diferente del que Jesús nos ha permitido encontrar.
A los obreros de la viña, a los de la primera hora y a los de la última, se les ha pedido que pongan a disposición su capacidad de trabajo. Se les pagó no por el tanto por ciento del trabajo realizado, sino por la gratuidad de un amor que busca colaboradores y pide a cada uno que recupere la certeza de que es “sólo siervo”.
 
Compartir parar asegurar la abundancia
He pensado muchas veces en estos temas. Me parecen decisivos para encontrar el rostro de Dios en el encuentro con Jesús. Y me encontraba con dificultad para concluir. Demasiada seria era la cuestión y demasiado disonantes los modelos y las recomendaciones difundidas, para llegar a una decisión que  compartir de modo responsable.
En último término, la cuestión no es encontrar o no encontrar a Dios, sino qué rostro de Dios encontrar.
Queremos entregarnos a Jesús, buscamos el camino para consolidar esa búsqueda y para orientar nuestra vida en el encuentro con él. Pero Jesús es Dios entre nosotros, su modo de actuar y sus palabras son la manifestación definitiva del rostro de Dios. Por eso es decisivo experimentar el encuentro con Dios en la entrega a Jesús y descubrir su verdadero rostro en la experiencia de Jesús. Sería triste volver, con el entusiasmo de nuestra fe, a aquel rostro de Dios que Jesús rechazaba y por el fue procesado y ejecutado.
Con esta inquietud he releído el Evangelio. Y he experimentado la alegría, ocasional y oportuna, de una página que me ha hecho rezar y pensar. El relato del evangelio de Lucas (9, 12-17), con la invitación a meditarla precisamente desde la perspectiva del tema sobre el que estamos reflexionando.
 
Aquella tarde, a la orilla del lago de Genesaret, se había reunido una gran muchedumbre para escuchar a Jesús. Habían llegado en masa de las aldeas vecinas, como sucedía sólo en las grandes ocasiones. El sol ya estaba en su ocaso y una ligera brisa refrescaba el aire. Pero ninguno lo advertía. Tenían algo más importante que atender. No se habían dado cuenta ni siquiera de que el tiempo se había ido volando, inexorable.
Jesús decía cosas bellísimas. Nunca las habían oído tan claras y reconfortantes. Jesús, además, las decía con un aplomo que daba sosiego y seguridad. Se notaba enseguida que sus palabras venían de una experiencia especialísima.
Decía: «Echad una mirada a las bellísimas flores que alegran los prados que nos rodean. Están vestidas de un modo espléndido. ¿Quién sabe que darían un rey y una reina para poder pasearse engalanados de ese modo. Pero no lo logran: no hay sastres capaces de imaginar algo parecido. A las flores las viste Dios con un gesto da amor gratuito. Pensad en lo mucho que se preocupará por cada uno de nosotros, si tiene tanto cuidado de cosas que mañana quemará el sol y desaparecerán en la nada».
Extraño… Nunca había pensado en ello. Pero es exactamente así. Y no se ha acabado. Jesús añade enseguida: «Mirad a los pájaros que zigzaguean por el cielo. Ninguno muere de hambre, aunque no tienen ni graneros ni organizaciones de caridad. Piensa Dios en regalar a cada uno lo que necesita. Si se preocupa tanto de un pajarito… intentad imaginar el amor que nos tiene a cada uno de nosotros. Somos importantes para Dios. Todos lo son; sobre todo son importantes para Dios los que cuentan casi como un pajarito que vuela por el cielo».
Se le escuchaba con alegría. El tiempo pasaba y ninguno hacía caso. Cada palabra que salía de la boca de Jesús, era como un largo abrazo acogedor.
Solo Jesús se dio cuenta del tiempo que había pasado. El amor llega, necesariamente, a esta sensibilidad. Se detiene. Mira alrededor. Trata de advertir el estado de las cosas. Después, con decisión, se vuelve a Felipe, que estaba a su lado. «Felipe… vamos a parar un momento. Esta gente tiene derecho a un poco de descanso. Tú aprovecha la espera para repartir algo que se lleven a la boca. Quién sabe el hambre que tiene esta pobre gente… Han hecho un largo viaje para llegar hasta aquí y además han aguantado cuatro horas de predicación».
Felipe tiene un instante de desconcierto. «Jesús, no hay ningún problema para el descanso. El problema es el otro: el pan para dar a toda esta gente». Añade otro discípulo: «Jesús, los he contado mientras tú hablabas. Son casi diez mil. Un record. Piensa en todo el pan que haría falta para llenar al menos un hueco del estómago de toda esta gente…».
«¿Qué se puede hacer?», insiste Jesús con Felipe. La respuesta no se deja esperar, de una lógica que no tiene objeción: «La solución mejor es ésta: terminemos y después manda que cada uno se vaya a su casa. No tenemos pan. No tenemos dinero. Estamos en un lugar desierto. No se puede hacer otra cosa. Manda a la gente a casa antes de que se haga de noche y…». No dice «se arreglarán»… pero se entiende al vuelo.
Jesús no acepta en absoluto. Felipe le ha desilusionado. Hace años que está con él… y mira los frutos.
«Felipe, tu solución es absurda. He hablado del Padre que da de comer a los pájaros y viste a los lirios del campo… y tú me aconsejas que acabe y que diga a esta gente que vuelva a casa con el estómago vacío». De Dios Jesús habla ante todo con los hechos. Asegura que es un Padre, bueno y acogedor, porque devuelve la libertad a la pobre pecadora, la vida al muchacho muerto prematuramente, la salud a la mujer encorvada sobre sí misma por la enfermedad.
Felipe entra en crisis. No tiene idea de qué cuerda debe tocar. También sus colegas esperan, ansiosos y perplejos.
Jesús toma la iniciativa. Le dice a Felipe: «Comprueba si alguno se ha traído algún panecillo». «¿Hay alguno que ha traído algo de comida?», grita Felipe.
Se adelanta un muchachito con una esportilla. «Yo tengo cinco panes y algún pez. Me los dio mi madre antes de salir de casa. Me los iba a comer cuando oí la pregunta de Felipe. Aquí está. ¿Qué hay que hacer?».
Jesús lo mira con una mirada que encanta.
«Mira», le dice, «quiero hacer una apuesta contigo. Tú me das todas tus provisiones. Y las repartimos entre la gente. Esta es la apuesta: repartiendo tu pan, nos quitamos el hambre todos: tú, yo, Felipe, mis amigos… toda esta gente. ¿Estás?».
El muchacho queda desconcertado. Piensa en sus panecillos, en su hambre, en el largo viaje para volver a casa… Mira a la muchedumbre: son tantos. ¿Cómo pueden bastar sus cinco panes?
Intenta una solución: generosa… pero no demasiado. «Jesús, ¿qué te parece la mitad para cada uno?: algún panecillo para ti y el resto para mí. No es una propuesta que debas rechazar. ¿Te va?».
Pero a Jesús no le va. Su petición es exigente: «Todo». Sólo así se puede quitar el hambre a todos. «Si no quieres, no hay ningún problema. Tú te quedas con tus panecillos y te los comes. No será fácil. Tendrás cien ojos clavados en ti. Alguno tratará de quitártelos. Tendrás que defenderte a mordiscos. Pero son tuyos y tienes el derecho de hacer de ellos lo que quieras».
Insiste Jesús: «La apuesta es esta: si me los das y se los repartimos a todos, la vida crece para todos».
El muchacho cede. Le da a Jesús sus pocos panes y los cuatro peces. Empiezan a repartir y a comer. Cuanto más reparten, más panes y peces hay. Es verdad que hay para todos: no un bocado a toda prisa, sino un banquete.
Al final, recogen los trozos sobrantes. Se han quitado el hambre y quedan todavía siete espuertas llenas.
Jesús concluye: «Es verdad: el Padre alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo. Lo hace él solo. Para alimentar el hambre de los hombres (la de pan y la de esperanza), necesita, en cambio, colaboración. Sólo podemos crecer en la vida si alguno renuncia a lo que posee, lo divide y lo regala por amor. Lo hemos experimentado esta tarde. Volved a casa y haced también vosotros lo mismo. Hasta otra vez».
La muchedumbre se va,  preocupada y pensativa.
Estaban acostumbrados a que les dijesen: «Renunciad a lo que tenéis. Sacrificaos. Pensad en el que sufre y aprended a buscar también vosotros un poco de sufrimiento, al menos por solidaridad».
Jesús da la vuelta a las recomendaciones: «He venido para que todos tengan la vida y la felicidad. El Padre quiere que tengamos tanta que no sepamos ya dónde ponerla. Dios está hecho así: alimenta a los pájaros del cielo y viste a las flores del campo, sin buscar ninguna compensación. Le gusta y basta. Hace eso porque ama locamente a sus hijos».
Pero… hay un «pero», duro y exigente.
La vida crece sólo si uno la sabe regalar por amor. Si nos la tenemos agarrada, la perdemos nosotros y se la hacemos perder a todos. Si sabemos compartir todo, de verdad todo, tendremos vida y felicidad en abundancia.
¿Y si tuviese razón Jesús? Todo se hace más comprometido. No basta renunciar a algo y no es suficiente regalar a los pobres lo que sobra y no tenemos la valentía de tirar. Hay que compartir todo para tener todo. En vez de distinguir entre lo que es mío y lo que regalo a los demás, todo se convierte en mío si lo comparto con los otros. Así lo propone Jesús para la vida y la felicidad…
 
Las provisiones para el viaje
Nuestra existencia cotidiana es un largo viaje. Nos viene de vez en cuando la alegría  de una pequeña pausa, a la sombra de un palmar y con el murmullo alegre de una fuente. Pero después se vuelve a caminar, aparcando la nostalgia para soñar valientemente con en la meta lejana.
¿Llevamos provisiones adecuadas o esperamos al cuervo que alimenta al pobre Elías hambriento en el desierto?
La respuesta no existe porque la pregunta está equivocada. Se ofrece precisamente la alternativa que la meditación del Evangelio me ha pedido que supere.
El Dios de Jesús, como Jesús nos lo entrega y la experiencia de sus discípulos nos propone con decisión y valentía, es muy diverso. Nos pide una confianza total en él, con el abandono del niño que se siente seguro en el regazo de su mamá, y al mismo tiempo nos pide una responsabilidad continua, atenta y competente, para hacer disponible lo que somos para el misterio de su presencia.
Lo ha dicho también Jesús, de un modo un poco extraño el día en que los discípulos querían librarlo de la bulla de un grupo de muchachitos que le rodeaban: “Os aseguro que si no os convertís y no os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 18, 3). No era, desde luego, una invitación al aniñamiento. Es, por el contrario, la recomendación a superar seguridades y presunción (la conversión), para vivir en el abandono (como niños).
Ésta es, en efecto, la vida cristiana: un abandono en los brazos de Dios, con la actitud del niño que se confía al amor de la madre. Parece extraño: para hacerse adultos descubrimos la necesidad de hacernos «niños». Del adulto queremos conservar la lucidez, la responsabilidad y la libertad, mientras nos sumergimos en una esperanza que sabe «creer sin ver». Del niño, en cambio, buscamos la osadía de arriesgar, la libertad de mirar adelante, la confianza incondicional en alguno cuyo amor hemos experimentado, la disponibilidad exagerada a compartir… hasta el fondo, las ganas de jugar hasta con las cosas más serias.
La gente segura, que no tiene necesidad de nadie, que se fía sólo de sí misma y que piensa que ha resuelto todos los problemas jugando la carta del empeño y de la  responsabilidad… esta gente a Jesús no le cae bien. La considera presuntuosa, como si le echase en cara el amor, que es la razón de su presencia junto a nosotros. Y, sobre todo, la moneda falsa. No podemos bastarnos a nosotros mismos. No podemos presuponer que resolvemos todos los problemas, sobre todo los que afectan a la vida  y su sentido, el amor y su consistencia resuelta, sólo con nuestras  fuerzas. No somos autosuficientes en las cosas que cuentan, aunque nos lanzásemos a ellas hasta el estremecimiento.
Por el contrario, nos hace entender que le resulta simpática la actitud del exactor de los impuestos, en la historia que sus discípulos nos cuentan para decirnos de qué parte está Jesús. Jesús considera al recaudador de impuestos, un tipo serio, animoso, lleno de ganas de vivir y auténtico en sus proyectos. Se entrega, juega al alza en la esfera de sus sueños de vida… y después acepta contar con su propia debilidad. Se lanza totalmente y constata que no se basta a sí mismo. Tiene la necesidad de alzar continuamente los brazos hacia lo alto, para pedir dos manos robustas capaces de agarrarlo y sostenerlo. Hace, en una palabra, el gesto más auténtico de humanidad: se confía al  misterio de Dios que envuelve su existencia diaria.
Grita e invoca desde lo profundo de sí mismo continuamente y siempre. No quiere separar los ámbitos de existencia: aquellos en los que se siente seguro y competente, sin tener que pedir nada; y aquellos en los está escaso de competencia y reconoce por consiguiente que tiene necesidad de ayuda.
La competencia no es lo contrario del abandono, ni viceversa. Los discípulos de Jesús, en sus decisiones y en sus gestos concretos, tratan de asegurar el máximo posible de competencia y, con la misma intensidad, se confían  al  misterio de Dios que sostiene toda la existencia.
A mí me gusta entregarme a un Dios así. He contado la historia de Jesús y de sus discípulos… para consolarme un poco y para pedirme a mí y al que está de acuerdo con esta experiencia, abandonarse como un niño en los brazos acogedores del Dios de Jesús.