Jesús Villegas
Liberadores, salvadores, justicieros y mesías: el relato mesiánico
Cuando Jordi Balló y Xavier Pérez en su fantástico ensayo La semilla inmortal repasaban los argumentos universales de la historia del cine, no olvidaron incluir un capítulo dedicado a lo que ellos llamaban “los intrusos benefactores”, es decir, las figuras mesiánicas. Si entendemos por “argumento universal” un esquema narrativo repetido una y otra vez en relatos de distintas épocas y lugares, sin duda las tramas que se sustentan sobre la peripecia de un salvador constituyen terreno fértil para el Séptimo Arte.
En la obra antes citada se detallan algunos de los elementos constantes en este tipo de historias, cuyo ejemplo más paradigmático y trascendente es, por supuesto, como recuerdan los dos autores, la vida de Jesucristo: la llegada de un extraño a una comunidad en crisis, su intervención con el fin de invertir un orden caduco, la proposición de un nuevo código de valores o el sacrificio redentor son algunos de los hitos obligados que elevan a estos personajes de la categoría de héroe común al rango especial de mesías.
Pues bien: el objetivo de estas páginas será revisar la producción cinematográfica más reciente a la busca y captura de figuras mesiánicas. Aunque sea adelantarme, avisaré de que en muchas ocasiones entreveremos ecos, adivinaremos vagas reminiscencias, intuiremos una utilización muy libre de un esquema, el del relato mesiánico, que, como cualquier otro en el ámbito de la creación artística, siempre se ha mostrado dúctil y generoso a la hora de admitir su manipulación o su aprovechamiento fragmentario.
¿Qué sentido tienen este rastreo en el contexto de una revista sobre pastoral? Creo que mucho. Si el relato mesiánico por excelencia, la vida de Jesús, soporta los fundamentos de nuestra religión, las distintas versiones, adaptaciones, citas, malversaciones o, simplemente, apropiaciones de esta fórmula narrativa por parte de los autores cinematográficos contemporáneos quizás nos expliquen de forma indirecta cómo se lee y valora hoy tal historia mayúscula, que resonará siempre por debajo de cualquier itinerario salvífico, por lejano que parezca de ese texto fundante recogido en los Evangelios.
Mesías clásicos versus mesías posmodernos
La película más emblemática, la más estudiada desde esta perspectiva que vamos a explorar, la de conectar el relato mítico del mesías con sus distintas versiones, variaciones o relecturas, es, sin duda, ET. Se ha repetido hasta la saciedad que el entrañable extraterrestre de Spielberg remite a la figura de Cristo: viene del cielo, es perseguido, logra instaurar un nuevo orden ético (que incluye principios como la aceptación del diferente o la necesidad del hogar como espacio para la realización personal…), tiene poderes sobrenaturales, muere, resucita, regresa al cielo… El judaísmo de su director y la preferencia por este tipo de relatos protagonizados por personas o criaturas benéficas para una comunidad (presente en obras tan populares como Encuentros en la tercera fase oLa lista de Schindler) encuentra su reflejo invertido, descreído, posmoderno y materialista en la reciente comedia Paul. En ella, dos “frikis” ingleses viajan a Estados Unidos con el propósito de asistir a un congreso sobre cómics y realizar una especie de turismo marciano por los lugares de Norteamérica donde se han producido avistamientos de platillos volantes. En medio de sus peripecias, rescatan a un extraterrestre de verdad, que está sufriendo la persecución del FBI. El dulce alien spielberiano da paso en esta cinta a un ser de otro planeta procaz, malhablado y cínico, Su propuesta ética se reduce a perseguir el placer a toda costa y vivir la vida a fondo. Tiene poderes (curación, telepatía, camuflaje), pero son todos ellos consecuencia de la propia mejora genética y no de la intervención de un ser divino. Paul, una criatura avanzada biológica e intelectualmente respecto a los humanos, proclama una fe absoluta en la evolución, que le ha llevado a un grado de conocimiento capaz de desterrar los misterios, responder las grandes preguntas y desmontar, al final, cualquier forma de trascendencia.
Como contraste con Paul, nuestros dos protagonistas acabarán por arrastrar a sus aventuras a Ruth, creacionista furibunda que cree que el mundo tiene tan solo 4000 años y que la evolución es una falacia de Darwin. Paul, imponiéndole las manos, insuflará a la muchacha todos sus conocimientos en un instante: esta vislumbrará, sorprendida, que no existe ni el cielo ni el infierno ni el mal ni el pecado. Ante tal revelación y echadas por tierra todas sus creencias, optará por liberar sus instintos reprimidos y armará un nuevo credo en el que beber, fumar, decir palabrotas y fornicar, si se tercia, orientarán sus pasos. La conversión de Ruth viene antecedida por un milagro de Paul harto significativo: la muchacha padecía una enfermedad que le había privado de visión en un ojo. Tras la protocolaria imposición de manos, el extraterrestre le acabará por devolver la vista, de modo que la recuperación de la visión se complete en un doble sentido, tanto en el plano físico como existencial.
Paul se propone como modelo de mesías sin dios. Un mesías del buen rollo, el “colegueo” y la ligereza, que identifica increencia con libertad. Practica un existencialismo optimista y un materialismo a ultranza que lo alejan de cualquier tentación teológica. Paul es a ET lo que la posmodernidad a cualquier sistema férreo de valores clásico.
No quiero terminar este apartado sin una breve reflexión final. En la línea de los mesías que vienen literalmente del cielo, tanto en Paul como en Super 8 reconozco un recurso narrativo común. En ambas películas, como ya ocurría en ET, los seres de otros mundos sufren sobre todo el exceso de ambición humano. Son objetos de estudio, meras cobayas al servicio de una investigación insensible que aspira a apropiarse de sus secretos. En el relato crístico Jesús era víctima del poder religioso y político; en estas historias, como ocurre también en El origen del planeta de los simios (otra singular variación sobre el relato mesiánico que no tendré espacio para analizar) los nuevos redentores padecen los excesos del cientifismo y la racionalidad descarnada, la falta de una bioética, el pecado de darle la espalda a un progreso humanizado y respetuoso.
Mesías hipermusculados: los superhéroes
También proceden de más allá muchos de los superhéroes y, si no es así, suelen estar investidos de ropajes no ajenos al argumento que nos ocupa. Esta temporada se estrenaron al menos tres películas significativas de tal subgénero fantástico: Thor, Capitán Américay la interesantísima X-Men: Primera Generación. La primera funde con descaro, la mitología escandinava, ya presente en el cómic que ilustra, las vibraciones dramáticas shakeaspearianas y el mesianismo de tinte cristiano. Thor, hijo de Odin, es desterrado de su mundo de dioses y gigantes a nuestra querida Tierra a consecuencia de su soberbia y su intemperancia. En el primer tramo de la película, ambientado en el mundo de los dioses escandinavos (Asgard), el paganismo de las religiones politeístas se enseñorea de la función, sin dejar de insinuarse que la relación entre Odín y Thor remite al vínculo entre un Dios Padre y un Dios Hijo. Las desavenencias con su padre y con su hermano, Loki, además, están impregnadas de la intensidad y el arrebato emocional que reconocemos enMacbeth o El rey Lear. Pero cuando la acción se traslada a nuestro planeta, nuestro héroe musculado da un salto de las antiguas religiones al ámbito del cristianismo: Thor se enamora y, poco a poco, su carácter se templa, hasta adquirir la dignidad, la entereza y, sobre todo, la humildad de los que se sitúan en un nuevo plano de trascendencia. En el enfrentamiento final, las reminiscencias crísticas resuenan con descaro: para defender a los seres humanos cuya existencia peligra, pide perdón, se ofrece en sacrificio a cambio de la vida de los inocentes. Tras salvarlos, muere y, como no podía ser menos, resucita a la vez que Odín, que estaba preso de un extraño letargo divino, derrama una lágrima. Un Dios Padre enternecido saca de entre los muertos a Dios Hijo, que así podrá culminar su misión en el mundo.
La película, en este juego de múltiples referencias, postula que existen diferentes mundos en el universo conectados por puentes espacio-temporales. En uno de ellos residen los dioses del norte; en otro, los humanos. Según esta particular concepción, el espacio reservado para lo religioso, como ocurría con las mitologías anteriores al surgimiento de las grandes religiones monoteístas, adquiere una fisicidad total, existe en dimensiones similares a las que configuran nuestro mundo. La trascendencia es, en realidad, solo una forma hipermusculada de inmanencia. En este contexto otra vez desaforadamente materialista, se postula que la magia y, por extensión, todo lo incomprensible (también, por qué no, lo religioso), son solo formas de la ciencia que todavía no entendemos. El progreso científico, en consecuencia, irá recortando terreno no solo a lo cognoscible, sino también a lo mistérico, hasta que cualquier plano o pregunta metafísica admita su correspondiente explicación lógica y, con ello, ciencia, magia y religión sean todo uno. Por otras vías llega esta película a conclusiones muy similares (la existencia solo física de la realidad; el misterio como espacio aun no hollado por la inteligencia humana, pero que acabará por ser desvelado) a las que planeaban sobre la figura de Paul.
En X-Men: Primera generación serán las mutaciones las que motiven el nacimiento de seres excepcionales, de cuyas actuaciones dependerá en gran medida la destrucción o la salvación del mundo. En el resto de películas de la serie, inspirada en el cómic de Marvel, el doctor Xabier se enfrentará una y otra vez a Magneto. Ambos son mutantes, pero mientras uno es partidario de la convivencia con los seres humanos, el otro los odia porque siente que los suyos jamás serán aceptados en la sociedad civil, pacata y poco tolerante con el diferente. Esta precuela nos permite conocer cómo la amistad original de estos dos seres excepcionales desemboca en la división y el enfrentamiento. Cada uno arrastrará a su causa a otros mutantes, agitando credos diversos como estandarte: el de Xabier, basado en la tolerancia, la educación y la colaboración; el de Magneto, enrabietado y segregacionista, inspirado de alguna manera en las teorías nietzcheanas sobre el superhombre y en la lucha por la supervivencia de Darwin. Mesías, pues, divergentes, incompatibles, promotores de Nuevos Reinos que se excluyen mutuamente.
El momento culmen de una película llena de hallazgos se produce cuando Magneto, que en todo momento ha actuado movido por el afán de vengar a su madre, asesinada por el megavillano Shaw, debe enfrentarse al dilema moral de ajusticiar a este individuo o entregarlo a la justicia. Shaw fue quien descubrió que el poder mental de Magneto se potenciaba especialmente con la ira y el dolor, recurriendo a la estrategia brutal de asesinar ante los ojos infantiles de Eric (nombre real de Magneto) a la madre de este. Shaw, en la escena final a la que nos referimos, se dirige a Eric en términos paternales y este incluso reconoce que, con aquel acto de crueldad, fue su creador: lo hizo más fuerte. Además, comparte con él su odio a los humanos y la creencia en una nueva era en la que ellos, los mutantes, representarán el futuro. Pero en unas imágenes planificadas con dramatismo operístico, entre la justicia y el ajusticiamiento, Magneto escoge la resolución violenta del conflicto y aniquila a su rival. Cuando saca mediante su poder mental el cadáver de Shaw del barco donde se produjo esa escena trascendente, este sale flotando por el aire, con los brazos en cruz, como víctima propiciatoria de un credo perverso a punto de desplegar toda su carga infernal. En el fondo, Magneto será el heredero de la ideología desquiciada de Shaw, apóstol suyo a su pesar. Fundará su proyecto sobre la base del pecado más abyecto, que es el asesinato. Xabier, mientras, se ha desmarcado, y a una ideología basada en la negación y el aborrecimiento, enfrenta otra con fundamentos humanistas. Mesianismo, pues, por partida triple, que lleva a cada uno de sus líderes a sendas que se alejan sin remedio.
Mesianismo made in USA
En Capitán América el superhéroe lo llega a ser por vía intravenosa: al personaje protagonista, Steve Rogers, le inyectan un suero diseñado para convertir a un hombre común en soldado excepcional, que deberá erigirse en símbolo, por añadidura, del espíritu norteamericano. La elección por parte del gobierno de Steve para el citado experimento se basa en motivos harto reveladores: su patriotismo a ultranza, su bonhomía, el hecho, además, de ser bajito y débil pero voluntarioso y de conocer algo tan necesario como la compasión o el sufrimiento lo caracterizan como candidato perfecto para ascender a la categoría de salvador; un salvador, eso sí, de diseño, ratificado, en este caso, por una fuerza sancionadora tan contundente como el ejército estadounidense. Aquí no manda Dios a su hijo al mundo, sino que un gobierno humano y poderoso patrocina dicha epifanía, con el fin de atajar la barbarie nazi.
Entramos en otra interesante veta cinematográfica: si hay un pueblo con innegable vocación mesiánica, ese es el americano. Su conciencia de ser los elegidos por Dios para un proyecto de gran enjundia, que incluye, entre otras misiones, la salvación de grandes valores como la libertad o la democracia, encuentra continuo reflejo cinematográfico en obras donde la liberación del mundo de fuerzas malignas y destructoras remite, por la vía de la metáfora, a ese supuesto destino cuasi-religioso y descaradamente imperialista de librarnos del mal allá donde este apunte: películas como la reciente Invasión a la tierraejemplifican de manera palmaria la vigencia interminable de este tipo de supuestos. Pero volveremos a este tema por otras sendas más adelante.
Como némesis o contrafigura del Capitán está Red Skull, un militar nazi ensoberbecido que aspira en su proyecto totalitario a emular a los dioses. Frente al muchachito de Brooklyn-Capitán América que llega a ser alguien fundando su grandeza sobre la base sólida de su debilidad, la visceral aspiración megalómana de su enemigo de alcanzar el poder absoluto y así integrarse en el panteón de los seres supremos se saldará con el fracaso total y la derrota. Aunque parezca contradictorio, el mesianismo solo es posible desde la discreción, la aceptación de los límites, la llaneza… Luego estos valores, tratándose de una película de superhéroes, desembocarán en una máquina de guerra con traje ceñido y escudo invulnerable…: esa convivencia aberrante de lo humilde, lo espontáneo y lo natural con el alarde de poder constituye, sin duda, una de las más sonoras paradojas de la mentalidad yanqui, tan campechana y tan directa como rabiosamente belicista.
Inmanencia e individualismo: el mesías de sí mismo
Sucker Punch me interesa, además de por su apabullante fuerza visual, por las iluminadoras variaciones sobre el tema del mesianismo que nos regala. En la simpleza de su argumento, al servicio sobre todo de las espectaculares escenas de acción, se integra con cierta naturalidad un discurso de ínfulas trascendentes que recubre en realidad un canto soberano a la inmanencia, el individualismo y la autonomía personal. Cuando parece insinuar la presencia del Otro, Sucker Punch enarbola el absoluto y casi solipsista imperio del yo.
La protagonista, Baby Doll, ha sido encerrada en un sanatorio mental por su padrastro, tras haber matado por accidente a su propia hermana. Cuando está a punto de ser sometida a una lobotomía, la muchacha se traslada de forma imaginaria a una especie de club de baile-burdel donde ella y sus compañeras son explotadas por un chulo brutal y sin escrúpulos, Blue. Toda la película versa sobre cómo Baby Doll intenta escapar de semejante institución y arrastra en su aventura a otras chicas del local. Para ello deben conseguir una serie de objetos, cuatro concretos (un mapa, una llave…) y un quinto elemento misterioso, que les permitan culminar la evasión. Hay una especie de ángel tutelar, el Hombre Sabio, que la acompaña en su peripecia y que es quien le marca la hoja de ruta hacia la libertad-Paraíso. Este guía le advierte de que el camino supondrá un profundo sacrificio y una profunda victoria, de que en la lucha hay un sabor incomparable que no paladea quien se esconde. Al final, cuando han muerto todas menos Baby Doll y una de sus compañeras, Sweet Pea, la protagonista descubre que el quinto elemento necesario para que la huida sea posible es, ni más ni menos, que ella. Su sacrificio por su amiga permitirá que esta huya, sea libre por todas la que han muerto y por ella misma, en un gesto de entrega lleno de resonancias pascuales. La liberación de Baby Doll ha consistido en descubrir que a veces solo en los demás se alcanza la plenitud del uno mismo. En estos momentos, la acción vuelve al manicomio, donde con una extraña mirada de paz interior, es víctima de la operación cerebral aplazada a lo largo de todo el metraje.
El cierre de la película se produce en una estación, donde Sweet Pea conseguirá esquivar a la policía y huir hacia su casa con la ayuda del misterioso guía, bajo la apariencia ahora de conductor de autobuses. Los sucesos del club-burdel se produjeron en realidad en el manicomio, en otras circunstancias, pero con el mismo resultado liberador. En un último discurso en voz en off se nos regalan algunas claves fundamentales de sentido: “El misterio… […] ¿Quién nos vuelve locos? ¿Quién nos da de latigazos, nos cura con la victoria cuando logramos lo imposible? […] ¿Quién envía monstruos para que nos maten y a la vez nos susurra que jamás moriremos? […] ¿Quién decide por qué vivimos y qué defenderemos con nuestra propia vida? ¿Quién nos encadena y quién tiene la llave que puede hacernos libres?”. Tras todas estas interrogaciones retóricas uno no dudaría en entender que se esconde, si no Dios, alguna forma de vocación, de misterio o de trascendencia. Pero las últimas palabras aclaran el enigma: “Eres tú, tienes todas las armas que necesitas. Ahora, lucha”. Como insinuábamos al principio, en esta película, que es un canto al poder liberador de la imaginación y de los mundos privados interiores, se sustituye al Otro por un yo radical y omnipresente. Nosotros tenemos el poder para crear mundos y vivir en ellos, refugiándonos a su sombra de la pena y el dolor. En este contexto, uno al final solo es mesías de sí mismo, en un juego de autosuficiencia y aislamiento que podemos vincular con el tipo de experiencias que genera, por ejemplo, la entrega obsesiva a los mundos virtuales y el imperio de las nuevas tecnologías.
Solo hay un hilo por atar: ¿quién es el guía misterioso, el ángel tutelar, el Hombre Sabio con atributos casi divinos? Ese guardián que nos protege y al que alude en varias ocasiones, verbal y argumentalmente la película, ¿es la propia conciencia?, ¿nuestra posibilidad de fantasear?, es decir, una nueva entronización del individuo autónomo como fundamento único y absoluto de la existencia. ¿O quizás sea un hálito de lo divino-otro, aún presente como vago homenaje a otros sistemas de valores en este entorno de endiosamiento del yo? La película, en su conclusión, mantiene su ambigüedad, la misma ambigüedad que le ha permitido concebir una mujer mesías que se sacrifica por y para el otro con el propósito central de liberarse en su interior de una realidad opresíva, gris, invivible.
Magos ayer, mesías hoy
En este recorrido que nos ha llevado de los superhéroes a una peculiar heroína, teníamos que recalar obligatoriamente en el cierre de la saga de Harry Potter. Su ascendente mesiánico se evidencia en un desenlace (Harry Potter y las reliquias de la muerte) que incluye la aceptación de la propia muerte en pro del bien de una comunidad, el encuentro con Dios-Padre (bajo la forma del mago-maestro Dumbledore, ascendido al reino de lo trascendente tras su muerte), la resurrección, primero en forma colectiva, como espíritu para la comunidad a la que insufla su fe, y después de forma individual, regresando al reino de los vivos. Este trazado prototípico se completa con el tratamiento de la figura de Voldemort, muy próxima en su concepción a nuestra idea actual de pecado. Su alma dividida en siete fragmentos, que van siendo paulatinamente encontrados y destruidos por Harry y sus amigos, representa con eficacia la escisión íntima de quien no ha sabido o querido integrar las múltiples y complejas facetas del yo con la fuera unificadora del amor. En un momento de la parte final, Dumbledore, el mago-maestro, dice a Harry que no debe compadecerse de los muertos, sino de los vivos que viven sin amor. Voldemort funciona como la perfecta manifestación de un alma demediada por el pecado más grave, la falta de amor, lo que permitirá que Harry, por antítesis, libere a los suyos de la tentación más oscura que aquel encarna: la vida sin compasión, sin vínculos emocionales, sin lazos afectivos. Frente a los acólitos de Voldemort, siempre temerosos y unidos en exclusiva por el afán de poder, jamás por algo que podamos reconocer como un sentimiento, la comunidad de magos rebeldes que siguen al joven Potter se muestra cálida y acogedora y su lucha codo con codo es, ante todo, un ejercicio de apoyo mutuo, generosidad, entrega desinteresada y amistad, virtudes todas ellas que acaban por salir a relucir en la aventura final.
La saga de Harry Potter, formulada como una especie de cuento mágico y profano, de mística new age, sin ninguna presuposición religiosa en sus arranques, se resolverá, sin embargo, mediante la recuperación de algunos de los hitos y circunstancias prototípicos en el relato mesiánico y con una propuesta de valores nada extraña al cristianismo.
De mesías impostado a mesías revelado
Cambiemos un poco de tercio. El cine del oeste ha sido siempre muy proclive a la figura del forastero liberador, caído como del cielo en una comunidad sojuzgada a la que logra al final liberar para propiciar así un orden nuevo de cosas. Rango es una fantástica cinta de animación protagonizada por animales antropomórficos, que pretende parodiar los relatos de este género, sin que esa parodia dé la espalda a una interesante variación sobre el arquetipo del héroe mesiánico. Si el western suele estar trufado de referencias religiosas, esta película, visitadora de los lugares comunes del género, no podía ser menos, y su apuesta por revisar con humor y a la vez respeto una forma cinematográfica clásica consigue un producto de notable calidad, tan divertido como profundo.
El personaje central de la película es un camaleón doméstico con aspiraciones a actor que, tras un accidente, se pierde en medio del desierto. Llegará a un pueblo ubicado en medio de ningún sitio, Polvo, en el que el gran problema es el agua. El líquido vital está desapareciendo misteriosamente y Rango, convertido en sheriff y esperanza para los pobladores de semejante erial al ser confundido con un auténtico y peligroso pistolero, deberá sacar de la crisis a sus conciudadanos, quienes han depositado en él toda su fe. El responsable último de estos problemas será un poderoso, el alcalde, que se está apropiando de las tierras y del agua para enriquecerse. Al final, los buenos vencen, el agua regresa y nuestro actorcillo, que estuvo a punto de renunciar a su misión cuando desenmascararon su verdadera naturaleza histriónica, alcanzará en último extremo un triunfo memorable, al renunciar a sí mismo y entregarse por la comunidad en un combate final del que saldrá victorioso.
Todo esto está trufado de alusiones bíblicas de todo tipo, a veces burlescas, otras asumidas hasta la médula. Hay un profeta-armadillo aplastado en medio de la carretera, que marca el camino a Rango; este debe atravesar su particular desierto antes de llegar a Polvo; allí, su llegada misteriosa le inviste de una vitola de ser excepcional y los habitantes de ese yermo territorio recuperarán la confianza en la vida cuando comiencen a creer en él. Por si fuera poco, el agua funciona en la película como símbolo sacro: agua de vida, agua de renovación, esencia de una tierra prometida que es anticipo de paraíso. En torno a este maná líquido se oficia una ceremonia, la de apertura de la sagrada espita (con forma de cruz), con cánticos como el que a continuación reproducimos, por fundir a la perfección bromas y veras: “Llegó la hora, la hora de la liberación, la hora sagrada, la hora del destino: la hora de la hidratación…”.
Sería prolijo recoger todo el aparato de detalles, comentarios y momentos en los que lo religioso se despliega, siempre a medio camino entre la sonrisa burlesca y la necesidad narrativa. Rango casi muere y es resucitado de su fracaso. Incluso se encuentra con el Espíritu del Oeste, una nueva versión (como Odín, Dumbledore o el Hombre Sabio deSucker Punch) de lo Absoluto, que le propone una respuesta al gran enigma de su identidad. “¿Quién soy yo?”, se preguntaba Rango en pleno proceso de crisis, cuando ha huido del pueblo, tras haber fallado a sus vecinos. “¿Qué soy? Soy nadie”, se responde, al borde de la desesperación. El Espíritu del oeste, el Hombre sin Nombre, tan cristiano como el que más, le regala la respuesta correcta a ese interrogante, desde un prisma mesiánico: “No se trata de ti, sino de ellos”.
Rango asciende de criatura anónima a héroe mediante ese proceso de toma de conciencia. De actor que juega a interpretar el papel de salvador desde la impostura pasa a ser verdadero liberador cuando desplaza su centro de interés del yo a los otros. Entonces desaparece el miedo y cualquier enemigo se torna pequeño. Una misión más grande que la propia vida le posee; la fe en uno mismo puesta al servicio de los demás trasciende la propia limitación humana. Entre escenas descacharrantes y virtuosismo técnico la película también deja adivinar tamañas reflexiones.
Mesianismo made in USA II: la renuncia del mesías
Destino oculto vuelve también explicito lo religioso. Los ángeles y Dios, la predestinación y el libre albedrío se articulan como motivos clave de esta película romántico-sobrenatural a la americana. Su protagonista, David Norris, está llamado a ser un político de éxito, el congresista más joven, posiblemente el futuro presidente de los Estados Unidos. Otro chico de Brooklyn, como el Capitán América, auténtico, directo, con los pies en la tierra. Entonces conoce a Elyse, una muchacha de la que se enamora. A partir de este momento, la acción se interna por los derroteros de la fantasía: unos hombres misteriosos empiezan a interferir en la relación entre David y Elyse, empeñados en impedir que esta salga adelante. Detienen el tiempo, manipulan la realidad si hace falta para evitar los encuentros de estos dos jóvenes. Poco a poco descubriremos que se trata de ángeles enviados por Dios para conseguir que David se centre en su destino (mesiánico), a saber, convertirse en presidente y, desde su cargo, hacer algo importante por el mundo. En esa misión la mujer amada puede transformarse en un obstáculo y eso pretenden evitar estos emisarios de la divinidad.
Tratándose de una historia de amor, nuestro protagonista apostará por sacrificar su futuro político (y, con ello, quizás también el futuro del mundo) a cambio de la mujer amada. Tan tozudo se muestra David en contrariar los planes divinos, que hasta el mismo Dios, inspirado por la empecinada lucha de este humano, cambia su proyecto y lo reescribe, permitiendo que cuaje la historia sentimental. Los dos enamorados acaban juntos, Dios ha aprendido su lección y todos descubrimos que el libre albedrío es un don por el que luchar.
La película juega con una hipótesis imaginaria muy simpática: puesto que Dios ha verificado una y otra vez que el género humano es un desastre, ha decidido intervenir en la historia mediante una estrategia para corregir el curso desangelado de los acontecimientos. En 1910 nos dejó sueltos y libres, para probar nuestra pericia, y en 50 años encadenamos dos guerras mundiales, el nazismo, la crisis de los misiles, el holocausto… Por lo tanto, el Ser Supremo ha optado una vez más por tomar las riendas y planificar por nosotros el futuro, aunque la realidad mantenga su apariencia de libre y azaroso curso…
David es una original figura mesiánica que, puesta en el dilema de elegir entre una misión de alcance universal y el amor personal, apuesta por jugárselo todo a esta segunda baza. Un mesías, pues, que renuncia a su mesianismo y, con coraje e individualismo, enmienda la plana al mismísimo Dios. Entre el Destino con mayúsculas y un discreto porvenir de felicidad personal, opta por esto segundo. La película podría proponer semejante opción por desencanto con los grandes proyectos, o por rebeldía prometeica, aunque en realidad lo hace por mero alarde sentimental. Acostumbrados al mesianismo norteamericano militarista, al que ya nos referimos, este quiebro, sin llegar a sorprender (es curioso que Dios, tan estadounidense él, presuponga que para cambiar el mundo nada sea mejor que un presidente norteamericano…), al menos se desmarca de la senda más trillada. La película invita al escepticismo, pues si alguien llamado a mejorar el mundo elige su propia y personal felicidad frente al bien colectivo, poco margen nos queda para el idealismo, la utopía y la mítica del sacrificio. Pero solo estamos ante una historia que aspira a ser la más romántica imaginable, ideada sobre la base de una rebeldía que, como no podía ser de otra manera con un chico de Brooklyn como protagonista, apuesta con éxito por ganarse la simpatía campechana de un dios cómplice… Eso sí, natural de Arkansas.
Mesianismo made in USA III
Código fuente es otra variación más sobre el tema del soldado americano dispuesto a servir/salvar a su país y al mundo, aunque con un planteamiento más original del habitual en cuanto al procedimiento empleado para llevar a cabo semejante reto épico. No se trata de triturar marcianos, invadir pueblos o rescatar inocentes, sino de regresar al pasado para investigar un atentado en un tren, descubrir al terrorista y evitar, así, que cometa nuevas barbaridades en el presente. Para que este viaje sea posible, el cerebro del capitán Stevens deberá ocupar el cuerpo de uno de los pasajeros muertos en la explosión y, con esta nueva identidad física, deberá descubrir al homicida. Hay, no obstante, una condición: en sus retornos a ese dramático instante, solo dispone de ocho minutos para buscar sospechosos antes de que la explosión vuelva a producirse. Podrá, después, repetir el proceso, pero en cada reincorporación a los momentos previos a la catástrofe contará con ese exiguo tiempo de trabajo, ocho minutos. Además, en ningún momento puede alterarse lo ocurrido, puesto que solo hay una realidad espacio-temporal: el viaje en el tiempo es en realidad una odisea por la memoria, por los restos electromagnéticos del cerebro de una de las víctimas y, aunque sirva como base para modificar el futuro, nunca afectará a lo ya vivido…
A lo largo de la película iremos descubriendo que el capitán, malherido en combate en Afganistán, es, en realidad, poco más que un amasijo de carne con una ligera vida cerebral, que es la que envían/insertan en otro cuerpo con la intención de evitar futuras muertes. Stevens, como ocurría con Norris en Destino oculto, acabará enamorándose de una muchacha en el tren, evitará el atentado en el pasado y, en un giro sorprendente de la lógica, logrará alterar el curso de la historia y sobrevivir, ahora bajo la piel de Sean, el profesor de historia cuyo cuerpo usurpó.
Aunque apoyándose en los lugares comunes de la ciencia ficción (el viaje a realidades paralelas, los limites y potencialidades del cerebro, la posibilidad de alterar el tiempo), la película, sin aludir en ningún momento a lo religioso, deja un regusto metafísico indudable. El protagonista evoluciona de la conciencia doliente de la finitud al evidenciar su estado terminal a la asunción de su misión salvadora. La desesperación y la amargura se verán reemplazadas por la autoconciencia mesiánica y el apasionamiento en la entrega por los otros. Además, tras reconciliarse con su padre, su último viaje de ocho minutos, en lugar de culminar con su muerte definitiva, termina con su inesperada resurrección en el cuerpo de Sean. Y, por si esto no fuera suficiente, con su actitud conseguirá alterar el curso de la historia y encarrilarla hacia un futuro mejor. En las últimas escenas, cuando se ha evitado el infierno del tren saltando por los aires, la película dará paso a una emocionada celebración de la vida. En esos planos diurnos de una mañana espléndida en la ciudad de Chicago se palpa el misterio de la existencia y se intuye la reverberación de algo sagrado. Será una segunda oportunidad, un regresar al reino de los vivos para paladear el gozo de vivir segundo a segundo.
Mesías del Nuevo Mundo
También la lluvia hace confluir en un mismo espacio la historia del rodaje de una película sobre la conquista de América en Bolivia con una revuelta popular para reclamar los derechos del pueblo sobre el agua, que los gobernantes pretenden privatizar. Se alterna, pues, la ficción de las escenas de la película y la realidad tumultuosa del entorno donde esta se rueda, el pasado histórico y el presente convulso, con la intención de demostrar cómo el transcurso del tiempo no ha evitado que sigan existiendo poderosos que aplastan y humildes que se rebelan: los siglos han pasado, pero distintas formas de colonialismo y de opresión se enseñorean del mundo. La película de Icíar Bollaín denuncia cómo los conquistadores, amparándose en el nombre de Dios, cometieron atrocidades sin nombre y convirtieron en los nuevos crucificados a los indígenas, mientras hoy, de forma más sutil y aparentemente civilizada, se reproducen los mismos abusos, ahora en nombre de la modernización. Si se pintan con simpatía figuras como la de Bartolomé de las Casas o Antonio Montesinos, que denunciaron las atrocidades cometidas con los indios, Colón y sus hombres estarán retratados como hombres sin escrúpulos, practicantes de una religión del espanto.
En esta ocasión, el mesías es un indígena, Daniel, quien en la película sobre Colón encarnará precisamente al líder taíno Atuey y en la realidad de la Cochabamba actual encabezará la rebelión. El personaje más interesante en medio de este complejo panorama será Costas, el productor. De moverse solo por el interés de que la película salga adelante al menor precio posible irá evolucionando hacia la toma de conciencia al descubrir en Daniel un auténtico luchador, que ha colocado por encima del dinero o los intereses propios la dignidad de los suyos. Al contacto con este hombre comprometido y corajudo se irá reblandeciendo su coraza de hombre de negocios y surgirá una humanidad sensible preparada para contemplar la realidad con ojos menos egoístas.
La película, como Rango, se sustenta sobre el simbolismo del agua, ahora representación de lo básico, lo esencial: el título alude a que incluso de la lluvia los poderosos querrán desposeer a los oprimidos. La escena clave de la película es así mismo el momento climático del filme que están rodando sobre la conquista y plantea en toda su crudeza la perversión del ideal cristiano por parte de los conquistadores: estos deciden aplicar un castigo ejemplar al pueblo ocupado, crucificando a trece indígenas, uno por cada apóstol y otro por Cristo. Antes de sacrificarlos, pretenden bautizarlos. El agua sagrada ha pasado a ser, a través de esta decisión, una nueva forma de expresión del abuso. Entonces Atuey/Daniel pregunta si los cristianos van al cielo, porque entonces él prefiere el infierno… Y escupirá sobre la cruz, y maldecirá esa religión y ese dios en que se funda la barbarie de la explotación… Imágenes duras, sacrilegio, blasfemia… Aunque todos comprendamos que el verdadero sacrilegio, la verdadera blasfemia la han protagonizado quienes tomaron el nombre del Altísimo en vano.
También la lluvia es una película demagógica, tan pendiente del mensaje que fracasa por ingenua, pero, para el tema que nos ocupa, acierta en construir un tipo de héroe mesiánico que, en su doble faceta, Atuey/Daniel, representa dos constantes de este tipo de figuras: la rebeldía contra una falsa religión al servicio de valores no divinos como la codicia (Atuey) y el compromiso decidido por la causa de los desposeídos (Daniel).
Epifanías personales: el mesías interior
Balló y Pérez en el capítulo de su citado libro sobre los relatos mesiánicos se refieren, para terminar su exposición, a lo que ellos llaman “epifanías interiores”. En las películas de contenido más explícitamente religioso o metafísico, el ideal mesiánico actúa en el interior del seguidor, se evidencia más como una idea-fuerza-presencia íntima que como un individuo, produciendo transformaciones significativas en quienes viven semejante revelación. Como ejemplos de esta posibilidad dramática se estrenaron en los últimos meses películas como las magistrales Thérèse (que llegó a nuestras pantallas veinticinco años después de su producción) y De dioses y hombres. En el otro fiel de la balanza podríamos situar creaciones que desarrollan la ausencia de esa manifestación trascendente en el alma de sus personajes, cuando está, de haberse producido, habría dotado de sentido sus existencias. En Melancolia, del siempre polémico Lars von Trier, la inminencia del fin del mundo conduce a sus personajes a la depresión, la desesperación, la angustia o la melancólica y resignada aceptación del final, sin que se insinúe en ningún momento otro horizonte que la destrucción absoluta y el término de la vida sin paliativos. La falta de cualquier creencia o soporte interior, el nihilismo terminal culminan con una secuencia memorable, en la que la dos hermanas protagonistas y la hija de una de ellas construyen una tienda con tres ramas secas de árbol, se sientan en su interior y esperan a que el planeta Melancolia se estrelle contra la Tierra. Ese simbólico y endeble refugio, entre otras muchas sugerencias, nos remite a la impotencia humana, una impotencia siempre llena de poesía y emoción, pero que escora el sentido de la existencia humana hacia el absurdo cuando no cuenta con el respaldo de algo en que creer.
En esta línea de películas sobre el vacío que deja la ausencia de un ideal religioso, Habemus Papam especula con la posibilidad de un Papa al que la elección como Sumo Pontífice empuja a una depresión profunda. Nanni Moretti, desde su perspectiva atea, sobredimensiona hasta tal punto la humanidad en crisis de su personaje que impide que en su interior quepa ese mesías-guía-iluminador. Si dentro de nosotros solo hay conciencia y subconsciencia, si el alma es en exclusiva el resultado de un espejismo cerebral, como presupone el director italiano, lo lógico será que la persona, ante una empresa religiosa, además, de alcance universal, se sienta poseído por un miedo y una impotencia, de nuevo, como en la película danesa antes comentada, aniquiladores. Lo contrario, por ejemplo, se plantea en De dioses y hombres, donde el dilema de los monjes cistercienses obligados a decidir entre permanecer al lado de las gentes en la Argelia vapuleada por los extremistas de los noventa, con grave riesgo para sus vidas, o regresar a Francia, se resuelve gracias al progresivo desvelamiento en cada uno de un Jesús de la debilidad, la paz, la comunidad o el sacrificio por amor. Frente a un Papa vaciado, radicalmente solo, despojado de presencia interior, se sitúan estos hombres que van encontrando poco a poco la evidencia del Otro en los vericuetos de su propio espíritu hasta asumir, con fortaleza y convicción no exentas de temor, un martirio lleno de sentido y de esperanza.
En Encontrarás dragones, inspirada libremente en la vida de José María Escrivá, aparecen enfrentados dos personajes que resumen esta misma dicotomía entre presencia y ausencia de benefactores interiores: José María va poco a poco abriendo puertas en su alma a la llamada de un mesías que se descubre en lo cotidiano, presente en las banalidades de la vida corriente y, por ello, santificador de lo inmediato ; por el contrario, Manuel, su amigo-rival de la infancia, cree que nacemos solos y morimos solos, mientras en medio de esos márgenes se desarrolla una batalla sin ley ni objetivo. Envidia, traición, ambición, cólera sumen a este personaje, auténtico protagonista de la trama, en una espiral infernal. Los dragones destructores a los que remite el título serán todos esos enemigos íntimos que han ocupado el espacio en el alma que en José habita el Jesús-carpintero.
También puede suceder, como en Miss Tacuarembó, que el mesías interior esté forjado en realidad por el propio sujeto con materiales de derribo provenientes de una religiosidad supersticiosa. La protagonista de esta película que apuesta a conciencia por lokitch y la estridencia cursi es una joven, Natalia, que aspira a ser famosa, a imagen y semejanza de sus ídolos de los ochenta, la protagonista de la telenovela Cristal y los bailarines de Flashdance. El principal valedor de sus sueños será, en su particular visión de lo religioso, el propio Cristo, que, según ella, la considera alguien especial. Este mesías particular se caracteriza solo y en exclusiva por cumplir los deseos de sus seguidores y, por tanto, por estar en la obligación de entregar regalos a quien se porte bien y rece… La película asume como principio de estilo lo cutre, lo trasnochado y lo risible y, en este contexto de parodia y autoparodia, de empalago y gazmoñería premeditados hasta la médula, donde cabe hasta un parque de atracciones consagrado a la religión (Cristo Park), la religiosidad infantiloide y cándida de Natalia admite en su entraña un mesías de musical, que no es otra cosa que una acuñación supuestamente trascendente de las aspiraciones humanas más simples.
Aunque Teresa de Lisieux asuma también con ingenuidad y pasión adolescente su amor por Jesús, del cual se considera novia enamorada, en Thérèse se consigue insinuar un mesías interior real, fundado sobre lo sagrado, y no una construcción de la propia fantasía, como ocurría en el caso de la anterior película. La película se funda en una serie de contradicciones que se resuelven, casi por milagro, como en los mejores ejemplos de cine trascendente, con la emergencia del misterio: la aparente austeridad de la película, que es en realidad preciosismo; la fisicidad de todos los detalles desplegando, no obstante, el halo de lo metafísico (lo rotundamente visible (objetos, rostros…) exhalando el aliento de lo intangible); el silencio alimentado continuamente por la palabra; la fe de Thérêse enfrentada a la duda de la hermana Lucy, escéptica, rebelde, cínica; o Thérêse, alegre, fuerte, simple, plena, frente a la superiora, rígida, insatisfecha, infeliz; la tentación de la nada ante la enfermedad, el dolor, la muerte, contrapesada por el gozo de sentirse enferma de amor…: de estas antítesis y más surge el misterio pues, como en la mística, solo de la paradoja puede brotar lo inefable, la revelación de un Algo interior, de un Otro que se despliega en la pantalla, ante nuestros ojos: visible en su invisibilidad, invisible bajo la trama de todo lo visible.
Jesús Villegas