El sacramento de la misericordia de Dios (penitencia-reconciliación): Aprender de la historia

1 abril 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie de Autor:
Paulino Montero es director del Instituto Superior de Teología «Don Bosco» de Madrid y profesor de Liturgia.
 
Síntesis del Artículo:
La historia del Sacramento de la Reconciliación, junto con la mirada a la situación y estado de conciencia del hombre de hoy, puede proporcionarnos pistas para ser creativos y responder a las necesidades pastorales actuales. Esa historia, en concreto, nos muestra unos cambios de acento fundamentales: el paso del arrepentimiento a la obra y actos del penitente, y de la confesión oral a la celebración de la misericordia de Dios que subraya el nuevo ritual (1973).
 
 
 
Puede que alguna vez hayamos oído quejas respecto al poco aprecio que se tiene a la historia de la humanidad, la historia de los pueblos. Y en la mayoría de los casos existen motivos dignos de consideración para que tales quejas no queden desatendidas. La historia tiene ciertamente su valor como instrumento para conocernos un poco más y  para relativizar algunos eslóganes que aparecen con la etiqueta de novedad. Pienso que tendríamos que acudir con más frecuencia a la historia para aprender de la historia, no para justificarnos o para repetir lo que se hizo en un momento y otro. La historia tiene su importancia. No en vano algunos la han considerado como madre de la ciencia, fuente inagotable del saber o, incluso, lugar en el que tiene que beber la reflexión teológica. Y para esta tarea todos estamos llamados a aportar nuestra pequeña luz.
 
Existen un sin fin de manuales sobre los sacramentos de la Iglesia que tratan detenidamente la evolución histórica del que yo llamo sacramento de «la misericordia de Dios» y que normalmente denominamos «reconciliación», «penitencia», o de modo más frecuente «confesión». No es mi intención repetir cuanto se dice en dichos manuales, ni tampoco detenerme en demasiados detalles, porque para eso ya tenemos las bibliotecas.
Me propongo hacer un recorrido histórico del sacramento en cuestión a partir, precisamente, de estos nombres que acabo de señalar y con los que nos referimos o denominamos al «cuarto sacramento» (según el orden en que aparece tratado en algunos concilios ecuménicos y en distintos tratados teológicos: en primer lugar la iniciación cristiana -bautismo, confirmación, eucaristía- que, como se puede apreciar, son tres momentos de una misma celebración, pero que pasarán a considerarse tres sacramentos con autonomía total; en segundo lugar, la penitencia, que ocupará el cuarto puesto, después de los sacramentos anteriores).
 
 

  1. De la vivencia carismática a la estructuración ritual del perdón

 
No podemos acudir a los evangelios buscando la estructura ritual del perdón, según el ritual actual de Pablo VI (1973), o el anterior, de Pablo V (1614), porque lo que nos vamos a encontrar es la invitación al perdón, por parte de Jesús, y el don que hace a la Iglesia de ser signo de reconciliación por la presencia del Espíritu Santo: Signo de la reconciliación que Cristo nos ha conseguido con el Padre Dios. Quienes se adherían al mensaje de Jesús y ratificaban su adhesión mediante el signo bautismal (en agua y en Espíritu), se comprometían a una vida totalmente testimonial de coherencia con la fe abrazada, porque la venida gloriosa del Señor se consideraba inminente. La tensión acumulada ante una espera que se prolongaba se fue debilitando. Ese «final de los tiempos» no resultaba ser tan inminente. En las comunidades cristianas comienzan a surgir testimonios de incoherencia respecto al mensaje de Jesús.
 
El modo de actuar la comunidad cristiana respecto a estos que ensombrecían la pureza de la fe era seguir las palabras de Jesús como quedaron reflejadas básicamente en dos textos del evangelio: Mateo 18,15-18, y Juan 20,22-23. En el fondo se encontraba la invitación de Jesús al perdón (“hasta setenta veces siete”), desde la corrección fraterna. Estos textos reflejan, ciertamente, la convicción de la comunidad cristiana primera del deber de convertirse ante el hermano ofendido, como también el deber del perdón generoso ante el hermano ofensor (“Si sabes que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda, y ve primero a reconciliarte”).
 
 
2. La estructuración ritual del perdón:
la «penitencia pública» como expresión del arrepentimiento sincero («contrición»)
 
La Iglesia primitiva se consideraba como Iglesia de los santos, por tanto la única conversión que se aceptaba y que incluía en la comunidad de los santos era la del bautismo. Los cristianos culpables de delitos especialmente graves y notorios (como la apostasía –idolatría-, el homicidio y el adulterio) eran expulsados para siempre de la comunión eclesial. Por lo general éstos no eran readmitidos a la comunión de la Iglesia.
Al relajarse la vida espiritual de las comunidades y crecer el número de cristianos sujetos de los pecados graves antes mencionados, se barajó la posibilidad, por parte de la jerarquía de la Iglesia, de ofrecer una «segunda oportunidad» de salvación para estos cristianos, y así surge la estructuración ritual del perdón llamada «segundo bautismo» o «segunda tabla de salvación», que consistía básicamente en realiza una penitencia pública muy rigurosa durante un período prolongado de tiempo. Este era el modo de demostrar ante la comunidad el arrepentimiento sincero o la contrición perfecta por parte del pecador.
 
Quien reconciliaba al pecado era el obispo. No olvidemos que había sido el obispo quien había realizado la inserción en la comunidad cristiana por medio del bautismo, la confirmación y la eucaristía. La reconciliación del cristiano pecador arrepentido se realizaba mediante un proceso que comprendía tres momentos: el ingreso entre los penitentes públicos, el período de penitencia, y la reconciliación o absolución del penitente por parte del obispo.
Hay que destacar en esta estructuración ritual del perdón: su no reiterabilidad, su laboriosidad y rigor y su excepcionalidad. Si el cristiano pecador, una vez reconciliado, volvía a pecar, ya no podía repetir este proceso reconciliador con la Iglesia. Incluso si abandonaba el proceso de reconciliación durante el período en que se encontraba realizado la penitencia impuesta, era apartado permanentemente de la unidad eclesial.
 
Pienso que todo este proceso y esta rigurosidad penitencial buscaba, como finalidad concreta, poner de manifiesto ante la comunidad y ante el mismo pecador su sincero arrepentimiento, su contrición perfecta. Porque de nada sirve realizar todo un ritual de petición de perdón cuando el pecador no está dispuesto a perdonar ni se arrepiente del pecado cometido. El acento, por tanto, recaía en la demostración del arrepentimiento sincero, una demostración comunitaria de petición de perdón desde un corazón contrito, que se realizaba mediante una penitencia pública.
 
 
3. Penitencia arancelaria y posibilidad de repetir el signo ritual del perdón:
el valor reconciliador de la «penitencia»
 
A partir del siglo VI se da un giro en la apreciación de la no reiterabilidad del signo ritual de la reconciliación. Este giro viene motivado por la práctica monástica de la dirección espiritual ligada a la confesión de faltas como camino para progresar en la perfección de vida.
Poco a poco se introducirá la práctica de admitir a la reconciliación una y otra vez al pecador arrepentido, si bien manteniendo la realización de una penitencia bastante rigurosa, una penitencia que, además, va ligada a cada pecado. Aparecen manuales describiendo listas de pecados y añadiendo a cada pecado la penitencia correspondiente, a modo de arancel o tarifa con la que se debía saldar la deuda contraída.
 
Esta práctica no fue bien vista ni aceptada sin más. Hubo obispos que se opusieron duramente considerándola como peligrosa y nociva para la vida de la Iglesia. A pesar de todo, esta práctica se impuso porque ofrecía más ventajas pastorales, concretamente la posibilidad de acudir repetidamente a la celebración ritual de la reconciliación. Esta nueva modalidad, en la que ya no hacía falta que estuviese presente el obispo para el momento de la reconciliación, sino bastaba con la presencia de un sacerdote, aportaba una nueva orientación con respecto a la consideración del sacramento.
Ahora el acento recae en la obra penitencial más que en la expresión del arrepentimiento del pecador. Basta con realizar la obra penitencial impuesta para que el pecador se sienta ya perdonado. Acudimos a un desplazamiento de valor en cuanto a los así llamados «actos del penitente» (contrición –arrepentimiento del mal realizado-, confesión, satisfacción –obra penitencial-).  Si en un primer momento se daba valor a la contrición mediante la inserción en el grupo de los penitentes públicos, ahora el valor recae en la obra penitencial en sí.
 
Puesto que para cada pecado estaba indicada una obra penitencial, se daba el caso de penitentes que por los pecados cometidos debían realizar una penitencia que duraba más años de los que él pudiera vivir. Así se llega a poder conmutar penitencias por oraciones y limosnas. Esto ocasiona graves problemas en cuanto a la pastoral sacramental: se llega a una situación tal en la que estas conmutaciones se consideran más una fuente de ingresos nada despreciables que verdadera expresión del arrepentimiento sincero.
 
 
4. Generalización del rito sacramental en su forma privada-individual: acentuación de la «confesión» oral
 
Como respuesta a los abusos provenientes de las conmutaciones penitenciales, se resuelve unificar las obras penitenciales en: ayunos, oraciones y limosnas (entendidas estas últimas como realización de obras de misericordia). De este modo, se mitiga la dureza de la obra penitencial. Esto ocasiona otro desplazamiento de valor en el interior del rito. Si la obra penitencial ha perdido su dureza, ahora el valor lo toma la confesión oral de los pecados. Los teólogos de la época (siglo XII) ya hablan de cómo el rubor que ocasiona la declaración oral de los pecados, la humillación y la vergüenza que supone en el penitente, constituyen por sí mismas la expiación propiamente dicha, como si la sola confesión oral de los pecados aportase automáticamente la reconciliación.
 
Esta acentuación dada al momento de la declaración oral de los pecados, que recibe el nombre de confesión, dará nombre a la celebración ritual sacramental en su totalidad, y comenzará a denominarse sacramento de la «confesión». Aunque dicha expresión conviva con las otras de «penitencia» o «reconciliación» o «perdón», se impondrá a lo largo del tiempo, de modo que, incluso hoy, seguimos expresándonos con frases como: ¿Me puede confesar?, ¿cuándo confiesan?, ha venido el confesor, las confesiones serán…
 
 

  1. El sacramento en su estructura ritual hoy: celebrar la misericordia de Dios

 
A partir del año 1973 disponemos de un nuevo ritual para la celebración de este sacramento. Por tanto ha dejado de tener valor el ritual anterior, de Pablo V (1614). Tantos siglos con el ritual anterior nos impiden caminar más rápido en la puesta en práctica del nuevo ritual de Pablo VI, fruto de la reflexión del Concilio Vaticano II.
El nuevo ritual nos habla de celebración y nos invita a celebrar. Pero ¿qué celebramos? La respuesta al interrogante la encontramos repetidamente señalada a lo largo de todo el ritual: celebramos la misericordia de Dios. Basta con que pasemos hoja a hoja el ritual para que descubramos una y otra vez repetida la palabra misericordia.
 
Esto quiere decir que hoy acudimos a otro desplazamiento de valor, y pienso que importante: el valor no está tanto en lo que nosotros hacemos, sino en lo que hace Dios, puesto que lo que celebramos es lo que Dios hace en beneficio nuestro, la misericordia que nos manifestó en su Hijo y que sigue manifestándonos hoy por la actualización del misterio de la pascua.
Con esto no negamos el valor de cada uno de esos actos del pecador que acude a pedir perdón a Dios y a la Iglesia (contrición, confesión, satisfacción). Lo que estamos afirmando es que cada uno de esos actos debe estar en referencia estrecha con lo que es central en el sacramento: la misericordia de Dios.
 
 

  1. Lecciones de la historia

 
Después de esta breve síntesis histórica, y consciente de haber tenido que dejar aspectos que podrían darnos luz en el camino de acercamiento y vivencia del sacramento, presento algunas conclusiones («lecciones de la historia») que considero de importancia.
 
6.1.“Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc 6,36)
 
Esta frase del evangelista Lucas nos hace volver los ojos a cuanto ya indiqué del nuevo ritual del sacramento «de la misericordia de Dios» o reconciliación-penitencia. Se haya puesto el acento en uno u otro de los actos del penitente, siempre, en el fondo, se ha mantenido en la Iglesia la idea de expresar la actitud misericordiosa de Dios Padre para con el pecador arrepentido.
Esta actitud de misericordia de Dios no es exclusiva de este sacramento; es una actitud que debe mantener viva la Iglesia en toda su vida, como expresión de la actitud misericordiosa del Padre Dios que “hace salir el sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).
 
Y si esta actitud es normativa para la vida de la Iglesia, es natural que no pueda faltar como referencia esencial en la celebración sacramental de la misericordia. Por eso habrá que facilitar, en los modos posibles, la experiencia de un Dios misericordioso siempre que celebremos este sacramento.
Ya hemos visto los pasos seguidos por el sacramento en su historia. Sería un error perder lo que hemos conseguido por falta de un talante acogedor y misericordioso por parte de los ministros del sacramento. Como sería también un error, al tratar el tema de los signos sacramentales en la Iglesia en nuestras catequesis, descuidar el contenido de referencia obligada como es la misericordia de Dios. Y no haríamos justicia al pensar de la Iglesia, según se desprende del ritual vigente, si pusiésemos como centro de la celebración sacramental nuestros actos en vez de la misericordia de Dios.
Una adecuada formación personal nos podrá orientar en una adecuada formación de nuestros destinatarios.
 
 
6.2. La Iglesia también cuenta
 
Pienso que es fundamental conquistar el terreno que hemos perdido en cuanto a la vivencia comunitaria-eclesial de los sacramentos. Las expresiones tan comúnmente oídas de «yo me confieso con Dios» o «¿porqué tengo que confesar mi pecado a un sacerdote?» son un exponente de esa falta de vivencia eclesial en la celebración de los sacramentos. Los sociólogos, hace tiempo, nos advirtieron del tipo de sociedad que se iba formando y cómo todo invitaba al privatismo, al individualismo, al hedonismo, una desenmascarada egolatría.
Si las generaciones de jóvenes que llegan están vacunadas contra lo comunitario, contra la familia, contra el grupo-sociedad, es natural que el efecto de la vacuna sirva también para mantener alejada de su estructura personal al grupo-Iglesia. Por eso dirán que piden perdón a Dios pero no saben por qué tienen que pedir perdón a la Iglesia.
 
La historia nos ha revelado una constante fundamental en la celebración del sacramento: el signo de Iglesia. La Iglesia, de un modo u otro, acompañó el proceso o camino de reconciliación de los pecadores arrepentidos. Este acompañamiento se aprecia con dificultad en un tipo de celebración privada como el que ha durado hasta nuestros días y en el que se ha acentuado, casi de manera exclusiva, la declaración oral de los pecados.
Tendremos que ser creativos a la hora de presentar este camino de acompañamiento de la Iglesia a los pecadores. Sin duda alguna este acompañamiento aparece reflejado de modo más claro en la celebración comunitaria del sacramento. No en vano el Concilio Vaticano II, en la constitución conciliar sobre la liturgia, invitaba a preferir una celebración del sacramento que fuese comunitaria a otra que pareciese algo individual o privado (cf. SC 27).
Cuanto hagamos en este sentido será bienvenido porque ayudaremos a recuperar uno de los valores permanentes de la tradición eclesial: la eclesialidad, la catolicidad.
 
6.3. El valor de los actos del penitente
 
Para llevar a cabo el rito sacramental de la reconciliación, la Iglesia ha exigido al cristiano pecador tres requisitos: que esté sinceramente arrepentido (contrición), que declare su condición de pecador mediante la enumeración de cada uno de los pecados graves cometidos (confesión), que realice una obra penitencial como expresión de su arrepentimiento y su compromiso de no ser reincidente (satisfacción o penitencia).
Cumplidos estos requisitos, la Iglesia, en la figura del obispo, concedía la reconciliación o absolución, o reinserción en la comunidad, al penitente. Por distintas circunstancia, que antes no he citado en la evolución histórica del sacramento, algunos de estos requisitos se pospusieron al acto de la reconciliación o absolución, como fue el caso de la realización de la obra penitencial o satisfacción (práctica habitual hoy en la Iglesia), o la confesión y satisfacción en caso de enfermos muy graves o moribundos que después se recuperaban.
 
Los tres actos del penitente presentan en sí unos valores muy interesantes a nivel humano y a nivel de fe. Son como esos tres momentos por los que transita toda persona que siente en su interior el dolor del mal cometido hacia el prójimo y se arrepiente.
El arrepentimiento exige, de algún modo la restauración del mal realizado. Y esto lo procuramos con la petición de perdón y la acción de restitución en cuanto nos sea posible. A nivel de fe, estamos expresando nuestra relación con Dios, con el prójimo y con la Iglesia (contrición, confesión, satisfacción).
Son tres momentos que deberíamos descubrir como oportunidad para gritar la misericordia de Dios que celebramos, momentos para gritar el amor que Dios nos tiene a pesar del mal cometido.
 
Hoy parece que el acto de la confesión oral de los pecados al sacerdote crea dificultad en un número no pequeño de cristianos para acercarse a celebrar la misericordia de Dios. Los motivos de esta dificultad son distintos, por ejemplo una acogida fría y distante, poco respeto en su condición de persona por el trato recibido, palabras de recriminación en vez de aliento y esperanza…; incluso, hay personas que no celebran el sacramento si no es con un sacerdote con quien tienen confianza, por el modo de acoger, de dirigir en el camino espiritual, etc.
Habría que buscar el modo de dar respuestas a estas situaciones. En algunas iglesias de oriente existe un rito para el perdón de los pecados sin confesión oral del penitente; en occidente se dieron casos de confesión a un laico, por falta de sacerdotes, como expresión de arrepentimiento y buscando el perdón de Dios y de la Iglesia.
 
Es cierto que el concilio de Trento declaró que la absolución dada por el sacerdote es un acto de naturaleza judicial y que, por derecho divino, es necesario confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados mortales, así como también las circunstancias que modifican la especie de los pecados, de los que uno se recuerde después de un cuidadoso examen de conciencia. También es cierto que en la Iglesia antigua la acción penitencial era pública, visible a toda la Iglesia, de modo que el penitente que abandonaba este requisito penitencial era expulsado definitivamente de la Iglesia. Ahora, estas obras penitenciales caen bajo la privacidad.
 
Vemos que la historia nos va enseñando, y entre esta enseñanza descubrimos a la Iglesia en actitud de favorecer el encuentro con la misericordia de Dios por medio del sacramento. No es mi intención dejar de lado unos valores multiseculares de vida sacramental, pero ante urgencias nuevas de tipo pastoral se deberían ofrecer respuestas nuevas.
Quién sabe si el día de mañana la Iglesia llegase a ofrecer un listado de personas a nivel de diócesis (laicos o consagrados, hombres o mujeres) con honda capacidad de acogida y expertos en dirección espiritual, con los que se pudiese realizar ese requisito de la confesión oral, de modo que en una celebración comunitaria posterior, en fechas determinadas, tuviese lugar la reconciliación por parte del sacerdote o del obispo, así como la propuesta de la obra satisfactoria atendiendo a la orientación del guía espiritual.
 
 
6.4.Otros modos de vivir el perdón, la reconciliación o la misericordia de Dios
 
La Iglesia instituye el rito sacramental de la reconciliación, acogiendo las palabras de Jesús, para salir al paso de las situaciones de pecado grave que se dan en las comunidades cristianas. Aunque también los pecados leves pueden hacerse objeto de la celebración sacramental, siempre se ha mantenido en la Iglesia la praxis de utilizar otros medios para el perdón de estos pecados, llamados también «de la vida cotidiana».
Y esos otros medios son: la eucaristía, las obras de caridad, la oración, el ayuno… Una buena formación acerca del sacramento de la misericordia de Dios tiene que tener en cuenta también esta praxis de la Iglesia, muy válida para acercar el misterio de la misericordia de Dios a la vida cotidiana.
Asimismo, una educación en este sentido, puede ayudar a clarificar y dar luz al sacramento de la misericordia de Dios, que no pocas veces ha sufrido una seria inflación al utilizarse como excusa para la dirección espiritual.
 
 

7. A modo de conclusión

 
Pienso que la historia nos sigue dando luz para descubrir lo que es esencial y fundamental en el camino de la fe. Eso de que la historia es «un lugar teológico» tiene, ciertamente, su valor, y no podemos descuidarlo. Hablando de los sacramentos, siempre se dice que éstos son «para las personas», para favorecerles el encuentro con el Padre, por medio de Cristo y sabiéndonos acompañados por el Espíritu. No lo olvidemos. Me alegraré si he contribuido a ofrecer un poquito más de luz en ese camino tan importante para la fe como es la celebración sacramental. En caso contrario, pido perdón, y acepto gustoso la penitencia. n
Paulino Montero[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]