Secundino Movilla
Secundino Movilla es Profesor del Instituto de Catequética San Pío X (Madrid). Ha publicado recientemente el libro Pastoral con adolescentes y jóvenes
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Subraya principalmente cómo sigue siendo necesario en la Iglesia y, por tanto, en la acción pastoral, que existan comunidades de referencia, capaces de vivir y generar una pertenencia eclesial gozosa; comunidades que puedan ser estímulo para otras que están en vías de constituirse como tales. Presenta también sus rasgos característicos: fraternidad, comunión, celebración, testimonio de la resurrección, comunicación solidaria de bienes. Y propone algunos medios para la referencia actúe: encuentro y relación, voluntad de comunicarse, estilo propositivo, testimonio.
Se habla menos hoy día de comunidad y de comunidades en la Iglesia que hace unos años. Y se sueña también menos con aquel ideal de “comunidad de creyentes” (LG 9), “comunidad fraterna” (GS 32), “comunidad de vida, de caridad y de verdad” (LG 9) con que el Concilio Vaticano II nos entusiasmó refiriéndose a la Iglesia. Y como se habla y se sueña menos, se trabaja y cultiva menos lo comunitario.
No estamos ya en los tiempos de renovación posconciliar que tantas y tan ilusionantes realizaciones comunitarias suscitó; nuestro trabajo pastoral no está para más cambios y más experimentos, y es hora de volver ya a la normalidad. Eso es lo que piensan algunos, amparándose en la ley del péndulo que asegura que a momentos de entusiasmo y de euforia les siguen siempre momentos de apagamiento y de sosiego, que al periodo de flujo o de pleamar le sucede indefectiblemente el reflujo o la bajamar. Y es algo que sirve incluso de excusa para decir: “total, como apenas existen comunidades de referencia, no va a ser posible que surjan otras comunidades de pertenencia”.
Otros, por el contrario, pensamos que para las grandes afirmaciones y propuestas del Vaticano II no cabe ningún tipo de reflujo ni de aminoración. Y no cabe especialmente para esa faceta comunitaria que ha de caracterizar siempre a la Iglesia, que la lleva a entenderse a sí misma y a manifestarse como “comunidad de comunidades”. ¿Que no existen comunidades de referencia? Pues “habrá que forzarlas para que puedan ser”.
Por comunidades de referencia se entiende de ordinario comunidades ya constituidas, en las que Jesús, el Cristo, representa el verdadero polo de atracción, en las que el Evangelio se convierte en norma de vida, en las que se ponen en práctica los valores evangélicos del amor fraterno, del servicio mutuo, de la oración asidua, de la celebración gozosa, del compromiso solidario con los pobres, del anuncio incontenible de la Buena Nueva, etc., como medio para ser “germen y principio del Reino” (LG 5). Comunidades así configuradas se convierten automáticamente en referencia para los miembros que de ellas forman parte, es decir, en universo de significados que ilumina, inspira y da sentido al pensar, obrar y sentir de los que se reconocen a ellas vinculados; y se convierten también, según las oportunidades y las circunstancias, en referencia posible para aquellos que inician, progresan y aspiran a una determinada forma o estilo de vivir comunitario, en ejemplo, estímulo y espejo[1] de lo que ellos quisieran llegar a ser.
Relacionada con la referencia está también la pertenencia. Por pertenencia se suele entender la presencia real, la vinculación directa, la participación y la implicación activas en un determinado colectivo grupal. Hablar de pertenencia comunitaria es hablar del espacio donde las personas se encuentran, se relacionan, conviven, están con los demás y toman parte activa en las actividades que la comunidad realiza tanto hacia dentro como hacia fuera. La pertenencia es condición imprescindible para que las personas vayan descubriendo en el grupo o en la comunidad una determinada referencia. La pertenencia es, pues, camino para la referencia.
Pero llega un momento en el itinerario grupal o comunitario en que la referencia prevalece sobre la pertenencia, en el sentido de que lo importante son los valores referenciales que se han gestado en el grupo, valores que los miembros asimilan y asumen, se remiten a ellos como fuente de inspiración y de sentido y de ellos viven; y aunque disminuya o varíe el estilo de la pertenencia, la referencia sigue ejerciendo en cada uno de ellos su influencia. Es el momento en que ciertamente puede afirmarse que la referencia genera pertenencia; en que, sobre todo proyectada al exterior, la referencia puede suscitar una cierta atracción y adhesión, puede convocar y poner a otros en la órbita del vivir en grupo o en comunidad, puede animar e impulsar a alcanzar lo que ella refleja. Es el momento en que la referencia provoca y despierta la afición por nuevas pertenencias.
Con estas aclaraciones por delante, voy a fijarme ahora en lo que de verdad está llamada a ser una comunidad cristiana de referencia, para exponer a continuación cómo ha de operar y ejercerse esa referencia de unas comunidades a otras, y para qué ha de servir en definitiva ese ejercicio de vinculación referencial.
- Cuando hablamos de referencia comunitaria, ¿de qué referencia hablamos?
Hablamos de esa peculiar forma y estilo de ser comunidad que despierta en los grupos cristianos y en los fieles buscadores de comunidad una cierta admiración y simpatía, un cierto atractivo por llegar a parecerse a ella. Hablamos del influjo estimulante y benéfico que pueden llegar a ejercer unas comunidades más consolidadas sobre otras que se consideran más incipientes. Un influjo que da la impresión a primera vista de que procede de las comunidades más próximas, de las que son contemporáneas, de las que son más conocidas y tratadas -de lo que puede considerarse como referencia del presente o referencia inmediata-; pero un influjo que en el fondo proviene también de la ejemplaridad que a lo largo del tiempo se ha ido desprendiendo del vivir comunitario de las primeras comunidades cristianas -de lo que comúnmente se tiene por referencia del pasado o referencia originaria-. Dos tipos de referencias que en manera alguna han de ser vistos como contrapuestos, sino más bien como complementarios.
La referencia inmediata es la más evidente, la que mejor se percibe y se nota, la que parece que opera más directamente por ser la más actual y contemporánea, la más próxima y cercana, la más actualizada. Lo que no impide que a veces esa referencia resulte difícil de ser aceptada, por lo plural y diversa que se manifiesta en comunidades tan variadas, por la forma tan variable y cambiante que reviste en las comunidades que llevan más o menos tiempo de duración, por la variabilidad oscilante que se advierte en las comunidades según que éstas estén atravesando por un buen momento o se vean afectadas por las crisis. Siempre es de apreciar que la referencia del presente y de la proximidad tenga visos de ser la más aventajada, aunque a veces se vea condicionada y afectada por tanta variabilidad e intermitencia[2]. A esto es a lo que solemos comúnmente referirnos cuando pedimos e invocamos que existan comunidades de referencia, es decir, a comunidades que, aquí y ahora, puedan ser referente y estímulo para otras que están en vías de constituirse como tales.
No basta, sin embargo, con la oportunidad de contar con referencias inmediatas. A los grupos que aspiran a ser comunidad les es muy conveniente remitirse e inspirarse también en la referencia originaria que nos viene recomendada y ofrecida en las comunidades del Nuevo Testamento. Y es que en esas comunidades, guiadas y acompañadas por la fuerza del Espíritu precisamente en el estadio de la génesis y de la configuración inicial de su vivir comunitario, le ha sido dada a la Iglesia la referencia perenne por la que ha de orientarse y conformarse cualquier realización comunitaria posterior a lo largo del tiempo. También para nosotros, seguidores comunitarios del Jesús en el siglo XXI, nos ha de servir de ejemplo, de modelo y de referencia el vivir y el expresarse, el actuar y el organizarse de aquellas primeras comunidades cristianas.
Rasgos como la fraternidad y la comunión entre todos, la oración asidua y la celebración gozosa, la enseñanza impartida por los apóstoles acompañada del testimonio de la resurrección del Señor y la comunicación solidaria de bienes (Hch 2,42-47; 4,32-35), constituyen hoy y siempre el ideal y el referente para quienes se sienten convocados y llamados a ser comunidad. La participación corresponsable y activa, diferenciada y orgánica, de todos los que han sido destinados por Dios a ser miembros del cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12-27), habrá de ser otro elemento que los miembros comunitarios no podrán dejar de practicar. Como tampoco podrán de dejar de poner al servicio de los demás los carismas que a unos y a otros les otorga el Espíritu para el bien y el provecho común (1 Cor 12,4-11). Así es como se irá trabando el cuerpo de Cristo (Ef 4,15-16; Col 2,19), que tiene su plasmación en la comunidad, y así es como, a la manera de piedras vivas, se irá edificando la construcción comunitaria de la Iglesia (1 Ped 2,5).
También para el vivir comunitario del día a día y para las disposiciones y actitudes que conviene cultivar y ejercitar en la comunidad ofrece el Nuevo Testamento enseñanzas e instrucciones aleccionadoras. Por ejemplo, para la actitud de servicio con la que ha de desempeñarse cualquier ministerio (Mc 10,42-45; Gal 5,13), incluido el de la evangelización (Rom 1,9); para la acogida y la estima mutua (Rom 12,10); para la ayuda y preocupación de los unos por los otros (Gal 6,2; 1 Cor 12,25); para la bondad y compasión que los miembros de la comunidad han de mostrarse entre sí (Ef 4,32); para la capacidad de soportarse unos a otros por amor (Ef 4,2), para amonestarse mutuamente (Rom 15,7) e incluso para, llegado el momento, perdonarse si es preciso (Mt 6,12; 18,21-22; Lc 17,4; Col 3,13); para ayudarse a llevar las respectivas cargas (Gal 6,2), para sostenerse (1 Tes 5,14) y mostrarse pacientes con todos, cuidando de que nadie devuelva a otro mal por mal (1 Tes 5,14-15; Rom 12,17), etc., etc[3].
Que una referencia pueda ser más fundante y ejemplarizante (referencia originaria) y otra más estimuladora y efectiva (referencia inmediata), poco importa. Lo que cuenta es que, tanto si proviene de la actualidad como si se remonta a las fuentes, la referencia cumpla efectivamente su función de servir de estímulo y de ejemplo para quienes se deciden y optan por ser comunidad.
- ¿Cómo hacer para que opere la referencia?
Habrá que poner los medios adecuados para que la referencia actúe y surta el efecto deseado. No siempre es la ausencia de comunidades lo que hace inoperante la referencia; a veces esas comunidades sí existen y, sin embargo, no se da entre ellas y los grupos que saben de su existencia ese fluir reflejo admirativo y estimulante. ¿Por qué razón? Probablemente porque no funciona entre unos y otras la conveniente relación e intercomunicación. Es preciso, por lo tanto, que para que la referencia resulte operativa de hecho se den unas determinadas condiciones o se cumplan unos precisos requisitos.
La primera de esas condiciones o requisitos es la de la proximidad o cercanía, siquiera sea intencional, que debe avecinar unas comunidades a otras como condición de posibilidad de que entre ellas exista encuentro y relación. Es por la vía del encuentro relacional y comunicativo como la referencia puede hacerse operante. Pues, ¿qué otra cosa es la referencia más que un determinado modo de comunicarse, por el que de parte de una comunidad -sujeto emisor- se irradia, sin pretensión expresa muchas veces, un cierto halo de ejemplaridad, que es percibido y acogido con muestras de admiración y de simpatía por otra u otras comunidades -sujeto receptor-, de manera que éstas llegan a tomarlo como un ideal y un ejemplo para sí mismas?
Tratándose de una modalidad comunicativa, lo primero que entonces hace falta es voluntad de comunicarse y de relacionarse entre grupos y comunidades. Para ello será conveniente favorecer proximidades y encuentros que lleven al conocimiento mutuo, que susciten contactos beneficiosos para las dos partes, que propicien un trato real y verdadero que desmitifique cualquier percepción distorsionada de lo que los grupos y las comunidades son en realidad. Sin relación, sin comunicación y sin encuentro a duras penas la referencia podrá hacerse efectiva.
Además de servirse de ese cauce tan habitual y normal de los encuentros y las relaciones, la referencia en acto ha de saber adoptar también un modo y un estilo propositivo, abierto a la libre elección (aceptación/rechazo) de quien lo recibe como una proposición y como una oferta, y ha de descartar, consecuentemente, cualquier otro modo forzado o impositivo. Nada bueno se llega a conseguir de las personas por la fuerza, y menos en cosas que tienen que ver con la fe, que es la experiencia suma de libertad. Y si ha de evitar ser impositiva, la referencia ha de cuidar asimismo de no ser paternalista ni mostrarse con aires de superioridad. La transmisión de la referencia conviene hacerla de manera modesta y humilde, con talante sencillo y natural. Pues si de lo que se trata es de hacer ver y de significar precisamente la fraternidad, y una fraternidad de iguales, no parece lógico que en el modo de testimoniar esa fraternidad se llegue a considerar a los otros como desiguales e inferiores y a tratarlos como tales.
Más aún, si lo que se practica es una referencia en clave de igualdad, tarde o temprano surgirá la conciencia de que, en el hecho de ofrecer y de dar, algo se reciben también, y de que entre las comunidades así relacionadas por la referencia se establece una especie de “feed-back” que a todas beneficia y enriquece.
Sumando ahora los aspectos de relación y de aproximación, de proposición y de oferta hecha en el respeto a la libertad, lo que parece indubitable es que el camino más adecuado para el ejercicio de la referencia es normalmente el del testimonio. La referencia, en efecto, ni se fuerza ni se impone; la referencia sencillamente se testimonia y se propone.
Testimoniar es el encargo que recibieron los apóstoles y que seguimos recibiendo todos los cristianos. Ahora, eso sí, no se piense que testimoniar es una cosa fácil. No es algo que haya que inventarse porque sí. Se da testimonio de lo que se ha “visto y oído” (1 Jn 1,3), de lo que se ha vivido, de lo que se ha asimilado y madurado. Y lo que sucede además en el hecho de testimoniar es que de él emana y surge una especie de vinculación y de implicación con aquellos a quienes va orientado y dirigido el testimonio. El testimonio no se puede vivir ni con despreocupación ni con indiferencia, como si todo diese igual. El testimonio vincula y compromete. Por eso, entre las comunidades interrelacionadas por la referencia se establece una especie de compromiso común. Un compromiso y una relación que hay que procurar seguir alimentando y cultivando a lo largo del tiempo.
Una última precisión quisiera hacer en este apartado a propósito de la referencia, poniéndome en la piel especialmente de quienes buscan, desean o sencillamente reciben referencias comunitarias. La precisión va en la línea de evitar que se confundan referencias y modelos. Las primeras comunidades cristianas nos ofrecen referencias, es decir, aspectos esenciales e importantes del vivir comunitario que nosotros, aquí y ahora, hemos de saber retomar y recrear, en los que debemos inspirarnos y a los que hemos de saber dar forma concreta en las circunstancias determinadas en que nos encontramos. Pero, propiamente hablando, las primeras comunidades no nos imponen modelos comunitarios que nosotros tengamos ahora que reproducir y repetir tal cual. De hecho, entre las comunidades del comienzo existían las mismas referencias para unas y para otras, pero no eran iguales los modelos en que las encarnaban (no era lo mismo la comunidad de Jerusalén que la de Antioquía, ni la de Corinto igual que la de Roma, por ejemplo).
Parece esto una cosa simple de admitir, pero tiene sus consecuencias. Repetir un modelo comunitario es algo que puede hacerse casi miméticamente, sin pararse a pensar en si es oportuno, viable o significativo en un contexto diferente. Mientras que inspirarse y asumir las referencias de la comunidad originaria pide de suyo un esfuerzo notable de recrear y de configurar un nuevo modelo comunitario teniendo en cuenta las propias peculiaridades, circunstancias, condiciones y limitaciones. De ahí que, todavía hoy, bajo la misma inspiración comunitaria proliferen tantos y tan variados modelos y modalidades de comunidad. Y es bueno que sea así, porque también en el principio las comunidades cristianas fueron plurales y diversas en su funcionamiento y en su organización[4].
- ¿Para qué ha de servir la referencia?
Para dar fe de que las comunidades existen y de que por su medio se hace experimentable y patente el amor de Dios, un amor que es capaz de hermanar a los hombres. Pues si algo trata de reflejar una comunidad fraterna es precisamente eso, que Dios está con nosotros como lo estuvo en Jesús (Emmanuel) y que es reconocible y perceptible en el modo de quererse las personas que viven en fraternidad. La referencia sirve, en definitiva, para lo mismo que sirve el testimonio cristiano: para dar continuidad a la obra de Jesús que nos mostró el bien-decir y el bien-hacer de Dios para con todos.
La referencia ha de servir, en resumidas cuentas, para que las comunidades caigan en la cuenta antes que nada de lo que ellas son, de lo que en ellas acontece y de aquello de lo que son portadoras. Antes de pensar en ser estímulo y referencia para los demás, cada comunidad cristiana ha de reconocer y valorar lo que ella es en sí y lo que está llamada a ser: espacio de fraternidad, comunión de fe, de vida y de amor, lugar donde se hace presente la salvación de Dios. Ninguna comunidad puede pretender ser significativa para otros, si primero no es consciente ella misma de la significatividad que la habita. De ahí que el planteamiento mismo de la referencia lo que hace es reforzar la propia identidad comunitaria.
Pero la referencia ha de servir también para mantener vivo y actual el ideal comunitario, para que éste no aminore ni decaiga, para que no se apague; antes al contrario, para que se multiplique y propague de unas comunidades a otras. El fenómeno que recogen los Hechos de los Apóstoles, de que los primeros cristianos eran bien vistos en su forma comunitaria de vivir y “gozaban de la simpatía del pueblo”, se nos presenta justamente como el punto de enganche que hizo que otros muchos se agregasen a la comunidad (Hch 2,47).
No se opone el hecho de reconocer que la comunidad es don de Dios, ni mucho menos el darse cuenta de “llevar ese don o tesoro en vasos de barro” (2 Cor 4,7) a causa de la fragilidad humana, al hecho de que la comunidad se vea a sí misma como instrumento en las manos de Dios, y se alegre y se goce al comprobar que otras comunidades, impulsadas por su testimonio, caminan por la misma senda del seguimiento de Jesús, un seguimiento que “se prosigue, se persigue y se consigue” en la comunidad[5].
Pero para lo que principalmente ha de servir la referencia es para iluminar el camino y para impulsar la andadura de grupos y de comunidades que no tienen muy claro hacia dónde han de orientarse o cómo han de plasmar su realidad comunitaria. Cuando esto se hace de un modo natural y sencillo se está llevando a la práctica la recomendación de Jesús de ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”, y de “no esconder la luz bajo el celemín, sino de ponerla en el candelero, para que alumbre a todos los de la casa” (Mt 5,14-15).
Conclusión
Una de las quejas que se repiten hoy día en nuestra pastoral comunitaria es que se echan en falta comunidades de referencia, que éstas apenas si existen, y que, cuando existen, lo que sucede es que a dichas comunidades les resulta difícil cumplir con la función de estimular a otras que son más incipientes. Es una limitación que no podemos ignorar y que nos hace a todos conscientes del gran desafío que tenemos por delante.
Que sean pocas y que escaseen no debería ser, creo yo, la cuestión que más nos haya de preocupar, dado que los números nunca han sido los mejores indicadores de la pastoral. Que no lleguen a hacerse significativas o que no cumplan con su función de referencia, por tantos imponderables y condicionamientos como en la práctica se dan, eso sí que debe constituir, a mi entender, la verdadera y cabal preocupación. A esto último, pues, es a lo que tendremos dedicar todos -grupos, comunidades y pastores- nuestros mejores esfuerzos y contribuciones.
[1] Lo de referencia tiene que ver con el espejo que refleja la luz y las cosas por la luz bañadas. Tiene que ver con la luna que refleja y proyecta la luz del sol. Por eso se ha querido pensar en las comunidades de referencia como en “comunidades-Jericó” (Jericó significaba “ciudad de la luna”) por el reflejo luminoso que de ellas se deriva y se proyecta.
[2] En el documento Servicio pastoral a las pequeñas comunidades cristianas, que dio a conocer allá por los años ochenta la Comisión Episcopal de Pastoral, se apuntaban una serie de aspectos positivos y de aspectos negativos de las pequeñas comunidades que bien pueden coincidir con las posibilidades y dificultades que se advierten en el ejercicio de la referencia inmediata.
[3] Muchas han sido las obras que han puesto de relieve esa ejemplaridad y referencia que se desprende de las primeras comunidades cristianas, entre las que quiero destacar: Legido, M., Fraternidad en el mundo y Misericordia entrañable, Salamanca 1982 y 1987; Pikaza, X., Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños, Salamanca 1984; Lohfink, G., La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986 y Brown, R. E., Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986.
[4] Hago esta observación teniendo en mente el caso de comunidades (de adultos y de jóvenes, pero principalmente de jóvenes) que, a la hora de encontrarse y de compartir con otras comunidades a las que han tomado como referencia, lo que han hecho ha sido pedirles su “proyecto comunitario” para apropiárselo de alguna manera, reproducirlo y copiarlo tal cual. Y la cuestión no es precisamente reproducir y copiar, sino inspirarse y recrear.
[5] Boff, L., La fe en la periferia del mundo, Santander 1981, 44.