EL VOLUNTARIADO COMO FORMA DE PARTICIPACIÓN DE LOS JOVENES

1 diciembre 2002

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Luis A. Aranguren Gonzalo
 
Luis A. Aranguren Gonzalo es Coordinador del Programa de Voluntariado de Caritas Española.
 
Síntesis de artículo:
Desde el observatorio privilegiado que es su trabajo en Caritas, Luis A. Aranguren nos ofrece unas muy serias y sugerentes reflexiones sobre la realidad del voluntariado hoy. Muchos son los motivos que pueden empujar a un joven a apoyar labores de voluntariado; pero lo cierto es que desde esa plataforma se debe dar el paso que ayude a descubrir la dimensión ciudadana y cívica de toda vida humana. Somos con los otros y para los otros. El voluntariado es un campo abonado de respuestas a las demandas que desde la realidad humana nos llegan cada día. El voluntariado es un «espacio moral» en el que aprender a ser persona y en el que ayudar a otros a vivir como tales. El compromiso en la acción voluntaria es más que una simple «fontanería social», termina por suscitar en la persona del voluntario una «nueva personalidad», generando en él o en ella todo un «carácter» nuevo, una manera distinta de estar en el mundo, de mirar el mundo y de relacionarse con él. El voluntariado hoy es una riqueza para la democracia, la ahonda, la hace más auténtica y más abierta. Abramos estos espacios, tan poco transitados por los jóvenes, a su especifica aportación y sensibilidad.
 
 

1.   Introducción

 
El voluntariado constituye en nuestros días una forma privilegiada de participación social. Tras el auge del Año Internacional del Voluntariado (2001), vivimos unos momentos de normalización, y todo ello imbuido en un clima de fuerte institucionalización de esta dimensión de la solidaridad que ha tenido y tiene muchos pretendientes: las Administraciones Públicas, las empresas, las organizaciones de solidaridad, los partidos políticos e incluso las Iglesias. Muchos tienen sus ojos puestos en el voluntariado, cada uno con distintos intereses: como tapagujeros de lo social, como cantera vocacional de militancias añoradas o como ejercicio de beneficencia en un entramado donde prima el beneficio empresarial.
 
Del mismo modo, muchas personas voluntarias acceden a este ejercicio de solidaridad con expectativas que en poco o nada se parecen a la de la participación: salir de casa, encontrarse con otros, hacer curriculum, «matar» el tiempo, etc. Ciertamente, y por fortuna,   nos encontramos con un gran número de personas que descubren en el voluntariado un camino de compromiso fuertemente arraigado.
 
Partimos de la convicción de que el voluntariado es una forma de participación de aquellas personas que viven su dimensión de ciudadanía en contacto real con situaciones de dolor, de injusticia, sufrimiento o soledad y, ante las cuales, se buscan respuestas colectivas a través de las organizaciones de solidaridad. Participar en la vida de la sociedad constituye un derecho social y, a la vez, representa un deber moral en tanto que cualifica nuestra identidad de seres sociales, incapaces de vivir humanamente en el aislamiento. No se trata de que todos seamos voluntarios, sino de que todos participemos activamente en la vida de nuestro barrio, de nuestra ciudad, y todo ello a través de los múltiples cauces asociativos que existen. Participar, en definitiva, significa asumir un proceso de apropiación de la realidad social, desarrollando posibilidades de humanización y de transformación.
 
Este espacio de participación que es el voluntariado aparece en la vida de no pocos jóvenes como una oportunidad que entre todos hemos de aprovechar para que arraigue en la tierra de las buenas prácticas, del compromiso progresivo y de la vinculación comunitaria. Para abordar esta situación   y encontrar los verdaderos espacios de participación que ofrece el voluntariado a los jóvenes hemos de comenzar por colocar en el centro de la reflexión la experiencia constituyente del voluntariado, que se fragua en el encuentro vinculante con el otro.
 
 
 

  1. Experiencia nuclear del voluntariado

 
Existe el voluntariado no sólo porque exista un cierto tiempo libre en unas determinadas personas que pueden elegir cómo emplearlo. El voluntariado nace como respuesta a urgencias sociales que no permiten esperar. La participación del voluntariado no puede entenderse sin la experiencia del encuentro con el otro. El voluntariado no es una forma de asociacionismo sin más; lo que se hace en el ámbito de la acción voluntaria es básicamente con otros y para otros; su identidad se encuentra en la alteridad hecha servicio, compromiso y desarrollo humano.
 
La acción voluntaria sólo la podemos entender como la reacción sostenida a lo largo del tiempo ante el sufrimiento, la soledad, la injusticia o el desarraigo del otro. En ese sentido es uno de los cauces privilegiados del ejercicio de la solidaridad. Esa experiencia nuclear provoca una chispa o un destello que, al tiempo que ilumina, también cuestiona, descoloca y nos resitúa.
 
Esta experiencia fontanal es insustituible y no se aprende en cursos de formación ni se adquiere admirando a otros que sí cuentan con ella. Algunos llegan al voluntariado con esa experiencia nuclear vivida y asimilada; en otros casos, esa experiencia hay que provocarla con cuidado y con acompañamiento, especialmente en el caso de los jóvenes.
 
La experiencia nuclear se articula en tres momentos:
 

  • ■ Éxodo: Es preciso salir de la propia casa, de la mentalidad milimétricamente amueblada, de los esquemas previos, de los prejuicios; salir y fiarse de que lo que viene es bueno, que finalmente convendrá porque lo desconocido en las periferias del dolor alumbra buenas dosis de humanización.

 

  • Dejarse tocar por el otro, desde el silencio, la queja, la protesta, la reciprocidad, el encuentro que despierta mil inseguridades y alguna que otra vinculación profunda. Es el momento de quedarse con el otro, de modo responsable, acompañando al que sufre. Es el encuentro cara a cara, el estar, que ni pide activismos ni admite suplencias.

 

  • ■ Determinación para embarcarse, con otros, en un proceso de acción colectiva que haga justicia a los más débiles. Al momento del quedarse como conmoción le sigue el quedarse como conversión, lo que significa establecer vínculos de proyecto compartido. No es un quedarse para estar solamente, sino un quedarse para salir juntos y participar de un destino común.

 
 
Ello implica, por último, que la experiencia nuclear del voluntariado se articula como una estructura responsiva, que responde a una realidad que le impele y cuestiona. En tanto que estructura responsiva, el voluntariado se configura como un espacio moral privilegiado. Un espacio donde la vida buena se articula con la búsqueda de una sociedad más justa. Lo bueno, si va de mano de lo justo, conduce a construir moradas habitables. Desde este tener que responder es desde donde se puede cimentar cualquier discurso de ética mínima, de consensos en criterios de actuación, de proyectos mancomunados. El voluntariado es un espacio moral porque condiciona en buena medida la vida, es decir, los valores vividos, que cada partícipe de esa experiencia va haciendo.
 
De esa experiencia nuclear de sentido ha de surgir la convicción de que «nada humano me es ajeno», o mejor aún, «nada inhumano me es ajeno» (propio del voluntariado de acción social) y, en nuestro caso, además, «nada planetario nos es ajeno», en tanto que la sociedad de riesgos en la que vivimos coloca al planeta Tierra en una situación próxima a la autodestrucción si entre todos no ponemos los medios necesarios. La humanidad herida y la planetariedad, que hace posible habitar y humanizar el planeta, son las patrias del voluntariado que nace del choque con la injusticia.
 
 

  1. Políticas del voluntariado

 
A partir de la ley estatal del voluntariado de 1996, se ha puesto en marcha un primer plan estatal del voluntariado (1997-2000), y nos encontramos en plena ejecución del segundo plan de voluntariado y asistimos a la proliferación en cascada de planes autonómicos y regionales. En la mayor parte de estos posicionamientos públicos se advierten las señas de identidad del voluntariado y de las organizaciones de voluntariado que la órbita administrada contempla con mayor agrado.
 

  • ■ Un voluntariado que ejerce su derecho a la participación desde la fragmentación individualizada: «participad, pero de uno en uno»; así se fomenta una suerte de individualismo solidario, que se lleva mal con la acción colectiva. Desde «mis» motivaciones, «mis» expectativas, «mis» experiencias personales, «mi» proyecto, aseguro mi satisfacción personal. Nunca como hasta ahora se ha ligado tanto el voluntariado con la cultura de la satisfacción.

 

  • ■ Un voluntariado que, organizado, debe modernizarse, pero desde las claves de la empresa privada. A la necesidad de mayor calidad, eficiencia, formación y organización interna, se desea que respondamos desde las organizaciones con prácticas y criterios exclusivamente empresariales, sin que esas necesidades se asienten en el humus de las organizaciones de solidaridad. Nunca como hasta ahora se ha ligado tanto organización de voluntariado con empresa prestadora de servicios.

 

  • ■ Un voluntariado al que se le insta a coordinarse bajo el paraguas de las Administraciones Públicas, que en determinadas situaciones deberá cumplir un papel de facilitador de encuentros pero que en ningún caso debe protagonizar coordinadoras o plataformas que forman parte del quehacer de las propias organizaciones. Ya va pasando esto en ámbitos de la acción social: foro de la inmigración, Consejo de Cooperación, etc. Nunca como hasta ahora las Administraciones Públicas ejercen un papel de supracoordinadoras que controlan el movimiento voluntario.

 
 
En resumen, más que ejercicio de participación en una aventura colectiva, las políticas del voluntariado actual, haciéndose cargo de momento cultural de individualismo fragmentario y de búsqueda de seguridades, fomentan un voluntariado que se asemeja a un ejército de entusiastas fontaneros de lo social, con lo que ello implica:
 

  • □ de apegamiento a la tarea y al corto plazo;
  • □ de laboralización del compromiso altruista, siguiendo el espíritu de la ley estatal que describe el voluntariado en términos de contrato laboral;
  • □de orientación paliativa hacia los desajustes del sistema;
  • □de fomento de un discurso de «participación» ligado a prácticas individualistas y fragmentarias.

 
Nos encontramos, así, ante un voluntariado al que se le amputan posibilidades de crecimiento en lo personal y de posibilidades de transformación en lo colectivo. En este caso nos chocamos con un tipo de participación más estética que transformadora.
 
¿Cabe esperar otro tipo de voluntariado? Desde el paradigma de la participación, que integra las dimensiones nucleares de la persona y de la vertebración social, sí podemos esperar un voluntariado con otro estilo, ni mejor ni peor que el anterior.
 
 
 

  1. El voluntariado como participación

 
4.1.- Partimos de una escasa cultura participativa
 
Importa tomar conciencia de que el voluntariado constituye una realidad eminentemente modesta y poco significativa en un entramado social dominado por la cultura de la seguridad y por el miedo escénico ante todo lo diferente. Desde el punto de vista de la cultura participativa, en España apenas el 22% de los españoles dice estar asociado a algo, y sólo un 12% reconoce tener un papel realmente activo en la entidad a la que pertenece. En otras palabras, el 78% de españoles no entra en la dinámica de la participación activa. De tan escasa participación, la mayor parte de ella se la lleva la que se vincula a actividades culturales entendidas de modo amplio[1](artísticas, deportivas, literarias, científicas, costumbristas, etc.). Las asociaciones filantrópicas, donde se encuentran los movimientos de solidaridad, pese a su notable incremento durante la última década del siglo XX, se queda en un 4,5% resp[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]