El impulso a ayudarnos unos a otros en momentos difíciles no es nada nuevo. Gran parte de nuestra historia está escrita con sangre y no es razonable pensar que la humanidad hubiera podido sobrevivir a tantas hecatombes y violencias sin una dosis abundante de solidaridad. Pero aparte de su valor como mecanismo natural de conservación de la especie y de los frutos que aportan a sus receptores, las actividades voluntarias que canalizan nuestro amor al género humano son muy buenas para la salud de quienes las practican. Quizá sea éste el motivo de que entre los consejos más antiguos que se conocen destaque este de fomentar el deseo libre que nos mueve a auxiliar a nuestros compañeros de vida.
El primer estudio sobre los efectos psicológicos del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 muestra que nueve de cada diez adultos estadounidenses mostraban signos de estrés traumático el fin de semana siguiente al desastre. Cuatro de cada diez, por otra parte, reaccionaron a la tragedia presentándose voluntarios para algún trabajo filantrópico. Sus esfuerzos para ayudar a los afectados, aunque éstos se encontraran en lugares muy distantes, les sirvieron para salir adelante en momentos de gran incertidumbre e indefensión.
Las labores voluntarias altruistas son un medio para mantener relaciones afectuosas, comunicarnos y convivir. Y está demostrado que la buena convivencia estimula en nosotros la alegría, alivia la tristeza, constituye un antídoto eficaz contra los efectos nocivos de muchas calamidades. Las personas que se sienten parte de un grupo solidario bien sea una pareja, la familia, las amistades o una organización cuyos miembros se identifican y apoyan mutuamente- expresan un nivel de satisfacción con la vida más alto y superan las adversidades mucho mejor que quienes se encuentran aislados o carecen de una red social de soporte emocional.
Otro beneficio evidente de las ocupaciones voluntarias es facilitar la posibilidad de diversificar nuestras parcelas de felicidad. Una cierta compartimentalización de las facetas gratificantes de nuestra vida nos protege. Las personas que desempeñan a gusto varias funciones diferentes -por ejemplo, padre o marido en el hogar, trabajador competente, aficionado al arte o al deporte, o miembro de alguna entidad- sufren menos cuando surgen contratiempos. Una tarea voluntaria bien dirigida puede amortizar el golpe de una desgracia familiar o de un fracaso laboral. Lo mismo que los inversores no arriesgan todo su capital en un solo negocio, es bueno diversificar la fuente de felicidad en nuestra vida.
Prestarnos desinteresadamente a ayudar a los demás repercute también en nuestra identidad personal y social. Estimula en nosotros la autoestima, induce el sentido de la propia competencia y nos recompensa con el placer de contribuir a la dicha de nuestros semejantes y el orgullo de participar en el funcionamiento o mejora de la sociedad. Las personas que se consideran socialmente útiles o sienten que tienen un impacto positivo en la vida de otros, sufren menos de ansiedad, duermen mejor, abusan menos del alcohol o las drogas y persisten con más tesón ante los reveses cotidianos que quienes se sienten inútiles o ineficaces.
En palabras de la escritora francesa Simone de Beauvoir, la mejor receta para superar con entusiasmo y esperanza los retos que nos plantea nuestra irremediable vulnerabilidad es «dedicarnos a personas, a grupos o a causas; apreciar a los demás a través del amor, de la amistad y de la compasión; y vivir una vida de entrega y de proyectos para mantenernos activos en el buen camino, incluso cuando nuestras ilusiones se hayan marchitado».
A medida que se prolonga la duración de la vida y que la tecnología permite reducir el número de horas laborales, la calidad de nuestro tiempo libre se revaloriza y su influencia sobre nuestra dicha se hace más significativa. Se solía decir que el ocio es lo que hacemos cuando no estamos trabajando. Hoy el contenido de las horas libres se ha convertido en una de las fuentes más importantes de regocijo.
Luis RojAs MARcos, «El Pais», 5.12.01