El voluntariado y sus metáforas

1 enero 1997

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Joaquín García Roca es profesor en la Universi­dad de Valencia y profesor invitado en la UCA de San Salvador.
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

 
El paisaje del voluntario, dibujado con relatos, corre peligro de romantizarse. Es necesario recomponer críticamente las narraciones, reconstruir las metáforas que lo identifican. El autor trata de recuperar la identidad simbólica del voluntariado y de activar sus energías solidarias a través de tres imágenes: la navegación, la red y los puentes levadizos.
 
 
El paisaje del voluntariado se ha construi­do con relatos y narraciones; cuando se en­cuentran dos voluntarios se cuentan historias; su código comunicativo es básicamente na­rrativo: «Estoy yendo al barrio de…», «conozco a…», «te contaré lo que me sucede en el hos­pital…», «ayer me sorprendió…» Y te cuentan una anécdota, o te nombran a una persona, o te hablan de sí mismos.
 
Y sus relatos están repletos de invocacio­nes, apelaciones e incluso de fantasías senti­mentales. Resulta imposible residir en el esce­nario del voluntario sin dejarse influir por las fi­guras metafóricas como vehículo exploratorio para adentrarse en la realidad e incluso para infundir un espíritu en el ejercicio de la acción voluntaria. El modo ordinario de encarar la ac­ción voluntaria es la metáfora y resulta difícil ejercerla sin dejarse influir por ellas. El peaje de esta operación ha sido una romantización del voluntariado y una transfiguración literaria de sus funciones que se ha convertido en el refle­jo más vehemente de su prestigio.
 
Cada tiempo no solo necesita recrear sus dispositivos teóricos y reflexivosi[1] sino también recomponer las metáforas del voluntariado de modo que le acerquen a la experiencia humana más cotidiana. Proponer y aclarar la identidad del voluntariado, sus tareas y funciones, su pre­sente y su futuro a través de algunas metáforas es el objeto de estas páginas. ¿Qué metáforas pueden identificar y activar las energías solida­rias? Desde el ejercicio de la acción voluntaria, en íntima sintonía con el rumor de los que su­fren o con el silencio de los que malviven, se perciben algunos mensajes y apelaciones que van cristalizando en nuevas metáforas.
 

  1. El arte de la navegación

La navegación se asienta sobre tres princi­pios básicos, que constituyen la fisonomía mis­ma de la acción voluntaria. La navegación y el vo­luntariado son fruto de una misma sabiduría que hermana las convicciones con las responsabili­dades, incorpora los afectos a la razón, y une el cuerpo a la cabeza; el secreto del voluntario así como del navegante consiste en convertir en oportunidad las amenazas, en hacer entrar el viento entre las velas y así vencer el mar, apro­vechar a su favor las fuerzas que están en su contra; asimismo, la navegación es una aven­tura colectiva que pivota sobre la tripulación del mismo modo que el voluntariado es una orga­nización de capital humano.
 
1.1. La sabiduría del navegante
La acción solidaria convierte las amena­zas en oportunidades; en el arte de navegar el viento extraviado sale por donde puede, que es por donde el navegante quiere. Los nave­gantes no conocen los caminos trillados ni las rutas señalizadas, pero se mantienen a flote y llegan así a buen puerto. Y si sobreviven es porque no desfallecen ni se abandonan, por­que tienen energía para emprender y la dispo­sición para mantenerse en el empeño. Nave­gan incluso en el interior de horizontes opa­cos, cargados de nubarrones y miasmas.
 
Si en el camino es posible la ingeniería social que se despliega en planes, estrategias o eta­pas, en la navegación se necesitan reflejos co­mo los que, en otro orden de cosas, nos hacen retirar la mano si nos hemos pinchado con algo. Navegantes y voluntarios comparten un mismo saber que está hecho simultáneamente de in­formación y de sentimientos, de razón y de afec­tos, de inteligencia y de emociones, una inteli­gencia emocional que incluye el autodominio, el celo y la persistencia, y la capacidad de motivar­se uno mmsmm2. La voluntad nos permite aden­tramos en la realidad sin perdemos, vivir en el in­terior de la turbulencia sin rompemos, captar los sonidos múltiples sin quedar ensordecidos. Pa­ra este cometido, no solo se necesitan convic­ciones sino que se requieren responsabilidades; en la navegación, se necesita el tacto para en­contrar la orientación del viento; cuando en las regatas se da la señal de salida, cada tripulación se dirige hacia un lugar diferente, persigue una estela diversa ya que en su arte está crear las condiciones mismas de la ruta.
 
La sabiduría del voluntario se parece a la del navegante; no se conforma con la racionalidad ilustrada, sino que postula otro tipo de sabidu­ría que vuelve a unir el cuerpo a la cabeza, za­randea la prepotencia de ciertas racionalidades técnicas que han entronizado una objetivi­dad que para ser legitima tiene que prescindir de los afectos, ha enfatizado el ejercicio profe­sional que para ser correcto tiene que anular los sentimientos e ignorar el sufrimiento.
 
Navegantes y voluntarios incorporan la expe­riencia vital, estiman la emoción y el afecto como vehículos del conocimiento, la mente emocional y la racional deben operar en ajustada armonía, entrelazando sus diferentes formas de conoci­miento para guiarse por el mundo. La cartografía no suprime la incertidumbre, sino que guarda en su corazón un núcleo de perplejidad[2]. Todo está enredado de esperanzas y citas, ofensas y de­saires[3]. La sabiduría de los voluntarios abre su conocimiento a la implicación personal, al llama­do ético, a la empatía de un sufrimiento compar­tido; las razones se sentimentalizan, allí donde mira al ser humano singular y vinculado, allí don­de fenece el antiguo paradigma que sostenía un ideal de razón liberado de la tensión emocional y nos obliga a no pasar de largo por el lado oscu­ro del sufrimiento humano.
 
Desde esta sabiduría de la inteligencia emo­cional abrigar esperanzas significa para el vo­luntario no ceder a una actitud derrotista ni a la desesperanza cuando se enfrente a desafíos o contratiempos, más bien consagra el derecho a caminar y a buscar sin metas claras, sin
contro­les previos ni predicciones lineales. Es posible actuar con la sensibilidad abierta hacia lo impre­decible. La meta nunca puede ser predicha con certeza, ya que siempre tiene un componente de regalo. La posibilidad del azar pertenece a la ri­queza humana. Es el azar quien desata los pa­trones de alerta y búsqueda y obliga a convivir con amplias zonas de incertidumbre.
 
El arte de navegar tiene hoy una máxima ac­tualidad cultural ya que permite superar el de­terminismo y la impotencia que preside un cier­to clima cultural, mantenerse en pie a costa del oleaje, engañar a las olas para avanzar hacia donde se quiere, plantar cara al aire encrespa­do. La invención y la creatividad triunfan sobre la necesidad en un viaje donde la perplejidad de las metas obligaba a nadar contracorriente. El voluntariado es hijo de aquella intuición de Kaf­ka, cuando oscurece, se enciende una candela, y cuando la candela acaba, entonces hay que quedarse sosegados, esperando en lo oscuro.
 
1.2. El mundo de las posibilidades
El voluntariado como el navegante cae de parte de las oportunidades; antes de dejarse lle­var por el presentimiento de la catástrofe, acen­túa la capacidad de llegar a puerto. El naufragio es el cierre del horizonte, que se expresa en for­ma de desánimo, resignación e impotencia. El voluntariado como institución moderna participa de la cultura del cambio social; existe porque las cosas pueden ser de distinta manera, y porque está en nuestras manos cambiarlas y mejorarlas. Le resulta de este modo esencial la función polí­tica que se despliega como incubadora de nue­vas ideas y ejercicio de defensa de los derechos.
 
 
Las tareas del voluntariado se sitúan en el interior de un horizonte de transformación. La vuelta de lo social que propugna el volunta­riado no responde a formas, nostálgicas sino a acciones anticipatorias; aspira a crear e in­ventar posibilidades nuevas y posee una con­nivencia esencial con la creatividad y la anti­cipación. Lo suyo es inventar posibilidades que la realidad admite: ahí están para testimoniar­lo los grupos que con su presencia en el cam­po de la droga, de las minusvalías, de la an­cianidad, de menores en riesgo se han antici­pado ,a las leyes y a las respuestas institucio­nales. La acción voluntaria enlaza las posibilidades con la realidad, más allá de construir castillos en el aire es un buscador continuo de nuevas fronteras. Cada acción voluntaria es o la realización de posibilidades, o es arranque de posibilidades, o ambas cosas a la vez[4]. No es su intención restaurar una co­munidad orgánica y propiciar la vuelta al or­den natural ante la mutación producida por la modernización, sino que abre las puertas a nuevas formas de experiencias y se constitu­ye si no en vanguardia de lo social, al menos en laboratorio de proyectos alternativos[5].
 
 
La navegación como el voluntariado están minados por los desánimos y por la falta de perspectiva; ante los problemas acontecidos en la última década, sea el desempleo masivo, las inmigraciones, la exclusión social, la violen­cia gratuita, la droga o el SIDA vivimos colecti­vamente una situación de desconcierto. Para los graves problemas actuales no hay solucio­nes reales, pero ni siquiera conceptos teóricos adecuados. Incluso, el horizonte hacia el que caminamos se ha quedado sin nombre para describirlo[6]. Sentimos a pie de obra que hay problemas para los cuales no hay solución to­davía. La búsqueda y el deseo de una socie­dad alternativa se queda sin visibilidad, sin concretez, sin arquitectos que tengan capaci­dad de señalar caminos. Superar, erradicar y amortiguar los problemas sociales se ha de hacer en un tiempo que nos ha dejado sin imágenes de lo buscado y deseado.
 
Los problemas sociales hacen a los volunta­rios más silentes que habladores, y reclaman no tanto certezas cuanto la potencia de los testigos y la energía de los vigías. Asimismo, nos ofrecen un lugar desde donde acertarse a la utopía de la vida; utopía es que se resuelva el SIDA, es la vida justa y digna de los empobrecidos, es que los orillados del bienestar se sienten en el ban­quete, y que «las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad’ (Garciá Marquez).
 
1.3. La producción comunitaria
La navegación es un asunto que compe­te por igual a toda la tribulación, es una aven­tura colectiva que se sostiene sobre la coordinación del grupo. La embarcación que per­mitirá llegar a buen puerto, son los propios tri­pulantes, sus potencialidades endógenas. No es manteniendo el mito del capitán del -barco como podrá sobrevivir la embarcación, sino insertándose en el seno de un movimiento que se sustenta sobre la colaboración. La preocu­pación mayor del voluntariado consiste en ac­tivar los dinamismos comunitarios, despertar lo que está dormido en la sociedad, activar el protagonismo del propio grupo, y activar sus potencialidades.
 
El voluntariado no se aproxima a las situa­ciones sociales como déficit, carencia o nega­tividad, y nunca reduce a la persona humana a su negatividad. La acción voluntaria, por el contrario, ve en la carencia también una opor­tunidad, y en todo déficit una potencialidad; los ciudadanos no solo tienen problemas sino que también tienen soluciones; se trata de tra­bajar a partir de las potencialidades endóge­nas. No hay ningún contexto en punto cero, todos están habitados por algún tipo de posi­bilidad. Es un principio básico de la acción vo­luntaria actuar no tanto sobre las personas, si­no con ellas y a partir da ellas. Sea cual sea la situación, ésta es parte de la solución y no so­lo parte del problema. En la acción voluntaria, la persona tiene presencia real y no se diluye en abstracciones estadísticas o en procesos macro-sociales. La acción solidaria está vin­culada al desarrollo comunitario, a la auto-or­ganización, a la búsqueda de salidas protago­nizadas por las personas. Rompe el esquema «tú eres el problema y yo soy la solución», pa­ra generar el «nosotros somos el problema y nosotros somos la solución».
 
El voluntariado fomenta y se apoya en la fuerza transformadora de la tradición comuni­taria, es decir, en el papel activo y decisivo de las comunidades en la gestión de sus propios riesgos, por la cual las poblaciones dejan de ser objeto de atención para considerarse su­jeto. La población no es un simple objeto de intervención sino que es a la vez sujeto y ob­jeto. Sin su protagonismo no hay solución po­sible a ningún problema social[7].
Como en la navegación, el voluntariado postula una forma de relacionarse los sujetos sociales entre sí, que consiste en obtener un mayor nivel de interacción a través de mayo­res reciprocidades. La tradición comunitaria, de este modo, se propone que los ciudada­nos pasen de consumidores a co-producto­res de servicios e intenta delinear estrategias de complementariedad que produzcan un en­riquecimiento mutuo. La fuerza transforma­dora de esta tradición ha sido últimamente advertida por E. Galeano quien cuenta cómo escuchó de boca de uno de los indios qui­chés explicar así la cacería que su pueblo pa­dece .por parte del ejercito: «Nos matan por­que trabajamos juntos, comemos juntos, vivi­mos juntos, soñamos juntos».
 
La densidad de la exclusión muestra que no se puede superar, resolver o mitigar por la vía impositiva, sea por coacción física, moral, jurídica o administrativa sino que precisa una solución que pase por la colaboración. Por la vía de la imposición se puede tratar el SIDA pero no prevenirlo, se puede controlar el cre­cimiento demográfico pero no humanizarlo. La imposición puede ser adecuada para for­mular un tratamiento o diseñar una ingeniería social pero dejan los problemas sociales sin resolver y lo que es peor dejan la decisión so­bre los problemas en manos de organizacio­nes externas, tales como las organizaciones o grupos de presión internacionales.
 
La solidaridad que se sustancia en la ac­ción voluntaria sabe que sólo un enfoque co­operante está en condiciones de abordar los problemas sociales. El enfoque de la coope­ración en lugar de recurrir a presiones conde­natorias, o a restricciones legales, o a coac­ciones morales que reducen significativamen­te las posibilidades de elección, aspira a fun­darse en las decisiones racionales de hom­bres y mujeres, a quienes se les ofrece un am­plio margen de elección, garantías de seguri­dad personal y colectiva, y la posibilidad de informarse a través de un diálogo abierto y de debates públicos de amplia difusión.
 
El enfoque de la cooperación inmuniza al vo­luntariado frente a todo caudillismo o mesianis­mo social y en su lugar le remite a crear estruc­turas que posibiliten y amplíen la responsabili­dad común, a conformar lugares, instituciones y mecanismos que permitan la colaboración, aunque sea a través de la confrontación, la ne­gociación, el dialogo y la convergencia.
 

  1. Las redes sociales

La importancia de las redes sociales ha si­do ampliamente documentada por la antropo­logía y ha mostrado sus virtualidades en el campo de la salud, de la protección y de la educación. En la medida que las redes socia­les intervienen en la creación del problema y son parte del mismo, no hay acción voluntaria que no sea un trabajo en y sobre los contextos sociales. Las experiencias más acreditadas son aquellas que superan el dilema y la con­traposición entre recursos institucionales, pro­fesionales, técnicos y formales por una parte, y los recursos comunitarios, voluntarios, informa­les, difusos, poco estructurados. El punto cru­cial para erradicar la exclusión consiste en rom­per el tabique que separa ambos dispositivos, desmontar la polarización que existe entre or­ganización y técnica por una parte, y lo informal y espontáneo por otra Esta dimensión obliga a la acción solidaria a comprenderse como crea­dores de redes sociales, al modo y manera de la red de circo.
 
En la red del circo se significan tres dimen­siones de la acción voluntaria. En primer lugar, su capacidad de acoger y de amortiguar el gol­pe reduciendo de este modo la vulnerabilidad de la existencia en las sociedades complejas; la red recoge al trapecista cuando le falla el ejercicio o pierde el equilibrio. En segundo lu­gar, el voluntariado como la red intentan favo­recer la autonomía personal al relanzar el salto, activando, los dinamismos vitales de las perso­nas; la red devuelve al salto, le confiere de nuevo su sincronía y convierte el error en posi­bilidad. Finalmente, el modo de presencia del voluntariado parece la presencia ligera de la red sin sustituir a nadie ni fragilizar su respon­sabilidad personal; la red pasa desapercibida, nadie le mira, y sin embargo resulta decisiva.
 
2.1. Organizaciones de capital humano
Las amenazas, que golpean la existencia humana, han cambiado de naturaleza en los úl­timos años. Todos los problemas sociales que se han originado en las últimas décadas perte­necen a la categoría del riesgo: la persistencia del desempleo, el uso indebido de la droga, la enfermedad crónica del SIDA, el desamparo de la infancia, la violencia gratuita de los jóvenes, los maltratos a los niños, la soledad de las per­sonas mayores, la inmigración masiva.. La so­ciedad actual ha cambiado los peligros tradi­cionales por los riesgos actuales. Los riesgos tienen una existencia errática, disuelta, capilar, de modo que están pegados a la sociedad de la que forman parte de la misma manera que la piel se pega al cuerpo con idéntica intimidad y encarnadura, en cada repliegue, en cada curva, con lo cual resulta invisible ya que se confunde con la sociedad misma. La emergencia de la sociedad de riesgo exige otros modos de pro­ducir la solidaridad. Para reducir la vulnerabili­dad humana en la sociedad de riesgo, el volun­tariado ha de desplegase en micro-organiza­ciones que se caractericen por la proximidad.
 
Si los peligros sociales generaron una inten­sa demanda de instituciones potentes, abs­tractas y formales, los riesgos sociales solici­tan potenciar los lugares intermedios y las or­ganizaciones de capital humano, multiplicar los espacios sociales de vigilancia y de acogi­da, recrear los servicios de proximidad que amortigüen y creen resistencias, activar la in­declinable responsabilidad individual y colec­tiva, hacer visibles los riesgos, permitir que emerjan y no se oculten ni se naturalicen[8].
 
Las pobrezas y las marginalidades, por su parte, afectan a los contextos inmediatos, a las tramas sociales, a los mundos vitales, a las relaciones; con mucha frecuencia, producen la disolución de los vínculos sociales, la desa­filiación y la fragilidad del entramado social. La exclusión como la vida tiene también un com­ponente micro-social compuesto por las resis­tencias contextuales y por las redes sociales que sostienen o malogran a las personas. Dos elementos conforman el perfil de la vulnerabi­lidad: el grado de las resistencias y la densi­dad de las redes sociales.
 
Las prácticas del voluntariado son aquellas que recuperan la dimensión contextual de la marginalidad, que afectan a familias enteras, o a determinados colectivos, o a territorios que su­fren una particular deprivación; y promueven las estrategias de reconstruir las redes que se han debilitado y recrear las que se han destruido.
 
El voluntariado actual ha descubierto el valor y la fuerza de la organización. Mientras el vo­luntariado vivió de espaldas a todo intento por organizarse conoció sin duda la generosidad individual e incluso el heroísmo personal, pero no llegó a significarse como interlocutor social. No importa que se haga defensa del excluido o atención hospitalaria, defensa de la naturale­za o promoción de la salud, lo decisivo es que se realice en el interior de una organización que considere las capacidades humana como su mayor capital, de este modo, el voluntario se in­corpora a «la ecología social de la sociedad post-industrial»[9]. El voluntariado actual no es una aventura individual sino un proyecto colec­tivo. No se es voluntario individualmente, sino que le es esencial estar organizado en el inte­rior de una asociación. Probablemente ha sido este hecho lo que ha marcado el salto cualita­tivo de mayor calado en la historia del volunta­riado. En general, el voluntariado en términos generales ha ido asumiendo el estatuto de gru­po organizado, al tiempo que disminuye el nú­mero de voluntarios que realizan su actividad de manera individual.
 
Las Organizaciones de Voluntarios hacen del potencial humano su recurso más esencial; de este modo, se diferencian de otras organiza­ciones basadas en bienes o en patrimonios; no es una empresa caracterizada por la gestión del dinero y de los bienes sino una organiza­ción cuyo capital son los mismos voluntarios, con sus potenciales y sus iniciativas, con su creatividad y sus ilusiones, con su generosidad y sus innovaciones. Son infinitas las expresio­nes que utilizan los voluntarios para expresar esta nueva dimensión: «yo aporto mi persona y mi tiempo», «no siempre acierto pero intento hacerlo lo mejor posible», «los recursos econó­micos son pocos, pero son muchos los recur­sos personales: ganas de trabajar, ilusión, de­seos de ayudar a quien lo necesite», «poner a disposición de los otros parte de mi tiempo», «estoy harto de quejarme contra esta estúpida guerra y quiero hacer algo», «ante las escasas expectativas que ofrece la vida real no pode­mos menos que dar lo poco que tenemos: nuestra ayuda y nuestro tiempo»[10].
 
Los voluntarios son conscientes de que no son una empresa, lo cual se traduce en un continuo rechazo hacia los amagos burocrá­ticos, y se muestran fuertemente críticos con las relaciones jerárquicas y anónimas en el in­terior de sus propias organizaciones volunta­rias. Cada vez más el sentimiento de perte­nencia a las grandes organizaciones del volun­tariado sigue siendo tibio, distante y circunscri­to. Hay una expectativa generalizada en el ám­bito del voluntariado que reclama de sus or­ganizaciones mayor preocupación por la pre­paración de sus miembros y mayor exigencia formativa y sobre todo el apoyo para desarro­llar las habilidades que son requeridas para afrontar sus compromisos. Piden que su orga­nización sea capaz de crear objetivos compar­tidos, motivar a sus miembros y sobre todo precisan de unos dispositivos adecuados para la «movilización cognitiva». «Sólo una misión clara, centrada en un objetivo común puede mantener unida a la organización y permitirle producir resultados; además, sin una misión clara y centrada en un objetivo, la organiza­ción pronto pierde credibilidad.».
 
Las expectativas mayormente señaladas por los voluntarios son aquellas que reclaman una organización de personas iguales. Ningún capital humano tiene más valor que el otro; quien acompaña a los enfermos terminales con sus habilidades comunicativas no prece­de a quien les sirve la comida con sus capaci­dades relacionales. La grandeza del volunta­riado está en ser un equipo de asociados en el que todos tienen el mismo valor e idéntica dignidad. Los voluntarios t en a las organi­zaciones que introducen mellas las diferen­cias de trato, o una jerarquización innecesaria o una estratificación inadecuada. No pueden asentarse sobre la distinción entre el que sabe y el qué no sabe, entre el que se dedica más y el que se dedica menos, sino en el modo de servir en la organización. La organización voluntaria es como una orquesta en cuyo inte­rior hay trompetas, tambores y violines, nin­guno de ellos por sí mismo produce una sin­fonía pero sin ellos no sería posible.
 
2.2. Nicho ecológico
Las redes no solo amortiguan el golpe sino que relanzan el salto; convierten la equivoca­ción en una nueva posibilidad y la caída en vue­lo. Como la pelota sale despedida al dar sobre la pared, así el gimnasta es reenviado de nuevo al aire a causa de su elasticidad y de su firmeza.
 
Así como la libertad del salto, depende en gran medida de que la red esté bien puesta, del mismo modo las Organizaciones del Vo­luntariado son inductoras de libertad, en dos sentidos convergentes, como ejercicio de la ciudadanía y promotor de la autonomía perso­nal. La irrupción actual del voluntariado se ins­cribe en aquella tradición que reconoce la constitución del individuo como una realidad autónoma y soberana, que decide libremente su propio compromiso; gracias a ello el volun­tariado responde a un ejercicio de libertad y nace como expresión de la voluntad de coo­perar. Existen voluntarios porque hay perso­nas que son conscientes de su ciudadanía y ponen voluntad a la acción y acción a la vo­luntad. Su espacio natural es la profundiza­ción de las libertades individuales, el recono­cimiento de los derechos de las personas y el desarrollo de la responsabilidad individual. El voluntariado responde a la exaltación de la cultura del «dar libremente» sin obligaciones ni derechos, presta su acción porque así lo quie­re y no porque esté obligado ni se lo deba a nadie; expresa el compromiso adquirido en li­bertad sin que lo imponga nadie desde fuera. «Son los valores que consagran al individuo y a su libertad los que han permitido realzar el prestigio del voluntariado»[11].
 
Asimismo, las Organizaciones de Voluntarios son inductoras de la participación, y de la im­plicación personal tanto propia como de las personas con quienes trabajan. El resurgimien­to actual del voluntariado incorpora igualmen­te elementos de la cultura de la participación que asume el valor de la implicación personal y la dignificación de las propias capacidades. La cultura de la participación ha aportado la convicción sustantiva de que los ciudadanos no sólo tienen problemas sino que también tie­nen soluciones, no sólo tienen demandas que dirigen hacia fuera del grupo, sino que produ­cen también respuestas. Existen voluntarios porque hay ciudadanos que se han tomado en serio su derecho a participar organizadamente en la vida de las instituciones y en los procesos colectivos; este impulso cristaliza de este modo en movimientos sociales, en organizacio­nes barriales, en asociaciones de defensa de la naturaleza.,.., etc.
 
Por último, las Organizaciones de Voluntarios son inductoras de fraternidad. Ser voluntario es ser responsable (ciudadanía) ante los sujetos frágiles, portadores de derechos y deberes no sólo para si’ sino para aquellos que no los tienen reconocidos; ser voluntario es construir (partici­pación) un mundo habitable no sólo para los fuertes y autónomos sino para los más débiles e indefensos. De este modo, la ciudadanía y la participación se sustancian en el ejercicio de la fraternidad. La conciencia actual del voluntaria­do se ha construido en diálogo con los sujetos vulnerables, en confrontación con la exclusión no deseada, en referencia a una sociedad alter­nativa y más habitable; se ejercita a favor de la calidad de vida y en particular de los ciudadanos excluidos cuya existencia está sometida al ries­go, al desamparo y a la inadaptación. Habrá vo­luntariado mientras se alimenten la cultura de la ciudadanía y de la participación, pero sobre to­do mientras hayan existencias que lo requieran y colectivos que sufran el rigor de la exclusión social.
 
En conclusión, los rasgos sustantivos que de­finen y circunscriben al voluntariado en el interior de sus distintas y variadas expresiones son los siguientes: a/ Ser un ejercicio de la ciudadanía mediante la donación altruista libremente reali­zada; b/ Participar en un servicio concreto que se ubica en la gestión de los cotidiano; c/ Eje­cutar una acción solidaria no mercantil ni admi­nistrada; d/ Pertenecer a una organización.
 
2.3. Presencia ligera
La visibilidad es un atributo de las organi­zaciones del voluntariado que de este modo ad­quieren su identidad social y posibilitan la pertenencia de los voluntarios. La cuestión esencial hoy consiste en saber qué tipo de visibilidad es
apropiada para el ejercicio de la solidaridad. Vi­sible es una pared y visible es el amor; visible es el maestro que se impone con su grito y visible es el maestro que guía sutilmente su clase; visible es la disciplina y visible es la indiferencia, visible es el árbol sobre el que anidan Ios pájaros y visible es la semilla que fructifica por caminos de auto-destrucción.
 
Hay un modo de presencia que es propio de la red del circo; pasa desapercibida y sin em­bargo no pierde su eficacia. Nadie la in ape­nas se observa su existencia y sin embargo es un lamento sustantivo. Nadie la mira en el cir­co y sin embargo es lo más real; de no existir, ni siquiera sería posible el salto del gimnasta o la pirueta del malabarista. El voluntariado, co­mo la red, está recuperando los dinamismos de desaparición, que permite que el otro crez­ca con presencias y ausencias, con palabras y silencios. Ciertamente sólo existen voluntarios, si están organizados; pero no cualquier Organi­zación es adecuada.
 
En primer lugar, devuelve el éxito del resul­tado al asistido; para lo cual huye de la visibi­lidad plúmbea, densa y pesada. Sabe desa­parecer a tiempo cuando crea dependencia, se retira si con su presencia fragiliza la debili­dad del otro. En el mundo de la acción volunta­ria no existen microondas, sino tan sólo proce­sos; el tiempo propio lo marca el receptor de la acción solidaria; no existe el corto plazo sino procesos largos y secuencias.
 
Las Organizaciones de Voluntarios tienen la visibilidad de lo humano ya que su poder y su presencia son las personas mismas: su crea­tividad y su imaginación, sus habilidades y sus deseos. No están interesados por la .potencia que da la organización burocrática, sino por la presencia que da la relación humana.
 
De este modo, el voluntariado se ha distancia­do de la moral del deber que le convierte en un ejercicio de austeridad y de esfuerzo. Cada vez son menos los voluntarios que sostienen su acción voluntaria sobre la moral del deber y en su lugar se arraigan en la moral del amor. Mientras la moral del amor es una moral de la alegría, la del deber lo es del esfuerzo; mientras en la moral del amor la acción voluntaria se realiza con el cora­zón abierto y con placer; en la moral del deber, la acción voluntaria se realizaba con esfuerzo, a dis­gusto, contra la propia espontaneidad. Interroga­dos sobre sus móviles profundos, muchos vo­luntarios responden que no actúan movidos por ningún para qué sino porque les gusta: sólo por propio gusto. En muchas ocasiones tendrán que renunciar incluso al propio derecho para que los otros puedan vivir, pero lo harán sin renunciar al gozo de la acción voluntaria. Incluso allí donde destruye y estropea la felicidad consumista del ciudadano-telespectador, lo hace como un capi­tulo esencial de una felicidad alternativa.
 
 

  1. Puentes levadizos

La batalla entre los excluidos y la socie­dad excluyente resulta tan desigual que re­quiere mediadores; del mismo modo que el árbitro es reclamado para detener un comba­te o ponerse en medio para evitar lo peor, así hay una interpelación hacia las organizacio­nes de mediación. Desde la experiencia coti­diana del puente, se pueden significar tres funciones sustantivas del voluntariado como ejercicio de la mediación. Hacer de puente es situarse-en-medio, para unir lo que está sepa­rado, comunicar lo que está fracturado, re­construir la comunicación rota. Echar un puen­te es ejercer una ayuda a quien está perdido; hacer un puente significa facilitar que entre energía de modo y manera que se puedan re­crear los propios dinamismos vitales.
 
3.1. Hacer de puente
Hay situaciones que rompen toda comu­nicación con el exterior, con los otros y con la sociedad; sus puentes están todos alzados cuando no cortados. Nadie lo ha expresado mejor que A. Camus en su novela póstuma de carácter autobiográfico «El primer hombre». Camus vuelve a Argelia a la búsqueda de su in­fancia, «de la que nunca se había curado, a ese secreto de luz, de cálida pobreza que lo había ayudado a vivir y a vencerlo todo» (p. 44); «el que había crecido en una pobreza desnuda como la muerte» necesita recuperar la memo­ria de los pobres. Esa memoria que como él mismo dice «tiene pocos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lu­gar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga» (p. 75).
 
En el interior de aquel barrio «como un cán­cer aciago, exhibiendo sus ganglios de miseria y fealdad», A. Camus salva su densa soledad y su desesperación sin limites a través del maes­tro. «Solo la escuela proporcionaba esas alegrí­as de niño. E indudablemente lo que con tanta pasión amaban en ella era lo que no encontra­ban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria es un fortale­za sin puentes levadizos» (pp.127-128).
 
Cuando buscaba su infancia, Camus se en­cuentra con la figura del maestro «uno de esos seres que justifican el mundo, que ayudan a vi­vir con su sola presencia» (p. 39). Del maestro le vino a Camus «el único gesto paternal, a la vez meditado y decisivo, que hubo en su vida de ni­ño. Pues el señor Bernad, su maestro de la últi­ma clase de primaria, había puesto todo su pe­so de hombre, en un momento dado, para mo­dificar el destino de ese niño que dependía de él, y en efecto, lo había modificado» (p. 120). Es de justicia reconocer, si no queremos quedar­nos ciegos de tanta oscuridad, que el maestro y la escuela han sido para muchos excluidos los únicos puentes levadizos que les han vinculado a otra historia.
 
Desde la experiencia de Camus, su maestro se convierte en el puente levadizo por donde puede transitar desde su pobreza. El voluntario rompe de este modo el destino de la pobreza, y desactiva el veneno de las exclusiones. La es­cuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia, como sabemos bien los que vivimos en situaciones similares, sino que «en la clase del señor Bernard por lo menos la escuela ali­mentaba en ellos una hambre más esencial to­davía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les en­señaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso; les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo». «En la clase del señor Germain (aquí le da el verdadero nombre), sentían por pri­mera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo». «Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas» (p. 128).
 
Y finalmente, recuerda Camus el último acto de grandeza de su maestro, que «había asumi­do sólo la responsabilidad de desarraigarlo pa­ra que pudiera hacer descubrimientos todavía más importantes» (p. 139). Recuerda aquel momento en el que le consigue una beca para seguir estudiando ya fuera del barrio y le des­pide diciéndole: «Ya no me necesitas -le decía-­ tendrás otros maestros más sabios. Pero ya sabes dónde estoy, ven a verme si precisas que te ayude». Y al despedirse, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez y que lo dejaba solo, «en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el co­razón, corno si supiera de antemano que con ese éxito acaba de ser arrancado el mundo
inocente y cálido de los pobres, mundo ence­rrado en sí mismo como una isla en la socie­dad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo» (p. 152).
 
3.2. Echar un puente
En el voluntariado se produce una inver­sión de la ideología del conquistador que siem­pre ha estado viva en la historia de la humani­dad, en forma del guerrero antiguo o del actual ejecutivo. El guerrero de ayer ha sido la gran fi­gura de occidente que convirtió el mundo en un objeto de conquista, y al otro en objeto de do­minio. Nuestro tiempo también es prisionero de la ideología del conquistador en la forma del ejecutivo que se mueve por el afán de éxito y el deseo de acumulación: contabiliza su cuota de poder, su capacidad adquisitiva, su fama indivi­dual y sacraliza su ambición. La tendencia más generalizada de nuestro modelo cultural es la equiparación del sentido de la vida al éxito. Es­tá impregnado por el mito de la cima que cele­bra los atributos duros de la masculinidad, los estereotipos viriles, las imágenes provocadoras del macho bravío, cuya figura suele estar repre­sentada por el hombre agresivo, implacable, duro y despiadado que se hace impermeable a la invitación tanto en forma de oferta como de gracia[12]. Le gusta la propiedad y de este modo siempre está encarado hacia sí mismo, lo cual le hace blindarse en su propio autismo. El sím­bolo máximo hoy de esta forma de pensar es la tarjeta de crédito fruto de una conquista y de una acumulación[13]. Atrapados por la productividad, la eficacia y la ganancia, se cierran a la expe­riencia de la gratuidad. Se les somete al per­manente desgaste de la competitividad con to­do y con todos. Obligado a ser más que los de­más, ha cambiado la vinculación a las personas, por la dependencia a un sistema monetario abs­tracto y burocrático, negando de plano la posi­bilidad de alimentarse de la gratuidad de la exis­tencia. La norma es invertir siempre en nosotros mismos, para seguir compitiendo, con ventaja si es posible, sobre los demás.
 
Ambos -el guerrero y el ejecutivo- pueblan de objetos, salarios y mercancías sus vidas, y establecen con la naturaleza y con las perso­nas una relación funcional, tratan las aguas, los bosques y los animales como recursos aptos para dominar o mercadear. Nada debe sentir el conquistador, bien sea el esclavista de siglos anteriores o el actual ejecutivo multinacional, que pueda distraerlo de su objeti­vo único y grandioso: someter a los demás a su hegemonía política y económica.
 
El voluntariado es la antípoda de estas figu­ras, y en su lugar propone la vinculación a las personas mediante la gratuidad y el desinte­rés, cuestiona y desacredita la sagrada com­petitividad que fomenta la violencia y la frus­tración de los débiles, hace de sus vidas un te­jido marcado por asombros y abismos, desha­bitúa la rutina de la vida diaria para entrar en relación con mundos posibles. El voluntariado nace del derecho a la ternura, que es el autén­tico punto de encuentro entre él y el beneficia­rio de su acción[14]. Si algo caracteriza la ideo­logía del conquistador y la racionalidad funcio­nal, es su incapacidad de sentir y su imposibi­lidad de amar ya que se mueve en el mundo de lo impersonal. Si para ser guerrero o ejecutivo hay que mantener la distancia, para ser volun­tario hay que recuperar el poder de la ternura.
 
Si la ideología del conquistador homogeneiza los espacios que caen bajo su dominio, quien anida en la ternura está de entrada asaltado y derrotado, fracturado y tensionado por lo singu­lar. Lo único que no se permitirán los guerreros ni los ejecutivos, ni comprenderá siquiera la ra­zón tecnológica es el derecho a la ternura, más bien la racionalidad funcional lo convierte todo en prostitución general. Abrirse a la dinámica de la ternura parece ser el gran advenimiento de nuestra época, como ha subrayado el si­quiatra colombiano L.C. Restrepo. Somos tier­nos cuando abandonamos la ideología de los conquistadores, la arrogancia de la certeza y de la lógica universal y nos sentimos afectados por el otro. Somos tiernos cuando nos abrimos al lenguaje de la sensibilidad, captando en nuestras vísceras el gozo o el dolor del otro. Somos tiernos cuando reconocemos nuestros limites y entendemos que la fuerza nace del compartir con los demás el alimento afectivo. Somos tiernos cuando fomentamos el creci­miento de la diferencia, sin intentar aplastar aquello que nos contrasta. Somos tiernos cuando abandonamos la lógica de la guerra, protegiendo los nichos afectivos y vitales para que no sean contaminados por las exigencias de funcionalidad y productividad a ultranza que pululan en el mundo contemporáneo[15].
 
3.3. Hacer un puente
Hay situaciones que hacen perder los di­namismos vitales, fragilizan las energías vita­les y debilitan las expectativas. Golpean y marcan las formas de amar y de esperar, los modos de significar y de imaginar, las formas de proyectar el futuro o de silenciarlo. En las enfermedades, en las pobrezas y en las exclu­siones sociales quedan afectados los dina­mismos vitales de la confianza, de la identi­dad, de la reciprocidad. La acción voluntaria ha de incorporar elementos propios del acom­pañamiento que se ejerce a través de la tuto­ría social, y de los servicios de proximidad.
 
Hacer un puente significa hacer que entre energía, tal como sucede en el coche que no arranca y se le hace un puente. ¿Qué puede sig­nificar en este contexto hacer un puente en la fortaleza de la miseria y la soledad, la enferme­dad y el aislamiento? La acción voluntaria in­corpora la tutoría como un itinerario personal de acompañamiento, empatía y encuentro que integra conocimientos y experiencias, expec­tativas y habilidades, media entre la necesidad y su resolución, vincula todos los mundos vita­les de manera coherente. La función tutorial es una invocación al reconocimiento y al segui­miento personal, la exclusión social invoca un acompañamiento individualizado ya que toda carencia está vinculada a la propia historia de la carencia. Los dinamismos vitales: circulan por las vías de lo cotidiano, de lo trivial, del en­cuentro personal. Contra la fragilidad che los di­namismos sólo son apropiados los recursos relacionales que anteponen la compañía a la organización, lo eventual a la normatividad, la interacción del cara a cara a la distancia.
 
Sólo la cercanía puede rehacer las últimas significaciones, sólo esa presencia golpea la frivolidad ambiental, la mezquina insolidari­dad, el consumismo salvaje, el fundamenta­lismo del dinero. El voluntariado actual se propone recrear y reinventar el espacio de la proximidad, la comunicación y la personaliza­ción, aquel espacio que se estructura como alianza, se sostiene sobre estrategias coope­rativas y tiene su base moral en la gratuidad que se sitúa más allá de la lógica mercantil.
 

Joaquín García Roca

 
[1] Es el objetivo propuesto en mi libro sobre Soli­daridad y voluntariado, Ed. Sal Terrae, Santander 1994.
 
 
[2] F GUATTARI, Refundar las prácticas sociales, en “Le Monde Diplomatique” (12.5.1996).
 
[3] J.A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 1996,17.
 
 
[4] J. A. MARINA, Ética para náufragos, Anagrama, Barcelona 1994.

[5] Cf. J. GARCIA ROCA, Itinerarios culturales de la soli­daridad, en «Corintios XIII» 76(1995).
 
[6] Puede constatarse hoy sin ninguna duda que, en palabras de Claus Offe, «el concepto de socialismo co­mo fórmula estructural de amplio alcance para el orde­namiento de la sociedad según una emancipación efectiva se encuentra operativamente vacío»(p. 329) así como el concepto de Estado de Bienestar como formula coyuntural para el ordenamiento de una socie­dad más razonable, se encuentra igualmente vacío y sometido a una intensa cautela. Cf. C. OFFE, La ges­tión política, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid 1994.
 
 
[7] J. GARCÍA ROCA, Público y privado en la acción so­cial, Ed. Popular, Madrid 1992.
 
[8] Las consecuencias que esta transformación tiene para el ejercicio de la procura y de la ayuda las he de­sarrollado en mi libro sobre Solidaridad y voluntariado.
[9] P DRUCKER, La sociedad pos-capitalista, Apóstro­fe, Barcelona 1993, 60.

[10] Para la comprensión del voluntariado a partir de sus historias de vida, puede verse J. GARCÍA ROCA-J.A. COMES, El voluntariado como recurso, Fundación Ban­caixa, 1995.
 
[11] G. LIPOVETSKY, El crepúsculo del deber, Anagrama, Barcelona 1994, 143.
 
 
 
[12] J. GARCÍA ROCA, Dificultades sociales para creer en el Dios de resús, en «Iglesia Viva» 1996.
 
[13] La libreta de ahorro, máximo orgullo de los mora­listas, es para el psiquiatra Luis C. Restrepo una ma­nera de endurecernos, momificarnos y hacernos im­permeables a la gracia. Cf. El derecho a la ternura, Arango Edit., Bogotá 1994, 153.
 
[14] Cf. LC. RESTREPO, El derecho a la ternura, o.c. p. 84.

[15] Ibíd., pp.139-140.
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