Con este mismo título, hace un año escribía Salvador Cardús en La Vanguardia (11/09/2005) estas reflexiones. Será bueno recordarlas al principio de curso.
“No es que pueda decirse que la autoridad haya recuperado el lugar que debería tener en todos los campos de la vida social organizada, ni tampoco que, en la actualidad, buena parte de sus manifestaciones no sean otra cosa que formas de poder autoritario ejercidas bajo el sutil manto de laautopropaganda. Pero por lo menos ya hay quien echa en falta la autoridad –en casa, en el aula, en la calle…– y, poco a poco, resulta menos extravagante hablar de ella. Cosa, ciertamente, que no puede afirmarse de lo que es su inevitable acompañante: la obediencia.
En cierto sentido, y que debería ser el sentido correcto, a la autoridad entendida como criterio o referencia de valor reconocido le corresponde una conducta obediente, que no es otra cosa que la de quien escucha con atención. O dicho de otro modo, la obe-diencia es la conducta de quien reconoce la autoridad y sigue su criterio. Obedecer deriva del latín oboedire,y éste de audire, es decir, oír. Pero, si ya es posible ver a algún que otro representante político o a un grupo de vecinos exigiendo más autoridad, aún resulta inimaginable que nadie salga a la calle para pedir más obediencia. Tal contradicción es fácil de explicar: a los que suelen pedir más autoridad, lo que realmente les suele preocupar es la poca eficacia del poder y, así, parece que se contentarían con más mecanismos de coacción y control social. Pero la coacción no consigue conductas verdaderamente obedientes, sino tan sólo transitoriamente sumisas. En cambio, pocos se preocupan de la autoridad, es decir, del prestigio de quien ejerce el poder y, por lo tanto, de la posibilidad de obedecerle sin necesidad de recurrir a docilidad alguna.
En cualquier caso, la falta de sensibilidad para la autoridad y la obediencia no significa que nadie imponga su voluntad. Al contrario: acaba siendo, como es, un campo abonado para el autoritarismo arbitrario –el poder ejercido sin criterio de autoridad– y para la docilidad mansa –o sea, la obediencia ciega–. Así podemos constatarlo a diario ante la imposición sin discusión de modas y otros autoritarismos mediáticos, que podría simbolizarse en las conductas dóciles de tantos individuos que asienten incluso a dejarse tatuar la piel, marca de esclavitud.
Finalmente, no podemos minusvalorar el problema actual que supone reconocer las fuentes de autoridad en una sociedad que, después de haber torpedeado su propia tradición de saber común, ha convertido en ídolo a todo tipo de formas de saber ignorante. La escuela debería ser el referente fundamental de la autoridad transparente – el saber clásico, el conocimiento científico, la reflexión ética y el aprendizaje democrático– y, en consecuencia, el principal terreno de juego donde ejercitar la obediencia crítica. Pero a falta de autoridad, el poder se dedica a seducir, y el orden social se persigue a través de la sumisión.”
Autoridad y obediencia van unidas, tan estrechamente que no puede haber buen ejercicio de autoridad sin escuchar a quien ha de obedecer, ni buena obediencia sin criticar a quien ha de decidir. ¿Cómo ejercemos en nuestros centros educativos esa autoridad transparentes, ese el saber clásico, científico, ético, y ese aprendizaje democrático? Sin duda todos tenemos bastante que decir y mucho que hacer.
Cuaderno Joven