La idea de partida de En construcción, la última película del inclasificable director español José Luis Guerín, no puede resultar más sencilla: grabar el proceso de construcción de un inmueble en pleno barrio chino barcelonés. Con esta premisa como arranque, durante más de dos años recopiló ciento veinte horas de material, del que salieron los ciento veinticinco minutos montados. En estos no sólo se recoge el derribo de los viejos inmuebles y la edificación del nuevo bloque de viviendas, con las distintas labores y los comentarios de algunos obreros, sino también los efectos que en el vecindario tiene toda esta operación. La película está encabezada por un texto de una claridad meridiana: “Cosas vistas y oídas durante la construcción de un nuevo inmueble en «el Chino», un barrio popular de la ciudad, que nace y muere con el siglo”. Por tanto, vamos a asistir durante dos horas a un ejercicio puro y duro de mirada, de captación atenta y múltiple de la realidad. El cine regresa así a sus orígenes: se limita a registrar pacientemente el mundo en su imparable transcurrir y en su honda permanencia, con lentitud (¡más de dos años mirando!), sin un objetivo preestablecido, a la busca de la propia esencia de las cosas revelándose por sí misma.
En construcción exige una actitud diferente en su público. No estamos ante una narración al uso (en principio no se nos cuenta ninguna historia, aunque al final se adivinen muchas), ni ante un documental tradicional, con una intención didáctica o de denuncia en su fondo. Se trata, más bien, de un poema en imágenes, con todo lo que eso conlleva: si todo poema intenta hablar de aquello a lo que las palabras y el lenguaje convencional no llegan, del misterio (término varias veces repetido en la película), esta obra pretende conseguir descubrirnos cómo en un fragmento de paisaje urbano, en principio nada estético, destartalado, sucio, en mutación, puede aparecer también, bajo los efectos de una mirada sensible, ese fondo inefable que constituye la más acendrada manifestación de lo lírico.
Si el hombre antiguo encontraba en la contemplación de la naturaleza y de los modelos humanos la verdad y la belleza, Guerín recorre con su cámara el entorno y la fauna, entre decadente y entrañable, de un barrio marginal con idéntica intención artística, a la búsqueda de los mismos valores. Las grúas, los solares, los muros derruidos, los tejados, observados desde distintas perspectivas, con distintas luces y matices a medida que avanza el día y las estaciones, los viejos mendigos y las prostitutas, con sus gestos y palabras, sustituyen a alcores y llanuras, a mares, árboles y ríos a héroes y amadas, sin por ello mostrarse menos sugerentes ni emotivos. El director escruta todo su entorno con la misma y paciente actitud del poeta bucólico, entre admirativa, paciente y expectante, a la espera de la iluminación.
Puesto que se trata de una obra que concede, como el poema, un papel fundamental a su espectador, son múltiples las impresiones y las reflexiones que suscita sin querer. Y esta pluralidad significativa se consigue, curiosamente, gracias a la eliminación de los mensajes, de los contenidos premeditados: al no querer decírsenos nada, ese silencio activo nos dice mucho más. En principio, el autor de la película renuncia a elaborar un discurso. Se conforma con mostrar un humilde pedazo de mundo, seleccionando con mano maestra, eso sí, la realidad registrada, escogiendo aquellos fragmentos de la misma especialmente intensos desde el punto de vista estético o humano, pero suprimiendo su interpretación o la exposición intencional de ideas mediante esos elementos. Como la propia vida captada, contradictoria, tumultuosa, caótica, En construcción se aleja de cualquier postulado, de cualquier intención de poner orden en lo que es sucesión y desorden, continuo construir y destruir (cosas o significados), imparable añadir y superponer una nueva realidad a la realidad anterior, una capa espesa de lo existente a otra no menos tupida.
Sin embargo, hecha esta salvedad, hay una serie de motivos, de constantes que nos remiten al siempre fecundo ámbito del sentido. Apuntémoslos, a modo de notas que pudieran ser desarrolladas en un estudio más amplio, porque ahí radica la validez pedagógica de esta obra maestra:
El tiempo
Tema crucial de todo el cine de Guerín, la vibración de la temporalidad. Las imágenes del paso de los días (esa manera portentosa de montar unos cuantos planos del entorno desde distintos puntos de vista que nos llevan del atardecer al nuevo día o que nos permiten sentir en los cambios de luz el paso de las horas o que retratan la quietud del domingo o el sucederse de la jornada laboral o el movimiento de una grúa), la transición de las estaciones, la desaparición de determinados signos bajo otros nuevos (el cemento que cubre el molde de la escalera, la pintura tapando dibujos de niños sobre la pared, un cuadro que pasa de una vivienda al contenedor de las basuras y de ahí a un nuevo propietario) a medida que el nuevo edificio suplanta al antiguo…: no hay momento de esta película que no esté preñado de temporalidad vivida, que no respire tiempo. No en vano, el arranque es una secuencia muda y en blanco y negro del antiguo barrio chino, ese que las nuevas promociones de viviendas van a condenar a la desaparición y el olvido. El tiempo que pasa está representado en todo ese laborioso proceso de albañilería que va del derrumbe a la erección del bloque. Frente a este continuo fluir, hay un tiempo que permanece, una eternidad sintetizada, por ejemplo, en la estampa de la iglesia románica al fondo o en las tres chimeneas de la antigua fábrica. Estas visiones opuestas del devenir temporal no se excluyen, sino que mutuamente se refuerzan.
La muerte
Consecuencia del tiempo, fabrica imparable, como el cine, de fantasmas, soporte siempre de la vida (el nuevo edificio se construye sobre una necrópolis que surge a la luz al excavar el solar). También está para ser mirada, sin dolor y, en el fondo, sin posibilidad de ser comprendida (memorable secuencia de los testigos que presencian cómo se sacan los esqueletos de la necrópolis).
La mirada
Mirar y ser mirado. Gente que se asoma a los balcones, jubilados que observan el discurrir de las obras, un obrero que sigue las evoluciones de un bebé, un peón que mira a una chica tendiendo la ropa…: el director que todo lo otea. Ventanas, televisores, gafas, unos ojos dibujados sobre un muro. Signos y presencias continuas aluden a lo visual, nos invitan a que fijemos nuestra vista en la superficie de lo contingente y en esos otros seres que no hacen más que mirar, que intentan con esa actitud permanecer sobre el mundo, llegar a ver, llegar a saber. Se trata de un propósito tan quimérico como inevitable: la película es una invitación a mirar sin prisas a nuestro alrededor, a las sombras, a las formas en suspenso o en movimiento, a la luz… Cada individuo debe recuperar la inocencia y la pericia en el mirar para regresar a la esencia del sentir y, con ello, del vivir, del mismo modo que el propio arte del cinematógrafo debe remontarse a sus orígenes primigenios de pureza e ingenuidad para salvarse de su conversión en una fanfarria: esa edad primitiva del séptimo arte, cuando el cine sólo era una ojeada perpetuadora de ciertos retazos de vida.
El alma
El derribo y la edificación de un piso dejan al descubierto la estructura, los cimientos, la arquitectura, el alma de una casa. En construcción es un viaje al alma de un barrio, al alma de sus calles y de sus gentes, esos mismos que aparecen desnudos de su monotonía a consecuencia de este proceso. Se trata de despojar la realidad de lo accesorio, de lo circunstancial, para dejar al aire su verdad, su pepita, como el edificio de la película, que es en un momento dado sólo la fachada del cielo. A través de ella, el milagro: se ve la luna, o las calles, o el mundo entero. A medida que el bloque va rematándose, el alma se sepulta dentro, se sella en el interior de su pirámide, se esconde tras azulejos, pintura y puertas blindadas, como la voz de los obreros, que callan a medida que los posibles compradores de la vivienda recorren las estancias ahora también enmudecidas. La magia del cine nos ha permitido acceder a la intimidad de unos seres y unas presencias en construcción, a sus ladrillos y cemento, antes de que desaparezcan, sumidos en su decoración, sus apariencias, sus funciones. Ese gestarse calmoso de un cuerpo, de un organismo (el edificio, la película) nos ha puesto frente al entramado, al soporte esencial, al espíritu de seres y cosas.
Los seres humanos
Riquísima galería de personas y personajes: el viejo exmarino enloquecido, tan desternillante como patético; el albañil marroquí, comunista y descreído; el obrero solitario; la prostituta y su chulo; el capataz… Estos y otros seres anónimos, un tanto melancólico, siempre demasiado solos, se nos ofrecen sin ambages, en toda su honesta humanidad. Sus conversaciones, su sola presencia acaban por constituirse en profundas lecciones de filosofía viva. Hablan de Dios, del misterio, de la vida, de los signos de los tiempos, de nada trascendente y de todo lo fundamental. A propósito, una frase para las antologías: «la naturaleza susurra a Barcelona con la nieve».
Y mucho más. Aquí hay mucho cine, sin duda…
Jesús Villegas