Andreï Makine (Krasnoyarsk, Siberia, 1957) es un ruso que escribe en francés con la elegancia y el estilo de un clásico. Con antepasados franceses (su bisabuela se llamaba Albertine Lemonnier) ya dominaba el idioma cuando en 1987 se exilia en Francia. En la Universidad de Moscú consiguió el doctorado en letras y trabajó como profesor de francés.
Con gran penuria económica se fue abriendo camino en la sociedad francesa. Los editores rechazaron sus tres primeros libros. No tuvo más remedio que reescribirlos en ruso y presentar los originales en francés como traducciones realizadas por un tal Albert Lemonnier. Con su cuarto libro El testamento francés revela su secreto y gana de forma inesperada el Premio Goncourt.
En La mujer que esperaba (2006) nos cuenta la historia de Vera, una mujer que aún aguarda a mediados de la década de los setenta el retorno del hombre amado, que partió al frente en 1942.
En la aldea de Mirnoie, cerca del Mar Blanco, en un ambiente desolado viven unas ancianas olvidadas del mundo que se quedaron solas cuando maridos e hijos marcharon a la Segunda Guerra Mundial. El protagonista, joven intelectual de Leningrado, se enfrenta al misterio de Vera, a su espera incomprensible, a su fidelidad absurda, a su decisión de abandonar un futuro como profesora de lingüística para cuidar con solicitud y ternura de esas ancianas abandonadas.
Él intenta comprender, descubrir el sentido de esa vida. Inútilmente. Su perspicacia choca una y otra vez con ese misterio humano que no se deja atrapar en sus esquemas de intelectual jactancioso. Con un lirismo extraordinario Makine recrea ese mundo de soledad y abandono en una naturaleza de asombrosa belleza, buscando las claves para descifrar ese misterio en la lluvia que cae sobre el lago, en la escarcha de la orilla, en la niebla de las turberas, o en el cielo borrascoso, en un gesto, en una palabra, o en la mirada que se pierde por la ventana.
La vida es misteriosa: el fracaso no siempre significa pérdida y el éxito no supone siempre ganancia. La aceptación difícil del error, de la frustración, de la incertidumbre, de la opacidad de lo real que se nos impone, nos abre los ojos a la verdad de nuestro yo y genera procesos de maduración. A través de esas experiencias es posible reconocer necesidades y deseos, iluminar los entresijos de nuestros porqués, descubrir la vida como misterio de búsqueda, de renuncia y de entrega, reconciliarse. Para el joven de Leningrado el misterio es sólo incomprensión. Y Vera permanece en la niebla.
Para el creyente la lógica de lo humano, la argumentación fundante de proyectos y compromisos, la vida están sostenidas también por la presencia misteriosa de un Amor infinito, que no evita, sin embargo, las experiencias de la fragilidad y de la precariedad, de la inseguridad y de la perplejidad, de la incertidumbre. Y, a pesar de todo, hay luz, siempre hay luz más allá de la sombra.
Antonio Jiménez Ortiz