Las ideas de este mes son un tanto teóricas, pero duras. Proponemos el texto –duro, aunque podrían todavía añadirse muchos más datos (en el caso de la Iglesia en España, por desgracia, cabría entrar en el tema del dinero…)– que sigue para pensar «qué se está haciendo en nombre de Dios», «qué estamos haciendo en nombre de Dios» y, sobre todo, «qué tendríamos que hacer en el nombre del Dios de Jesús». Ahí queda para pensar y actuar.
Desde que los terroristas islámicos suicidas, al grito de «¡Alá es bueno!», estrellaron los aviones comerciales repletos de pasajeros contra miles de almas inocentes, en Nueva York y Washington, el pasado 11 de septiembre, el nombre de Dios se ha convertido en consigna de atrocidades.
En Oriente Próximo, jóvenes palestinos, libro del Corán en mano, explosionan en nombre de Dios bombas asesinas amarradas a sus cuerpos, en restaurantes y autobuses abarrotados de gente corriente. Soldados israelíes disparan sus tanques con ensañamiento contra hombres, mujeres y niños indefensos en sus propias casas. Unos alegan la promesa de Yavé a Moisés de dar tierra al pueblo elegido; otros, más prosaicos, dicen simplemente que están saldando cuentas de acuerdo con el consejo bíblico de «lavarse los pies en la sangre del malvado». Y hace unos días, cuando un periodista le preguntó al presidente de Estados Unidos, George W. Bush, qué hacía para aliviar la presión de la guerra devastadora en Afganistán y las masacres diarias en Oriente Próximo, el jefe supremo del Ejército más poderoso del mundo respondió, en primer lugar, que «¡Rezar!».
Lo espeluznante de esta divinización de la violencia moderna es que quienes enarbolan el nombre de Dios para exterminar a sus rivales «infieles», tienen menos reparos a la hora de matar sin piedad y al por mayor. No les preocupa la opinión pública, ni tienen un programa político que promover. Además, en la mente de estos devotos, matar o morir por la causa divina o en una «guerra santa» da un generoso beneficio: la garantía de gozar de una vida eterna, placentera y feliz en el más allá.
En estos días, cuando aún no hemos tenido tiempo de comprender la incongruencia y superar la confusión que nos produce tanto violento fanático que emplea el nombre de Dios, ha salido a la luz pública, en Estados Unidos y algunos países de Europa, la existencia de un ejército de sacerdotes pederastas. Durante años, estos clérigos perversos se han aprovechado de su ministerio sagrado para seducir y obtener el placer sexual con niños que a menudo no han cumplido los 12 años de edad. […]
Pienso que en estos tiempos tan tormentosos e inciertos, muchos hombres y mujeres buscamos ávidamente una fuente de paz, serenidad y esperanza. Pero justo cuando más necesitamos el refugio sosegado de la religión, más tenemos que huir de ella y buscar otra tabla de salvación. Desafortunadamente, grupos de violentos y pervertidos han conseguido la metamorfosis de credos de amor y respeto por la dignidad humana en doctrinas de odio y atropello. Quizá, por eso cada día somos más las personas que alimentamos la espiritualidad de nuestras propias voces internas y las convertimos en una fuente de ilusión y de consuelo. Tenemos fe en algo superior que está fuera de nosotros, pero que no llamamos Dios. Es algo que nos ayuda a configurar una perspectiva más amplia, optimista y aceptable de las adversidades y tragedias.
En cuanto a Dios, creo que ha llegado el momento de pedirle que nos salve de sus ministros, portavoces y creyentes.
L. Rojas Marcos, «El País», 25 de abril de 2002.