EN TIEMPOS DE VULNERABILIDAD

1 junio 2009

LA FORTALEZA COMO VIRTUD STRATÉGICA

 
Antonio Jiménez es profesor de Teología en la Facultad de Teología de Granada

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Socialmente, jóvenes y adultos, nos encontramos zarandeados por la perplejidad, inquietud, inseguridad. Educativa y pastoralmente, saber proponer razones y motivaciones que despierten el interés y el esfuerzo es hoy un desafío primordial. Este artículo vuelve la mirada al verdadero sentido de la virtud de la fortaleza, fijándose en la perspectiva de Tomás de Aquino y en la experiencia de Jesús, y defiende la fortaleza como virtud estratégica en la pastoral juvenil para conducir a los jóvenes por el camino de la fidelidad a la Palabra, la disponibilidad y apertura a Dios.
 
¿Hablar de la virtud hoy? Ni está de moda en el ambiente ni resulta fácil hacerlo, a pesar de que haya que reconocer que nuestra sociedad es algo más que un mercadillo posmoderno. No parecen ser tiempos para decisiones fuertes y compromisos firmes, para hábitos permanentes que impliquen renuncias y sacrificios.Adolescentes y jóvenes abrirían los ojos con pasmo e incredulidad ante un fervorín religioso o pedagógico que quisiera ensalzar la belleza de la virtud y su necesidad insoslayable para la vida. El lenguaje sobre la virtud o sobre actos o decisiones virtuosas es incomprensible para no pocos y suena anacrónico para otros muchos.
Desde Kant la ética moderna optó por la categoría de obligación o deber, abandonando los sistemas éticos de Aristóteles y Tomás de Aquino basados en la virtud. Posteriormente la reflexión moral se fue enriqueciendo con otros conceptos como valor, racionalidad, libertad, felicidad… Sin embargo en el último tercio del siglo XX se ha ido recuperando la noción de virtud en ámbitos filosóficos y teológicos, mientras comenzaba a caer sobre la vida cotidiana en Occidente la niebla posmoderna del desencanto y de la desconfianza ante las grandes palabras, entre ellas también la palabra virtud.
Ya no podemos asumir sin más los modelos areteicos del pasado, pero tampoco tenemos que renunciar al concepto de virtud, entre otros conceptos necesarios y posibles, para proseguir la siempre difícil reflexión sobre el obrar humano, cuando tenemos ya una conciencia más exacta de la complejidad de la persona y de la vida humana, individual y social. Las palabras tienen historia, con frecuencia marcada por luces y sombras, por ambigüedades y abusos. Pensemos en la palabra Dios. Las palabras, condicionadas por la historia, manchadas o pisoteadas por la maldad o el fanatismo, pueden ser recuperadas cuando la experiencia humana que las hizo surgir sigue estando viva. Naturalmente sus significados van siendo matizados y enriquecidos a lo largo del tiempo, bajo la ley insoslayable de la continuidad y de la ruptura de los contextos culturales. Por eso no creo que sea necesario sustituir, por ejemplo, virtud por actitud[1].
Y apuntando ya a la virtud de la fortaleza tendríamos un ejemplo claro del uso de la categoría virtud con sensibilidad actual y con elementos lingüísticos de hoy en estas palabras de Fernando Savater: “El núcleo de las virtudes de existencia (si queremos hablar en lenguaje de ordenadores, el disco duro donde están conservadas todas), es el coraje[2].
 

  1. ¿Adiós al “esforzado aguante”?

 
Se acumulan los diagnósticos sobre nuestra sociedad. Posiblemente se trata de un intento de superar la perplejidad que nos invade. Estamos hechos un lío. Vivimos en una sociedad, que, en principio, nos ampara y defiende frente a la amenaza del caos. Esa ha sido siempre la gran tarea de toda cultura: ofrecer sentido, iluminar la realidad, darnos seguridad. Y sin embargo asistimos a la consolidación de la llamada sociedad de la información sintiéndonos hondamente zarandeados por la inquietud, por la ansiedad, por la inseguridad, porque de pronto nos vemos impotentes para gestionar con decisión y claridad la complejidad, la incertidumbre, los riesgos que nos asedian por todas partes: el sida, el mal de las vacas locas, la gripe aviar, el terrorismo, el desamor, el vacío interior, la depresión, la crisis económica, el paro, las catástrofes naturales…
Están aconteciendo cambios fundamentales en nuestras escalas de valores, en las estructuras sociales y culturales, en los ámbitos de la sexualidad, de la familia, de la experiencia religiosa… Gozamos de más libertad política, de más bienestar económico, de más capacidad de información, pero también nos vemos enfrentados a más variabilidad, a más imprevisibilidad, a más incertidumbre, a una mayor inseguridad existencial. Convivimos con una sensación inquietante de fragilidad y vulnerabilidad. El escenario social está poblado de individuos vacilantes, inseguros, propensos a desfallecer o a hundirse ante cualquier adversidad.
Hoy no encontrarían eco las apasionadas palabras del lírico griego Arquíloco (S. VII a. C.) en su Elegía a Pericles:
 
“(…) hinchados de dolor tenemos los pulmones.
Pero los dioses, querido mío, han puesto el esforzado aguante,
como medicina de los males sin remedio”.[3]
 
Poco “esforzado aguante” hay en el ambiente de esta sociedad de la impaciencia y de la gratificación inmediata de los deseos. La fidelidad, la confianza, la lealtad, la amistad, el compromiso… son valorados como actitud, incluso exaltados como algo deseable, como realidades humanizantes. Pero en la vida cotidiana esos valores no están sostenidos en el mundo juvenil por el apoyo imprescindible de la renuncia, del sacrificio, de la paciencia y la constancia. Se busca flexibilidad y adaptabilidad a costa de solidez y firmeza. La resistencia a la frustración o a la ansiedad es poca, porque escasea la fortaleza de espíritu, el coraje de vivir, el esforzado aguante.
 

  1. La virtud de la fortaleza en la perspectiva de Tomás de Aquino

 
En las últimas décadas se percibe un gran interés por la Edad Media, abandonados ya algunos prejuicios de siglos, que la consideraban simplemente como una época oscura y primitiva. Tomás de Aquino representa el punto culminante de la filosofía y teología del medioevo. Su estructurada y matizada reflexión sobre la fortaleza, apoyada en referencias a situaciones humanas, que manifiestan sutileza de espíritu y profundidad en su análisis psicológico, nos puede iluminar hoy a pesar de la distancia entre su horizonte cultural y nuestro complejo contexto social. Desde su concepción antropológica y teológica puede ofrecernos en su constelación lingüística sobre esa virtud un filtro hermenéutico que nos ayude a discernir sobre las experiencias humanas de uno u otro signo que convergen en ese valor o virtud que llamamos fortaleza.
En la línea de Aristóteles, Tomás de Aquino[4] fundamenta su análisis en dos aspectos determinantes de la fortaleza: sustinere aggredi. El primero consiste en afrontar (resistir) la presencia del mal, controlando el miedo que se puede sentir. El segundo supone el enfrentarse (atacar, acometer) al mal, sabiendo moderar la audacia.
Frente a la fortaleza, Tomás de Aquino señala[5] los vicios del temor o de la cobardía (timor), de la petulancia (intimiditas) que imprudentemente desconoce el miedo, y de la audacia o temeridad (audacia) que empuja hacia el riesgo de perder la vida sin una razón válida.
Vinculada a la fortaleza en su dimensión del aggredi, está la magnanimidad (magnanimitas), como virtud que guía hacia objetivos nobles, sabiendo arrostrar los peligros que eso supone[6]. No es magnánima la persona presuntuosa (praesumptio), que se siente superior a lo que en realidad es, ni el ambicioso (ambitio) obsesionado por el honor que quiere conquistar para sí, ni el individuo que se contenta con las apariencias y la fama efímera de la opinión pública (inanis gloria), ni el pusilánime (pusillanimitas) que no se compromete por pereza o por miedo. Y frente a la magnificencia (magnificentia) como virtud afín a la fortaleza, Tomás de Aquino[7] destaca los vicios de la mezquindad (parvificentia) y del despilfarro (consumptio).
Según Tomás de Aquino[8] las virtudes vinculadas a la fortaleza en su dimensión de sustinere son la paciencia (patientia), la longanimidad (longanimitas) o capacidad de esperar sin desanimarse, y la perseverancia (perseverantia), con la constancia de ánimo (constantia) en las adversidades.
Este análisis de Tomás de Aquino no es puramente antropológico. El plantea su reflexión en el marco de la gracia[9]. De hecho el acto más perfecto de la fortaleza es el martirio. Sin embargo el entramado de su concepción de la fortaleza es antropológico: “Que la fortaleza, como hemos dicho antes (q. 123, a. 2; I-II, q. 61 a. 3), implica una cierta firmeza de ánimo, requerida no sólo para hacer el bien, sino también para soportar el mal, principalmente si se trata de bienes o males arduos. Y que el hombre, según su modo propio y connatural, puede tener tal firmeza en lo uno y en lo otro, que no desfallezca en la práctica del bien a pesar de la dificultad que entrañe la realización de ciertas obras arduas o el aguante de ciertos males graves. Tal es la razón por la que a la fortaleza se la considera como virtud especial o general, como dijimos (q. 123, a. 2)”[10].
Desde esta perspectiva, en la que convergen experiencias humanas básicas de ayer y hoy, nos queremos preguntar cómo la virtud de la fortaleza encuentra hoy plausibilidad creyente en la pastoral de adolescentes y jóvenes.

  1. Tras las huellas de Jesús

 
El cristianismo hace su aparición en la historia como un acto de valentía, como un ejercicio de fortaleza: “Viendo la valentía de Pedro y Juan, y sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura, estaban maravillados (jefes, ancianos y escribas)” (Hch 4, 13). Ya en la etapa apostólica los cristianos son conscientes de que se han de enfrentar a la prueba, a la persecución, y también a la lucha espiritual que comporta estructurar la propia interioridad y vivir la existencia según unos valores, que chocan frontalmente con el entorno inmediato social y religioso, y también con el dinamismo y la ambigüedad del deseo humano. Sin fortaleza no es posible la experiencia cristiana: “Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno” (1 Jn 2, 14). Y esa fortaleza necesita la garantía del Espíritu: “Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31).
La incomprensión ambiental y las primeras persecuciones exponen a las primeras comunidades cristianas al sufrimiento y a la tribulación, y en la carta a los Hebreos se les exhorta a la solidaridad y generosidad con los encarcelados, a la paciencia, a la confianza: “Pero nosotros no somos cobardes para perdición, sino creyentes para salvación del alma” (Hb 10, 32-36. 39). Y se argumenta en 2 Tm 1, 7: “Porque no nos dio el Señor un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de caridad, de templanza”. La vida cotidiana del cristiano necesita de los valores o virtudes que convergen en el espacio de la fortaleza, amándose mutuamente, constantes en la tribulación y perseverantes en la oración (Rm 12, 10. 12). Y frente al deseo de enriquecimiento, al afán del dinero, frente a la codicia insensata, se ha de buscar la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia en el sufrimiento (1 Tm 6, 9-11). El amor todo lo soporta (1 Co 13, 7). Y en esa lucha desigual que entabla el cristiano, no sólo “contra la carne y la sangre, sino también contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal”, como afirma la Carta a los Efesios en su lenguaje mitológico y expresivo, se ha de buscar la fortaleza en el Señor y en la fuerza de su poder (Ef 6, 10. 12).
Es ahí donde está la fuente y el modelo de la fortaleza cristiana. Debemos tener “fijos los ojos en Jesús”, que soportó la cruz sin miedo a la ignominia, para no desfallecer como seres pusilánimes (Hb 12, 2-3). Él nos dejó ejemplo para que sigamos tras sus huellas (1 P 2, 21). Probado en el sufrimiento, probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado, es compasivo, porque él también sintió la fragilidad y la vulnerabilidad del ser humano (Hb 2, 18; 4, 15; 5, 2).
Creo sinceramente que la experiencia decisiva en la vida de Jesús es Getsemaní (Mc 14, 32-42; Mt 26, 36-46; Lc 22, 40-46). En esa escena evangélica tocamos palpablemente el fracaso existencial de Jesús ante el silencio aparente de Dios. Es una secuencia narrativa de gran complejidad espiritual: en el desierto del fracaso definitivo y de la soledad angustiosa, en la incertidumbre oscura y corrosiva, Jesús mantiene la obediencia y la fidelidad, desde la fortaleza del que ha puesto en las manos del Padre, de su Abba, su persona y su futuro. Y de esa experiencia de confianza última y definitiva brotan, en el agujero negro de esa noche, consuelo, luz y serenidad en la tortura psicológica de quien se siente ya condenado a muerte.
El misterio de la presencia de la ternura singular del Padre acontece en las tinieblas que caen sobre el corazón angustiado de Jesús. Es el momento de la verdad, de la inevitable fragilidad humana, de la fortaleza del creyente, en el naufragio definitivo de sus ilusiones humanas. “Aun siendo hijo, aprendió sufriendo a obedecer” (Heb 5, 8). La fortaleza humana de Jesús está enraizada en la fuerza del Espíritu: “(…) cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38).
Tras la experiencia de Pascua esa fortaleza humana de Jesús queda asumida definitivamente en su realidad gloriosa y exaltada, como confiesa el autor del Apocalipsis: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap 5, 12). Por eso el cristiano puede ya hacer suyas, a pesar de su fragilidad y vulnerabilidad, a pesar de la opacidad y ambigüedad de lo que le rodea, estas palabras de Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13).
 

  1. La fortaleza en la vida espiritual

 
En la espiritualidad cristiana la virtud de la fortaleza no es considerada simplemente como el fruto del esfuerzo del individuo. Para la fe la fortaleza es virtud y don del Espíritu de Dios.
En la vida espiritual la fortaleza ha jugado siempre un papel decisivo: es “virtud estratégica”. Como afirma Tomás de Aquino, la fortaleza, entendida como firmeza de ánimo, es una “virtud general”, condición necesaria de toda virtud[11]. Y la detallada descripción que hace de ella Bernabé Tierno confirma esta visión estratégica de la fortaleza en la vida humana: “La fortaleza es voluntad-acción, dominio de uno mismo, temple de ánimo, superación y esfuerzo del día a día, control de instintos y emociones, perseverancia, tozudez inteligente y apasionada ante las dificultades, vigor psíquico, impasibilidad razonada, compañera inseparable del júbilo, fuerza moral, coraje y audacia, razón, reflexión y sentido de la medida (…). En definitiva, una mezcla de valor, de prudencia y de perseverancia en la misma proporción”[12].
Podemos decir que la fortaleza es imprescindible en todo el entramado de la vida espiritual: no hay decisión o compromiso, virtud o actitud, que sean posibles sin coraje, sin firmeza, sin renuncia, en una palabra, sin fortaleza. En la fragilidad y vulnerabilidad frente a la presencia del mal en la historia, en la lucha interior que se desarrolla en el corazón de la persona que busca la verdad, el bien, el sentido de la vida, el cristiano descubre una realidad que le asiste y sostiene. Es el Espíritu de Dios como amor, como luz, como fuerza: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh” (Is 11, 1-2). En el evangelio de Lucas (Lc 4, 16-20), en la escena programática de Jesús en la sinagoga de Nazaret, él confirma que el Espíritu del Señor está sobre él, porque lo ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia.
Según la fe cristiana el Espíritu Santo guía y sostiene el corazón del que busca, consciente o inconscientemente, el encuentro con el Misterio de Dios. El Espíritu es la brújula que orienta y la luz que ilumina el camino hacia el encuentro con Dios Padre, revelado en Jesús el Señor. Vivir de la bondad infinita del Padre, imitar esa bondad incondicional en la fragilidad y debilidad, con los condicionamientos de todo momento histórico en el seguimiento concreto de Jesús es nuestra gran tarea como cristianos.
Este seguimiento de Jesús sólo es posible por la presencia del Espíritu que nos capacita para vivir el amor del Padre y la compasión de Jesús en los límites de nuestra vida diaria. El Espíritu es el principio generador y animador de todo el desarrollo de nuestra experiencia religiosa, de nuestra vida teologal con su gracia, con su luz, con su fuerza. La vida según el Espíritu es la vida como hijo adoptivo de Dios, en una decisión libre, sostenida por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad (cf. Rom 8, 14-17).
En el camino de maduración de esta experiencia teologal van surgiendo preguntas, dudas, dificultades, oscuridad: el corazón humano se resiste a entregarse definitivamente y a nuestra inteligencia le cuesta abrirse al Misterio. La certeza de la fe se funda en el compromiso de Dios con nosotros, con la historia, con la búsqueda de salvación del ser humano. La verdad de Dios, que es lo mismo que decir su misericordia, su gracia, su fuerza son el fundamento de nuestra fe y la roca firme que nos sostiene ante la fragilidad de nuestra opción, ante los límites de nuestra inteligencia, en la debilidad de nuestra voluntad, en las experiencias del sufrimiento y de la muerte que golpean nuestra sensibilidad y oscurecen nuestro horizonte humano y creyente, y que hacen tambalear también nuestra esperanza.
La soledad, la vivencia de los propios límites y de la precariedad de nuestros proyectos humanos, el esfuerzo constante por lograr la comunión a pesar de los fracasos en la fraternidad, no nos ahorra la prueba del cansancio que a veces ahoga la esperanza. Cultivar la esperanza supone vivir con misericordia, inclinarse sobre el ser humano y sostenerlo en su caminar a través de la historia, luchar contra el poder de la muerte y de sus manifestaciones (cf.1 Cor 15, 26), resistiendo a toda clase de ídolos, huyendo del fatalismo y también de las pretensiones autosuficientes.
Y en la experiencia de la caridad teologal deben ir íntimamente unidas la oración y la solidaridad, la eucaristía y la actitud de servicio, el sentido de iglesia y la apertura cordial al mundo histórico que nos ha tocado vivir. Y esto conlleva el rechazo del individualismo y del egoísmo, la consistencia de la opción de fe, la conciencia eclesial, el sentido de la misión, la capacidad para la renuncia, para la compasión y la misericordia.
Sin la fortaleza, como virtud humana y como don del Espíritu, no es posible la vida teologal.
En el proceso de maduración humana y espiritual no se puede prescindir del sacrificio, del esfuerzo ascético, que hacen posibles el despojamiento frente a nuestros deseos e intereses, la abnegación, la renuncia de sí. Sin esto no hay coherencia, ni compromiso, ni hay suelo firme donde enraizar la fidelidad, que exige perseverancia, constancia, paciencia, cuando el desierto se hace interminable y la desolación arrasa nuestro bien montado andamiaje de gratificaciones.
En ese proceso de maduración personal está incluido lo que se suele llamar acompañamiento espiritual, entendido como una ayuda sistemática a la persona en el conocimiento progresivo y en la aceptación serena de sí mismo, de su historia, de sus posibilidades y límites; en la articulación y profundización de su experiencia cristiana, sobre todo, descubriendo quién es y qué significa para él Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; en el discernimiento de la voluntad de Dios en su vida y en la realidad que le rodea; en la realización de un proyecto de vida, desde la experiencia de la comunidad eclesial, en el proceso de una responsable y gozosa decisión vocacional.
En la pastoral juvenil podemos describir el acompañamiento personal como un camino, por el que pedagógicamente, según su ritmo propio, el joven, con el apoyo incondicional y cercano del acompañante, va alcanzando las etapas de su madurez humana, de la personalización de la fe, del compromiso y de la opción vocacional. El acompañamiento es, ante todo, un encuentro interpersonal en la fe, que hace posible la experiencia y la asimilación de los valores centrales para el cristiano. En ese encuentro se intenta unificar a la persona del joven mediante una columna vertebral: la experiencia nuclear de la fe en Dios Padre, revelado en Jesús el Señor por la fuerza del Espíritu.
Se busca integrar su personalidad desde la experiencia del seguimiento de Jesús, haciendo de la fe el núcleo aglutinador de todo el engranaje interior del joven. El fin del acompañamiento personal es la gestación de una persona, que se sienta poseída y guiada por el Espíritu de Jesús, mediante la asimilación de los criterios evangélicos. Y esto exige confrontación con la propia verdad, reconocimiento de posibilidades y límites, aceptación de la corrección, disciplina, temple de ánimo, esfuerzo, coraje, no ceder al desfallecimiento, saber tolerar la frustración…, en una palabra, fortaleza.
 

  1. La fortaleza como virtud estratégica en la pastoral juvenil

 
A Peter Salovey, de la Universidad de Yale, agradecía Daniel Goleman el concepto “inteligencia emocional” sobre la que él escribía en 1995 un libro que se convertiría en un éxito editorial a escala mundial[13].
Nuestra idea sobre la inteligencia humana se ha ampliado más allá de su imagen “racional”: la inteligencia es una compleja realidad, en la que se da una vertebración indisociable entre conocimiento y afectividad. La inteligencia es al mismo tiempo cognitiva y emocional. Las características propias de la inteligencia emocional que subraya Goleman son: “(…) la capacidad de motivarnos a nosotros mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles frustraciones, de controlar los impulsos, de diferir las gratificaciones, de regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera con nuestras facultades racionales y, por último –pero no, por ello, menos importante-, la capacidad de empatizar y confiar en los demás”[14]. A simple vista podemos concluir que el ambiente social, como hemos mostrado más arriba, no promueve con entusiasmo esta inteligencia emocional, que vincula radicalmente las dimensiones afectivas y cognitivas de la persona.
Que la experiencia religiosa tiene profundas raíces en la afectividad es un dato permanente en las diversas tradiciones espirituales. Con frecuencia se ha identificado y se identifica lo afectivo con sentimientos o emociones. Y ya sabemos teóricamente que no es lo mismo, aunque afectos, sentimientos, emociones pertenecen a ese mundo interior complejo de la afectividad humana. Hoy parece imponerse entre la gente joven la creencia de que la religión (y también el amor) sólo tiene que ver con sentimientos. De hecho en la cotidianidad de la religiosidad de adolescentes y jóvenes parece confirmarse que no son las razones las que sostienen su opción, sino las emociones despertadas por un testimonio de vida directo. Su vivencia religiosa adquiere un matiz muy sentimental. Son muy sensibles a los aspectos emotivos, estéticos de la oración personal y comunitaria.
Hay que descubrir el papel único y determinante de la afectividad en la experiencia de fe, sabiendo al mismo tiempo purificarla de emociones y sentimientos que parecen pulular al margen de lo que denominamos inteligencia emocional. José Antonio Marina ha organizado la multiplicidad de experiencias afectivas en tres niveles: el nivel impulsivo de los deseos, necesidades, tendencias y móviles; el nivel sentimental, al que pertenecen los sentimientos como balance consciente de la situación del individuo de cara a la realidad, y el nivel de los apegos, en el que se dan las relaciones psicológicas que enlazan a un sujeto con otra persona, o con alguna experiencia determinante para su vida[15]. Yo propondría el mismo esquema con pequeñas matizaciones con la sola intención de clarificar lo que pretendo decir. Así hablaría del nivel de los impulsos, en cuyo ámbito destaca la presencia del deseo, del nivel de las emociones, en el que bullen los sentimientos, y por último del nivel de las vinculaciones afectivas, donde se juega el futuro de las relaciones personales decisivas y también la experiencia religiosa de Dios.
Posiblemente en el mundo juvenil la experiencia de la fe está enraizada en su mayoría en el nivel de las emociones, ahí donde borrascas de sentimientos deciden de un día para otro sobre la lábil consistencia de un compromiso. Nuestro desafío en la pastoral juvenil, en el acompañamiento personal consiste en ayudar al joven para que vaya anclando la experiencia de Dios, como amor y ternura infinita, en el nivel de las vinculaciones afectivas, en lo que yo llamaría, “el corazón de su corazón”. El proceso no es sencillo. En este momento sólo quiero apuntar a la necesidad de una voluntad resuelta, es decir, a la imprescindible presencia de la virtud de la fortaleza.
En palabras de José Antonio Marina el primer criterio de la vida sentimental es: el ser humano necesita vivir sentimentalmente, pero necesita vivir por encima de los sentimientos. En otras palabras: no basta con los valores sentidos, hay que vivir de acuerdo con los valores pensados[16]. Es decir, si lo he comprendido bien: no podemos vivir perdidos en la jungla de los deseos, en el laberinto de las emociones. La inteligencia ha de ser puesta al servicio de la afectividad, sobre la base de una voluntad consistente. Porque habrá que decidir continuamente entre lo que deseo y lo que quiero. Y como no coincidirán muchas veces, resulta imprescindible emprender el duro camino de la virtud de la fortaleza, que pueda sostener nuestra voluntad allí donde el deseo o los deseos se quieran imponer a lo que la inteligencia emocional, nuestro Yo, nosotros podemos vislumbrar como un valor digno de ser vivido en una vinculación afectiva definitiva.
La voluntad es el gran ausente en este momento: ausente en la educación familiar, en el ambiente escolar, en el ámbito religioso, en la febril atmósfera del tiempo libre y de la diversión juvenil. “Conviene edificar de nuevo la demolida fábrica de la voluntad, para explicar así mejor el comportamiento humano, comprender mejor nuestra situación en el mundo, diseñar mejor la que desearíamos tener, y encauzar mejor los sistemas educativos”[17]. Y yo añadiría: para estructurar mejor la educación de la fe y, sobre todo, para consolidar mejor la opción religiosa y la fidelidad a la experiencia creyente.
La voluntad implica la habilidad para inhibir el impulso, para deliberar serenamente, para decidir de forma resuelta, para mantener el esfuerzo[18]. El ambiente familiar y educativo está colmado de fracasos de la voluntad. En adolescentes y jóvenes comprobamos a través de muchas y diversas actuaciones deficiencia de deseo, desgana, desánimo, cansancio, volubilidad, obsesión por el capricho. La voluntad que va surgiendo en esas circunstancias es inestable e inútil. Se da también una marea de impulsividad, de desidia, es decir, una experiencia de descontrol y perplejidad ante la jungla de deseos que crecen desordenamente en la interioridad del sujeto y que no logran ser estructurados y jerarquizados, porque escasea la capacidad de renuncia, de sacrificio, el sentido de lo que supone una prioridad existencial según una escala de valores humanizante. Y las personalidades indecisas, incapaces de enfrentarse al deber, a la obligación o a la limitación de sueños y deseos, abundan por doquier. La inconstancia, la poca capacidad para soportar el esfuerzo y la renuncia hacen con frecuencia imposibles la perseverancia inteligente y la fidelidad coherente. La fortaleza se hace camino inevitable en el quehacer educativo y en la pastoral juvenil.
Como hemos dicho, el núcleo de la experiencia cristiana es el encuentro con el Misterio de Dios, revelado en Jesús el Señor, guiado, sostenido, iluminado por la fuerza del Espíritu Santo. Ese encuentro supone el inicio de un largo camino de conversión personal, que transforma la interioridad del creyente y lo lleva a plantearse su vida con coherencia, a vivir según un estilo concreto: se siente hijo del Padre, vive en su presencia, intenta actuar según su voluntad. Y esto se convierte en una gozosa realidad que va creciendo cuando la relación con el Misterio de Dios está sustentada por una confianza filial, llena de ternura y afecto, una confianza que abarca a toda la persona del cristiano, que significa entrega serena en el designio del amor de Dios.
El encuentro con Dios se funda en una opción libre que ha descubierto, experimentado su ternura misericordiosa. Implica una actitud inteligente, libre, dócil, de abandono en la misericordia de Dios, ofrecimiento de la propia persona y de su historia, afectividad centrada en él como valor supremo de la existencia, asentimiento a su Palabra y obediencia a su voluntad. El proceso interior se desarrolla desde la libertad, bajo el influjo de la gracia del Espíritu, haciendo que la afectividad y la inteligencia, iluminadas por el Misterio, se abran a la realidad del amor en la vida concreta, intentando ser un reflejo eficaz y transformante de la bondad de Dios: “(…) puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús” (Heb 12, 2).
Desde el seno de la comunidad eclesial, el joven debe ir viviendo la fidelidad a la Palabra de Dios, el reconocimiento de las mediaciones históricas, la actitud de conversión, la disponibilidad, la apertura a la realidad, la celebración litúrgica del Misterio, la oración personal y comunitaria, el testimonio fiel…
¿Es posible recorrer ese camino hacia la experiencia de Dios sin la presencia de la virtud de la fortaleza?
 
Conclusión
 
Concluyendo esta reflexión tenemos que reconocer que en la sociedad actual, a pesar de todo, hay signos de fortaleza: en el voluntariado juvenil, en la asistencia de ancianos, de enfermos terminales o contagiosos, en el deporte profesional, en el mundo laboral y sindical… Y también conocemos en nuestra vida cotidiana numerosos ejemplos de fortaleza sorprendente: para soportar duros regímenes de adelgazamiento, para mantener una figura atractiva con muchas horas de gimnasio, para disfrutar de modas o aficiones concretas, para experimentar actividades de alto riesgo, o para prepararse con disciplina unas oposiciones de las que depende la decisión de casarse o la posibilidad de conseguir un puesto de trabajo bien remunerado… La virtud de la fortaleza no está ausente. El problema reside en las escalas de valores. La cuestión decisiva es el porqué soy capaz de renunciar, de sacrificarme, de aguantar, de ser paciente, de perseverar, de ser fiel.
Nuestra tarea educativa y pastoral consiste en saber proponer razones, motivaciones que despierten el interés y que sostengan el esfuerzo. En último término el fortalecimiento de la voluntad y el hábito de la fortaleza convergen: “Así pues, la voluntad se aprende mediante la obediencia a una idea, a un proyecto, a una vocación”[19]. Ahí reside el desafío, ahí se encierra nuestra tarea. Mostrar cómo la alteridad (el Otro, el otro, el amigo, el enfermo, el emigrante, el despojado de sus derechos…) se convierte en razón para saber renunciar, para saber modular mi deseo por un valor que se me impone.
Es decir, en último término, la fortaleza necesita la razón del amor. La fortaleza es “amor que soporta fácilmente todo aquello que se ama”, como escribe Tomás de Aquino, citando a San Agustín[20]. Y en la educación de la fe la fortaleza debe encontrar su motivación última en la experiencia de la ternura de Dios. Quien se siente amado incondicionalmente, quien va descubriendo que su propia identidad depende de su capacidad de trascendencia, de apertura solícita hacia el otro, aceptará el sacrificio y el esfuerzo. Comprenderá que sin fortaleza no es posible la vida humana ni la experiencia religiosa. Y por ese camino, sostenido por la virtud estratégica de la fortaleza, perderá el miedo a entregarse, a confiar, a abrirse, a renunciar a sus propios deseos que buscan imponerse de forma absoluta. Perderá el miedo a sentirse miembro de una comunidad, que supone limitaciones y posibilidades, dependencia y autonomía generosa, que exige saber convivir, ser paciente, fiel, perseverante, aprender a respetar, ser capaz de acoger y de ser acogido.

ANTONIO JIMÉNEZ ORTIZ

 
[1] Como sugiere Marciano Vidal en ¿Es posible actualizar, de forma inteligente e innovadora, la “ética de la virtud”?, en “Moralia” 27 (2004) 411-412.
[2] F. SAVATER, Ética como amor propio, Mondadori, Madrid 1988, 116.
[3] Tomado de F. R. ADRADOS, Líricos Griegos. Elegíacos y yambógrafos arcaicos (siglos VII-V a. C.). Texto y Traducción por Francisco R. Adrados, catedrático de la Universidad de Madrid, Vol. I, Ed. Alma Mater S. A., Barcelona 1956, [30]. En la traducción de Adrados he sustituido “esforzada resignación” por “esforzado aguante”.
[4] Cf. S. Th., II-II, q. 123, a. 6.: “Resistir es más difícil que atacar. (…) porque el resistir implica mucho tiempo, sin embargo el ataque puede ser repentino. Es más difícil permanecer firme mucho tiempo que moverse con un impulso repentino para realizar alguna cosa ardua”.
[5] Cf. II-II, q. 125-127.
[6] Cf. II-II, q. 129-133.
[7] Cf. II-II, q. 134-135.
[8] Cf. II-II, q. 136-138.
[9] Cf. II-II, q. 139, a. 2.
[10] II-II, q. 139, a. 2.
[11] Cf. S. Th., II-II, q. 123, a. 2. El P. JUAN BAUTISTA SCARAMELLI en su Directorio Ascético, Tomo III, Imprenta de la Regeneración, Madrid 1857, 3, 1, 87, en p. 89, comenta esa idea de Tomás de Aquino con estas palabras: “Por fortaleza se puede entender aquella constancia con que, venciendo uno las dificultades ordinarias que se encuentran en la práctica de todas las virtudes, se mantiene firme en el ejercicio de ellas. Tomada en este sentido la fortaleza, no es virtud cardinal, sino una virtud común, que conviene á todas las virtudes, como condición necesaria para el uso de sus acciones. La razón es clara: no hay virtud que en el ejercicio de sus propios actos no encuentre alguna dificultad”.
[12] B. TIERNO, Fortaleza, en Valores Humanos III, Taller de Editores, Madrid 1993, 229.
[13] Cf. D. GOLEMAN, Inteligencia Emocional, Kairós, Barcelona 191997.
[14] D. GOLEMAN, Inteligencia Emocional, 65.
[15] Cf. J. A. MARINA, La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez, Anagrama, Barcelona 2004, 55-57.
[16] Cf. J. A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 21996, 234. 236.
[17] J. A. MARINA, El misterio de la voluntad perdida, Anagrama, Barcelona 41998, 154.
[18] Cf. J. A. MARINA, La inteligencia fracasada, 97-98.
[19] J. A. MARINA, El misterio de la voluntad perdida, 184.
[20] Cf. S. Th., II-II, q. 123, a. 4. En el Traitté de l’Amour de Dieu, Vol. II = ŒUVRES Édition Complète, Imprimerie J. Niérat, Annecy 1844, Livre XI, Chapitre XV, p. 292, afirma Francisco de Sales : «la force est l’amour qui encourage et anime le cœur pour executer ce que le conseil a determiné devoir estre (sic) fait».