[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie autor:
Pedro Sáez es profesor de Geografía e Historia y miembro del «Centro del Investigación para la Paz».
Síntesis del artículo:
Hablando desde sus experiencias con jóvenes y adolescentes —«desde el aula»—, inicialmente el autor nos propone diversas aclaraciones terminológicas, a la par que señala las dificultades esenciales a la hora de educar en la no-violencia. El centro del artículo está dedicado a señalar diversos itinerarios educativos («desaprender la violencia», «transversalizar la paz», didáctica del conflicto, valores para la vida…).
Las siguientes líneas refunden y replantean ideas expuestas en diferentes ponencias de otros tantos foros en los que el diálogo hace posible una nueva fase reflexiva. Pero, sobre todo, son el resultado de los muchos encuentros —a veces desencuentros, incluso encontronazos— y diálogos —a menudo debates acalorados y discusiones apasionadas, otras veces soporíferos sermones y expresivos silencios— que a diario mantengo con mis alumnos y alumnas en torno a cuestiones como la violencia y la paz, la injusticia y la solidaridad o la realidad y la utopía, temas hacia los que se muestran mucho más interesados de lo que dan a entender encuestas y expertos. Esto confirma la hipótesis de que la adolescencia es el tiempo de la filosofía, de las grandes preguntas que construyen su identidad y que, al mismo tiempo, dan sentido y forma a nuestro quehacer educativo.
Por ello, voy a hablar desde el aula, es decir, desde lo que convencionalmente se entiende por educación formal, aunque el territorio de la educación no reglada me es igualmente muy familiar, y muchas de las reflexiones que desarrollaré a continuación proceden directamente de mis experiencias en el mundo educativo extraescolar. En primer lugar, abordo algunas cuestiones terminológicas que conviene precisar, para pasar después a plantear las dificultades o retos más relevantes que debe afrontar una educación desde la paz frente a la violencia juvenil. El tercer epígrafe señala algunas pistas que convendría tener en cuenta para concretar las tareas de los educadores dentro y fuera de las aulas.
- Escenario y actores
Aun cuando los artículos que me preceden se han ocupado sobradamente de describir el contexto de la violencia juvenil, comenzamos recogiendo algunas conclusiones centrales de los análisis y estudios, uniéndolas a nuestras reflexiones para, utilizando un símil teatral, describir el escenario y los actores, sin los que resulta poco menos que imposible cambiar el curso de los acontecimientos y reescribir otros finales más confortadores.
n ¿Juventud o jóvenes?
En primer lugar, cuando se habla del mundo juvenil, se está utilizando una expresión de significado vago, casi vacío, porque dudo de la existencia real de semejante mundo (el artículo de J. Elzo que precede se detiene en este aspecto: la juventud no es una categoría uniforme). Además de su heterogeneidad, la adolescencia como etapa de la vida presenta unos rasgos, llamémosles «psicobiológicos», más o menos comunes. De ahí, la caracterización histórica de dicha fase, que ha sido nombrada por las diversas culturas de diversa manera: púberes eran los adolescentes de las sociedades primitivas sin estado; efebos, en las civilizaciones antiguas; mozos, en las sociedades campesinas preindustriales; muchachos, durante la época de la revolución industrial; finalmente, jóvenes, en las sociedades posindustriales en que vivimos (cf. C. FREIXAS 1998). Pese a que la juventud es un invento reciente, sus problemas —entre los cuales figuran siempre los ritos y signos de la violencia— arrancan desde muy atrás (cf. S.N. KRAMER 1966). De todas maneras, dicha etapa no puede entenderse sin considerar los rasgos personales de cada individuo y los condicionamientos sociales —la división varón-mujer es el más relevante, aunque no el único—, que producen una enorme diversidad de «adolescencias» (cf. I. COMAS-A. RODRÍGUEZ 1996).
n ¿Violencia o violencias?
Los términos «violencia» y «jóvenes» se pueden articular de muchas maneras: Existe la violencia ejercida por los jóvenes frente al mundo adulto —las personas, los objetos, las instituciones o los símbolos que lo representan—; la violencia entre los propios jóvenes —dentro o fuera del mundo escolar—; o la violencia ejercida contra los jóvenes por los adultos —desde el microcosmos familiar hasta las redes transnacionales de la delincuencia organizada—[1]. A mi juicio, estas formas de violencia están profundamente interconectadas entre sí, y se traducen en una multiplicidad de manifestaciones violentas, muy difíciles de clasificar, puesto que obedecen a múltiples causas. Una vez más, es preciso referirse a la disparidad de entornos y medios en la gestación de las prácticas violentas: Los meninos da rúa brasileños no practican la misma violencia que las pandillas de skinheads de los barrios ricos de Madrid o Barcelona, aunque tengan la misma edad[2].
n Violencia y escuela: ¿Aliados o adversarios?
Por lo que respecta a las instituciones educativas, y más específicamente, a la escuela y su relación con la violencia, se deben apuntar dos cuestiones relevantes: 1/ Su papel como receptora insaciable de una violencia exógena, que procede de fuera del espacio escolar, pero se manifiesta en él con mayor o menor intensidad; 2/ Sus mecanismos específicos de implantación y reproducción de violencia, a través de múltiples vías: los contenidos curriculares; la organización y estructura del centro; las relaciones entre profesores, alumnos y profesores-alumnos, o el proyecto o ideario asumido por la comunidad educativa. En todo caso, la mayoría de los autores consultados destaca la relativa autonomía de cada escuela para configurar su propio territorio —físico, humano y simbólico—, y, por lo tanto, no sólo para atender a la desactivación de la violencia en él generada, sino también a la construcción de nuevos escenarios donde la paz sea posible (cf. I. FERNÁNDEZ G. 1998).
n Tensiones en el aula: ¿algo más que desorden o indisciplina?
Entrando ya en el terreno más específico de los rasgos de la violencia escolar actual —es decir, de aquella violencia que afecta a niños y adolescentes en edad escolar y en contextos educativos—, habría que apuntar: 1/ Se trata de una violencia de gestos y actitudes, más que un conjunto de agresiones físicas directas, aunque estas aparezcan con relativa frecuencia; 2/ En muchos casos permanece oculta a los ojos de los observadores externos adultos, por su baja intensidad y su larga duración; 3/ Afecta, sobre todo, a las relaciones entre los propios alumnos, aunque repercute de modo directo en las relaciones entre profesores y alumnos; el protagonismo masculino como agresor es lo más frecuente, mientras que las víctimas son indistintamente chicos o chicas; 4/ No tiene aparentemente ningún objetivo explícito: es algo gratuito, vivido sin conciencia de culpa o sentido de la responsabilidad, incorporado de modo casi natural a los hábitos cotidianos, tanto por sus ejecutantes activos como por los espectadores de sus acciones; 5/ Se hace presente de manera continuada y difusa, salvo explosiones aisladas debidas a alguna causa específica, en el clima reinante en el aula, lo que dificulta su resolución inmediata y, por tanto, bloquea cualquier relación educativa a largo plazo (cf. L. GONZÁLEZ B. ET ALII 1993).
n ¿Qué causas explican el problema?
Los diversos diagnósticos acerca de las causas apuntan varias razones que guardan una estrecha relación entre sí: 1/ La desestructuración familiar, que abandona los referentes de sentido y autoridad en manos del tótem electrónico multimedia, y exige a la escuela lo que sólo ella puede proporcionar al adolescente; 2/ El influjo de los medios de comunicación social, cuyo papel en la trivialización de la violencia como espectáculo impactante y atractivo está fuera de toda duda (cf. E. GIL CALVO 1985; J. FERRÉS 1996; G. SARTORI 1998); 3/ La limitación de horizontes para construir un futuro personal: la alternativa entre prolongación sine die de la presencia pasiva en la escuela o la precariedad en el acceso al trabajo, al borde mismo de la exclusión social, provoca una profunda violencia estructural; 4/ La ausencia de criterios y orientaciones para construir horizontes movilizadores u opciones fundamentales, ya que nadie —salvo los peligrosos predicadores neointegristas—, parece asumir el riesgo de señalar puntos de referencia o establecer límites, de ejercer cierto magisterio abierto o plantear retos personales y sociales que supongan esfuerzo, sacrificio o renuncia (cf. F. SAVATER 1997); 5/ Finalmente, last but nor least, los centros educativos no están ni mucho menos a la altura de las circunstancias: anquilosada en saberes académicos, encorsetada por criterios de competitividad y selección impuestos desde arriba, sin renovarse para dialogar con el mundo nuevo que se ha ido construyendo a su alrededor, no parece que la escuela sea capaz de responder a los complejos retos de la violencia que crece y se instala en sus pasillos, patios y aulas (cf. T.R. NEIRA 1999).
- Dificultades de partida
Sin embargo, ensayos filosóficos, reportajes periodísticos, opiniones a pie de calle o congresos científicos acerca de la violencia juvenil, suelen concluir con vivas recomendaciones para que se intensifiquen los esfuerzos educativos que puedan atender al problema desde sus raíces. Por todas partes se proclama que hoy más que nunca, la presencia activa de la no-violencia en las aulas es una necesidad urgente y acuciante que no puede soslayarse por más tiempo. Estas propuestas, tan llenas de buenas intenciones, deben leerse, sin embargo, con alguna prevención crítica, puesto que presentan ciertas lagunas de fondo, entre las que destacaría dos: una, que afecta a la propia escuela cuando se plantea el reto de educar para la paz; otra, que tiene que ver con el objetivo de la no-violencia que se pretende lograr.
2.1. Una escuela desprestigiada como lugar para construir la paz
En primer lugar, hay que reconocer que la tarea de educar para la paz es uno de los encargos más peliagudos que recibe la escuela en los tiempos que corren, pero no es el único: colegios e institutos parecen últimamente los depositarios de todo tipo de tareas relacionadas con asuntos tan diversos como el diálogo con otras culturas; la lucha contra la discriminación sexista; la educación vial; los hábitos sanos de consumo; el respeto y el diálogo con la naturaleza y el entorno ambiental cercano y lejano.
Da la impresión de que la escuela se ha convertido en la depositaria de todas las herramientas para fomentar un cambio social profundo. Pero una cosa son las intenciones retóricas y otra los medios disponibles para la gestación de actitudes transformadoras que traspasen los muros de los centros y se ocupen de la realidad, convirtiendo el currículo enseñado y aprendido en currículo vivido. Existe una marcada tendencia a convertir los discursos mencionados en temas puramente escolares, secuestrados en las aulas y con una nula incidencia social, más allá del acto festivo, espectacular y aislado. No está de más mencionar el trasfondo político que se intuye detrás de estas maniobras tan poco inocentes: después de la lectura «socialdemócrata» de la reforma educativa, realizada por el anterior gobierno socialista, que abanderó con más ruido que nueces la implantación de los temas transversales, no creo que la lectura neoliberal de la LOGSE del actual gobierno popular, deslumbrado por la gestión empresarial aplicada sin control a los servicios sociales, bajo el lema de “la calidad como satisfacción del cliente”(!), vaya a mejorar mucho los criterios institucionales a este respecto.
Pero no me refiero únicamente a la ausencia de medios materiales o de voluntad política real, lógica, por otra parte, porque nadie tira piedras contra su propio tejado —un personaje del dibujante Forges comentaba en una viñeta de hace pocos años (cito de memoria): “Al poder no le preocupa que 300.000 jóvenes se emborrachen cada fin de semana; pero estaría muy preocupado si esos 300.000 jóvenes reclamaran al unísono un puesto de trabajo digno”—, sino también a ese apoyo moral por parte de la sociedad. Las exigencias sobre la escuela se han multiplicado. Ahora, además de cálculo, escritura, lengua, geografía, ciencias naturales, historia o inglés, se pide a los educadores que enseñen, en competencia desigual con la televisión y sin el concurso de la familia, fuera de juego desde hace tiempo, cómo afrontar la totalidad de los problemas que componen ese amasijo caótico con que nos saluda el cambio de milenio. Paradójicamente, también ha crecido el descrédito de la institución, debido a un conjunto de causas que no hace al caso reiterar. El resultado es que, a los ojos de padres, alumnos y profesores, los centros educativos se están convirtiendo en gigantescos o minúsculos aparcaderos de niños y jóvenes, hasta que éstos hacen su entrada en los templo superiores del saber académico, o salen por la puerta falsa de la garantía social o el contrato basura, sin más objetivo que concluir tranquilamente cada curso, con el temor de que el siguiente pueda ser aún peor (cf. J.M. ESTEVE ET ALII 1995).
2.2. La no-violencia, un proyecto exigente y renovador
¿Cómo se puede educar para la paz en medio de semejantes condiciones? Además, el término de la tarea, la no-violencia, frecuente y gratuitamente agitado por gentes de variado pelaje que ni saben lo que es ni la han vivido o practicado nunca, resulta tremendamente exigente. No estará de más recordar algunos de sus postulados básicos[3]:
n La no-violencia no es una alternativa a la violencia injusta, sino también a la considerada jurídica y moralmente legítima. Frente a un pacifismo relativo, que justifica el uso de la violencia bajo determinadas condiciones, la no-violencia parte de la consideración de cualquier violencia como inhumana, incluso la que se lleva a efecto como medio para alcanzar la paz o restablecer la justicia, porque la vida de todo ser humano, incluso la del violento, es sagrada.
n La no-violencia desborda la conciencia personal —el logro de la paz interior, generalmente a partir de motivaciones religiosas—, y busca objetivos políticos y sociales: Se trata de difundir una serie de valores y actitudes que construyan una alternativa de sociedad en la que la violencia haya quedado erradicada para siempre.
n La no-violencia no es sinónimo de pasividad resignada y complaciente, sino que se define por sus múltiples acciones: la resistencia pasiva, la desobediencia civil, las manifestaciones y campañas de sensibilización. La novedad de sus planteamientos hace que muchas de estas acciones estén aún apenas esbozadas y se manifiesten numerosas contradicciones y limitaciones evidentes —por ejemplo, de escala: la mayoría de las acciones no-violentas funcionan eficazmente en los grupos pequeños, pero resultan difícilmente viables, por el momento, en el plano de las relaciones interestatales—.
Semejante propuesta resulta escandalosa ya sólo como filosofía de vida. Cuánto más difícil será presentarla como un proyecto educativo viable en las actuales circunstancias. Si contrastamos la lectura del mundo que se hace desde la no-violencia con la vida cotidiana en un centro educativo parece que estuviéramos hablando de dos planetas distantes a millones de años luz uno de otro. Resulta tentador, entonces, arrojar la toalla —si se me concede incorporar este gesto de derrota tomado del violento mundo del boxeo—, y reconocer que, fuera de algunas actividades esporádicas de resultados inciertos, es imposible que la no-violencia constituya la solución al problema que nos ocupa.
- Itinerarios posibles
Hay que hacer un supremo esfuerzo para no dejarse vencer por semejante tentación. Reconociendo las dificultades, que aumentan en el ámbito formal o reglado y se suavizan en la educación no formal, podemos buscar algunas puertas que permitan establecen vías de acceso practicables o puentes de conexión entre lo que hay de hecho y lo que debe haber. Sin fórmulas mágicas o recetas milagrosas, porque no existen, se pueden plantear algunas respuestas, tomadas del trabajo diario, que presentamos agrupadas en cinco apartados o tareas[4]:
3.1. Desaprender la violencia
En primer lugar, es preciso convertir el discurso no-violento en un proceso hacia la no-violencia. El punto de partida será, claro está, la situación del centro, y el papel que la violencia explícita y oculta desempeña en su configuración. Esto exige un diagnóstico profundo y riguroso de las causas, los medios y los fines que reproducen y consolidan la cultura de la violencia en sus aulas. Sólo así podremos iniciar su desmantelamiento. De la misma manera que para hablar de interculturalidad es preciso desaprender (A. Bastida) el racismo, o para hablar de paz es indispensable desaprender la guerra, habrá que empezar por la violencia para llegar a su negación. Ideologías como el racismo, instituciones sociales como la guerra, realidades como la violencia son inventos de procedencia cultural, y lo mismo que aparecieron un día pueden y deben desaparecer.
Este proceso de desmontaje tiene que ver, con el currículo disciplinar, tanto en conocimientos como en métodos, pero también con los valores alrededor de los cuales se construye la organización del centro, o con el tejido de relaciones personales, laborales y educativas que se entremezcla a lo largo del curso en su interior. En todo caso, es preciso hacer explícito el problema de la violencia en todas las instancias de relación que funcionan en la escuela, de la misma manera que resulta indispensable inventariar el camino que ya se ha recorrido, puesto que a menudo se utilizan prácticas no-violentas sin tener plena conciencia de su valor, o sin integrarlas en un proyecto más amplio. Los debates que surjan con ocasión de estas tareas pueden plasmarse en dramatizaciones, en las que los alumnos y los profesores intercambian sus papeles, lo que permite visualizar de manera muy efectiva dónde están los principales focos de tensión y cuáles son los medios de resolución que se deben potenciar.
3.2. Transversalizar la paz
Como ya hemos indicado, el trabajo por la no-violencia en el aula no afecta única y principalmente a los contenidos sino, sobre todo, a los ejes metodológicos, a las maneras de ver y de preguntarse sobre la realidad, que son las que dan congruencia a lo que se aprende y a su relación con los valores de referencia que se ponen en juego en la tarea de aprender. En la medida en que convirtamos la educación para la paz en un eje transversal que afecte a todas las áreas y tareas, se transformará en un procedimiento de acceso para la comprensión activa del planeta en que vivimos, en su pasado y su presente, en la diversidad de los seres que lo habitan —de lo simple a lo complejo—, en los mecanismos que explican su funcionamiento —del telescopio al microscopio—, en los problemas económicos, sociales y políticos de los grupos humanos que lo pueblan, en las ideas que lo interpretan y modelan, en sus manifestaciones culturales, etc., que rompa con las divisiones clásicas en áreas o compartimentos estancos del saber académico, y abra una serie de procesos de aprendizaje mucho más significativos, interpelantes y profundos[5].
Un aprendizaje globalizador forja identidades complejas y diversificadas, que ayudan a descartar la violencia, a menudo resultado de patologías intolerantes que se implantan en medio de la ignorancia, el rechazo y el miedo al otro. No es necesario comenzar por proyectos espectacularmente ambiciosos: una pequeña mesa redonda sobre la violencia que transmiten las diferentes asignaturas con la presencia de todos los profesores sentados en círculo entre los alumnos puede resultar más gráfica que un mes de actividades más o menos multidisciplinares.
3.3. Construir una didáctica del conflicto
La paz concebida como eje vertebrador del proceso educativo debe traducirse a una didáctica que permita explorar todas sus posibilidades para construir una convivencia que destierre la violencia o la fuerza impositiva. Para elaborar esa didáctica, es preciso buscar aquella dimensión propia del modelo que se propone. Así, la clave didáctica de la educación para el desarrollo podría ser la pobreza, de la misma manera que la de la educación ambiental se centraría en el ecosistema, o la cultura sería el concepto aglutinante de la pedagogía intercultural.
Igualmente creo que la educación para la paz puede transmitirse mediante una didáctica del conflicto, término que define su naturaleza específica, puesto que la principal tarea de la no-violencia no es negar los problemas —incluso, debe hacer lo posible para que afloren, cuando están latentes u ocultos—, sino inventar y poner en movimiento herramientas para el tratamiento de las tensiones mediante el diálogo, el consenso, la negociación, la mediación o la cooperación. Las posibilidades que ofrecen estos recursos, desde la resolución cooperativa de problemas de Matemáticas en las clases de Tutoría, hasta los juegos de simulación para intentar afrontar grandes conflictos internacionales que permitan su traducción a la escala del grupo, y viceversa, son muy abundantes[6].
3.4. Incorporar procesos educativos no formales
Esa transversalidad transgresora de la hablamos tiene necesariamente que proyectarse hacia el exterior. La proyección hacia la sociedad no significa únicamente que la no-violencia a) eduque desde un conjunto de valores que, después, b) se transformen en actitudes asumidas individual y colectivamente, las cuales c) se reflejarán en las normas de conducta de la sociedad en que se produzca dicho proceso. Semejante proyecto olvida la necesidad de que, de forma paralela a la escuela, se vayan gestando los correspondientes espacios sociales donde la práctica de la no-violencia como herramienta para vivir mejor, sea no sólo deseable sino posible.
En este sentido, hay que evitar que la no-violencia sea sólo una cuestión de puertas adentro, para niños y adolescentes, pero sin implicaciones para los adultos que, de puertas afuera, impiden y bloquean cualquier posibilidad de hacer realidad lo que se proclama para las futuras generaciones, a las que además se hace responsables de un porvenir que deberán construir sobre el vacío.
De ahí, la importancia, cuando no la prioridad, de los procesos educativos no formales, que sensibilicen, dinamicen y promuevan desde sus correspondientes espacios de resistencia y de transformación social una cultura que enseñe a vivir de otra manera: las aportaciones de las organizaciones no gubernamentales, los grupos de objetores de conciencia, las asociaciones vecinales, los sindicatos, los colectivos de educadores y animadores socioculturales que dinamizan la educación de adultos, las escuelas de tiempo libre, las plataformas de solidaridad constituidas de forma provisional o permanente ante situaciones cercanas o lejanas de emergencia social, o las comunidades parroquiales, son, en este sentido, decisivas, como instancias donde construir un aprendizaje coherente sobre la paz, y como lugares para la culminación de los procesos educativos formales organizados en esa dirección.
No obstante, es preciso señalar que la educación para la paz en el aula tiene su ritmo propio, y no puede organizarse como un conjunto de respuestas coyunturales y compulsivas a acontecimientos concretos. En este sentido, es preciso respetar el campo de acción del movimiento por la paz y la solidaridad, tendiendo puentes de comunicación y contacto continuos, pero sin olvidar que la mera traducción de los esquemas de la militancia social, mediante el aprendizaje de sus conceptos y estrategias, no garantiza la transmisión de los mensajes, ni mucho menos puede servir de medida para evaluar el éxito de un proceso educativo, que está situado en un espacio y en tiempo muy concretos que deben tenerse muy en cuenta. Por eso, es preciso generar un ecosistema propio, es decir, un determinado ambiente integrador y retroalimentado por sus propios componentes, que tenga su ritmo vital, mediante el tejido de redes de encuentro y participación entre sus protagonistas. Por mi parte, no he encontrado un argumento más adecuado para la creación de estas redes que la puesta en marcha de grupos y talleres de teatro en horarios extraescolares, pero seguro que hay otras posibilidades, que permitan convertir el instituto o colegio en un verdadero espacio en el que se vaya asentando una cultura diferente a la establecida.
3.5. Presentar los valores para la vida
A nuestro juicio, la introducción de valores tan interpelantes como la no-violencia debe plantearse como una oferta de referentes culturales para comprender la realidad y construir de forma autónoma un proyecto existencial para sí mismo y con respecto a los demás. Los valores no pueden presentarse de forma teórica y genérica, sobre todo si buscamos su aprendizaje real, ya que con frecuencia pueden confundirse con hechos y datos, y asimilarse como tales, lo que resulta inútil y contraproducente. La paz no es un valor en sí mismo —puesto que, como ya sabemos, logra el consenso unánime y uniforme desde contextos ideológicos diametralmente opuestos—, si no puede activarse de manera permanente. Son los valores en acción los que permiten generar, de forma simultánea y recíproca, las actitudes que transforman nuestra manera de vivir.
La coherencia entre lo que se dice acerca de la paz, cómo se dice y, además, lo que se realiza cotidianamente cuando se tratan situaciones carentes de paz, es la clave del aprendizaje del valor mencionado. Por otra parte, esta puesta en acción también pretende evitar un planteamiento exclusivamente moralizador —por ejemplo, la condena genérica de la guerra y la defensa de la superioridad ética de la paz—, puesto que presenta los valores como instrumentos o herramientas para vivir mejor —la guerra, como medio de resolución de los conflictos humanos inútil e irracional—.
El estudio de otras culturas puede ayudar a entender mejor esta necesidad de fundamentar desde la utilidad para la vida la presentación de estos valores, sin escamotear, claro está, las dificultades reales que viven las personas que intentan ser coherentes con ellos. Por ejemplo, ¿les sirve para algo a los hindúes practicar la no-violencia contra las vacas? ¿Hasta qué punto el tabú religioso que impide matarlas no es una garantía de supervivencia frente a la pobreza? Descubrir que, incluso, el aprovechamiento energético de estos animales, basado en el ahorro y el reciclado, es mucho más eficiente que el nuestro, instalado en el despilfarro de recursos, rompe muchos esquemas establecidos, y obliga a pensar la paz no en términos de sueño irrealizable, sino como posibilidad de una mayor humanización personalizadora.
Esto significa introducir un modelo de cultura escolar bastante problemático, puesto que pone en evidencia no solamente el currículo dominante de los contenidos y métodos de las asignaturas, tanto el abierto como el oculto, sino la propia organización escolar y los valores que la sustentan. Este modelo se enfrenta a un conjunto de contravalores con mucho más peso específico y capacidad para ser justificados e impuestos: los espacios domésticos —la familia, el barrio—, audiovisuales —los medios de comunicación social—, políticos —los códigos legales, los proyectos económicos, las políticas sociales, las relaciones internacionales—, etc., constituyen poderosos medios de aprendizaje, recorridos por una serie de argumentos —militarismo, sexismo, discriminación étnica, desarrollo como crecimiento económico, etc.—, que se socializan en las aulas, no sólo ni principalmente entre los alumnos, dificultando enormemente cualquier propuesta de aprendizaje alternativo. Es preciso ser conscientes de las consecuencias que se derivan de la puesta en marcha de un proceso educativo de las características mencionadas. En muchas ocasiones, la principal oposición proviene de los mismos alumnos, desconcertados y desorientados ante lo que tienen que aprender y cómo tienen que hacerlo. Por eso, es importante realizar una inmersión gradual, que permita asimilar las novedades a un ritmo no compulsivo, teniendo en cuenta la máxima ghandiana: «No hay caminos hacia la paz, la paz es el camino».
Concluimos. Algunos critican la formulación explícita de valores como la paz y la solidaridad, argumentando que la educación debe evitar el adoctrinamiento o la imposición de determinadas interpretaciones del mundo. Es evidente que si la educación para la paz se limitara a intentar sustituir el discurso conservador por un florero progresista, bienintencionado o interesado, traicionaría su esencia constituyente y acabaría por fracasar de forma estrepitosa. Pero también es evidente que la educación aséptica y neutral nunca ha existido ni existirá. Lo queramos o no, intencionada o inconscientemente, siempre estamos educando desde y para unos valores muy determinados, incluso cuando renunciamos ilusoriamente a la intención de educar y nos limitamos a transmitir conocimientos con mayor o menor pericia didáctica. Asociada históricamente a la reproducción del sistema dominante, aunque sin el monopolio y el poder de antaño, la escuela es, antes que otra cosa, un escenario privilegiado para la configuración de valores y actitudes. La introducción de un planteamiento explícito sobre qué valores deben hacerse presentes en el currículo escolar, como deben enseñarse y de qué forma hay que evaluar su aprendizaje con relación a la violencia que pretenden eliminar puede tener, al menos, la virtualidad de abrir un debate que clarifique esta espinosa cuestión en los centros y entre los educadores (cf. A. PÉREZ G. 1998). n
q Nota bibliográfica
n FREIXAS, C. (1998), De jóvenes, bandas y tribus. Antropología de la juventud, Ariel, Barcelona.
n COMAS, I-RODRÍGUEZ, A (1996), El mundo de los jóvenes, los jóvenes del mundo, Intermón/Octaedro, Barcelona.
n ESTEVE, J.M. ET ALII (1995), Los profesores ante el cambio social. Repercusiones sobre la evolución de la salud de los profesores, Anthropos, Barcelona/México.
n FERNÁNDEZ G., I. (1998), Prevención de la violencia y resolución de conflictos. El clima escolar como factor de calidad, Narcea, Madrid.
n FERRÉS, J. (1996), Televisión buliminal. Socialización mediante comunicaciones invertidas, Paidós, Barcelona/Buenos Aires.
n GIL CALVO, E. (1985), Los depredadores audiovisuales. Juventud urbana y cultura de masas, Tecnos, Madrid.
n GONZÁLEZ B., L. ET ALII (1993), Signos y cultura de la violencia. Una investigación en el aula, Universidad de Córdoba.
n KRAMER, S.N. (1966), La historia empieza en Sumer, Aymá, Barcelona.
n PÉREZ G., A. (1998), La cultura escolar en la sociedad neoliberal, Morata, Madrid.
n SARTORI, G. (1998), Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid.
n SAVATER, F. (1997), El valor de educar, Ariel, Barcelona.
[1] Abundan últimamente los estudios sobre la violencia ejercida contra niños y adolescentes. Ejemplos: CENTRO NUEVO MODELO DE DESARROLLO, Sobre la piel de los niños. Su explotación y nuestras complicidades, Ed. A. Cultural Cristiana, Madrid 1995; J.M. MARTÍN MEDEM, La guerra contra los niños. La impunidad de la violencia en la miseria, Ed. El Viejo Topo, Madrid 1998; J. SEDKY-LAVANDERO, Ni un solo niño en la guerra. Infancia y conclictos armados, Ed. Icaria/CIP-FUHEM, Barcelona 1999.
[2] Según un informe difundido recientemente por el «Movimiento contra la Intolerancia» el número de jóvenes integrantes de grupos racistas violentos se ha multiplicado por cinco en cuantro años: 10.400 censados oficialmente, que podrían llegar a 20.800 de hecho (cf. «El País», 5 Agosto 1999).
[3] Sigo la exposición de X. ETXEBERRÍA, Filosofía de la no violencia. Educación para la no violencia, en: «Educadores» 180(1996), 13-34.
[4] Recojo aquí algunas aportaciones que he desarrollado más ampliamente: cf. P. SÁEZ, La educación para la paz en el currículo de la reforma, en «Cuadernos Bakeaz» 11(1995).
[5] Entre las interpretaciones de la paz como tema transversal: X.R. JARES, Educación para la Paz. Su toría. Su práctica, Ed. Popular, Madrid 1991; D. HICKS (COMP.), Educación para la paz. Cuestiones, principios y práctica en el aula, Ed. Morata/M. Educación y Ciencia, Madrid 1993; SEMINARIO DE EDUCACIÓN PARA LA PAZ-A. PRO DERECHOS HUMANOS, EDUCAR PARA LA PAZ. UNA PROPUESTA POSIBLE, Ed. Los libros de la Catarata, Madrid 1994; M. RODRÍGUEZ R., La educación para la paz y el interculturalismo como tema transversal, Ed. Oikos-Tau, Barcelona 1995; A. MONCLÚS-C. SABÁN, Educación para la paz. Contenidos y experiencias didácticas, Ed. Síntesis, Madrid 1999.
[6] Entre los numerosos materiales existentes, últimamente se ha iniciado la publicación del «Proyecto Linguapax» (Ed. PAU, Barcelona 1998), a través de cuadernos monográficos elaborados por R. Grasa y D. Reig (Los derechos de la tierra; Vivimos en un solo mundo; Imágenes y estereotipos; El restaurante del mundo).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]