Escuela y educación cristiana: raíces de lo específico

6 mayo 2002

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Enrique Gervilla
 
Pie Autor
Enrique Gervilla Castillo es Catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad de Granada.
 
Síntesis del Artículo
«Plural la sociedad, plural la educación», pero siempre una educación crítica ante la pluralidad, pues sólo debe ser admisible en cuanto constructora de humanidad, esto es, en tanto que pluralidad humanizante. Sobre esa base común de humanidad, sobre la base específica de los Derechos Humanos han de construirse todas las escuelas confesionales. La cristiana, en concreto, ante todo es y debe ser «escuela». Ahora bien, si ya la neutralidad es de por sí imposible, en la situación actual resulta cada día más urgente la propia definición y toma de posturas. Habrá que compaginar adecuadamente ortodoxia, ortopraxis y eficacia a partir de la raíz o fundamento específico de la escuela cristiana: los valores evangélicos.
 
 

  1. Pluralidad social y pluralidad educativa

 
Desde el año 1975, fecha en el que se inicia la transición política, la sociedad española ha experimentado una profunda y acelerada, aunque no violenta, transformación. Hoy, superados ya los monismos culturales rígidos y cerrados, vivimos en un mundo y en una sociedad «pluri» y «multi» en todas, o en casi todas, las manifestaciones posibles del ser humano: ideología, religión, política, cultura, educación, etc. Los medios de comunicación social, singularmente la TV, ofrecen a diario una pluralidad de formas de vida, modos de pensar y de ser, en las que, al parecer, todo o casi todo hoy vale con tal de que alguien o algunos lo defiendan.
Esta pluralidad es singularidad, grandeza y valiosidad de los humanos, lo que nos posibilita la opción, así como el cambio de la misma. Pero, más que el cambio, propio de todos los tiempos, lo que hoy llama poderosamente la atención es la celeridad del mismo. Lo nuevo rápidamente se hace viejo. Los acontecimientos se suceden con tal rapidez que, en opinión de Chesterton, con cada década se inaugura hoy un siglo. Nos ha tocado vivir en una sociedad de permanente crisis, en la sociedad y cultura de lo efímero y transitorio, frente a lo estable y duradero de hace sólo unas décadas en nuestro país[1].
 
La estabilidad, firmeza ideológica y axiológica de la Edad Media y de la Modernidad son hoy sólo un recuerdo histórico sin posibilidad de recuperación. Las cosmovisiones y los grandes héroes han muerto para buena parte de la humanidad. La Historia ha perdido el sentido para abriese a múltiples sentidos. Heráclito, y no Parménides, es hoy para muchos el modelo de vida, que, en el fondo, no es más que una vida sin modelo, o bien una vida con tantos modelos que hacen difícil o imposible diferenciar unos de otros[2]. «Se hace camino al andar».
            Y si plural es la sociedad, plural ha de ser la educación, por cuanto el ser humano es un sujeto en permanente evolución. La ausencia de cambio sería la muerte misma de la persona y, por lo mismo, de la educación, pues nacemos humanos pero no humanizados, sociables pero no socializados, educables pero no educados. Nos humanizamos con y entre los humanos, aprendemos a ser humanos incorporando valores a nuestra existencia al vivir y convivir con los otros. La pluralidad del mundo axiológico, hace posible la evolución, el cambio, la libertad, así como la multiplicidad de modelos educativos.
 
Pero no todo cambio, tradición o costumbre son valiosos o humanizantes, por lo que la educación ha de ser crítica ante la pluralidad, pues su quehacer consiste tanto en fomentar las realidades valiosas, como en rechazar las antivaliosas. Hay tradiciones y costumbres –falsamente llamadas cultura– emanadas de religiones, ideologías o países, que es necesario abolir.
La polémica reciente del velo de la niña musulmana es altamente significativa de cuanto decimos. El problema, desde el punto de vista educativo, reside –no en el derecho a la educación, ni en si la escolarización ha de hacerse en un colegio público, privado o concertado– sino en el significado de tal prenda. Si se trata de un símbolo cultural o religioso debe ser tolerado en todo centro educativo, y hasta aceptado con agrado, en aras a la riqueza de la pluralidad. Pero si tal símbolo significa discriminación de la mujer, lapidación, subordinación al hombre, esclavitud, etc. debe ser rechazado, en cualquier escuela –pública, privada o concertada– por ser algo opuesto a la esencia misma de la educación. No es posible llamar religión o cultura a hechos o acontecimientos opuestos a la dignidad de los humanos, pues no es posible la existencia de un Dios deshumanizante, ni cultura alguna que no «cultive» el valor, salvo falsas interpretaciones de la religión y de la cultura. Así, la conflictividad del valor se torna conflictividad social, cultural y educativa.
 
La pluralidad y las controversias muestran y demuestran la «desnudez» o debilidad de la razón ante el valor y, por lo mismo, la «desnudez» o debilidad ante la educación. En consecuencia, pues, es imposible demostrar con argumentos totalmente razonables y convincentes la superioridad de unos valores sobre otros, y, por lo mismo la superioridad de un modelo educativo sobre los demás. O no hay razones, o hay tantas razones para unos y para otros, que nos movemos en la duda, o caminamos entre inseguridades, o bien las seguridades son siempre personales. Hay valores porque hay subjetividad y, en consecuencia, pluralidad y libertad.
Tal desnudez, sin embargo, no es total. No todo vale, aunque a alguien o a algunos les interese. La pluralidad tiene un punto de referencia para gran parte de los habitantes de esta planeta: los Derechos Humanos. Este documento es hoy la moral más razonable, aceptada y consensuada y, por tanto, el punto de referencia ineludible para determinar la valiosidad de ciertas costumbres, tracciones, religiones, culturas…
 
 

  1. Identidad de las escuelas confesionales

 
Los centros confesionales se visten con un conjunto de valores que configuran un determinado modelo educativo. Estos modelos, sobre la base común de los Derechos Humanos, se ofrecen en las sociedades libres posibilitando la libertad de enseñanza. Así, las escuelas cristianas son elementos colaboradores a la pluralidad, entendida ésta como una riqueza social y educativa. Sin pluralidad no es posible la libertad, ni la educación.
 
Los sistemas políticos son, pues, determinantes de la existencia y del grado de desarrollo de los centros confesionales, por cuanto las dictaduras, del signo que sean, sólo entienden de igualitarismo y de uniformismo. Los centros confesionales carecen de lugar en las dictaduras, salvo en las dictaduras de su mismo signo, que viven a costa de no dejar vivir las otras confesiones, sólo por poseer signo o color distinto. De este modo, toda dictadura, confesional o atea, es opuesta a la educación por atentar contra la libertad y la dignidad de la persona. Contra ellas es necesario luchar, pues la libertad frecuentemente no es un regalo, sino una conquista que se logra tras luchas y esfuerzos continuados.
Hemos, pues, de exigir al poder político leyes justas que favorezcan las libertades, en el ámbito educativo, la posibilidad real de creación y dirección de centros, así como la libertad de los ciudadanos para elegir el modelo educativo acorde con su ideología y creencias. Y, si al poder político hemos de exigirle libertad, a los centros confesionales hemos de reclamarle la permanencia de su identidad: ser aquello que dicen ser, y no otra cosa[3], pues la pérdida de su ser conllevaría la carencia de sus valores específicos, de su razón de ser, convirtiéndose en fraude o engaño para la educación y para la sociedad, pues parecen ser lo que no son, y dicen ser lo que no viven.
 
 

  1. La escuela cristiana

 
            Los colegios cristianos, de gran tradición y número entre nosotros, son centros educativos cuyo fundamento y finalidad consiste en educar cristianamente, esto es, formar a las personas según los valores evangélicos. Los cambios actuales, en intensidad y extensión, demandan una vigilancia y cuidado especial en cuanto a la ortodoxia, ortopraxis y eficacia, para que la crisis de valores no dañe la identidad, y las escuelas cristianas sean, acordes con la singularidad de cada tiempo y lugar, espacios de construcción humana y cristiana.
 
3.1. El sustantivo escuela
 
La escuela cristiana es, ante todo, escuela, y no otra cosa, cuya esencia y finalidad es la educación. No son, pues parroquias, ni centros de espiritualidad, sino escuela. Éste es el sustantivo o pilar –común a toda escuela– que fundamenta y justifica su existencia. En consecuencia, pues, una escuela que no educa no es escuela, por cuanto no es el nombre, sino las acciones allí realizadas las que definen la educación, la buena educación o educación de calidad.
Hoy, una vez garantizada la total escolarización, podemos seleccionar la escuela mejor, la educación de calidad. De aquí que esta palabra sea actualmente un centro de interés especial: cómo relacionar los diversos elementos materiales y humanos para hacer más valioso al ser humano en su dimensión individual y social. Esta educación completa o integral es la educación de calidad que, a tenor la Logse, se alcanza mediante: «la cualificación y formación del profesorado, la programación docente, los recursos educativos, la función directiva, la innovación e investigación educativa, la orientación educativa y profesional, la inspección educativa, y la evaluación del sistema educativo»[4].
En realidad todos los elementos que intervienen en el proceso educativo –personales, materiales y funcionales/organizativos– son responsables de los tres grandes ámbitos de la calidad: La integridad que comprende todas las dimensiones de la persona; la eficacia que pretende alcanzar los objetivos propuestos empleando, del modo más eficaz, todos recursos; y la coherencia entre fines, objetivos, actividades y evaluación.
 
En consecuencias, pues, es imposible una educación de calidad desde la parcialidad, la ineficacia o la incoherencia. La calidad educativa es propia de todo centro educativo, confesional o no, estatal o privado. Ello, sin embargo, siendo teóricamente deseable, no siempre se consigue realmente, por lo que una de las cualidades que diferencian unas escuelas de otras reside en el nivel de calidad. La escuela cristiana, en razón del sustantivo, ha de velar por la calidad de las enseñanzas que imparte, sin olvidar la calidad del adjetivo, que le hace, simultáneamente, igual y distinta de las demás.
 
            3.2. El adjetivo cristiana
 
La educación siempre tiene un adjetivo, un vestido que, sobre un mismo cuerpo humano, le distingue y diferencia de otros adjetivos que configuran los diversos modelos antropológicos. No existe, pues, educación neutra, totalmente desnuda, sin vestido y sin piel. Ésta afortunadamente no es posible, ni deseable, por cuanto el ser humano siempre es humano en su multitud de manifestaciones. Quienes hablan de neutralidad son ignorantes o manipuladores, al pretender una humanización sin persona, sin carne, ni huesos. Toda educación se fundamenta en un conjunto de valores, unos u otros, con distinta intensidad y diverso orden jerárquico o preferencial[5].
 
Desde este fundamento es posible calificar la educación de musulmana, budista, socialista, individualista o cristiana… Incluso dentro de estos grandes modelos, es posible la preferencia o intensificación de algún o algunos valores. Así dentro del cristianismo las diversas órdenes religiosas, desde una misma base común, optan prioritariamente por el amor a los pobres, el valor mariano, el cuidado de los jóvenes, etc. Todas las educaciones coinciden en ser educación, ya que todas tienen como finalidad perfeccionar el ser humano individual y socialmente, pero son diferentes en el cuadro axiológico en cuanto a su jerarquía, sentido e intensidad. Ello determina el adjetivo y, por lo mismo, la identidad. Sin calificativos no es posible la pluralidad y, por lo mismo, tampoco la libertad.
 
            3.3. Vigilancia y cuidado de la identidad
 
Los cambios sociales y educativos, y más aún, la intensidad y rapidez de los mismos, ocasionan nuevas circunstancias que pueden poner en peligro la identidad de la escuela cristiana. Se hace, pues, necesario un estado de vigilancia para adecuarse a las nuevas circunstancias sin perder las raíces específicas. La escuela cristiana siendo la misma, no ha de ser lo mismo, debe adaptarse a las circunstancias cambiantes sin dejar que éstas corrompan la raíz, poseer la flexibilidad del árbol para ceder ante el viento, permaneciendo inmóviles sus raíces. El inmovilismo, así como la aceptación de toda novedad sin discriminación alguna, pueden producir el debilitamiento, y hasta la muerte, de la escuela cristiana.
 
q Ortodoxia
 
La educación, para preservar su identidad, ha de cuidar el adjetivo, en nuestro caso, cristiana, por ser ésta la raíz de lo específico. El interés, por tanto, de la Comisión Episcopal de Enseñanza en orden a la ortodoxia de los contenidos a impartir es justificado y justificable. De no ser así, el adjetivo corre el riesgo de perder su identidad, de perder sus raíces o de manifestar lo que no es. La educación cristiana lo es por sus contenidos y finalidad y no por el nombre del colegio. Velar por la esencia del adjetivo es cuidar el fundamento mismo del modelo educativo cristiano, hacer que lo que es, sea, sin desvirtuarse, en todos y alguno de sus elementos y manifestaciones esenciales. Lo contrario sería aparentar lo que no es, descafeinar o desvirtuar el mensaje y, en consecuencia, defraudar a alumnos, padres, sociedad e Iglesia. Los idearios o Carácter Propio de los centros educativos cumplen esta finalidad: ofrecer un conjunto de valores, configuradores de un modelo educativo, en los cuales se forme eficazmente la persona. Ésta debe encontrar realmente en el colegio lo que éste públicamente les ofrece y aquello por lo que padres y alumnos libremente han optado.
 
q Ortopraxis
 
En este mismo sentido de cuidado y vigilancia por las raíces de lo específico, la autoridad competente, debe también cuidar atentamente la ortopraxis: la vida y conducta de todos los componentes de la comunidad educativa, singularmente de los educadores, para que el mensaje y el comportamiento de los mensajeros, el decir y el hacer, se unan sin contradicción. El ejemplo es doctrina a la que se une la vida, es palabra vivida. Decir y no hacer pone en duda la credibilidad de lo que se dice. De aquí la importancia educativa del ejemplo.
La pureza de la ortopraxis, sin embargo, se hace más difícil y complicada que la pureza del mensaje o doctrina, pues la debilidad –no la maldad– es connatural a todo ser humano. El tesoro lo llevamos en vasos de barro, por lo cual se hace imprescindible la separación expresa entre el mensaje y el mensajero, para que la debilidad o maldad de los mensajeros no afecte a la integridad de la doctrina. El mensaje cristiano siempre será un valor, se viva o no. El valor y la vivencia del valor se relacionan y distinguen como el mensaje y el mensajero, como el tesoro y el vaso de barro. Mejor si el mensajero vive, en su integridad, el mensaje que proclama, y el vaso es acorde con el tesoro que contiene; pero si no es así, ello no anula la valiosidad del ideal. La vivencia afecta a la credibilidad, pero no a la fundamentación. El valor siempre vale, no porque se viva, sino que se vive porque vale.
 
Los educadores hemos de insistir, a tiempo y destiempo, en la necesidad de la vivencia del mensaje, pero también, dada la debilidad de la naturaleza humana, en la valiosidad de la doctrina cristiana al margen de la conducta de los educadores, pues la identificación entre el mensaje y la vida, puede conducir a graves inconvenientes, tales como: contribuir al mantenimiento de una fe infantil, identificando lo bueno y lo malo con la conducta de los mensajeros, por lo que el escándalo de cualquier persona destacada en la jerarquía eclesiástica hace peligrar su fe. La razón es evidente: el fundamento no es Jesucristo (el mensaje), sino el mensajero. Con ello también desvirtuamos el mensaje, al hacer del medio el fin. Los mensajeros son «vasos de barro» que portan un «gran tesoro», sembradores y labradores, pero no la semilla que ocasiona el crecimiento.
Una educación, pues, fundamentada más en mensajeros que en el mensaje, necesariamente ha de ser defectuosa. De aquí que no pocos jóvenes manifiesten rechazo o indiferencia hacia la religión, al detectar, frecuentemente, entre educadores y mensajeros, la incongruencia entre lo que dicen y hacen. Los estudios sociológicos son unánimes en la valoración positiva del mensaje cristiano, pero también en la minusvaloración o rechazo a los mensajeros: sacerdotes, obispos, religiosos, etc. La fe cristiana subsiste por sí misma, posee valor propio, al margen del mensajero, pues éste siempre, por ser humano, será débil, defectuoso y pecador. Sacralizar excesivamente las personas tiene sus grandes riesgos educativos. La defensa siempre de la autoridad religiosa o educativa, sin reconocer faltas y pecados, beneficia a los mensajeros/educadores, pero perjudica al mensaje/educación.
Los hechos recientes de profesoras de religión, a las que no se le ha renovado contrato por su modo de vida, han ocasionado múltiples valoraciones, dentro y fuera de la Iglesia. Tales decisiones, siempre complejas, no sólo afectan a un aspecto o valor de la persona, sino a otros muchos: pérdida del trabajo, relación vida privada/ pública, personas en situaciones iguales/similares a las que no se le aplica la norma, etc., por lo cual, desde el punto de visa educativo, estas decisiones pueden provocar más escándalo que ejemplaridad. ¿Cuántos profesores de religión cumplen con el precepto dominical, reciben los sacramentos, hacen uso cristiano del dinero, saben perdonar, cumplen sus obligaciones profesionales…? La estricta ortopraxis, y en todos los aspectos del mensaje, haría imposible la figura del educador cristiano, pues «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra» (Jn 8, 7). La exclusión oficial debería dar paso a la autoexclusión, al constar el educador la incongruencia de su vida y las implicaciones educativas que ello comporta.
 
q Eficacia
 
Y todo ello en aras a la eficacia, pues toda acción educativa intencionalmente tiende a alcanzar la finalidad propuesta, pues sin eficacia la labor de tantos colegios sería estéril e inútil. La escuela ha de educar y la escuela cristiana ha de educar formando buenos cristianos, pues los colegios cristianos que sólo educan han perdido su identidad, su razón de ser al no producir el fruto deseado. «Por sus frutos los conoceréis… Todo árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7, 17-18). El árbol produce el fruto adecuado a su naturaleza y al grado de bondad del mismo, pues no es posible que un naranjo produzca manzanas, ni que un buen naranjo produzca malas naranjas. La calidad de los frutos nos remite a la naturaleza del árbol y a la bondad de sus raíces.
El árbol de la educación cristiana hoy, como siempre, se conoce por sus frutos específicos. La eficacia, en cuanto criterio de calidad, viene dada por la cantidad y calidad de los resultados, en función del sustantivo escuela y del adjetivo cristiana. Las investigaciones al respecto ponen de manifiesto el gran número de árboles que, al parecer, no producen los frutos deseados. El gran número de colegios católicos y el alto porcentaje de alumnos que cursan la religión en colegios públicos, no se corresponden con los resultados o frutos obtenidos. El descenso progresivo de jóvenes que abandonan el mensaje, por rechazo o indiferencia, es preocupante. Múltiples estudios, y de diversa procedencia, son coincidentes en este dato.
 
Recientemente la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis afirmaba este descenso, al dar a conocer los datos sobre la Enseñanza religiosa en los centros públicos y de titularidad católica, durante el presente curso académico 2001-2002: Los padres que han opado por la Ere de todos los niveles, incluido el bachillerato, ha pasado de 78.40% al 76.1%, es decir, un 2% menos. En los de titularidad católica es el 98.5%. «Significativa e incesante» es la caída que cada año se da en la Educación Secundaria Obligatoria. Este curso en los dos ciclos ha sido de 2,8 puntos. En el año pasado la disminución de alumnos fue de 4 puntos[6]. Las razones de este abandono son explicables si se tienen en cuenta factores sociales y académicos adversos y variantes en cada curso que inciden negativamente sobre la enseñanza religiosa católica» afirmaba, desde la Comisión de Enseñanza, su presidente el Arzobispo de Granada[7].
La falta de eficacia reside, sin duda alguna, en factores sociales que escapan al control de la Iglesia, pero también en factores internos relativos al profesorado, medios, métodos, motivación, contenidos, estructura de la Iglesia, vida de los mensajeros, etc. Sin una autocrítica sincera y fundamentada de los responsables de los colegios cristianos, difícilmente se va a superar este descenso «significativo e incesante». Es ilustrativo al respecto, que los datos sociológicos sean coincidentes en constatar el alto aprecio que los jóvenes manifiestan hacia el mensaje cristiano, así como la minusvaloración hacia los mensajeros[8]. Ello demanda un cambio que sólo es posible tras el reconocimiento de deficiencias y errores. Ejemplo al respecto dio el papa Juan Pablo II: pidió públicamente perdón por los pecados de la Iglesia en la ceremonia penitencial del 12 de marzo del año 2000.
 
 

  1. Fundamentos o raíces de lo específico: los valores evangélicos

 
Toda educación se fundamenta en valores, y toda educación cristiana en valores evangélicos. Tales valores se hacen presentes en las diversas actividades programadas por la escuela (asignaturas, relación educativa, ambiente, etc.), así como en las no programadas (currículum oculto). Ello, sin embargo, no es nada fácil, pues si educar en los valores más humanos y humanizantes se hace difícil, educar en los valores evangélicos se hace más difícil aún, por la adhesión a la fe que muchos de ellos comportan. La dificultad, sin embargo, en nada mengua la necesidad, sólo manifiesta la exigencia y hasta urgencia, de una mayor sabiduría, cuidado, dedicación y profesionalidad, ya que la carencia de los valores evangélicos conllevaría la pérdida de las raíces, de lo específico, de la razón de ser de la escuela cristiana en una sociedad plural.
Pero los frutos de la educación cristiana no se obtienen sólo por querer (buena voluntad), sino que también es necesario saber-hacer (profesionalidad), pues educar en los valores evangélicos no es sólo tarea vocacional, sino también de conocimiento científico. «Hacer» sin «saber-hacer» produce ineficacia, pues el cuidado y cultivo de los valores no se realiza de modo automático, sino mediante la adhesión interior del educando, convenciendo a éste de la bondad del valor, y no venciendo de modo impositivo.
 
Una tentación, pues, de los colegios cristianos consiste en imponer, a golpe de ley, la identidad, mediante la obligatoriedad de la Enseñanza religiosa, o la vivencia de actividades catequéticas, o bien la selección de aquellos alumnos que poseen la fe… Tales hechos, quizás socialmente los más llamativos de la confesionalidad, no son siempre los más educativos, pues estas actividades, como indican los datos estadísticos, se prestan lo mismo para hacer creyentes que agnósticos o ateos[9]. Además de sembrar, es necesario saber dónde y cómo se siembra en las circunstancias actuales.
La Sagrada Congregación para la Educación Católica sostiene la necesidad de conjugar todos los elementos del centro educativo en orden a su identidad, destacando el papel decisivo de los educadores, pues estos son los primeros responsables en la creación de un ambiente y estilo cristiano con la palabra y la vida. «Si no es así, poco o nada quedaría de la escuela católica»[10]. Si son laicos, aportan su testimonio de fe y competencia científica; si son religiosos ofrecen su carisma, «su vida al servicio de los alumnos, sin intereses personales, convencidos de que en ellos sirven al Señor»[11]. De este modo, la escuela está orientada a formar personalidades cristianas en las que se «funden armónicamente la fe, la cultura y la vida»[12]. n
 

Enrique Gervilla

estudios@misionjoven.org
 
 
    [1] Los datos del informe Foessa del año 1975, relativos a la familia, son significativos al respecto: El 82% de la población española piensa que los trabajos de la casa corresponden a la mujer, y sólo en caso de enfermedad de la esposa debe hacerlos el marido. El 51.9% opina que la educación de los hijos es tarea de la madre y sólo en casos excepcionales debe intervenir el padre. El 78.9% creen que la mujer debe estar en casa cuando el marido regrese de trabajar. El 62.2% opina que la mujer no debe tener actividad fuera del hogar sin permiso del marido. Un 68% afirma que la educación de la mujer debe estar orientada a atender a la familia, más que a aprender una profesión. (A. de Pablo Masa, «La familia española en cambio», en Estudios sociológicos sobre la situación social en España, Foessa, Madrid 1975, 357).
[2] E. Gervilla, Postmodernidad y educación. Valores y cultura de los jóvenes, Dykinson, Madrid 31997.
[3] La identidad, del latín «identitas–tatis», de «idem»: lo mismo, es lo idéntico, el hecho de ser una persona, entidad o cosa lo que es y no otra cosa. El principio de identidad reza así: «aquello que es lo que es y no otra cosa».
[4] Art.55
[5] E. Gervilla, Valores del cuerpo educando. Antropología del cuerpo y educación, Herder, Barcelona 2000, 139-145.
[6] «Vida Nueva», nº 2321, 16 marzo 2002, p.15
[7] Ibíd.
[8] Así la investigación de la Fundación Santa María, Jóvenes españoles 99, manifiesta una mínima valoración de la religión. Los jóvenes manifiestan que los dos ámbitos de menor importancia en sus vidas son la religión (6%) y la política (4%). Esta escasa fuerza del valor trascendente queda patente en las prácticas religiosas. Más preocupante todavía es constatar que no llega al 3% el porcentaje de jóvenes que señalan a la Iglesia como uno de los espacios en los que se dicen cosas importantes para la orientación de su vida. Datos similares hemos constatado este mismo año en la Universidad de Granada. El Grupo de Investigación de la Junta de Andalucía «Valores Emergentes y Educación Social», ha llevado a cabo la aplicación de un test de valores a todos los alumnos que inician sus estudios en la Facultad de Ciencias de la Educación. En la jerarquía de los diez valores analizados aparece primero el valor afectivo, y último el religioso. En éste ocupan una fuerte valoración los vocablos Dios, Jesucristo, caridad o misionero, así como una mínima valoración los términos: sacerdote, obispo, papa, clase de religión.
[9] E. Gervilla, La religión en la escuela: por qué y cómo, en «Misión Joven» 284(2000).
[10] Instrucción Dimensión Religiosa de la Educación en la Escuela Católica, Roma, 7 abril 1988, nº 26.
[11] Ibíd., 35.
[12] Ibíd., 33-34.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]