Estamos a tiempo de crecer en ternura

1 octubre 2004

Mari Patxi Ayerra
 
Mari Patxi Ayerra es madre, abuela y catequista
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La ternura nos humaniza y diviniza, sintetiza Mari Patxi Ayerra, en un mundo que sufre de su ausencia. Es una manera de vivir y se transmite del mil maneras. Se aprende desde el seno materno y es necesaria para la maduración y realización personal. Toda nuestra historia es una manifestación de nuestro aprendizaje de la ternura, que comienza en la familia, pero que es necesaria en todos los ámbitos. Las caricias mejora a las personas. Porque son una manera de comunicación, un regalo de sí mismo.
 
La ternura es la alegría del corazón, es la expresión clara del amor, es la explosión del afecto que brota entre las personas. Además es terapéutica, pues facilita la vida, tonifica y nos aleja del atolladero intelectual y activo en el que muchas veces estamos sumergidos. La ternura nos humaniza, nos hace como niños, necesitados de afecto y generadores del mismo. En el trasfondo de la vida humana, se suele recordar la infancia entretejida de ternura. Y aunque siempre se ha relacionado la ternura con la madre, no siempre es así, como veremos más adelante. A veces la ternura se recibe de los abuelos o de alguien que no tiene que ver con la familia, pero el niño siempre buscará a las personas que le traten de forma tierna y le sepan expresar el cariño, ya que en ello se fundamenta su desarrollo, su seguridad personal y su salud integral.
 
Nuestro mundo sufre una inmensa falta de ternura, lo que genera altas dosis de crispación y una fuerte insensibilidad hacia lo más noble del ser humano, que es su capacidad de amar. Muchas veces la ansiedad, angustia y frustración afectiva de las personas se manifiesta a través de enfermedades, que son el reflejo de sus carencias personales. La ternura no es debilidad, dependencia ni amaneramiento, sino el elemento necesario para el crecimiento en armonía y serenidad. Necesitamos del contacto cálido en nuestra vida y atrevernos a romper esa coraza que nos mantiene alejados de los otros, para aliviar la soledad y la falta de cercanía.
 
La ternura es algo que se aprende desde el momento de nacer, es más, yo creo que incluso antes de llegar a este mundo, cuando uno está en el claustro materno, ya está descubriendo la forma en que se expresan el amor sus padres y cómo se lo comunican a él. Como todas las cosas, se aprende por imitación. Y el niño inmediatamente comienza a sentir ternura alrededor, si su madre trata con cariño su cuerpo y va viviendo el milagro de sentir una vida en su interior. También capta el niño la delicadeza del padre hacia ese cuerpo ajeno al suyo, en el que se va produciendo ese fantástico acontecimiento, que le es algo más lejano que a la madre, pero, que, afortunadamente, cada vez se va viviendo más como algo entre los dos.
 
Se ha generalizado el que padre y madre acudan juntos a los ejercicios de preparación al parto, lo cual es muy positivo, pues se implica a la pareja en lo que está ocurriendo y se procura que el padre también sea lo más activo posible en la espera y en el momento del nacimiento. Ese primer momento de llegada a la vida ya recibe uno su gran primera lección de amor, según cómo se traten y le traten a él, sus padres; pero durante toda la existencia lo estamos aprendiendo, a través de cómo comunican el cariño los de alrededor, de cómo manifiestan su ternura o se la guardan para la intimidad.
 
La ternura es necesaria para la completa maduración personal y, quien no ha sido acariciado de niño, está psicológicamente herido y se lo tiene que sanear; ponerle nombre, reconocerlo y luego tomar contacto con su necesidad de amar y ser amado y ejercerla. De lo contrario, será una difícil pareja, un amante frío, o tomará al asalto lo que debería haberse ganado con ternura; quizá sea un padre o madre poco cálido o un amigo y compañero seco y poco encantador o un célibe ortopédico y reseco, que trata a los demás con asepsia afectiva, para no expresar lo que siente.
 
Dicen que cuando a un niño se le ha criado envuelto en ternura y caricias, esto repercute en su desarrollo físico y equilibrio emocional, así como en sus futuros comportamientos afectivos y en su felicidad. En cambio la ausencia de caricias para un bebé es una tragedia para ese ser, frágil y delicado, que se está preparando para afrontar la aventura existencial en la que el amor es el clima imprescindible para seguir viviendo. Algunas teorías recomiendan un mínimo de cuatro abrazos diarios para evitar la depresión y afirman que utilizar la caricia con frecuencia alarga la vida y eleva el tono vital.
 

  1. Todos hemos recibido nuestra lección de ternura

 
Cada persona lleva tatuados en su historia personal los aprendizajes sobre la ternura. Todos o casi todos los seres humanos hemos recibido ternura y nos ha sabido a miel, a dulzura, a delicia, a alimento de esa necesidad que tiene toda persona de amar y ser amada. También hemos aprendido a responder con ternura y a comprobar que, a los gestos tiernos, los demás responden con más de lo mismo, es decir, que la ternura genera ternura.
 
No puedo generalizar en este tema, pues hay personas que nunca han recibido una caricia, un gesto de ternura, una expresión de amor. En las familias desestructuradas, en las que la violencia está a flor de piel y el amor no se comunica, los niños, hambrientos de ternura, hacen lo que sea para recibir atención y cuidado y entonces se comportan mal y hacen cosas que molesten a los adultos para, ya que no reciben cariño, al lo menos, conseguir que se fijen en ellos. Pero también, entre la ausencia de ternura, se está aprendiendo esta lección, de que no hay que ser tierno, que es una ridiculez, que sólo existe la ternura en las películas o que es cosa de blandos y flojos el sacar a pasear los afectos y manifestarse tierno.
 
Trabajando con mujeres prostituídas, de las cuales una gran mayoría procedía de familias sin amor, de madres que habían recibido la noticia de su embarazo como una tragedia, y la llegada al mundo de esas niñas había sido solamente un trastorno, descubrí que, cuando ellas eran madres, no sabían expresar el cariño ni hacer caricias a sus bebés. Les llamaban con palabras soeces e insultantes y les daban todas las cosas materiales del mundo antes que un beso, un abrazo o una palabra de estímulo y ternura. Para ellas, el aprendizaje de la maternidad, de expresar el amor, era una de las asignaturas más difíciles de todo el proceso de acompañarles a ser persona, que se llevaba a cabo con ellas en los talleres. Querían a sus hijos con todo el alma, eran capaces de hacer por ellos lo que fueran, se exponían a toda clase de peligros para comprarles un traje de primera comunión o el juguete de sus sueños, pero luego no les sabían comunicar ese amor, eran incapaces de expresar la ternura que sentían en su corazón y que me consta era tan grande como la que yo siento hacia mis hijos, o incluso más, ya que yo cuento con que los míos tienen el amor de su padre, sus necesidades cubiertas y la aceptación social asegurada, de la que todos estos niños carecían.
 
Puede ocurrir el comportamiento opuesto, que es el exceso de ternura. Hay algunas madres buenas, casi siempre inseguras por carencias de amor, que van por la vida rezumando miel, formando invisibles telas de araña, en las que los hijos quedan atrapados. Ellas son incapaces de comprender el terrible daño que puede causar su solapado amor absorbente, que superprotege, infantiliza, impide el crecimiento personal, la adquisición de responsabilidades y la independencia de los hijos. Son las “madres araña”, cuya ternura invade, envuelve y les hace vivir una relación de dependencia eterna. Aunque sean adultos y vivan fuera del hogar, siempre se sentirán culpablemente agradecidos a esa madre sacrificada y salvadora que se entrega hasta el extremo, sin saber pedir ni educar hijos generosos.
 
Lo que más alimenta la seguridad en uno mismo y la necesidad de saberse amado es el montón de ternuras, detalles y caricias que han entretejido nuestra historia personal. Incluso para la autoestima es importante haber recibido caricias físicas y sociales.
 
Si en las familias nos supiéramos decir bien el amor, nos acariciaríamos muchísimo más, nos tocaríamos más, nos comunicaríamos mejor con un achuchón, un detallico, un favor, una sorpresa o una ternura cualquiera, que nos hiciera salir bien amados de casa, y así poder con la vida y vivirla con optimismo e ilusión. En cambio, el que sale de su casa y “han pasado de él”, o le han dado “una coz”, al servirle el desayuno, o al encontrárselo en el cuarto de baño, va al trabajo o al colegio un poco triste, desmotivado, sin ese impulso que te da el cariño para lanzarte a disfrutar la vida, a sonreír y a querer a los de alrededor.
 
Me gusta a mí mucho comprobar cómo con la edad he aprendido a manifestar la ternura, cómo los nietos sacan de mí expresiones nuevas, que no me brotaron de madre, y hoy, de abuela, disfruto más, si es posible, que lo hice de joven. Porque con los años he ido mejorando y creciendo, soy más sabia para decir el amor y para disfrutar de lo realmente importante de la vida. El haberme ido haciendo más contemplativa, más intensa, más persona, me hace gozar con los nietos, sentir su ternura, emocionarme de la de mi marido y extasiarme ante la forma de quererse de todos los míos.
 

  1. 2. La familia, escuela de ternura

 
La familia es el lugar donde se nutren los afectos, aunque mucha gente vive como si fuera el lugar donde se nutren los estómagos. En muchas familias viven juntos, pero su hogar se parece a una pensión. En él cubren sus necesidades básicas físicas, de alimento, cobijo, descanso y vestido; pero olvidan cubrir las necesidades psicológicas del ser humano, que son amar y ser amado, ser válido, ser autónomo y pertenecer. La expresión de la afectividad mediante la ternura ayuda a que uno se sepa querido y le fomenta la seguridad en uno mismo y la autonomía personal, así como la sensación de pertenencia al grupo familiar. Pero hay demasiadas familias en las que la ternura es un tabú, se ridiculiza cualquier manifestación de afecto y esto se arrastra durante toda la vida. Todos tenemos necesidad de que se nos quiera, se nos acepte y se nos valore, no por lo que tenemos y hacemos, sino por lo que somos. Todos, adultos y niños, tenemos necesidad de un “hogar”, es decir, un ámbito de calor humano, donde seamos acogidos, tratados y valorados con afecto, simpatía, misericordia y donde también se nos perdone. Sea una familia, una comunidad o el grupo en el que se viva.
 
Según los últimos estudios socio-psicológicos, una de las causas nucleares de la violencia ambiental se debe a la frustración de las necesidades existenciales, en concreto a la carencia de amor y de ternura. Porque en nuestra sociedad opulenta cada día tenemos más abundancia de cosas, de medios, de recursos económicos y técnicos y, sin embargo, va creciendo la sensación de anonimato, soledad, incomunicación y falta de calor humano.
 
Las nuevas parejas están ocupadas en su realización profesional y afanadas en pagar el piso y llenarlo de todo lo nuevo y lo mejor. Esto les hace pasar una gran parte de su tiempo en trabajar y gastar, y les queda poco tiempo para cuidar su relación, para expresar la ternura entre ellos, para mantener viva su historia de amor. Y muchos hogares se convierten en maravillosas pensiones, donde uno y otro consumen de todo, deprisa, descansan del duro trabajo y esperan a un futuro mejor, en el que poder tener algún hijo y vivir menos agobiados. Y cuando tienen un niño, les desestructura todas sus prisas y organizaciones, pues tienen que vivir absolutamente planificados y con una total racionalización de su trabajo profesional y doméstico. Por eso la llegada del crío es una gran alegría, que casi siempre suele suceder demasiado tarde, es decir, a punto de pasárseles la juventud, con dificultad para embarazarse, pues el estrés frena su ternura y su interés sexual y, tienen que recurrir, en muchos casos a la ayuda para la reproducción; pero también viene acompañada de un alboroto generalizado que les desestabiliza, inquieta y culpabiliza, pues no cabe un niño en esa vida laboral tan fuerte, de horario, competitividad, viajes, inseguridad y que se come todo su tiempo de ser personas.
 
La espera del niño la viven con ilusión, unida la pareja, con mucha ternura en la mayoría de los casos, si tienen sus necesidades económicas cubiertas, pero con el temor a qué van a hacer con este niño, si es que no hay unos abuelos disponibles, para vivir la crianza a medias. Aparentemente el recurso de los abuelos es muy positivo. Facilita el que no se sientan tan culpables de “abandonar” al bebé a los cuarenta días de su nacimiento.
 
Cuando lo recogen, al salir del trabajo, comienzan las carreras, se sienten culpables de no tener más tiempo para el niño y corren, van y vienen, para tener todo a tiempo. Le compran mil chismes, para suplir la falta de dedicación, y su ilusión se convierte en angustia, pues es muy difícil compaginar la vida laboral y la familiar. Así pasan unos años difíciles y tensos, en los que su ternura de pareja queda relegada, pues las prisas hacen que se traspapele el amor, que se deje en un segundo plano. Pondrán todo su interés en ser tiernos con el niño, pero las prisas y los agobios les hará comunicarse resecos y agobiados y la ternura, que sería el alimento de la vida familiar, se va perdiendo en aras de la eficacia y el hacer todo a su debido tiempo. Y si un día el niño amanece con fiebre, los padres, asustados, se echarán las manos a la cabeza pensando qué hacer con ese niño, dónde ponerlo, a quién encomendárselo, pues ni lo deberían sacar de casa, ni faltar ellos al trabajo. Así que el pobre niño pachucho, desvalido y necesitado de atención y ternura, se sentirá culpable del caos que organiza esa inesperada enfermedad, que pone a toda la familia patas arriba.
 
Así es como funcionan la mayoría de las familias de hoy en día. Si en alguna de ellas uno de los padres decide interrumpir su vida laboral, para dedicarse a la atención y cuidado de los niños, será más fácil que tenga tiempo para cuidar el afecto y para cubrir las necesidades cotidianas con ternura, calma y alegría; pero profesionalmente se sentirá un ciudadano de segunda categoría, en esta sociedad que valora, en primer lugar, el trabajo y el dinero como seguridad y realización personal.
 

  1. Todos somos un poco huérfanos de ternura

 
El ser humano autosuficiente, lleno de cosas y solitario, es una especie de “huérfano sin hogar”, individualista, desarraigado, desvalido y fácilmente manipulable, pues tiene un hueco en el corazón, de falta de afecto y de ternura, que no lo suple el móvil, los hoteles maravillosos, el coche fantástico o la casa de sus sueños. Todos necesitamos ser tratados con afecto en todos los ámbitos de nuestra vida. Ya se ocupan las grandes empresas de dar cursos de comunicación y de habilidades de relación para contentar a los clientes, porque siempre nos sentimos mejor cuando se nos trata con calidez.
 
Es frecuente comentar el trato que recibimos en la consulta de un médico o en cualquier servicio de salud. También es más probable que se sigan mejor las indicaciones recibidas si el profesional nos ha tratado cordialmente. La frialdad, la distancia o la indiferencia de la relación médica despersonalizan y merman la confianza del paciente. Porque la cordialidad se deriva de poner el corazón en la tarea, para confortar, animar y fortalecer el cuerpo y el ánimo del enfermo.
 
En el mundo sanitario la ternura es todavía más importante, casi sagrada, diría yo. Cuando uno anda entre enfermos, es decir entre personas que están en situación de mayor fragilidad y vulnerabilidad, debe ser muy consciente de que éstas están muy necesitadas de afecto, de mensajes de valoración y de detalles de pertenencia a las personas que les cuidan o les curan. Es bueno que sepan los profesionales de la salud cuánto se agradece un gesto tierno, una caricia en la mejilla, un achuchón, un apretón de manos, un toque en los pies, mientras te están contando cómo va tu caso.
 
El calor humano, la cercanía, la cordialidad, la amabilidad y la simpatía en la atención sanitaria dan eficacia a la tarea y generan salud. Su ausencia, en cambio, disminuye la eficacia de las intervenciones de los profesionales. La caricia, la ternura, la delicadeza debería ser el envoltorio de todo trabajo sanitario. Esto generaría relaciones de igualdad, de fraternidad, de sentirnos todos necesitados y necesarios al mismo tiempo.
 
Algún pensador ha escrito que las caricias mejoran la salud. Yo estoy convencida de que un masaje dado con cariño sana mucho más que uno dado asépticamente, aunque posea toda la ciencia del mundo. Hay médicos, enfermeros, auxiliares y personal de limpieza del mundo hospitalario, de los que brota la ternura y que son acariciadores, con su gesto, su sonrisa, su pregunta o su acompañamiento de la situación. Y su presencia cura, facilita, revitaliza y llena de optimismo al enfermo y a los familiares, que no hay que olvidar que están también muy necesitados de ternura y de caricias de todo tipo.
 

  1. La ternura es una manera de vivir

 
Uno elige cómo quiere relacionarse con los demás y con el mundo, y lo puede hacer desde la sequedad y la frialdad o desde la calidez, la ternura y la expresión clara y sincera del amor y el bienestar que produce el encuentro entre las personas. Todos somos necesarios y necesitados al mismo tiempo, todos dependemos unos de otros y vivimos interrelacionados. Si esta relación, además, se vive con calidez, comunicando el afecto e intentando crear un clima común de acercamiento, viviremos mejor y nos dejará una sensación profunda de encuentro, complementariedad y bienestar.
 
Es una actitud inteligente emocional saber comunicarse con ternura, dejar brotar el afecto, tratar al otro dignificándolo, magnificándolo y haciéndole sentirse importante, que es, en definitiva, como a todos nos gusta que nos traten. Nos hace sentirnos bien cuando la gente cuenta con nosotros y nos engancha el placer de la sensación de que nos necesitan. Por eso es esencial saber pedir y al mismo tiempo saber recibir. A todos nos gusta que nos pidan favores. Y es un gesto de ternura pedir, para darle al otro la oportunidad de sentirse bien dando. Cuando yo llamo a la puerta de mis vecinos a pedir un huevo, un trozo de pan o una caja de leche, estoy abriendo mi puerta para que luego me pidan a mí con naturalidad y sencillez. Porque si yo primero soy la que pido, la que me manifiesto necesitada y vulnerable, estoy generando relaciones de cercanía e igualdad.
 
En mi escalera circula la ternura en forma de detalles; nos pedimos cantidad de favores, compartimos cosas, adornamos el ascensor en navidad, montamos fiestas de vecinos, nos echamos una mano en los momentos malos, nos queremos y nos lo decimos, y todas esas caricias comunitarias, para mí, son construir el Reino de Dios, eso que consiste en tratarnos todos como si fuéramos de la familia.
 
Luego hay otros muchos tipos de gestos de ternura que enriquecen el vivir diario, como una notita que pasas a un hijo por debajo de la puerta, para desearle algo bonito cuando se levante; una pintada de felicidades, hecha en el espejo del cuarto de baño, con pasta de dientes; una tostada rica que te prepara uno, cuando vas mal de tiempo; preguntarte cómo te ha ido aquella actividad que creías que nadie se había enterado que tenías; decirte un piropo; un achuchón por el pasillo; un mensajito en el ordenador; una flor; una carta; escribir un recillo para ese amigo que está pasando un mal momento; un café que te ofrecen cuando estás tan tullido que eres incapaz de preparártelo; ofrecer las plazas libres de tu coche en la parada del autobús, un mensaje en el móvil preguntándome mi médico cómo me va con la nueva medicación; un plan sorpresa que alguien te prepara para demostrarte que te quiere, que recuerda tus gustos, que le importas.
 
Me doy cuenta de que esta lista de formas de comunicar la ternura, sería interminable. Y eso que no he incluído las caricias eróticas, esas que se viven con alguien en exclusividad, que conoce los rincones de tu piel, y tu los suyos, que te encandilan el corazón y te llenan el cuerpo de fiesta y de placer, y de las que uno se va haciendo experto en el correr de los años. Me molesta que en la sexualidad se habla mucho de genitalidad y de orgasmos y se habla muy poco de ternura y del saber acariciar “a fuego lento y con mesura, qué delicia de amor, ¡cuánta ternura!” (como dice Rosana en su canción). Esas caricias son tan importantes, tan especiales. Son parte de todo el placer sexual, ya que desde la primera mirada, hasta la terminación del encuentro sexual, ¡cabe tanta ternura! Es más, el éxito del amor está en el tiempo e interés que uno dedica a esas caricias.
 
La fantasía, la creatividad, la despaciosidad, la belleza, el ir contándose la vida al mismo tiempo que uno se recorre, se involucra y va participando, con los cinco sentidos, en ese juego de caricias mutuas, van preparando el cuerpo de los dos para la entrega, para la fusión perfecta, para el acople vital. He dicho con los cinco sentidos, pero también es muy importante utilizar el sentido del humor y reírse juntos en el acariciar. Una cosa bonita en la relación de pareja es que la ternura va creciendo con el tiempo, casi sin que te des cuenta, va envolviendo la relación y va tomando forma en detalles nuevos y en adivinar lo que le gusta al otro. Claro que, esto ocurre si has tomado la decisión de amar, porque si dejas que se te vaya muriendo la pareja, pues efectivamente se consigue el aburrimiento común y que el matrimonio sea, como dicen muchos, la tumba del amor. Y ahí no hay ternura, ni caricias, ni nada parecido, sino gestos físicos vacíos de contenido.
 
A todos nos gusta ver cómo se expresa la ternura una pareja enamorada, pero es mucho más impresionante observar la ternura de una pareja anciana que sabe decir el cariño, se miran acogedoramente, se cuidan mutuamente y con los años han aprendido a vivir juntos y parece que sus vidas palpitan al unísono, por los mil detalles tiernos que brotan en su trato.
 

  1. Dios es ternura

 
Yo creo que cuando uno vive en comunicación con Dios siente su ternura y es ahí donde recibe el mayor impulso para ser tierno, para hacer circular su Amor, que no es otra cosa que llenar la vida de detalles, de caricias, de actos que llenen el mundo de una explosión de misericordia, que es como se vive la verdadera vida, la gran vida, esa que El nos invita a vivir en abundancia… Las cosas del querer tienen tanto que ver con las personas como con Dios. Se supone que los que tenemos la vida unida a la de Dios, es decir, que nos alimentamos de su amor y pretendemos vivirlo y contagiarlo, deberíamos ser los más acariciadores, los más expertos en comunicación del cariño y en inventar detalles de ternura que le hagan al otro sentirse querido e importante.
 
La ternura, la caricia, es una forma de comunicación, es algo que tú regalas de ti mismo, algo que das al otro para hacerle la vida o el momento más bonito. Es algo tuyo o de ti que entregas espontáneamente, una especie de plus de calidez que añades a tu forma de ser y que brota del cariño. La ternura se expresa hacia fuera, pero hace crecer a la persona hacia dentro, ya que lo mejor que tiene el ser humano es su capacidad de donación. La ternura alegra al que la recibe y mejora al que la da.
 
¿No me estaré pasando? A ver si estoy centrándome demasiado en la vida de pareja y familia y estoy excluyendo a los célibes, recordándoles demasiado las caricias que se están perdiendo, por entregarse a otros hermanos, y les dejo llenos de envidia, fané y descangallados… Bueno, pues quiero aprovechar para recordar la ternura a los célibes, ya que, muchos de ellos, tienen mal rollo con su cuerpo y viven dificultad para ser cálidos y para tocar. Aunque una de las personas de las que más ternura he recibido, fue el sacerdote de mi comunidad, un gran maestro en el arte de comunicar el afecto; también los hay que te dan la mano “colgandera”, haciéndote sentir oscuro objeto del deseo, y yo creo que cuando uno se dedica a cuidar a otros, a querer, a acompañar sus vidas, hay que saber tocar con naturalidad, mirar a los ojos con ternura, dar un buen apretón de manos, un abrazo a alguien que sufre, una caricia al que está en la cama hecho polvo…
 
Un día sentía yo pena, al ver a un religioso comunicar a una señora la muerte de su hijo y, ante la madre derrumbada, él no era capaz de cogerle una mano, darle un abrazo, echarle un brazo por el hombro o llorar con ella. El estaba aséptico, informando de los hechos médicos. El pobre no supo acariciar esa vida que tenía delante y a la que le sangraba el alma. ¿Estaría controlando su voto de castidad?… Algunos van a llegar a la mesa del Padre, con la ternura sin estrenar, creyendo que eso es lo que le gusta a Dios…
 
Pero yo quiero decir que siempre estamos a tiempo de mejorar. La vida es crecimiento y si uno no ha desarrollado alguna parcela, siempre tiene la oportunidad de comenzar. No olvidemos que el único tiempo que nos pertenece es el aquí y ahora, así que es mejor olvidar lo que no supieron hacer conmigo, o lo que hice mal yo mismo, y aprender a conocer mis emociones y manejarlas, para poder expresarlas, y no quedarme con nada dentro, sobre todo lo positivo, lo afectivo, lo que nos acerca y da sensación de complicidad vital. Hay a quien le enseñaron en su familia a ser como el vinagre, que siempre dice algo ácido o amargo, y esto se queda como comportamiento vital, pero a base de conocer en su vida a personas, que eligen ser aceite, que suaviza, o azúcar que endulza la vida, uno puede tomarlos de maestros e ir cambiando actitudes, pues a la larga su entorno saldrá beneficiado, pero, sobre todo, él mismo se sentirá mejor, dejándose ser y expresando su potencial de amor, ese que todos llevamos dentro.
 
Es tan importante saber dar ternura como recibirla, acariciar como sentirse acariciado. Yo creo que la caricia tiene dos efectos, uno que hace sentirse bien a quien la recibe pues le proporciona afecto, seguridad, saberse importante o tener sensación de pertenencia a la persona que ha expresado su ternura. Y luego tiene un efecto sanador y positivo para el acariciador pues estamos hechos para la relación, para el encuentro, para hacernos la vida más bonita unos a otros y cuando tú produces amor o tienes un detalle de ternura hacia alguien te sientes más tú, te produce coherencia y bienestar interior, genera en los adentros una sensación de ser en plenitud, ya que tenemos todos una profunda necesidad de amar y ser amados y el actuar de esta forma nos hace sentir vivos. Todo lo contrario ocurre cuando somos ásperos, avinagrados, rasposos. El primero que se siente mal es el que ha actuado reseco y sin ternura, pues no se gusta por dentro, no se queda contento y, además, recibe el “feed back” de que no lo ha hecho bien, de que genera malestar alrededor y eso nos desasosiega a todos.
 
Yo puedo expresar el afecto y ternura hacia el ser humano, siendo acariciadora con mi mirada, con mi saludo, con mi interés hacia personas que me venden algo, cuidan mi jardín, barren la calle o me ofrecen una propaganda al entrar al metro. En ese momento mi gesto de ternura quiere comunicar apoyo, cercanía, relaciones de igualdad o simplemente agradecimiento y reconocimiento por estar ahí, haciendo ese trabajo u ofreciéndome algo que me es valioso. Yo puedo acariciar con mi mirada al músico que canta en el metro, y con ella le estoy dignificando, reconociendo su esfuerzo y valorando su arte. Si además me acerco y le digo que me encanta, o que me gustaría que se quedase una estación más y cantara otra canción, mi aportación económica no es una caricia, es justicia, sin más, yo pago por su trabajo; pero el interés y la cercanía es dignificar su persona, su trabajo y su momento.
 
La ternura y la caricia brotan de la parte más pura, más blanda, más amorosa de la persona. Y también son fragilidad, como todo lo tierno y te vuelven vulnerable, porque los duros pueden ridiculizar esa caricia tuya.
 
Deberíamos intentar que en nuestra vida cotidiana hubiera más ternura, más calidez, más caricias. Estar muy atentos a lo que nos gusta que nos hagan, para así hacérselo nosotros a los demás, como decía Jesús, que era muy inteligente emocional y sabía muchísimo de psicología y relaciones humanas. El recomendaba que amemos a los otros como a nosotros mismos, y eso es exactamente lo que hay que hacer, dar rienda suelta a la ternura y tratar a los otros como te guste que te traten a ti, tener detalles con los demás como necesitas que los tengan contigo.
 
La caricia perfecta sería aquello que te hace, dice, aporta o regala la persona adecuada en el momento oportuno. Algo que endulza un momento, lo facilita, lo simplifica o te levanta el ánimo y la fe en ti mismo. Cuando estás escuchando a alguien con empatía, tu postura y tu gesto de atención, interés y cariño están siendo tu mejor ternura, tu mejor acompañamiento. Tu atención silenciosa, cuando el otro te cuenta cómo se siente en la vida siendo él, es una caricia acogedora que activa la mirada, la escucha, la aceptación y la acogida.
 
No es necesario el contacto físico para que se produzca la ternura. Aunque el diccionario define la caricia como una expresión de cariño, mediante el roce suave del cuerpo, para mí es algo mucho más amplio No siempre es necesario tocar para hacer una caricia, puede ser verbal, física o material, pero yo creo que tenemos que tocarnos más las personas, pues nuestro cuerpo tiene tanta fuerza de comunicación, que es una pena privarnos unos a otros de un beso, un apretón de manos, un toque en la mejilla, un achuchón, un pellizco o una mano pasada por el hombro. Aunque corramos el riesgo de ser mal interpretados. ¡Son tantas las formas de comunicación no verbal que poseemos que no hay que desperdiciarlas!
 
Decidir acariciar es una actitud inteligente. Porque una autocaricia es sanadora. Si yo me levanto por la mañana, me miro al espejo y me digo a mí misma lo bien que estoy y las grandezas que puede hacer el Señor conmigo; si me dejo, me estoy dinamizando el día, fortaleciendo el entusiasmo y vacunando para salir a la frialdad de nuestras relaciones lejanas y burocratizadas. Y cuando acaricio a los de alrededor les estoy produciendo el mismo efecto. Se transmite el cariño, se eleva el optimismo, se aumenta la autovaloración personal y ejercemos los unos en los otros un efecto dinamizador y energetizador que nos alegra el cuerpo y el espíritu y nos ayuda a trabajar, relacionarnos y vivir con mayor entusiasmo.
 
Yo he tenido suerte porque me he encontrado muchas personas que me han enseñado a disfrutar la ternura. Tengo un hermano que mira con ternura, “sabe tocar”, besa despacico, achucha, y cuando le cuentas algo, te sientes como si hubiera acariciado tu historia junto a ti, con profundo respeto y con mucho cariño e interés por todo lo que te ocurre.
 
A propósito de las caricias, voy a contar un secreto. Yo, cuando me pongo en oración, cuando hago vacío total y me pongo a la escucha de Dios, en sintonía con su corazón y su ternura, le digo: “Te traigo mi día para que lo acaricies”. Y así voy intentando sintonizar mi vida con la suya, mi corazón con el suyo… Y, si me despierto a medianoche, o tengo un viaje largo de metro o un gran rato de pasear solos, le digo: “Vamos a acariciar juntos la vida de tu gente, y Tú, mientras, ocúpate de los míos”. Y entonces me voy dando un paseo mental, con El, por los hospitales, las cárceles, la noche loca de Chueca, los prostíbulos, las carreteras, las empresas que trabajan, los guardias jurados…
 
Me encanta cuando acuesto a mis nietos y me dice uno “Agüelita, me haces caricias un ratito?” Y a mí se me derrite el corazón de ternura, mientras, con mis manos, voy transmitiendo seguridad, cariño, y toda esta nueva corriente de afecto que me despiertan mis nietos.
 

  1. La revolución de la ternura

 
Yo creo que, a lo que estamos invitados los cristianos, es a cambiar este mundo, a inventar otro tipo de relaciones, a dejar fluir el cariño, a tratarnos a nosotros mismos con ternura y a sentir lo mismo por el otro. Para eso es importante que sepamos llorar las propias lágrimas, para poder acompañar las lágrimas de otros con ternura, que vivamos en continuo cambio, que desaprendamos conceptos que nos limitan y nos demos permiso para renovarnos, para evolucionar. Porque cuando uno no cambia está en involución, y las personas que no evolucionan son pequeños ladrones de la felicidad de los de alrededor.
 
Uno puede estar en el mundo siendo “persona problema” o “persona solución”. Las que eligen ser persona problema generan conflictos y discordias alrededor y estropean las relaciones humanas y los ambientes. Pero las que eligen ser persona solución son las que deciden mejorar este mundo y ser un regalo para los otros, son las que llenan la vida de ternura y cercanía, las que se atreven a decir el cariño, porque saben que la gente que nos rodea necesita ansiosamente nuestra atención y afecto, y las que se convierten en facilitadoras de relaciones, generadoras de vida y provocadoras de encuentro y fraternidad.
 
Dejar fluir la ternura que llevamos dentro nos sana, nos humaniza, nos diviniza. Nos ayuda a entender que cuando alguien se comporta, habitualmente, de forma agresiva, es porque está desequilibrado emocionalmente y todo ser dañado es un ser con baja autoestima. Pero esta ternura que brota de nuestro corazón nos vuelve empáticos con los demás, perdonadores de nosotros mismos y comprensivos de toda flaqueza humana. Además nos hace ser más libres para la comunicación de todo lo positivo que circula en el encuentro entre las personas y nos hace provocar vida, cercanía y sensibilidad.
 
Tendríamos que rebelarnos definitivamente contra la prohibición social de la ternura. Cada vez tenemos más máquinas expendedoras y más autoservicios alrededor. Se van automatizando las ventas de gasolina, bebidas, golosinas y casi todos los productos. Cada vez nos encontramos con menos seres humanos, al ir cubriendo nuestras necesidades básicas, y eso nos deshumaniza, nos aleja a los unos de los otros y nos incomunica. Si una persona no quisiera encontrarse con nadie, podría comprar todo lo que necesita a través de Internet o de máquinas, sin tener que hablar con nadie. Hasta la información telefónica nos la da una grabación mecánica. Poco a poco todos los servicios se van deshumanizando, por el hecho de no tener un ser humano con el que te encuentras. Nos podemos convertir en robots insensibilizados o en seres solitarios e infelices.
 
Pero necesitamos las relaciones humanas para vivir. El encuentro es la base sobre la que descansa toda la vida humana. Crecemos y maduramos como personas creando encuentros. Cuando se produce un encuentro se crea un campo de juego común, se comparte y multiplica la energía. Entrar en relación con alguien es romper la distancia, es mantenernos distintos, pero no distantes, y este encuentro nos energetiza, nos da plenitud y nos produce alegría. Romper un encuentro siempre es fuente de tristeza. La calidad de una vida es la calidad de sus relaciones, de sus encuentros y de la ternura que se genera en ellos.
 
Somos seres comunitarios, aunque se esté valorando en exceso el saber y el producir, y hay que rescatar la importancia de la ternura, del saber comunicar y provocar encuentros. Hay demasiados analfabetos emocionales que no saben crear vínculos. Mucha gente vive demasiado sola, aunque viva en familia o en comunidad, porque no se comunica, no expresa toda la ternura que lleva dentro.
 
Cuando uno apuesta por el encuentro y deja fluir la ternura de su interior, vive en comunicación con todo y con todos, se le enciende el ánimo, se le agudiza la imaginación y la vida se convierte en una fiesta. Porque afecta a todos los entornos de su vida, tanto al personal, como al familiar, comunitario, laboral, de ocio y social. Y así, allá donde esté generará cercanía, calidez y relaciones de igualdad.
 
Y cuando la ternura es el traje con el que uno se viste por la mañana, vive una relación positiva consigo mismo, mantiene una comunicación profunda con Dios y se siente dinamizado para construir el reino, que no es otra cosa que la explosión del cariño de unos y de otros para hacernos la vida más fácil y más humana.
 
Escribir estas líneas me ha hecho reflexionar sobre algunas “ternuras pendientes”. No puedo, mejor dicho, no quiero, esperar a mañana para decir mis sentimientos. Vale la pena vivir agrandando el corazón y dejar que los demás beban del manantial de ternura que Dios impulsa dentro de mí… y de ti… y de todos… hasta que nos encontremos con El, que será la maravillosa explosión de gozo y de ternura que llenará todos nuestros huecos e insatisfacciones. Mientras, aunque no es muy formal terminar así un artículo, ahí va un abrazo tierno.

                                                                                                                                                         MARI           PATXI AYERRA

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