Eutanasia: aspectos éticos, jurídicos y pastorales

1 noviembre 2006

Eduardo López Azpitarte
Facultad de Teología (Granada)

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La eutanasia ha sido siempre un problema debatido. El artículo analiza en primer lugar algunas conductas que actualmente parecen aceptables. Después se centra en el actual debate en torno a la eutanasia involuntaria y voluntaria, perfilando su verdadero significado, y valorando la argumentación y razones tanto de la visión humana y secular (autonomía, calidad de vida, muerte digna), como de la visión creyentes y las razones teológicas (soberanía del Creador, sentido de la esperanza cristiana). Finalmente debate los pros y contras de su posible legalización.
 
El problema de la eutanasia, aunque con otros términos y prácticas, está ya planteado en épocas muy antiguas. Aunque el famosos Juramento de Hipócrates impone la obligación médica de no provocar ni ayudar a la muerte de ningún enfermo, otros grandes filósofos, como Platón, Séneca, Epícteto o Marco Aurelio se muestran favorables a esta práctica. El argumento de fondo ya estaba presente: la muerte es mejor que una vida sin sentido y con sufrimiento. Cuando Tomás Moro -recientemente canonizado- dibuja la imagen de una sociedad ideal, en ella aconsejan al enfermo que es perjudicial y molesto para los demás y pesado para sí mismo “a que se decida a no consentir más esa pestilente y dolorosa enfermedad Y viendo que su vida no es para él más que una tortura, que no sea reacio a morir sino mejor que cobre buenos ánimos y se desembarace a sí mismo de esta dolorosa vida como de una prisión o de un potro de tormento, o permita de buen grado que otro lo libre de ella”.
En nuestra cultura moderna, el derecho a morir con dignidad se ha universalizado en todas partes. La calidad de vida que hoy se exige para que la existencia se considere digna; y la autonomía de la persona para que cada uno pueda decidir con su libertad responsable son los argumentos que se utilizan con mayor frecuencia. Que se busque la forma de vivir y morir de la mejor manera posible es un objetivo digno y aceptable, que nadie se atreverá a negar. El problema radica en ponernos de acuerdo sobre lo que significa una muerte digna y con qué medios es posible conseguirla.
Cualquiera que conozca un poco los debates actuales capta de inmediato la enorme ambigüedad del lenguaje que se emplea. Bajo un mismo término, como el de eutanasia, se encierran múltiples comportamientos que merecen una valoración ética diferente. Yo creo sinceramente que se trata de una confusión pretendida, pues así, cuando con ese nombre se hace referencia a prácticas razonables, sensatas y éticamente aceptables, se demuestra con extraordinaria facilidad la conveniencia y justicia de su legalización, sin explicitar tan claramenteotras conductas que pueden ser condenables. Por ello, Intentaré exponer, en primer lugar, aquellos puntos en los que todos estamos de acuerdo, para analizar después aquellos otros que están más controvertidos.
 

  1. Conductas aceptables

 
Todos estaríamos también de acuerdo en que, cuando llega el momento final, la supresión de ciertas prácticas quedan por completo justificadas. Si los medios que se utilizan solo sirven para prolongar una situación sin futuro y con un coste humano excesivo, o únicamente ayudan a mantener una vida que definitivamente ha perdido su condición humana, nadie pone reparos en esas omisiones. Diferir un poco más la muerte, en esas circunstancias, no tiene ninguna justificación, a no ser que se conservaran las constantes cardio-respiratorias para un posible trasplante, o el mundo de los sentimientos afectivos pretendiera, sin apoyo justificable, agotar todas las esperanzas. Excluir la obstinación terapéutica es una verdad que no entra en discusión. Si son lícitas semejantes omisiones, aunque aceleren el proceso de la muerte, es porque, precisamente en esas circunstancias, no se da ninguna obligación ética de utilizar aquellos medios que serían obligatorios en otras ocasiones diferentes.
Reconocer la licitud jurídica de estas prácticas, que no incluyen la eutanasia en su sentido más estricto, no suscita ninguna dificultad, ni siquiera desde el punto de vista ético, pues alcanzan una valoración positiva y unánime. Sería, incluso, una defensa del personal sanitario, como ya se ha pedido en ocasiones, contra posibles denuncias por delitos de acción u omisión como causantes de muerte o negligencia en el cumplimiento de sus deberes.
El tema de la alimentación e hidratación artificial, cuando el enfermo, en estado de coma, ha perdido la capacidad de alimentarse por sí mismo, es motivo de mayor discusión. Hoy se insiste mucho en distinguir con claridad un estado de coma, que no puede considerarse como definitivo, de aquel otro en que la condición vegetativa se hace crónica e irreversible. Determinar cuándo se da el salto de una situación a otra es un problema que pertenece al campo de la medicina. Es evidente que, mientras exista la posibilidad de una recuperación, el tratamiento se hace obligatorio. La discusión surge cuando la condición vegetativa del enfermo, según criterios científicos, se hace irrecuperable.
Algunos autores, partiendo de la distinción entre cuidados y tratamientos, afirman que es lícita la interrupción de estos últimos, que tienen como efecto una curación que se ha hecho imposibles, pero que no se debe renunciar a los primeros por tratarse de ayudas que el enfermo necesita, como son la alimentación y la hidratación artificial.
Otros, sin embargo, se preguntan por qué, en una situación como la apuntada, no se van a poder retirar estas ayudas artificiales, cuando es lícito suprimir otros recursos que también adelantan la muerte, para evitar una prolongación absurda de la vida en esas condiciones. De la misma manera que a un individuo que no puede ya respirar se le desconecta de su aparato, que también lo necesita para sobrevivir, a otro, incapaz de comer, se le podría suprimir su alimentación artificial, que, como en el caso anterior, sólo sirve para prolongar su agonía, sin ningún otro beneficio, según la opinión de la medicina. Algunos documentos, incluso del mismo magisterio de la Iglesia, no dan un rechazo categórico, y son bastantes los moralistas actuales que aceptan esta interrupción, como una forma de evitar el encarnizamiento terapéutico. Solo sería obligatorio aquello que se juzgara necesario para evitar todas las molestias que se puedan. En cualquier caso, ambas opciones serían éticamente aceptables.
 

  1. Rechazo de la eutanasia involuntaria

 
La eutanasia, en su sentido más estricto, es provocar la muerte a un enfermo terminal, de manera voluntaria y directa, con la intención de evitarle mayores sufrimientos. Nadie, por el momento, se atreve a pedir la tolerancia civil de la eutanasia involuntaria, sin tener para nada en cuenta el querer del propio enfermo. Es un aspecto en el que, por ahora, existe también un convencimiento generalizado. Y es que aceptar que alguien tiene capacidad para dar la muerte sin ningún tipo de justificación, sino por el simple hecho de aplicarla a una persona vieja, inútil, anormal o moribunda, sería suficiente para destruir la base de aquellas relaciones humanas más fundamentales, como las que deberían de existir con la familia y el médico, las dos instancias más comprometidas en la defensa y protección de la vida. Sobre cada anciano o enfermo grave pesaría siempre la sospecha y el miedo de que el personal sanitario o los familiares cercanos, en lugar de ayudarle a morir con dignidad, se convirtieran en ejecutores de su muerte.
El acuerdo, por ahora, es suficientemente mayoritario, pero el riesgo de avanzar también por ese camino está presente dentro de nuestra cultura de bienestar. El simple hecho de existir no parece digno ni apetecible, si no va acompañado de otra serie de cualidades que lo hagan justificable. Y como la posibilidad de una vida mejor irá cada día aumentando, el nivel mínimo para vivir se pondrá también en cotas más altas. Lo cual llevaría a descartar de la existencia a toda persona que no supere las condiciones exigidas.
Es verdad que el lenguaje que se utiliza está lleno de otros eufemismos más suaves y generosos, como si lo único que preocupara fuera la felicidad que deseamos para el otro, pero la realidad es mucho más dura y dramática: nos cuesta dejar espacio en nuestro mundo a todo aquel que, por un motivo u otro, no responda al proyecto que le hemos trazado. Y frente a este ambiente que subrepticiamente se propaga, habría que defender con fuerza que la dignidad de la persona no radica en las cualidades de cada sujeto, sino en el hecho de su existencia. Ninguna limitación o deficiencia despoja de los derechos fundamentales que dimanan de su ser. Pero ¿debería aceptarse la eutanasia voluntaria, pedida por el mismo enfermo?
 

  1. Desde una visión secular y humana

 
Si, por el momento, prescindimos de la dimensión religiosa, la misma tradición jurídica occidental ha insistido siempre en que la vida es un bien social y que, por ello, nadie puede atentar contra la ajena, ni siquiera disponer de la suya propia. No solo el asesinato, sino también el suicidio aparecen como condenables. Se trataría de una norma más bien paternalista que busca evitar cualquier atentado contra ella, como un bien inalienable del que nadie puede disponer, ni siquiera el propio individuo como responsable y propietario de su existencia.
Sin negar la conveniencia o necesidad de ciertas normas paternalistas, son cada vez más los que propugnan el derecho a la libre disposición de sí mismo, como el valor prioritario en el campo de la vida. La autonomía personal, como principio básico de toda filosofía jurídica, quedaría enormemente limitada si se prohibiera esta decisión en personas conscientes y responsables. En este sentido, el suicidio lúcido y razonable no debería penalizarse, en una sociedad que defiende con ahínco la autonomía de cada persona.
Desde este planteamiento, la ética se siente sin recursos eficaces para probar que el ser humano no puede disponer de su vida, ni siquiera en aquellas circunstancias en las que, con serenidad y lucidez, llega a la conclusión de que no vale la pena vivir y, en lugar de esperar a unos procesos biológicos irreversibles, prefiere acelerar su muerte, como una decisión responsable y, en ocasiones, hasta altruista. Darse la muerte no tiene por qué ser siempre una reacción enfermiza o un gesto de cobardía. Los que trataron de vivir dignamente también quieren morir con dignidad. Aunque el amor a la vida sea una querencia natural y tampoco pueda negarse la dimensión social de la existencia, tales argumentos no resultan aplicables y convincentes en todas las circunstancias, ni a todas las personas.
Por eso, cuando la vida ha perdido esta característica, el derecho a morir se convierte para muchos en una alternativa aceptable. Una opción que si no se debe imponer a nadie, por tratarse de un gesto muy personal y responsable, tampoco debería prohibirse a ninguno que desee libremente tomar esta última decisión. Reconocer con realismo estas dificultades me parece un camino mejor que insistir en la obligación ética de conservar la vida como un bien social. Sería absurdo que la ley penalizase a la persona que prefiere causarse la muerte antes que vivir en condiciones indignas. Esta es la argumentación básica que se alega para exigir el derecho a quitarse la vida.
 

  1. Desde una perspectiva religiosa

 
La aceptación de Dios, como el único dueño y señor de la vida, ha sido la razón primera y más fuerte para la condena del suicidio y de todo atentado contra la vida. Por eso la mayoría de los teólogos piensan que la única prueba hay que buscarla en una argumentación específicamente teológica. Una argumentación que se ha venido repitiendo hasta los últimos documentos de Juan Pablo II. Provocarse la muerte sería un atentado contra la soberanía del creador, el único que puede determinar cuándo comienza y en qué momento termina la existencia de cada criatura.
Semejante argumento, sin embargo, tiene dos serias dificultades. En primer lugar, solo resultaría eficaz para aquellos que tengan fe en su existencia. Utilizar esta justificación en un mundo agnóstico y cerrado a la trascendencia no tendría ninguna eficacia. Y en segundo lugar, son cada vez más los moralistas católicos que aceptan la autonomía del ser humano, recibida como regalo de Dios, para tomar decisiones sobre su propia vida. La imagen del creador quedaría demasiado empobrecida, si el obsequio que nos hace para existir, no lo entregara por completo a nuestra disposición, sino que se reservara la propiedad de la que no podemos disponer.
No entro ahora en la discusión de este argumento. Creo que semejante postura, a la que personalmente me siento más inclinado, no es incompatible con los datos de la revelación, ya que no niega ninguno de aquellos que aparecen como fundamentales Aceptar, sin embargo, este poder no exime de la responsabilidad para descubrir lo que Dios puede querer en cada situación.
Es verdad que, a partir de esta premisa, algunos aceptan la licitud del suicidio, incluso entre autores católicos, cuando la vida quedara despojada, por diferentes circunstancias, de toda significación. La conclusión me parece, sin embargo, un poco exagerada, si el problema se analiza desde una visión profundamente religiosa. Es un punto en el que yo creo que la fe aporta un plus que va más allá de la razón. No se trata de construir una imagen de Dios, demasiado infantil y gratificadora, para vincularlo de una manera directa con todos los hechos que nos afecten, tanto positivos como negativos. Él no es el responsable inmediato de todo lo que acontece, ya que su gobierno providente respeta las leyes de la naturaleza, que explican muchas catástrofes, y la libertad humana, que determina otras muchas tragedias.
 

  1. El gran regalo de la esperanza cristiana

 
Su providencia es universal, pero misteriosa y, por ello, no es posible comprender todos los caminos de la historia. Ni siquiera hay que buscar la cruz como algo benéfico y positivo. Una falsa interpretación de la muerte vicaria de Cristo ha dado lugar a exponer con un cierto sadismo el valor cristiano del sufrimiento Y la imagen del Padre que Jesús nos revela tiene otras características muy diferentes. Manifestó su mesianidad realizando múltiples signos para liberar a las personas de toda clase de males, aunque la vida sea dura y no se consiga escapar por completo de tales amenazas. Tampoco promete ninguna felicidad humana, como si el creyente quedara inmune de cualquier sufrimiento.
Pero sí es verdad que el Dios que acogió el fracaso y la muerte de Jesús, para resucitarlo del sepulcro, nos enseña que la cruz no fue su palabra definitiva. Desde ese momento hace posible, aunque no lo comprendamos fácilmente, que ninguna realidad, por muy negativa que sea, termina siendo estéril e infecunda. El cristiano auténtico sería, entonces, aquel a quien nada ni nadie le pueden despojar de esta enorme esperanza. No quiere el dolor, bajo cualquiera de sus múltiples rostros, pero es capaz de reconciliarse con él y hasta convertirlo en una bienaventuranza, porque siempre le queda una salida para esperar, un estímulo para continuar adelante, sin dejarse vencer por la amargura o desesperación. La fe puede llenar de contenido lo que, desde una simple perspectiva humana, resultaría absurdo e insensato.
Por eso sigo creyendo que, desde esta óptica sobrenatural, no existe ninguna razón para que el creyente abandone voluntariamente la vida, a no ser que fuera la única alternativa para que otra persona pudiera vivir. Aún en la circunstancia más terrible le queda siempre una salida para esperar, un estímulo para continuar adelante, sin dejarse vencer por la amargura y la desesperación. Lo difícil, en estos casos, es alcanzar y sentir la hondura y profundidad de esta experiencia religiosa.
El creyente, por tanto, puede encontrar en su fe una fuerza impresionante para afrontar el encuentro con la muerte en cualquier circunstancia o situación. Sabe, además, que, en esos momentos, no existe una actitud más evangélica que la de entregar su propia vida al Dios que se la dio, como gesto de gratitud y ofrenda. La frase de Jesús, en la parábola del buen pastor, debería servir como un recuerdo duradero: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida… Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente” (Jn 10,17-18). Y dejarse en sus manos es confiar en su amor misericordioso.
Comprendo que, sin esta motivación de fondo, sea posible aceptar, de manera lúcida y altruista, que existen circunstancias en las que es mejor morir, en lugar de quedar condicionado por unos procesos biológicos irreversibles que conducen también a una muerte inevitable. Elegir esta opción no es siempre una reacción enfermiza o un gesto de cobardía. Los que trataron de vivir dignamente también quieren morir con dignidad.
 

  1. La eutanasia querida y voluntaria

 
Todos los partidarios de la eutanasia basan su justificación en el derecho a una muerte digna para evitar unos momentos finales demasiado dolorosos e inhumanos. La respuesta de los que defienden también este objetivo, junto a otras muchas instituciones sanitarias, busca la solución por otros caminos diferentes a través de la medicina paliativa. Una forma intermedia que impide caer tanto en el absurdo de la obstinación terapéutica como en la práctica de la eutanasia. Su único objetivo es mejorar la calidad de vida en la etapa final, buscando la respuesta más adecuada a las múltiples necesidades físicas, psíquicas, sociales y espirituales del paciente y de su mismo entorno familiar
Reconozco que, si no existiera otra posibilidad que dejar al enfermo morir en medio de atroces suplicios, negar la licitud de la eutanasia sería incomprensible y cruel. Decir, como hoy se repite, que se demanda para precaver una muerte poco menos que insoportable, es una afirmación falsa. La medicina está capacitada para eliminar o, al menos, hacer perfectamente tolerable el dolor de estas situaciones. Incluso, sin buscarla como una solución inmediata y más cómoda, la sedación que llevara a una pérdida de la conciencia, si no hubiera otra alternativa, sería un tratamiento aceptable. Prestar una atención mayor al enfermo desde el punto de vista médico, psicológico y afectivo, para que su muerte sea serena y tranquila, me parece una alternativa mucho más razonable y humanizante que responder a su demanda inmediata.
Cuando un enfermo expresa de alguna forma su deseo de morir, no es la muerte lo que primariamente busca, sino acabar con esa serie de condicionantes -dolor, soledad, incapacidad propia, sentimientos de molestia y estorbo, miedos interiores, depresiones normales, agotamiento, y un largo etcétera- que le hacen la vida demasiado dura e insoportable. Por debajo de su petición, hay otras demandas más profundas a las que habría que responder con un sentido prioritario. Si el deseo no desaparece, habría que preguntarse si se le presta la ayuda y, sobre todo, el afecto que en tales circunstancias necesita con mayor urgencia. No quiero afirmar que el que lo solicita esté siempre privado de este clima afectivo, pero habrá que plantearse, por lo menos, si las atenciones y cuidados no condicionan su petición.
El dolor físico no es siempre el más importante, ni el más difícil de curar. La existencia entera está llena de múltiples heridas, que requieren por parte de los que están más cercanos la delicadeza y preocupación para aliviar tantas penas y soledades. Aunque el objetivo no se consiguiera, la obligación por responder a sus necesidades nunca desaparece.
 

  1. El miedo a convertirse en un estorbo

 
Cualquiera que haya tratado con personas que se acercan hacia el final, constata el profundo miedo interior que existe ante la posibilidad de ser un estorbo, una carga difícil de soportar para todos aquellos que le rodean. Muchas veces, el dolor de reconocerse como un peso muerto, dependiente para todo de la buena voluntad ajena, es más hondo y humillante que cualquier otro sufrimiento. La imagen empobrecida de la propia dignidad les resulta demasiado hiriente para poder soportarla. He oído en esos momentos a bastantes personas que, aunque no pidan que se les ayude a morir, están deseando la muerte. Creo, sin embargo, que hay una explicación más profunda sobre la que conviene reflexionar. El manifestar sus deseos de que todo termine cuanto antes pudiera ser también una demanda, más o menos inconsciente, para buscar una respuesta positiva a su angustia: constatar si su vida, aun en las condiciones más deficitarias, sigue siendo una riqueza y un valor humano para aquellos que le rodean.
Es cierto que el cuidado de estas personas puede producir sentimientos de cansancio, hartura, pena, compasión, angustia, que el propio paciente capta a través de múltiples mensajes implícitos. Lo que perciben con esos gestos significativos reafirma y acrecienta la idea de que son completamente inútiles y que sus vidas ya no tienen sentido para nadie. El deseo de morir surge, porque sienten que ya están, de alguna manera, muertos y rechazados en su ambiente. Si piden la muerte real es por el dolor que experimentan al descubrir que, simbólicamente, la sociedad ha firmado ya el acta de defunción. Es como si la dignidad que aun resta por dentro les impidiera reaccionar contra la sentencia que le han dictado y contra la que no cabe ningún recurso. A un enfermo sostenido por este ambiente humano, rodeado de cariño y aliviado en sus dolores con las técnicas apropiadas, que vivencia la alegría con que se les atiende en sus necesidades y siente que su vida tiene aún significado para lo que le rodean, no suele pedir que le anticipen el momento final.
Una ley tolerante, por mucho que se diga lo contrario, irá creando y favoreciendo un estado de opinión en el que todos aquellos que sospechen no alcanzar el nivel de vida, que se valora como indispensable, tendrán la certeza fundada de que la sociedad preferiría excluirlos, como seres que no merecen compartir la existencia, aunque no se atreva a eliminarlos por su propia iniciativa. Existirá, sin embargo, una presión psicológica latente para pedir su eliminación y no sentirse cargas insoportables para los demás.
Nadie debería, entonces, extrañarse de que el cristiano desee esta buena muerte, serena y tranquila, y la busque también para los demás, como la opción más humana, aunque no se tenga el consuelo de la fe. Pero comprendo que permanece sin resolver el problema de fondo. Si existen personas que, desde la honestidad de su conciencia e, incluso, de su fe, están convencidas de que poner fin a su existencia es una opción honrada, altruista y hasta generosa, ¿por qué no permitir que actúen en coherencia con su visión personal?
 

  1. El problema de la legalización

 
Ya he dicho antes que sería absurdo penalizar a la persona que, de forma lúcida y razonable, toma la decisión de quitarse la vida. Es más, a no ser que existiera el convencimiento razonable de que semejante opción es consecuencia de un serio desajuste psicológico, o de una presión externa que elimina su libertad, nadie debería impedirle la consecución de su objetivo. El testigo de Jehová, por motivaciones religiosas, o el que opta por una huelga de hambre, aunque las razones aducidas no se compartan ni parezcan razonables, merecen que se respete la resolución que para él está justificada. Ir contra su voluntad deliberada y honesta sería un atentado contra su autonomía personal, como si se tratara de un niño sometido a la autoridad paterna.
Como, por otra parte, se trata de una decisión libre y voluntaria, a la que nadie debe sentirse obligado, no existe ningún motivo serio para que la ley no respete esta decisión responsable. Luchar contra su tolerancia jurídica es más bien, como algunos afirman, un signo de intransigencia y una falta de respeto a otras ideologías diferentes.
Ciertamente que la ética civil, en una sociedad pluralista, ha de respetar, por una parte, el derecho inalienable de cada ciudadano para actuar conforme a su conciencia, siempre que su ejercicio no vaya contra el bien común; y que la búsqueda, por otra, del mayor bien posible en cada situación puede permitir y tolerar lo que no está de acuerdo con las exigencias de una moral concreta. Ante una persona que, con honestidad, lucidez y reflexión, prefiera morir antes que mantenerse al final de su vida en unas condiciones que le resultan inaceptables, no existen argumentos convincentes para negarle su petición. Aunque otras, en las mismas o peores circunstancias, por motivaciones humanas o religiosas, prefieran esperar tranquilamente el último momento.
Es evidente, por tanto, que ayudar a morir al que lo haya demandado con todas las garantías no puede compararse con un asesinato, aunque a veces se utilice ese término. Pero este respeto a la decisión democrática que un día se tome no impide exponer y fundamentar las razones que justifican un planteamiento determinado. Y aquellos que se oponen a una legalización de la eutanasia, en su sentido estricto, no lo hacen sólo por motivos religiosos o fanatismos intolerantes, sino que aportan también datos y reflexiones que no conviene olvidar en un debate público. Como son muchos los factores que entran en juego, la prudencia política debe analizar las ventajas e inconvenientes de cada opción para legalizar aquella que parezca la más favorable. Es un tema que, antes o después, se va a plantear en la sociedad española El diálogo no puede fundamentarse en motivaciones religiosas, pero tampoco en razones de simple interés político. Los peligros y riesgos son evidentes, sobre todo, porque hay valores muy importantes que no se deberían marginar, aun reconociendo que la legislación civil tampoco se atreverá a penalizarla en todas las circunstancias y con las garantías suficientes.
El argumento de la pendiente deslizante, cuando se abre la puerta a una primera excepción, no deja de ser ambiguo, pues trata de atemorizar más que de convencer con razones. Pero, sin dramatismos excesivos, el peligro de ir más allá de lo que, por el momento, se pretende, no es ninguna exageración. Ya hay autores que no quieren hablar de persona humana, mientras que ésta no posea la autoconciencia, la racionalidad, el sentido moral, aunque en grado mínimo, y la posibilidad de que estas cualidades puedan constatarse empíricamente. Si la vida no merece un profundo respeto y se considera una carga absurda y molesta, cuando no alcance determinadas condiciones socialmente aceptadas, eliminarla por compasión para evitar sufrimientos, gastos inútiles y excluir a seres que perdieron su perfil humano, será también una opción coherente. El paso de la eutanasia voluntaria a la impuesta, sobre todo cuando el individuo no tenga capacidad para intervenir en la decisión, se haría casi inevitable. De hecho, en los mismos proyectos de regulación, esta práctica se considera con una serie de eximentes que favorecerían su tolerancia penal.
 
En nuestra sociedad progresa imparablemente la mentalidad anti-vida, por la que se excluye a todos aquellos que no alcancen un nivel suficiente. No queremos dejar espacio a quienes, por cualquier motivo, no aprueben un examen de calidad. La defensa radical de la existencia humana sigue siendo el motivo para el rechazo de la eutanasia. Y si el argumento más fuerte para su aceptación es ofrecer una muerte serena y tranquila, resulta demasiado contradictorio exigir su legalización, cuando la medicina actual ofrece ayudas y alivios eficaces para conseguir ese objetivo.
 

EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE

estudios@misionjoven.org

 
 
Cf. D. Gracia, Historia de la eutanasia, en AA.VV., La eutanasia y el arte de morir, Comillas, Madrid 1990, 14-32. J. Drane, Eutanasia y suicidio asistido en las culturas antigua y contemporánea, Humanitas 1 (2003) 23-32.
T. MORO, Utopía, Ediciones Orbis, Barcelona 1984, 163. No hay que recordar que su canonización está motivada mucho más por su martirio, al no aceptar el divorcio de Enrique VIII, que por sus ideas filosóficas.
El modelo de Testamento vital propuesto por la Asociación Derecho a Morir Dignamente, podría firmarse sin ningún inconveniente ético, pues nunca explicitan con claridad la admisión jurídica de lo que nosotros hemos definido como eutanasia, aunque en la explicación del texto se hable de ella, se acepte en la propia ideología e implícitamente, por tanto, se suponga en la declaración. Este documento puede encontrarse J. Gafo, La eutanasia. El derecho a una muerte digna, Temas de Hoy, Madrid 1990, 162-164.
M. Iceta, Futilidad y toma de decisiones en medicina paliativa, Caja Sur, Córdoba 1998. J. García Férez, Ética de la salud en los procesos terminales, San Pablo, Madrid 1998. J. Vielva Asejo, La eutanasia y el debate entre matar y dejar morir, Miscelánea Comillas 58 (2000) 397-425.
Ver, por ejemplo, M. Faggioni, Stato vegetativo persistente, Studia Moralia 36 (1998) 523-552 y 37 (1999) 371-411. N. Blázquez, Bioética. La nueva ciencia de la vida, BAC, Madrid 2000, 339. N. Comoretto, – A. Spagnolo, Significato della nutrizione e idratazione artificiali: Medicina e Morale 54 (2004) 179-194. J.-R. Flecha, Bioética. La fuente de la vida, Sígueme, Salamanca 2005.
Pueden verse, por ejemplo, la Declaración de los Obispos católicos de Pensilvania, o el Documento del Comité pro-vida de los Obispos católicos de EE.UU. Publicados en Medicina e Morale, 42 (1992) 739-783. Ver también J.-R. Flecha, La fuente de la vida. Manual de Bioética, Sígueme, Salamanca 1999, 413-414. Juan Pablo II, en un discurso reciente, insiste en mantener estas ayudas, partiendo del presupuesto de que no se puede diagnosticar con certeza la imposibilidad de que de que se pueda recuperar la conciencia. Cf. G. Marchessi, Giovanni Paolo II e i malati in *stato terminali+, La Civiltà Cattolica, 155, II (2004) 163-172..
Cf. E. López Azpitarte, La minusvalía psíquica: implicaciones éticas, Revista de Fomento Social 55 (2000) 85-104. Sobre la dignidad ver el número monográfico de Concilium nº 300 (2003). Y AA.VV., Ser humano, persona y dignidad, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005.
Como simple ejemplo de los que así piensan: «El derecho a la vida… no comprende la facultad de libre disposición de la propia vida de modo que pueda consentirse la muerte», J. M. Serrano Alberca en AA.VV., Comentarios a la Constitución española, Civitas, Madrid 1982, 278. Un resumen de los argumentos tradicionales para condenar el suicidio puede encontrarse en N. Blázquez (o. c. n.5), pp.353-366, y J.-R. Flecha (o. c. n.5) 289-206. E. Busquets,– J. Mir Tubau, Eutanasia y suicidio asistido: ¿por qué sí por qué no?, Bioètica & Debat n. 39 (2005) 8-10.
S. Pániker, La Eutanasia, un derecho de libertad: Iglesia Viva n. 215 (2003) 73-74. E. Rivera López, Eutanasia y autonomía, Humanitas 1 (2003) 79-86. L. Pessini–M. Junker-Kenny, “En nombre de la dignidad”: Argumentos a favor y en contra de la eutanasia voluntaria: Concilium n. 300 (2003) 133-138.
Así lo había afirmado años atrás D. Bonhoeffer: “No hay otra razón concluyente que convierta en censurable el suicidio fuera del hecho de que hay un Dios por encima del hombre. El suicidio niega este hecho”: Ética, Estela, Barcelona 1968, 117.
Por citar solo algunos, Cf. H. Küng- W.Jens, Morir con dignidad. Un alegato a favor de la responsabilidad, Trotta, Madrid 1997. A.Beristain, La eutanasia ayer, hoy y mañana, Selecciones de Teología 37 (1998) 283-296. S. Pániker, (a. c. n. 9). J. Pohier, La mort opportune. Les droits des vivants sur la fin de leur vie, Paris, Du Senil 2004.
Recomiendo la lectura de F. Varone, El Dios sádico. )Ama Dios el sufrimiento?, Sal Terrae, Santander 1988.
Más ampliamente he abordado el tema en Envejecer: destino y misión, San Pablo, Madrid 1999.
A. Bermejo, Relación pastoral de ayuda al enfermo, San Pablo, Madrid 1994. O. Mittag, Asistencia práctica para enfermos terminales. Consejos para la familia y para la hospitalización. Herder, Barcelona 1996. A. Brusco, Humanización de la asistencia al enfermo, SalTerrae, Santander 1999. J. Elizari, Dignidad en el morir, Moralia (2002) 397-422. Comité *San Joan de Deu Serveis de Salut Mental+, Protocolo de atención a pacientes en situación terminal, Bioètica & Debat n1 27 (2002) 25-45. J. C. Bermejo, Qué es humanizar la salud. Por una asistencia sanitaria más humana, San Pablo, Madrid 2003 J.-R. Flecha, Humanización del dolor en el cuidado de la salud: acogida y compasión,Salmanticensis 50 (2003) 201-223. Número monográfico sobre cuidados paliativos en: Dolentium Hominum n. 58 (2005).
Documento, Aspectos éticos de la sedación en Cuidados Paliativos: Sedación Paliativa/ Sedación Terminal, Cuadernos de Bioética 14 (2003) 152-160. N. Comoretto- A. Spagnolo, La sedazione palliativa nella fase finales della malattía, Medicina e Morale 55 (2005) 1341-1346.
J. Bosch Barrera, Análisis de los motivos de petición de la técnica eutanásica por parte de los enfermos, Cuadernos de Bioética 14 (2003) 61-68.
Editorial, Eutanasia y derecho a morir con dignidad, Razón y Fe 245 (2002) 403-410. E. López Azpitarte, La moral cristiana en un mundo pluralista, en La ética cristiana hoy: Horizontes de sentido. Homenaje a Marciano Vidal, Madrid, Perpetuo Socorro, 2003, 933-951.Institut Borja de Bioètica, Hacia una posible despenalización de la eutanasia, Declaración del Institut Borja de Bioètica, Bioètica & Debat n. 39 (2005) 1-7.
J. Elizari, El argumento de la pendiente resbaladiza, Moralia 24 (2001) 469-49. J. L. de León Azcárate, Los problemas éticos y la pendiente resbaladiza de la eutanasia, Labor Hospitalaria 36 (2005) 5-14.
H. Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Paidós Ibérica, Barcelona 1995, pp. 155-156. En la misma línea se mueve otros autores. Es evidente que, con estos criterios, a muchas personas habría que excluirlas de nuestro mundo humano.