[vc_row][vc_column][vc_column_text]José A. García es director de la revista «Sal Terrae».
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
E1 autor apunta la experiencia fundante del «existir ante Alguien, no ante sí» como necesitada de «ejercicios espirituales», que han de girar en torno al «vivir unificados, no en perpetua diáspora». El camino Y el campo de ejercicio no pueden ser otros que los de la compasión, como terapia contra la apatía. EI artículo se cierra con el apunte de diversas pautas conclusivas sobre el «ejercicio espiritual» que necesita la experiencia humana de nuestro tiempo.
El título de este trabajo pone en relación tres conceptos: el de «experiencia humana», el de «ejercicio espiritual» y el de «nuestro tiempo». ¿Por qué? ¿Qué se intenta con ello?
La conexión entre experiencia humana y nuestro tiempo parece evidente. Lo humano tiene algo de transcultural, de permanente, y mucho de cultural, de cambiante. La experiencia humana es siempre una experiencia condicionada, encarnada, contextualizada en una determinada situación. No podríamos, por tanto, aludir al tema de la experiencia humana sin añadir que es a la experiencia humana «en nuestro tiempo» a la que queremos referirnos.
La conexión entre experiencia humana y ejercicio espiritual, es aun más directa e intencionada; señala sin duda alguna el objetivo más importante de este artículo. Por eso merece la pena aclarar esa relación y esa intención un poco más detenidamente.
La experiencia que un hombre o mujer puedan tener de sí mismos en un determinado momento de su evolución biográfica o cultural no es canonizable sin más. Es una experiencia que, como todo lo humano, resulta ambigua. Está abierta a lo mejor y también a lo peor de la naturaleza humana, dependiendo de los sedimentos genéticos, afectivos, culturales y religiosos de que esté hecha y también de lo que ese hombre o mujer en cuestión quieran o puedan hacer consigo mismos y con ellos. En ese sentido es una experiencia necesitada de ejercicio espiritual.
Puede ser que la expresión «ejercicio espiritual» tampoco resulte clara por estar expuesta a muchas imágenes previas, a muchos significados distintos, algunos de los cuales provocan sin más un claro rechazo. Bástenos decir por ahora -el resto se lo encomendamos al desarrollo de este artículo- que en la expresión ejercicio espiritual, lo de «espiritual» alude a Espíritu, es decir, a un ejercicio nacido de la relación interior con Algo o Alguien, relación en la que encontramos la inspiración, el aliento y la fortaleza para trascender lo meramente instintual nuestro, y también lo que nos llega de fuera como instancia meramente cultural. Y que lo de «ejercicio» alude a la firme convicción de que tanto el impulso como la meta nacidos de esa relación no se producirán sin el concurso de nuestra implicación, es decir, sin ejercicio.
Con este preámbulo estamos ya en disposición de plantear las dos preguntas claves que servirán de guía a este artículo, y una tercera sobre su metodología:
- ¿Cuáles son algunas de las experiencias fundantes del hombre y mujer actuales necesitadas de «ejercicio espiritual» para no pervertirse a sí mismas y al espacio humano en que se ejercen?
- ¿Qué clase de «ejercicio espiritual» será capaz de alentar esas experiencias sin destruirlas, de sublimarlas hacia lo mejor de sí mismas, frenando su lado peor?
- El acercamiento y avance sobre ambas preguntas tomará la forma de una espiral, es decir, se producirá relacionando constantemente entre sí los tres conceptos aludidos más arriba.
- La experiencia de existir ante Alguien, no ante sí
Por lo que tiene de moderna, es decir, de elementos que le llegan de la Ilustración y de la Industrialización, nuestra cultura induce en el individuo «lecturas planas» -racionales, científicas- de sí, de los demás y del mundo. Por lo que tiene de postmoderna, es decir, de reacción contra el racionalismo y de recuperación del sentimiento, nuestra cultura induce en el hombre y mujer actuales «lecturas psicologizantes», una autocomprensión del sujeto muy centrada en los avatares de su yo. En ambos casos, la presión cultural tiende a producir identidades in-trascendentes, un tipo humano que viene de sí mismo, que vive ante sí mismo, que muere también para sí mismo.
Esta in-trascendencia del sujeto toma dos formas fundamentales en nuestra sociedad que se alimentan mutuamente. Una de ellas es la forma culta, ese rechazo frontal de muchos de nuestros intelectuales del momento para quienes la garantía del individuo libre no puede ser otra que su autonomía radical. Otra, la más extendida, es la que se manifiesta en forma de indiferencia, incluso al planteamiento mismo de toda pregunta por una posible trascendencia de lo humano, no sólo religiosa sino incluso histórica. En ambos casos, aunque con muy diferente calidad moral por supuesto, el resultado se traduce en un yo que existe únicamente desde sí y ante sí. En el mejor de los casos, ese desde sí y ante sí incluye inequívocamente también un para los demás. En el peor, deriva en un cerrado para sí. Lo que no incluyen es el vivir desde Alguien y ante Alguien.
Este cuadro cultural quedaría, sin embargo, totalmente mutilado si no se aludiera a toda una masa de población -en nuestro caso la mayor, sin duda- que no es ni lo uno ni lo otro aunque de algún modo se vea tentada por ambos. Me refiero a todos aquellos que sí cuentan con un Alguien ante el que vivir, aunque ese alguien tenga formas poco personales, muy difusas, escasamente vertebradoras. Un Alguien que se parece a un Algo -«algo tiene que haber»- o a un Imperativo moral, más que a un Presencia acogedora que comunica confianza a la vida, impulso a la acción, esperanza a la muerte. A las nuestras y a las de los demás.
Ahí vivimos, en el interior de una cultura que es así de indeterminada y plural, que presiona por tanto en múltiples direcciones, que deja a nuestro yo en la ambigüedad de vivirse in-trascendentemente o de vivirse ante Dios. ¿Cómo no aceptar entonces que, si queremos entendernos a nosotros mismos como criaturas que surgen del amor de Dios, como sujetos que viven ante él, con él y como él, como hombres y mujeres cuyo máximo deseo consiste en articular su libertad en la Libertad de Dios, nuestros sueños en su Sueño, habremos de someter nuestra natural ambigüedad y la presión cultural del momento a un «ejercicio espiritual» profundo y nada convencional? Pocas dudas, pienso, pueden caber al respecto. Más difícil será saber hacia dónde dirigir ese ejercicio y cómo hacerlo. Aun así, nada impide intentarlo.
1.1. Vivir de fe, vivir la fe
Si lo contrario a las lecturas planas del mundo y a la lectura curvada de uno mismo, es la mirada de la fe, «vivir de fe» será un ejercicio fundamental y primero del hombre y mujer actuales. Un ejercicio que, sin duda alguna, pasa por la oración pero que no se reduce a ella.
Vivir de fe implica la vida entera no sólo un rato de oración al día. Es esa actitud del corazón y de la mente que en la relación con los demás y con el mundo percibe a Dios como Presencia acogedora e incitante, y que en la relación con Dios percibe siempre a los demás y al mundo como su máxima preocupación. «Dios es esencialmente respectivo al mundo» (X. Zubiri): no nos está permitido, por tanto, encontrarle a él sin encontrar en él al mundo. «El mundo entero, y nosotros en él, fluye del amor de Dios»: no nos está permitido igualmente adentrarnos en el mundo sin descubrir en él a Dios, sin adorarlo y servirlo en la creación.
Ejercitarse en esta vida de fe -un modo de ser, de estar y de actuar que no podemos esperar como «gracia barata»- supone a mi modo de ver dos cosas: una práctica frecuente de la oración y el ejercicio de las dos miradas. Me gustaría decir una palabra sobre ambas.
Oramos porque deseamos agradecer explícitamente a Dios el don de la vida, los amigos, la familia, el mundo… Oramos porque queremos contar a Dios, y gritárselas pidiendo ayuda, las penas y las alegrías del mundo, y las nuestras propias, aun a sabiendas de que ya las conoce… Oramos también para examinar ante Dios la calidad de nuestra vida y para preparamos a «ser como él»… Suponer que todo eso nos lo va a dar la vida sin más, que nuestro actuar va a ser, sin más, puro, desinteresado, gratuito, agraciante, es -vita teste- una culpable ingenuidad.
Pero no basta. Si la vida entera, y no sólo la oración, está llamada a ser lugar de encuentro con Dios, «medio divino» que diría Teilhard de Chardin, es necesario ejercitar una doble mirada sobre la realidad: la mirada contemplativa que trata de descubrir el Sueño de Dios en favor del mundo para articularnos en él, y la mirada analítica que investiga los modos concretos de dicha articulación. Dos miradas que nunca deberían andar separadas, dos miradas de cuyo «ejercicio» depende que algunas experiencias humanas dominantes del momento actual no se perviertan a sí mismas y perviertan a los demás. ¿Qué podría ayudarnos para ejercitar y unir esa doble mirada?
La mirada analítica está hecha de estudio, de análisis de la realidad y de los mecanismos que la configuran, de implicación en aquellos cambios que traigan un futuro mejor para los pobres de este mundo, de evaluación de nuestras implicaciones concretas, etc. Ejercitar esa mirada pasa, sin duda alguna, por ejercer esos análisis para los que muchos creyentes solemos estar poco dispuestos e incluso reticentes. La mirada contemplativa está hecha de la pregunta por Dios en el interior de la realidad humana, de la pregunta por su Presencia en ella y su Sueño sobre ella, de la pregunta también por nuestra respuesta creyente. Ejercitar esa mirada supone hacerse frecuentemente esa pregunta, vivir esa Presencia, soñar ese mismo Sueño…
1.2. En las fuentes del yo
Una cuestión básica de toda existencia humana es ésta: ¿de quién me recibo yo? Es básica porque -lo confesemos o no, nos guste más o menos reconocerlo- siempre nos recibimos de algo o de alguien. «Me recibo mucho más que me hago a mí mismo», decía el arriba citado T. de Chardin. Quién sea y qué calidad tenga ese algo o alguien de quien nos recibimos, no es una cuestión baladí ya que ese hecho modela profundamente nuestro modo de ser y las finalidades que damos a nuestra vida. Pues bien…
En las experiencias humanas de nuestro tiempo lo más normal es recibirse de uno mismo, de lo que uno es, tiene, sabe o vale, o también de la propia impotencia, es decir, de la miseria, pecado o frustración de los que uno se ve no sólo rodeado sino también transido.
Alternativa a recibirnos de nuestro poder o de nuestra impotencia es «recibirnos de Dios». Así de claro. Un Dios en el que nos movemos, existimos y somos -«si él no fuese nada sería», decía el místico medieval Raimundo Lull-; que hace salir el sol sobre justos y pecadores y se alegra más por un pecador que se convierte que por noventa y nueve que no necesitan conversión, decía Jesús; que habitándolo todo, se da en todo, trabaja en todo, en todo desciende, provocando así agradecimiento y entrega, decía Ignacio de Loyola.
Recibirse de Dios, no de nuestro yo, libera al hombre de batallas inútiles, de la necesidad de tener que justificarnos a nosotros mismos en cada momento, de la agresión a otros yos a quienes se ve en confrontación con el nuestro… Una experiencia gozosa que libera energías aprisionadas en torno a la obsesión por nuestro yo -hay Otro que se cuida de mí- dirigiéndolas hacia el bien de los demás.
¿Quién de nosotros seguirá siendo tan ingenuo como para pensar que una experiencia así -correctivo necesario y terapia teologal a muchas experiencias humanas actuales tocadas de un profundo narcisismo o, a lo más, de una auto-expresión del yo que no sobrepasa las barreras familiares o grupales y que se traduce siempre en insolidaridad- nos va a ser concedida sin ejercitarnos en ella? No hay mejor ejercicio para ello que el empeño en conocer cada vez más y mejor a Jesucristo, adherirse cada vez más a él, seguirle cada día mejor. Existir en él, vivir con él, moverse por él.
- La experiencia de vivir unificados, no en perpetua diáspora
Si juntamos pluralismo cultural por un lado y solicitación publicitaria por otro, como fenómenos masivos de nuestra época, no deberíamos asustarnos de que el hombre y mujer actuales padezcan de una notable diáspora ideológica y afectiva. Una enfermedad que ataca de plano la unificación de mente y de corazón que necesitamos para vivir con horizontes claros, con deseos definidos, y con paz en la realización progresiva de estos y de aquellos. ¿Qué tiene de extraño el que, si falta esa unificación, la experiencia humana actual se tiña de un cierto caos interior, de un subjetivismo asfixiante, de una «hiperinversión de energías en las cuestiones de yo»?
Pero, si esto es así, es decir, si no cualquier culto a la interioridad y al pluralismo modernos, con los productos que de ellos nacen, es sin más humano, qué ejercicio espiritual podría purificar ese movimiento hacia la autenticidad personal y hacia la diferencia que constituye uno de los valores irrenunciables de la cultura moderna?
2.1. La centralidad del Reino de Dios
«Reino de Dios» fue sin duda alguna la categoría central de la vida y de la predicación de Jesús. Un Reino de Dios que está dentro de nosotros y también fuera, en todo corazón que sea auténticamente humano y en toda humanidad que tenga corazón. Y es que allí donde Dios es reconocido como Padre bueno y los demás como hermanos -y eso puede suceder en el corazón pero también en la realidad exterior- allí florece el Reino de Dios, su Sueño sobre el mundo. Hemos de cultivar la interioridad, sin duda alguna; ella es lugar del Reino de Dios. Pero una interioridad trascendente, no aquella que se curva sobre sí asfixiándose; el mundo es el lugar de ejercicio de ese Reino interior.
«Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, dijo Jesús, y todo lo demás se os dará por añadidura». Una vez más, el ejercicio espiritual está llamado a purificar y sanar, a humanizar experiencias humanas como las del pluralismo y la interioridad que, sin él, se desvían fácilmente hacia la búsqueda de reinos sumamente ambiguos, muchas veces malignos.
2.2. Una secreta alegría
En la vida podemos movilizarnos por muchas razones, por motivaciones distintas no todas de igual calidad. Puede movernos una idea, un sentimiento, un imperativo ético, la indignación, un amor, un rencor… Puede movernos también una alegría.
Jesús habló una vez de esta última posibilidad y la propuso como parábola del Reino: «Un hombre iba por el campo y encontró un tesoro; el encuentro le produjo tal alegría que vendió todo lo que tenía para comprar el campo aquel» (Mt 13,44). Tan luminoso es el proceso narrado en esta pequeña parábola que apenas necesita explicación. Decir únicamente que lo que sucede entre Dios y nosotros -su acercamiento salvador- y lo que Dios sueña para nosotros -un mundo que sea familia humana- puede constituir una sorpresa tal y tan alegre que sea ella, la alegría de ese encuentro, la que unifique y totalice nuestras vidas al servicio de ese Reino de Dios. La santidad cristiana es fruto de una alegría. Sólo que estamos ante una alegría tan singular que tampoco podremos esperarla como «gracia barata». Por no ser fácilmente deducible de lo que pasa por nuestro interior ni de lo que cuenta en el exterior, sólo ex-poniéndonos a ella, convirtiéndola en materia de contemplación y de plegaria, de Deseo y de ejercicio espiritual, podremos encontrarla.
3. La experiencia de la compasión, terapia contra la apatía
La mala prensa que rodea al término compasión responde mucho más a determinadas encarnaciones que hemos hecho de ella que a su significado profundo. Com-pasión, palabra de etimología latina, significa padecer-con, sentir-con, vibrar-con, afectarse-con… Su equivalente, esta vez derivado del griego, sería la palabra simpatía, término al que se opone directamente el de a-patía, ausencia de sentimientos, de vibración, de capacidad de cercanía.
Esta aclaración de términos nos sirve ya para definir, al menos aproximativamente, lo que sucede en nuestra cultura. No es que en esta cultura nuestra, y en el tipo de hombre y mujer que produce, la compasión esté muerta, sino que no es ni suficientemente fuerte ni suficientemente universal. Se quiebra con excesiva facilidad, se cierra con excesiva comodidad. Me explico…
Dice Robert N. Bellah que lo que caracteriza al sujeto moderno no es tanto un individualismo bruto, sin ventanas al exterior, cerrado en sí, tosco. El sujeto moderno habría intuido, y en parte también experimentado, que vivir así lleva a la asfixia de su ser interior. La reacción habría consistido en un cultivo interior del yo -gusto por las experiencias de todo tipo, incluidas las religiosas- y en una salida controlada del yo hacia el exterior -gusto por la familia, los grupos de amigos, las aficiones compartidas, etc.-. A esta característica del sujeto moderno la calificó Bellah con el término de «individualismo expresivo». Expresivo porque el yo se expresa realmente en esos fenómenos; individualismo, porque en el fondo son las necesidades del individuo, y no las de los otros, las que siguen ocupando el centro de la cuestión.
Eso explicaría por qué, si bien es cierto que la compasión no está muerta en nuestra cultura, también lo es que está amenazada de inconsistencia, la aparición de la cruz puede quebrarla en cualquier momento, y de tribalismo, lo que sobrepasa mi entorno familiar o grupal no es problema mío.
Nuestra cultura, pues, y nosotros en ella, estamos amenazados de una forma sutil de a-patía, más sutil en cuanto es más fina, más expresiva, pero no por ello menos olvidadiza del sufrimiento de tantas víctimas. ¿Cómo reconvertir, hacer más humana, más «del otro» y más «de todos los otros» la com-pasión? ¿De qué ejercicio espiritual está necesitada esta reconversión?
3.1. «Fijos los ojos en Jesús»
El secreto de la com-pasión humana lo tiene Jesús. Es evidente que el movimiento de esperanzas que suscitó Jesús en torno suyo lo produjo la autoridadque emanaba de su persona -la palabra autoridad tiene debajo una raíz latina que significa «hacer crecer»- y el hecho de que esta autoridad la empleara en favor de los pobres de su tiempo, curándolos, alentándolos, perdonándolos, defendiéndolos. Y todo ello en nombre de su Padre Dios.
He ahí el misterio, en forma de trípode, de la com-pasión ejercida por Jesús, cuyos elementos analizaremos después brevemente. Antes permítaseme una consideración.
La carta a los Hebreos llama a Jesús «pionero y consumador de la fe», es decir, protocreyente (pionero) y creyente total (consumador). Creer en Jesús es, por tanto, aceptarlo como Aquel en quien se apoya e inspira nuestra vacilante fe, de quien cobra consuelo y fortaleza. Creer en Jesús es mucho más que aceptar verdades sobre él. Es entregarle la confianza de que su modo de entender a Dios, al mundo, a los demás, es el radicalmente verdadero, y que su modo vivir ante Dios y con él, en el mundo y a favor de los pobres, es el modo humano de vivir. Fuera de eso no hay salvación porque fuera de eso no hay humanidad.
Pues bien, he ahí el primer paso de un ejercicio espiritual tendente a encarnar en nosotros la compasión humana al modo de Jesús. Un primer paso que consiste en ejercitar la fe en Jesús en su forma básica de confianza y entrega a él. Después de haber andado muchos caminos, creído en muchas verdades, experimentado muchas vidas, tal vez caigamos rendidos a los pies de Jesús diciendo como aquellos discípulos suyos: «¿Adónde iremos, Señor?, tú tienes palabras de vida eterna» Una cosa parece clara: la fe en Jesús, o incluye esa confesión o no es apenas nada.
3.2. «Ser como Dios»
Dios fue para Jesús mucho más que un referente metafísico, estético o moral. Fue padre-madre en el sentido más hondo y primario del término: dador de ser y de sentido, de inspiración y de confianza, cimiento y viento de su propia libertad. Lo que Jesús piensa sobre el mundo lo ha bebido en Dios; su manera de situarse ante la realidad no hace más que encarnar visible e históricamente el modo como se sitúa invisible pero realmente Dios. Por eso, a quienes le acusan de no ser bueno porque va con gente mala (cf. Lc 15,1 s), Jesús les responde con un argumento que carece de toda fundamentación racional para llenarse de razón teológica. «Yo soy así porque mi Padre es así: como un Pastor que deja las noventa y nueve ovejas intachables para irse tras la descarriada; como una mujer que pone la casa patas arriba para encontrar una moneda perdida y que cuando la encuentra manifiesta ante sus vecinas una alegría totalmente desproporcionada; como un padre al que la vuelta del hijo pródigo desata una experiencia de gozo carente de toda reivindicación».
En el Antiguo Testamento el pecado consistía en querer «ser como Dios» (Gen 3,5). En el Nuevo, «ser como Dios» constituye la máxima y más radical invitación que nos hace Jesús. ¿Cómo se explica esta contradicción? Cuando a Dios se le entiende en clave de conocimiento y de poder -ese es el caso de Adán y Eva- querer ser como él es un peligro para la humanidad. Todos los tiranos de la historia han querido ser como Dios. Pero cuando se le entiende como misericordia envolvente, como Dios compasivo que hace salir el sol sobre justos y pecadores -ese es el caso en Jesús-ser como Dios se convierte en un requisito para ser plenamente humanos.
Dios es hacia nosotros y hacia el mundo agapé, es decir, amor puro, gratuito, universal, compasivo. Un amor que, precisamente por ser así, se vuelve amor parcial hacia todo aquello y aquellos que están excluidos de la misericordia. Nosotros raramente amamos a los demás con un amor así. Nuestro amor se mueve mucho más -nada malo en ello pero sí mucha ambigüedad- a impulsos del eros y de la filia, es decir, de lo que provoca en nosotros la belleza o el parentesco. ¡Cuánto bien nos haría exponer nuestro eros y nuestra filía a la experiencia del amor de Dios para curarlos de tanta curvación hacia nuestro yo, de tanta ausencia de com-pasión! He ahí otro ejercicio espiritual necesario en nuestro tiempo.
3.3. El proceso de la compasión
- Brüggemannha descrito preciosamente en un libro (La imaginación profética, Sal Terrae) el proceso que lleva a los profetas y a Jesús desde la fe en Dios a la implicación en los sufrimientos del mundo, y viceversa, desde ellos hasta Dios. Este proceso podría resumirse como sigue.
En los profetas y en Jesús se produce, en primer lugar, una interiorización del dolor y alegría del mundo como dolor y alegría simultánea de Dios. Una mirada analítica que se convierte, por la fe, en mirada simultáneamente contemplativa, teologal. A un creyente le es imprescindible la mirada del sociólogo, pero no le basta. En el fondo de ella, descubre, presente y actuante, a Dios como el primer afectado por lo que sucede a sus hijos e hijas. Sin esa mirada, la compasión humana es ciertamente humana, pero queda des-enraizada de la compasión de Dios. «Sin doxología no hay profecía». A Jesús se le conmueve el corazón -los Evangelios están llenos de esa expresión- ante lo que ve: ante las masas derrengadas, ante Lázaro muerto, ante una mujer encorvada u otra a quien se le ha muerto el hijo…, pero la compasión que siente Jesús ante tales situaciones está enraizada en una compasión anterior, mayor, primera, la de su Padre Dios. La crítica profética contra lo que destruye a la humanidad cobra su máxima fuerza, su virulencia mayor, justamente en esa identificación de los profetas y de Jesús con la compasión de Dios. Ahí la justifican. Ahí la validan. Dios es para ellos el máximo garante del hombre, su gran defensor.
Compasión humana y comunión con la compasión de Dios se traducen en los profetas y en Jesús en palabras y gestos alternativos que ponen de manifiesto lo nuevo, lo no derivado de la situación, las posibilidades inéditas que tiene lo humano cuando se deja conducir por lo mejor que hay en nosotros, por lo que de imagen de Dios hay cada mujer y en cada hombre.
La experiencia actual de la compasión, que no está ausente del corazón humano y que se manifiesta en muchos fenómenos actuales, necesita de este ejercicio espiritual al menos por tres razones: a) para salir al paso de la apatía, ese mal siempre amenazante que consiste en olvidarse del sufrimiento ajeno; b) para que no derive hacia una compasión controlada y de corto alcance, el individualismo expresivo; c) para que -como dice uno de los Cantos del Siervo de Isaías- la fuerza del Espíritu haga que «el siervo no se quiebre».
4. Conclusión
Para terminar, me gustaría recoger lo más importante de este artículo en las cuatro afirmaciones siguientes:
- Las experiencias humanas de nuestro tiempo, como las de cualquier otra época, son experiencias radicalmente ambiguas. Por nacer de un corazón que es ambivalente en sus motivaciones y en sus metas, y por estar exteriormente condicionadas, las experiencias humanas están abiertas a vehicular lo mejor que hay en el ser humano pero también lo peor. La historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no permite la ingenuidad en este terreno.
- Precisamente por ser ambivalentes, es decir, por estar potencialmente abiertas a lo menos humano del hombre y de la mujer pero también a lo más humano, las experiencias humanas necesitan de un ejercicio espiritual que haga posible este segundo desarrollo saliendo al paso del primero.
- Experiencias humanas dominantes en nuestro tiempo son, con toda su carga de ambivalencia, y por lo tanto con la necesitad de ser sometidas a un ejercicio espiritual, las siguientes: recibirse de uno mismo o de la cultura más bien que recibirse de Dios; vivir en una profunda diáspora ideológica y afectiva más bien que vivir unificados hacia Algo y totalizados por Alguien; la tentación de apatía, o al menos de individualismo expresivo, como opuestas al compadecimiento activo con las víctimas y a la universalización de la compasión.
- El centro y el secreto del «ejercicio espiritual», que tire de todas esas experiencias humanas ambivalentes hacia lo mejor de sí mismas, es Jesús: vivir en él, con él, por él; conocerle mejor para amarle y seguirle más; proseguir su misma causa y heredar su mismo Espíritu… Porque hemos sido soñados por Dios para «reproducir la imagen del Hijo». Y porque «si el Hijo no nos hace libres, no seremos realmente libres».
José A. García[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]