Experiencias de peregrinos: El camino de Jerusalén

1 enero 1999

  1. Tierra de peregrinos

 
Siempre en camino, mochila hecha, ligero el equipaje, abiertos a lo inesperado, en escucha, en silencio, disponibles, en inseguridad, adoradores de la tierra y sus gentes… Sobre lo de ser peregrino se ha escrito una cantidad ingente de reflexiones, de ensayos —más o menos afortunados— que corroboran lo que ya sabemos: que es una experiencia de esas que todos debemos vivir.
En mi comunidad somos muchos, gente con numerosos problemas y somos muy «Xacobeos», muy cercanos a cuanto rodea al Camino de Santiago. La cercanía no es física, estamos bastante lejos, pero consideramos el Camino como una parte importante de nuestro mundo. Para nosotros el camino es muy terapéutico. ¡Cuántas veces recurrimos urgentemente a él para airear la casa, para divertirnos en comunidad, para pasar algún mono con alguna criatura en estado «de ahogo»!… Hacerse peregrino, aunque sea por poco tiempo, cura muchas cosas.
En estas líneas, me piden que comparta mi experiencia peregrina a Tierra Santa (no que escriba una crónica del viaje). Para ser peregrino, siempre, hay que querer serlo. No he dicho nada del otro mundo, lo sé, pero es cierto que si no, no se vive con experiencia. Para Tierra Santa, parece que esta condición se pide con un poquito de más fuerza.
 
La experiencia de pisar los Santos Lugares, no da la fe ni la aumenta sustancialmente (sería terrible que la inmensa mayoría —que no puede ir allá— se viera privada de algo especial ofrecido tan particularmente por Dios), pero sí da una preciosa posibilidad de disfrutar de los pasajes que siempre hemos oído en las Escrituras como algo cercano y a la vez grande, como nuestro Dios: sentirte inmerso en cada una de las escenas —de las que tuvimos la suerte de escuchar hablar desde pequeños— como un personaje más, como un apóstol más, como un entusiasmado por la obra y la vida de Jesús de Nazaret, como alguien más de tanta gente que lloraba, que pedía curación, que aprendía a rezar, que aprendía a compartir…
 
 

  1. Nazaret: un pueblo de todos

 
El país de Jesús se nos sugiere con una peculiar intensidad. Algo particularmente bello, algo que encanta… no sólo por hermoso sino también por ser el más conflictivo, el más violento, el más atacado y defendido, el que tiene más odio sembrado… Nos gustaría que fuera el más maravilloso y, a su modo —un modo terriblemente contradictorio— lo es.
Comienzo por Nazaret. La sensación que produce es la de ser un pueblo de todos. La basílica de la Anunciación, lo más impresionante del entorno, se levanta entre una preciosa mezcla de ambientes y colores, como una grandísima tienda en la que Dios acampó entre nosotros. Es una fantástica construcción que se adapta humildemente, como pidiendo disculpas, a las ruinas de la casa de la Virgen y a lo que sería el poblado de Nazaret en tiempos de Jesús. Todo humildad lo que podría ser grandeza, el espíritu de María inundándolo todo: eso es lo que emociona y hasta apabulla…
 
Tuvimos una charla con algunos jóvenes del lugar que, felices, nos comentaban el espíritu de armonía que se vivía en Nazaret entre las distintas confesiones religiosas, entre las distintas razas… Entrando en la basílica a celebrar la Eucaristía en la casa de la Virgen, exclamaba uno de ellos, mientras marchaba a la Mezquita a cumplir con su oración: «¡Todos somos hermanos!» ¡Qué canto tan sincero y sentido aquel que les llamaba a la oración! A mí también me convocaba —a pesar de no entender las letras de sus versos— a rezar, con sinceridad y sentimiento, a Dios Padre, al Dios Padre de todos. Terminé sentándome en un umbral de esos color desierto, y lloré, y recé sobrecogido. Y doy gracias a Dios por los ojos y el corazón abiertos de par en par, un don que se le concede al peregrino cuando se está de verdad, aunque de vez en cuando tornemos a las cerrazones que marcan nuestra mezquindad.
 
 

  1. El «entorno del lago»: Bienaventurados…

 
Lo que se da en llamar «el entorno del lago» es un regalo para el peregrino, una especie de oasis que, concentradas, ofrece las esencias del país de Jesús y de sus experiencias, arropadas en un paraje realmente entrañable. El mar de Galilea, el lago Tiberíades… son la fuente o el corazón de toda la vida que se vive en aquella tierra. Así lo sienten y así lo demuestran los del lugar con un cuidado exquisito a todo lo que rodea a su agua, auténtico tesoro de esa sociedad. Aquello del «Agua Viva» o de la «tierra reseca, agostada y sin agua» cala mucho mejor viendo la dependencia y la fragilidad con la que se vive frente al agua en esas latitudes.
La oración más entrañable nos la regaló el lago durante cuatro mañanas en las que, a las 6, estábamos ya en sus aguas para ver amanecer desde dentro. La sensación era y es ahora indescriptible, fruto de todos los elementos que nos rodeaban, pero también del esfuerzo del peregrino inquieto que busca con cansancio ilusionado estos regalos. Verte inmerso en el silencio y el calor de las aguas de la pesca milagrosa, del sí de los apóstoles, de la confianza y las confidencias más fuertes de la comunidad de Jesús… es una sensación que no necesita palabras ni signos.
 
“Ser dichoso, ser feliz, exige poner en el centro de nuestras vidas a Jesús y vivir con fuerza el proyecto al que nos conduce, un proyecto y una meta un tanto ajenos al hombre light que hoy se nos propone”. Algo así nos dijo Jesús Arambarri —el «guía espiritual» que nos acompañaba— al llegar al monte de las Bienaventuranzas. Se trata de un sitio entrañable. El lago es siempre la referencia, un testigo vivo que nos está contando cómo ocurrieron las cosas en sus orillas. Además de embellecer, le da un toque de autenticidad que hace que el peregrino sienta vivamente: este es el sitio de la propuesta, donde me planteó el proyecto, donde me animó a seguir toda mi vida en esta tarea de Vida y de ilusión. Es algo así como ese lugar bonito que significa tanto para nosotros porque nos conocimos, nos dimos el primer beso, o alguna otra cosa que recrea un lugar realmente especial.
 
El peregrino está inmerso en la vida y las circunstancias que se viven en la tierra a la que va; las va conociendo y las va sintiendo. Esta es, quizás, una de las muchas diferencias que le separan de los turistas.
Y… la violencia es algo demasiado arraigado en esa tierra. Resulta necesario hacerse presente en la comprensión, la tolerancia, el silencio y la oración; ahí está otra de las formas vivas de la experiencia del peregrino.
Después de visitar la impresionante y divertida fortaleza de Nemhrod, tuvimos un sencillo y precioso rato de oración en los Altos del Golán, rodeados de carteles que anunciaban el peligro de las minas con las que están sembrados esos campos. Siria, Jordania, Líbano, Palestina e Israel en un palmo de terreno lleno de deseos, de encuentros y de desencuentros llenos de odio. El Mesías vino al centro del desatino, al reflejo intenso de nuestras desavenencias y nuestras posibilidades de amenaza y muerte.
 
 

  1. La voz del desierto

 
El desierto habla por sí mismo de peregrinos, de silencio, de contemplación, de espera… El desierto de Judá junto con la fortaleza de Massada y con el Mar Muerto constituyen una zona absolutamente absorbente para el peregrino. La vida parece que no tiene sitio en este lugar y, sin embargo, se ha empeñado en llenarla. Los restos de Qumran —palabra y lugar mágicos que no aparece en  la Biblia e hito arqueológico de este siglo— son una reserva de vida espiritual y de sabiduría, todo un movimiento «de desierto« en el que se puede incardinar Jesús.
El baño en el Mar más especial y extraño del mundo es un rato apasionante y divertido en medio de la gravedad de ambiente que se vive en los distintos parajes. Flotar sin el más mínimo esfuerzo e investigar texturas, sabores, lodos y demás… es una ocasión única para los peregrinos que no quieren desaprovechar ni un momento de vivencia.
 
Atravesamos el desierto casi en silencio, apabullados por el silencio que el mismo desierto nos propone. Un solo color forma todo ese mundo, humanizado por la admirable presencia de los beduinos.
Yo quiero sumarme a esa movida de desierto que pretende aportar profundidad a nuestros días de ruido y necesidades creadas. No sé si lo conseguiré; el peregrino sabe que hay lugares duros, pero que son amigos que nos ofrecen otros colores para la vida, que nos enseñan a escuchar otras voces, otras soledades sonoras.
Y en un cambio súbito, repentino, como si fuera un milagro del desierto, «nuestros pies ya estaban pisando tus umbrales, Jerusalén».
 
 

  1. ¡Jerusalén, Jerusalén…!

 
¡Jerusalén!, otro regalo para el peregrino. Es una ciudad tan hermosa como te cuentan, un lugar lleno de todo cuanto se espera en un destino predilecto de las peregrinaciones del mundo. Cuando un peregrino la pisa, está sintiendo toda la fuerza que guarda en sus murallas, en su mosaico de razas y religiones, en la convivencia de todos sus fanatismos, en su erigirse como palabra de uno de los estados más extraños del mundo, de una de las razas más controvertidas de la humanidad.
Jerusalén es «Ciudad Santa» que acoge y sobrecoge a todo el que busca. En sus tres mil años de existencia ha sido arrasada en varias ocasiones. Sus principales monumentos son ahora tan solo un vestigio, pero su presencia sigue siendo viva.
 
Su gente y lo que viven directamente de su ciudad constituye algo único. Pasar por el Muro de las Lamentaciones, a cualquier hora, con sus recitados en alto volumen y en ese marco tan pequeño que les ha dejado la historia de todo lo que era su templo, una experiencia vibrante. En la superficie, se tiene la impresión de una religiosidad diferente, de una especie de tertulia con poco recogimiento, aquellos rumores, sin embargo, transmiten una vivencia palpable de estar siempre con Dios, en cualquier situación de la vida.
Me coloqué como escondido —recuerdo— ante el impresionante muro y toqué emocionado sus piedras y sus rincones, llenos de sinceros mensajes de papel, ante esas piedras que acompañan y protagonizan tanta Biblia.
 
Al otro lado del muro, en lo que era su interior, está la explanada del templo; oramos respetuosamente en la impresionante mezquita de la Roca. El peregrino, alucinado, vive la certeza de que Dios está en todos lados, con todos, cerquita, estemos donde estemos, seamos como seamos.
Resultaría largísimo aludir a cada sitio, a cada sensación… Llegamos al Santo Sepulcro, la tumba de Jesús, una meta concreta de toda peregrinación. Al entrar en la iglesia vemos a una madre y una hija tocando y perfumando con colonias y lágrimas una gran piedra en la que cuentan que embalsamaron a Jesús. Los peregrinos miran y sienten que esos lugares nos sacan de nuestros sentimientos y recuerdos, ya casi mineralizados en el fondo del alma.
 
El momento de entrar en el sepulcro es emocionante, duro, cargado de nerviosismo; de esos momentos que has imaginado ideales y la realidad hace mucho más sencillos, con alguien metiéndote prisa para que salgas, con colas interminables, con jaleos anti-recogimiento… Pero los asientas mínimamente por dentro y resultan preciosos. Los días que andas por allí, vuelves una y otra vez a seguir empapándote de fe, de perfumes, de lágrimas y… ¡de Misterio!
 
 

  1. Belén, retornar, renacer…

 
Vamos a Belén con los sentimientos tiernos que nos producen los pasajes del nacimiento, de la Navidad. Lo primero que nos encontramos es la violencia de la carretera, los controles hebreos y árabes, las protestas, un día después de ir nosotros las barricadas de neumáticos ardiendo… Las calles están llenas de gente y de vida. Entre tanta manifestación árabe, llegamos a la Cueva del Nacimiento. Hay que agachar la cabeza para entrar: agachar la cabeza y el corazón para poder saborear como peregrinos todo lo que significa ese precioso misterio, para no quedarnos simplemente en observar un lugar donde ocurrió algo, como pasa en tantos sitios.
La basílica es la que mandó construir Santa Ana, la madre de Constantino, la única bizantina que quedó en pie. Los persas, que arrasaron sistemáticamente todo lo anterior, no la tocaron porque había un mosaico con la escena de los Reyes Magos, y por las vestiduras les sonó a algo suyo. De lo poco que ha respetado esta historia violenta ha sido este lugar de Belén, poco importante en los Evangelios, pero una conexión directa con lo entrañable de nuestro Dios.
 
Tierra Santa, la que pisó Jesús, desde luego, y tal vez también —a partir de su vida— la que viven los excluidos de esta tierra. Tierras llenas de sus «preferidos«, lugares de vida y de muerte… mucho más cercanos a nosotros que Palestina. En esas tierras hay que entrar con la actitud de peregrino que nos enseña la Tierra Santa de Jesús: de puntillas para no avasallar, en actitud profunda de silencio, observando, recibiendo, rezando, escuchando lo que la tierra y sus gentes nos sugieren con su ser. Transformando y transformándonos, sin profanar intimidades, sin nuestras arrogancias y prepotencias, aparcando nuestra conciencia conciencia de cómo son las cosas, para dejar que nos hablen ellas mismas. Sin crear más dolor e inseguridad de las que la gente tiene. Y, así, ¡cómo cambian tus valores, cómo se transforman nuestras ideas preconcebidas!
Animo peregrino, y… ¡al camino!