[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie Autor:
Javier Martínez Cortés es profesor en la Universidad «CEU-San Pablo» y en el Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
Síntesis del Artículo:
Todos, pero particularmente los jóvenes, estamos expuestos al «síndrome de Peter Pan» en una sociedad «sin padre», con familias donde los genitores no siempre se atreven a ser padres y con una Iglesia en la que el esfuerzo por acercarse a los hombres y mujeres de nuestro tiempo no parece haber rendido sus frutos. Tras analizar todos estos aspectos, el autor concluye con la propuesta de diversos pautas concretas para recuperar las funciones educativas de la sociedad, la familia y la religión.
Introducción: En el país de Nunca Jamás
Este era el título del pequeño artículo que di a leer a mis alumnos. La autora se refería a la fábula de Peter Pan. La Isla de Nunca Jamás era el «hogar» de Peter Pan. Un lugar «acogedor» donde nadie crece y todos permanecen niños para siempre. «No quiero ser mayor jamás; quiero ser siempre niño y divertirme» afirma Peter. Basándose en este relato, el doctor Dan Kiley acuñó el término de «síndrome de Peter Pan» para definir un tipo psicológico humano, que tiene miedo a crecer y se instala en la inmadurez.
La alusión a la sociedad actual la desarrollaba la autora cargando ligeramente el acento sobre la generalidad de los jóvenes de hoy. Apoyaba su argumento en datos significativos. Un porcentaje elevadísimo de jóvenes, entre los 18 y los 29 años, convivía con sus padres. La edad de contraer matrimonio se desplazaba progresivamente hacia el polo de los 30 años. Consecuentemente la edad de la responsabilidad paterna también se retrasaba. Y la natalidad descendía hacia tasas inéditas en la demografía española e incluso europea.
La autora no dirigía su argumento expresamente contra las generaciones jóvenes. Inculpaba más bien a la sociedad que dificultaba la asunción juvenil de responsabilidades. Pero los jóvenes aceptaban con gusto una situación que les instalaba en la inmadurez.
La reacción de mis alumnos (final de carrera) fue de indignación colectiva. Según ellos, la autora era una «frívola», desconocedora de la realidad. Ninguno, aseguraron, sentía proximidad al síndrome de Peter Pan. La búsqueda de un trabajo, con un título académico en la mano, y sin la seguridad de encontrarlo, no producía placer. Lo que ellos deseaban era poder asumir responsabilidades.
La acentuada pluralidad del mundo juvenil prohibe elevar esta anécdota al nivel de categoría: no se puede negar que hay jóvenes tocados por el síndrome de Peter Pan.
Pero de la anécdota si se puede extraer al menos una duda: ¿es cierto que la mayoría de los jóvenes acepta alegremente este rol de Peter Pan, al que la sociedad -en ocasiones ayudada con la mejor intención por la familia- parece destinarles?
Y desde luego, puede servir para que los adultos nos cuestionemos. ¿Qué hacemos para combatir este posible síndrome de Peter Pan? ¿Cómo abrimos puertas a las responsabilidades de los jóvenes?
No se trata de «buscar culpables». Se trataría más bien de intentar comprender algo de lo que está ocurriendo, para poder ejercer nuestra responsabilidad adulta de educadores.
1 La sociedad «sin padre»
El síndrome de Peter Pan correspondería a una situación sociocultural diferente de las que hasta ahora los adultos hemos vivido. Y las mutaciones socioculturales son siempre fenómenos sumamente complejos. Sería ingenuo tratar de esclarecerlas con explicaciones lineales, apelando a una u otra causa singular. Las posibles concausas, además, interaccionan entre sí para provocar, por acumulación, situaciones sociales cualitativamente diferentes.
Algo de esto parece haber ocurrido en la sociedad española a lo largo de las tres últimas décadas. Nuestro país (en un período de tiempo históricamente muy corto) ha realizado una triple transición: política, económica y cultural -que aún parece no haber terminado-.
España se convierte en una sociedad industrial a partir de la década 1950-60. Disminuyen los sectores de población vinculados a una cultura rural, crecen los sectores urbanos. El obrero especializado aspira a un nuevo nivel económico, similar al de las clases medias. Se difunde la educación universitaria, se diversifica el sector «servicios» (profesionales, y sectores vinculados a la función pública).
Todo ello altera las mentalidades y las formas tradicionales de comportamiento. Añádase el impacto del turismo, con la aparición de «estilos de vida» diferentes, que ofrecen la fascinación de «lo extranjero», para una sociedad ansiosa de apertura. Con la transición política, a mediados de los 70, se inaugura una nueva etapa que promulga abiertamente valores diferentes.
La sociedad española que surge de esta compleja trama de transiciones se puede definir como una sociedad de «nuevas clases medias», a la búsqueda de otros marcos de referencia.
Es decir, que los cimientos de lo que era la anterior sociedad española se vieron profundamente sacudidos. Aunque vivido con una sensación colectiva de euforia por la nueva sociedad, ello no suprimió la necesidad de orientación dentro de un marco cultural en muchos aspectos cualitativamente diferente.
Tarea que nunca es fácil. Ya uno de los «padres fundadores» de la Sociología clásica -Durkheim- observó que los cambios demasiado bruscos (tanto sociales como personales) conducían a situaciones de anomía: es decir a una ausencia de normas que orientasen la conducta. Las antiguas normas ya no son (o no se juzgan) adecuadas; y las nuevas, todavía no han sido establecidas.
La sociedad -colectivamente- o el individuo, tantean en la incertidumbre, llevados por la fascinación de lo nuevo. (Y lógicamente se equivocan. Lo importante sería que la equivocación no alcance los límites de lo irreversible).
Algo de esta situación de anomía es posible rastrear en los comportamientos (públicos y privados) de los españoles. La rapidez del cambio, el pluralismo, la incertidumbre, convirtieron al conjunto de la sociedad española, en cierto sentido, en una «sociedad sin padre».
(Es sabido que la familia patriarcal romana distinguía entre los oficios de genitor y de pater. «Genitor» era quien engendraba biológicamente. El «pater» ejercía un rol mucho más amplio: representaba a la Ley, establecía el orden de la casa, poseía la autoridad de la que emanaba la orientación de las conductas).
Las nuevas clases medias españolas, en un régimen político también nuevo, a la búsqueda de formas de vida diferente, ven oscilar sus referentes tradicionales.
La convivencia en la sociedad española se establece sobre un nuevo «pacto social», bajo la hegemonía del liberalismo político y económico. La sociedad garantiza las libertades del individuo, pero ha de amoldarse a las leyes del mercado.
Lo que ocurre es que el mercado que proclama la abundancia e incita al consumo, en un punto neurálgico proclama la ley de la escasez. El trabajo se convierte en un bien escaso y el paro adquiere la connotación de estructural. El mercado, gestor del nuevo pacto social, no podrá ofrecer trabajo para todos sus miembros.
Menos aún para todos los miembros de las nuevas generaciones. (La principal bolsa de paro en España está constituida por jóvenes menores de 25 años, que buscan su primer empleo). El mercado laboral pone la primera piedra en este constructo social de la adolescencia prolongada.
Como compensación, la sociedad contemporánea ofrecerá un modelo eficaz de «cultura de la satisfacción»: una incitación permanente al consumo y una sobreabundancia de imágenes sugestivas (también para el consumo): la vida como espectáculo.
El mercado marca así las orientaciones y las decisiones en muchos aspectos de la vida. Pero hay otros aspectos, los más íntimos de la personalidad, sobre los que el mercado nada dice -o lo que dice es falso-. El mercado es un mal padre.
En el seno familiar, muchos miembros de las nuevas clases medias experimentan una desorientación sobre lo que deben -o lo que pueden- transmitir. Las anteriores normas -las que ellas vivieron en su juventud- parecen desfasados; las nuevas aún no están establecidas.
Más aún, la propia institución familiar, en su punto de apoyo inicial -la pareja- se halla también sometida a la vorágine del cambio.
2 La «nueva» familia
En esta situación, el modelo de la familia patriarcal se percibe como inadecuado. Impulsada por una nueva conciencia femenina, la familia busca su camino hacia un modelo más igualitario. El universo familiar se halla en movimiento.
Sintiéndose incapaces de ofrecer a los hijos marcos estables de referencia (¿dónde apoyarse, si la sociedad gira como un remolino?), los genitores ya no se atreven, en muchos casos, a ser también padres (es decir, a ofrecer con firmeza y confianza propia un orden de valores). En compensación se esforzarán por ofrecer a sus hijos la posibilidad de un cierto ascenso social y un mayor nivel de consumo.
La crisis ha sido interpretada por algunos como el final de la familia. Las encuestas hechas a los jóvenes muestran un grado notable de satisfacción con la institución familiar. Los hijos la aprecian sobre todo como un refugio cálido en una sociedad competitiva y poco acogedora.
Las crisis económicas posteriores -y ante todo la crisis laboral- no harán sino realzar el papel solidario de la familia con las nuevas generaciones. (La familia como colchón que atenúa el shock social. Colchón sobre el que, evidentemente, hay casos en los que se tiende Peter Pan).
La convivencia intergeneracional es buena, por razones simultáneamente afectivas y pragmáticas. No habrá un «campo de lucha» acotado para la confrontación ideológica entre las generaciones. Las viejas se han hecho más tolerantes. Las nuevas, escépticas ante las ideologías, contemplarán a las anteriores con benevolencia. Y -tal vez- con una secreta conmiseración (¡en qué cosas perdían el tiempo sus padres!).
Pero esa misma serie de circunstancias les convierte a su vez en generaciones «sin padre» (con escasos marcos estables de referencia). El resultado de la desorientación familiar es la pérdida de autoridad de las figuras parentales.
Los «genitores» parecen dimitir de su «función paterna», y abandonarla a agentes situados en el exterior. La ejercerá la propia sociedad en la que sus hijos han de vivir (el grupo de amigos, los medios de comunicación, la publicidad…).
¿Y qué es lo que se encuentra en las afueras de la familia?. El consumo, que ofrece una mejor calidad de vida material, bajo formas múltiples y sugerentes. Y, especialmente, el consumo de imágenes que muestran el «nuevo estilo» de vivir.
El consumo se convierte así en marco de referencia (en padre). En él confluyen elementos sociológicos, de mimetismo hacia clases sociales más altas, yelementos simbólicos, de pertenencia y adhesión a un grupo, subcultura, etc.
Lo cual pertenece a la lógica social del cambio rápido. Cuando todo vacila, la identidad (sin la que no podemos vivir) tiende a definirse por objetos exteriores, más que por tomas de posición internas y juicios de valor.
A semejanza del «pacto» entre sociedad y adultos, los padres ensayan en el seno familiar otra especie de «pacto social» con los hijos. Según el contenido de este pacto implícito, la familia se considera responsable de proveer de afecto, de objetos de consumo, de acceso a un nivel superior de educación, en la medida de sus posibilidades. Pero se desentiende (sumergida tal vez en su propia confusión) de la batalla cotidiana por transmitir valores traducidos en normas. estableciendo así límites razonables a la subjetividad del adolescente.
No es raro que en tales casos, la televisión, reverentemente instalada en el centro del hogar, llegue a constituirse, o bien en «niñera electrónica», o bien en el libro de estilo de la familia, en el consultorio sentimental, en el catecismo doméstico, relativizador de todos los principios morales…
Esta dimisión de la función paterna deja a los adolescentes abandonados a sí mismos, pero rodeados de un ambiente confortable, ajeno al esfuerzo personal. No es extraño que surja la tentación de convertirse en Peter Pan.
Sin embargo, incluso en tales casos, los padres no son conscientes de la fuerza socializadora que sus palabras (si se apoyan en la propia conducta) pueden tener.
3 La religión
¿Podría la religión -aquí, en concreto, la Iglesia Católica-, uno de los agentes socializadores más eficaces a lo largo de la historia española, suplir esta ausencia social de padres?
Parece que la situación actual de la Iglesia en la sociedad española es relativamente inédita. No provoca grandes pasiones, ni de amor, ni de odio (lo que apuntaría hacia una más escasa relevancia social).
Especialmente la relación que hoy se da entre la Iglesia y los jóvenes es la de una notable a-simetría. Es decir, que la Iglesia muestra gran interés por acercarse a los jóvenes (otra cuestión diferente es la de si en muchos de los casos consigue acercarse). Mientras que los jóvenes, en un buen número, no muestran interés por la Iglesia.
Las cifras son aburridas porque cubren la realidad con el polvillo gris de los porcentajes. Pero algo dicen. Por ejemplo, los estudios que la fundación Santa María publica periódicamente respecto a los jóvenes. ¿Qué es lo que dice el último: «Jóvenes españoles 99»?
Veamos. Preguntados sobre cómo valoran las experiencias que hayan podido tener con las dimensiones de la Iglesia más cercanas a su vida, un 21,4 % responde que apenas ha tenido relación con la Iglesia. Y un 31,3 declaran que les ha dejado indiferente. (Los que la valoran negativa, o muy negativamente, se quedan en el 7 %. Los que la valoran positiva y muy positivamente son al 40 %).
Como se ve, predomina con mucho la imagen positiva de la Iglesia sobre la negativa. Pero entre los indiferentes y los que apenas han tenido contacto con ella, suman casi el 53 %.
Lo cual disminuye de un modo drástico el potencial socializador de la Iglesia. Para no dejar lugar a dudas, la encuesta pregunta a los jóvenes acerca del lugar donde se dicen para ellos las cosas más importantes, en cuanto a ideas e interpretaciones del mundo. Un increíblemente bajo 2,7 % responden que en la Iglesia (sacerdotes, parroquias, obispos).
En contraste, el primer lugar lo ocupa, con un 53 %, la respuesta «en casa, con la familia». (Fuente: «Los jóvenes españoles 99», Fundación Santa María).
Lo que viene a confirmar lo dicho más arriba sobre el potencial socializador que conserva la familia -pese al desánimo de muchos padres-. Se podría formular la sospecha fundada de que el problema reside, no tanto en los jóvenes y en los adolescentes, cuanto en la dimisión de la función paterna que no se sabe ejercer, frente a otros competidores en la socialización de los hijos (por ejemplo, el grupo de amigos, o los medios de comunicación).
Estos números elementales[1] pero significativos merecerían una reflexión. Los jóvenes de hoy muestran, generacionalmente, una cierta alergia institucional. (Creemos que en las sociedades marcadamente individualistas del Occidente moderno/posmoderno se está alterando la relación tradicional del individuo con las instituciones, por obra del mercado). Pero la desconfianza de extensos sectores juveniles hacia la Iglesia desborda la que sienten frente a otras instituciones.
Más que desconfianza (que también la hay) los indicadores sociológicos señalan hacia la indiferencia.
Ello no significa que los jóvenes se declaren irreligiosos globalmente, aunque un buen 37 % declaren que «la dimensión religiosa no va con mi forma de ser». Con todo es muy superior el porcentaje de los que afirman: «no tengo necesidad de la Iglesia para creer en Dios» (un 71 %). (Hay que notar que las preguntas se planteaban en cuestionarios diferentes: por ello los porcentajes sobrepasan el 100 %). El afecto anti-institucional dobla a la indiferencia religiosa.
Lo que induce la inevitable impresión de que el esfuerzo catequético de la Iglesia en los últimos años no ha rendido sus frutos. De creer a la experiencia directa de los párrocos, sus esfuerzos no han logrado hacer madurar a la mayoría de los adolescentes con los que entra en contacto. Con excepciones minoritarias, se constata la resistencia al compromiso que podría madurar al adolescente. El «Peter Pan religioso» es una figura nada extraña en círculos parroquiales.
La Iglesia está lejos de poder suplir la función paterna que no ejercieron los padres.
¿Por qué? ¿Y cómo afrontar la situación?
4 ¿Qué hacer?
Como todos los fenómenos sociales, la lejanía y la indiferencia juvenil respecto a la Iglesia no admite una explicación lineal. Múltiples causas se pueden aducir, que a su vez interactúan entre sí, creando una malla compleja en la que se enreda la comunicación entre jóvenes e Iglesia.
El sociólogo Javier Elzo menciona algunas de tales concausas: la disociación entre la religión del libro y la sociedad del espectáculo; el foso entre la concepción eclesial del sexo y la práctica juvenil; la casi total ausencia de información religiosa en los medios donde los jóvenes se mueven; la lejanía de la parroquia como espacio vital para la juventud…
Sin embargo querríamos añadir una, por la relación que tiene con el tema de la familia: la Iglesia entra en contacto con el niño y con el adolescente, al parecer, demasiado tarde.
Es en el proceso de socialización familiar donde debería ser plantada la semilla religiosa. Es decir, la capacitación para poder más tarde emitir un «juicio religioso» sobre la propia vida. De lo contrario, el sujeto moral, en la medida en que se va constituyendo, lo hace sin referencia a Dios.
Este juicio religioso implica la idea de Alguien que vela sobre nosotros: por el Cual somos amados, con quien podemos conversar (orar). El niño debe, según su edad, ser confrontado con las categorías sagrado/profano, físico/espiritual, contingencia/confianza en Dios…De tal manera que, desde la primera edad, la propia vida, con sus pequeños sucesos, pueda ser experimentada como una vida en la mirada de Dios. La imagen de Dios debería formar parte de la «urdimbre afectiva» (Rof Carballo) del niño.
La ausencia de estas categorías religiosas conduce más tarde al adolescente y al joven a percepciones de la vida totalmente alejadas de cualquier idea de responsabilidad ante Dios (con la que maduraría su personalidad). Puede funcionar, evidentemente, la responsabilidad ante los hombres y ante la propia conciencia. Pero la religión, convenientemente interiorizada, es un factor importante en los procesos de maduración humana. Esta interiorización tiene una vinculación afectiva con la primera edad.
La necesidad -urgente- de reconducción de la afectividad del niño y el adolescente hacia Dios, conducirá a una mayor atención y dedicación pastoral a la familia. Ella es la que, en las actuales circunstancias, posee mayor fuerza socializadora. Y del ejercicio de su función paterna -también en el plano religioso- dependerá la salida del joven de su posible «adolescencia permanente».
Es fácil formular, sobre el papel, tareas de difícil realización. Pero, pese a ello, es preciso tenerlas ante los ojos como meta, y para ello nombrarlas.
¿Sería posible enumerar algunas? (Sin que la enumeración implique orden de importancia)
n Sería necesario intentar sacar a la familia de su aislamiento: para ello, favorecer la organización de estructuras donde las familias puedan encontrarse.
n Y sugerir, si es posible, la inserción de las familias en los grandes movimientos sociales.
n Favorecer un incrementen de la relación familia-escuela, para cooperar en la difícil tarea educativa.
n La Iglesia del s. XXI será una Iglesia predominantemente laica. Es precisa la formación permanente de las parejas y el acompañamiento, no sólo del individuo, sino de la familia como unidad de atención pastoral.
n Este acompañamiento ha de saber respetar los ritmos evolutivos de la familia. Y, si es que se da, ha de saber también acompañar la crisis de la pareja desde una perspectiva de discernimiento positivo (tratando de sacar algún provecho de la situación, valorando el diálogo, manteniendo la serenidad en medio del conflicto).
n Por otra parte, no se puede renunciar a la idea de devolver a las familias la responsabilidad en la transmisión de los valores cristianos. Más aún, acompañarles en la tarea de posibilitar a sus hijos una genuina experiencia religiosa.
n Ya directamente respecto a los amenazados por el síndrome de Peter Pan: tanto la familia cuanto los agentes de pastoral deberían considerar prioritario, en la educación de adolescentes y jóvenes, el otorgarles responsabilidades adecuadas a su situación. Integrarlos en el círculo de las preocupaciones familiares y darles participación en las organizaciones eclesiales supone siempre un paso en el camino de la maduración.
n Y siempre, como «conditio sine qua non», potenciar el diálogo serio.
Conclusión
Lo que hemos denominado síndrome de Peter Pan es un fenómeno complejo, propio de las modernas sociedades de consumo, en el que los principales protagonistas no son los adolescentes ni los jóvenes. Es preciso reconducir la responsabilidad última:
— Hacia la propia sociedad.
— Hacia ciertas actitudes que se producen en el seno de la familia.
— Y hacia la rigidez de algunas estructuras sociales, que no ofrecen cauce suficiente a la participación.
q Sociedad
La sociedad (y bajo este nombre nos referimos aquí concretamente a los poderes públicos) es responsable en la medida en la que no hace del paro juvenil (retórica del lenguaje político aparte) una preocupación prioritaria. La prolongación de la adolescencia tiene raíces evidente en la dificultad de los jóvenes para poder garantizar económicamente las responsabilidades que podrían asumir.
q Iglesia
Las estructuras eclesiales tienen su parte de responsabilidad en la medida en que no están suficientemente abiertas a la participación juvenil, por un lado. Por otro, hay que llevar a la conciencia de los agentes de pastoral y de las organizaciones eclesiales que sólo en colaboración con las familias, y sobre la base que ellas pongan, es posible hoy la socialización religiosa.
q Familia
La familia es responsable en la medida en que se dimita de ejercer la función paterna. La manera de ejercerla hoy ha cambiado: se ha de apoyar más en el diálogo y en la persuasión racional. Pero la función de establecer desde la infancia un «principio de realidad» que comporta límites y esfuerzo, es igualmente imprescindible para madurar humanamente y no permanecer en una «eterna adolescencia».
Una observación final: el «síndrome de Peter Pan» no es sino la faz más inofensiva -y temporalmente limitada- de una patología social. La prolongación de una adolescencia en personas biológicamente maduras, forzada por la tardía asunción de responsabilidades laborales y familiares, conduce a inevitables frustraciones. Frustraciones que tienden a desembocar en la violencia. Y de ella tenemos noticias, sorprendentes en apariencia, en la crónica urbana del día a día.
Violencia «gratuita», sin aparente motivación (o con una motivación irrelevante); que aparece como un cáncer en las sociedades desarrolladas; favorecida estúpidamente, además, desde una proliferación de imágenes que tienden a mitificarla, o rodearla de un halo morboso.
Los educadores debemos guardarnos de la tentación de banalizar el tema o de encogernos de hombros ante él. Si queremos vivir en sociedades humanamente viables, tengamos en cuenta que no es viable una sociedad de «eternos adolescentes». n
Javier Martínez Cortés
[1] Para los interesados en cifras y porcentajes sobre la relación entre jóvenes e Iglesia: además del mencionado estudio de la Fundación Santa María, pueden verse los comentarios que sobre algunas tablas de la misma hace JAVIER ELZO en «Sal Terrae» 4(1999).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]