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Casi siete millones de telespectadores españoles, un 41,6% de cuota de pantalla, siguieron la final de la última serie de OT. Mucha gente. En la primera edición del programa (2001-2002) la punta máxima consiguió una cuota de 43,3% y entre ocho y 12 millones de espectadores; se vendieron nueve millones de discos, se realizaron otros nueve millones de llamadas, la web del programa tuvo cinco millones de visitas. Desde entonces, el programa se ha realizado con gran éxito en más de quince países de todo el mundo: en cierto momento podía haber unos 300 millones de personas del planeta siguiendo las peripecias de un puñado de chicos que desean ser cantantes. Una generación global habrá crecido arropada por el mensaje básico del programa: la fama es un premio que se gana con esfuerzo, la vida es una competición.
En OT todo es muy blanco, muy bien hecho, impecablemente profesional. En esta última edición, la cadena que acogió el programa lo ha convertido en uno de sus emblemas, los productores han lanzado discos colectivos que copan desde hace semanas el número uno y dos de las ventas: más de media docena de esos chicos tienen sus clubes de fans y se les tiene por héroes nacionales. Lo han ganado a pulso: disfrutando pero trabajando como condenados por superarse, igual que si hicieran unas oposiciones. OT ha sido el espectáculo del esfuerzo moderno que ha fascinado a medio país. Y medio país se ha identificado con esos niños que logran alcanzar sus sueños. Una historia vieja tan actual que no es raro su éxito. No se trata tanto del sueño de hacer música como del sueño del reconocimiento público que equipara al famoso con el éxito social: carne mediática fresca.
OT es, sobre todo, una escuela colectiva: enseña a todos los que creen que lo que no sale por televisión no existe los secretos de la nueva profesión de famoso. Para las nuevas generaciones, que han crecido con la televisión junto a la cuna, el programa tiene más interés que ir a la universidad o aprender cualquier oficio. Obsérvese el proceso: unos chicos corrientes -seleccionados entre más de ochenta mil aspirantes- con cualidades en bruto aterrizan en una academia -la institución total que describe Erving Goffman- donde en un tiempo récord pasan -gracias a esa fábrica de prestigios que es la televisión- del castigo del anonimato al enorme reconocimiento social que llamamos fama. Desde este podium mediático todas las puertas de la realidad se abren: ganarse bien la vida, por ejemplo. Diez de los concursantes empiezan una larga gira conjunta de galas por toda España, discos, tal vez una carrera internacional…
No se puede despachar un fenómeno así con cuatro chistes o con la ignorancia. La fama se identifica hoy con nociones y valores que expresan el reconocimiento y el consumo de la relevancia -y la marginación- social. En tanto que resultado del contacto entre individuos en su exposición pública, la fama hoy es una construcción de la comunicación. Héroes y mitos, antiguos símbolos de excelencia y de respuesta humana a lo sagrado, modulan los actuales ídolos convertidos en productos de consumo a través de rituales comunicativos. Hoy los medios de comunicación son industrias de fabricación de famas, ingrediente capital en la formación de la opinión pública y de un potente mercado de canibalismo humano. Los medios promueven la visualización de individuos capaces de atraer la atención pública. La profesionalización de la fama equivale a un proyecto de vida que expresa una ideología y una realidad concreta.
Según C. Wright Mills, los «profesionales del mundo de la fama» concitan reconocimiento, entusiasmo y respeto, todo lo que hacen tiene valor como publicidad . Se les reconoce con facilidad y dejan su impronta en la historia colectiva. Para Mills el famoso es una especie de marioneta, entertainer teledirigido. Atrae audiencias y las fideliza. Para él rige la misma ley que concita las audiencias mediáticas utilizadas como baremo fijo para las tarifas publicitarias. Es un sistema, al fin, que premia el individualismo y la competición.
La expresión fama, ahora, se sitúa como un proceso transversal decisivo dentro de la opinión pública y como frontera social basada en la relevancia en el ágora mediática. La fama es un premio que se mide en visualización y esto hoy es dinero. El héroe mediático -aquel que ahora hace realidad la frase de Baltasar Gracián «Lo que no se ve es como si no existiese»- supera la dimensión de autoafirmación personal y se introduce en un espacio donde su persona y sus habilidades son un producto económico, sujeto a las leyes del mercado, que vende espacios mediáticos. Éste es el carácter de la nueva profesión de famoso para la que instruye con inaudita precisión esa escuela de alto rendimiento que es OT.
A partir de realidades como ésta, a nadie debería extrañarle que las nuevas generaciones muestren aficiones y rasgos que equiparen a las personas con un producto comercial y a la sociedad con un gigantesco supermercado. Con las consecuencias colectivas que, efectivamente, ya se pueden percibir. Por ejemplo, el ser humano es como un kleenex: usar y tirar. Que ésas son las reglas del juego.
Margarita Rivière, periodista y escritora.
EL PAÍS, 09-01-2006