Si un buñuelo es un dulce de harina, tan esponjado y aparente como relleno de nada, llamaremos película-buñuelo a la versión en celuloide de este producto, es decir, a todas aquellas obras cinematográficas cuya masa fotográfica sólo recubre el más insípido de los vacíos.
Hay muy diferentes formas de «rebozado», siguiendo con la metáfora gastronómica. El más común, aquel con el que cualquier espectador medianamente atento está familiarizado, lo encontramos sobre todo en el cine de más alta producción. Nos referimos a aquellas películas que, detrás de un aparato técnico apabullante, debajo de su pirotecnia de efectos, música, fotografía y estrellas, sólo esconde tres o cuatro trucos manidos, unos personajes con el grosor del papel de fumar y ninguna idea visual digna de ser reseñada. Los ejemplos serían tantos que con citar uno nos bastará: Gladiator, película rancia de ideas, pobre de personajes, trufada de imágenes tan vistosas como poco expresivas.
La película-buñuelo-gran espectáculo (y la última triunfadora de los Óscar pertenece por derecho propio a esta categoría) está construida de forma opuesta a la que cualquier lógica artística aconseja: tomando como punto de partida unos contenidos narrativos y dramáticos (un argumento, unos personajes, unos conflictos), en lugar de utilizar los medios cinematográficos (puesta en escena, encuadre, montaje, sonido) para profundizar en su último sentido, en lo que de auténtica significación humana o plástica puede tener lo representado, se sirve de todos estos mecanismos para recubrir ostentosamente el relato. El artista ahonda en las historias que narra, viaja hacia sus adentros mediante la construcción de formas: el facturador de buñuelos trabaja hacia afuera lo que cuenta, lo hincha, lo envuelve, lo disfraza, lo barniza. La práctica del exhibicionismo sustituye al proceso de desnudamiento. Donde deberíamos encontrar indagación sólo brilla el maquillaje; el fuego de artificio reemplaza a esa antorcha, el arte, iluminadora de los entresijos de la verdad.
Pero hay otra clase de películas-buñuelo todavía más peligrosas, porque aspiran a dar gato por liebre. El cine comercial, en última instancia, cumple con las expectativas del espectador medio, ese que no busca que le hagan pensar o sentir emociones, sino que desea subirse durante un par de horas a un carrusel, a una atracción de feria. Sin embargo, ciertas obras «con pretensiones» artísticas, sociales o morales padecen de la misma enfermedad. En su caso, no obstante, el dorado exterior no son los medios técnicos o los procedimientos de lenguaje, sino las buenas intenciones, las ideas, el fondo. Son buñuelos de prestigio, en general bastante aprovechables desde el punto de vista pedagógico (el relleno de verdad lo pondrá el educador), aunque igual de nocivos desde una óptica artística.
Sólo tengo espacio para descubrir la inanidad de una película-buñuelo-gran humanismo. Billy Elliot es un clamoroso caso de cine bienintencionado pero reduccionista, tramposo y vacuo. Situar la historia de voluntad y superación personal de un niño que quiere ser bailarín en una zona deprimida de Inglaterra, asolada por conflictos laborales, se gana de antemano la simpatía de cualquier espectador sensible con «lo social». El desarrollo de la obra se encarga de banalizar este planteamiento, ajustando los principios de una obra supuestamente «dura» a los más simples trucos narrativos de cualquier telenovela y presentando, en última instancia, las mismas deficiencias que un Gladiator cualquiera: los personajes, típicos y tópicos, evolucionan sin otra lógica que la preparación del final feliz (véase la relación entre el padre y el hermano del protagonista, o la propia actitud de este último hacia Billy; o el personaje de la maestra de ballet, tan trillado; o el amigo homosexual…); las circunstancias contextuales quedan relegadas a un segundo plano, hasta volverse intrascendente decorado; el afán por ganarse la simpatía del espectador degenera en situaciones fáciles de comedieta o en un final sonrojante, por ridículo y triunfalista… Toda la película sacrifica en el altar de la facilidad y el conformismo, en el regodeo más gratuito lo que, en principio, se vende como compromiso. En fin: el mismo buñuelo con distintas alforjas.
Jesús Villegas
Películas como ventanas
Definíamos en la página anterior la «película-buñuelo». Seguiremos utilizando las metáforas para intentar poner cierto orden en nuestra comprensión del complejo universo del cine. Para ello, recurriré a otra imagen, la de la ventana, como punto de partida de mis reflexiones.
Muchas veces se ha pretendido emparentar la pantalla del cinematógrafo con una ventana. En efecto, en cierto modo, una película es una especie de enorme tragaluz por el cual se cuela en nuestras retinas la vida o, al menos, su simulacro. Hablemos un poco de este curioso artilugio arquitectónico.
Una ventana nos permite, entre otras cosas, ver lo que ocurre al otro lado. El material con que se fabrica, el cristal, deja pasar en mayor o menor medida la luz. Gracias a esta cualidad podemos vislumbrar desde dentro lo que hay fuera, o, por qué no, a la inversa, estaremos en condiciones de espiar indiscretamente qué ocurre en el interior, en el espacio privado.
Sin embargo, sabemos que los cristales de las ventanas facilitan o dificultan nuestra mirada de forma diferente: desde la transparencia extrema hasta los más variados grados de translucidez, llegando incluso a la opacidad, el vidrio presenta una gama insospechada de relaciones con la luz y, por tanto, con el ojo que mira. En último extremo, el cristal puede convertirse incluso en espejo donde el observador se ve reflejado.
A veces, el cine nos invita a mirar fuera, más allá, hacia esos otros ámbitos que se encuentran alejados de nosotros en el espacio, en el tiempo, en la conciencia. En ocasiones, sin embargo, la película se abre de par en par a nuestros adentros, a lo más recóndito y privado del ser humano. Ciertas tradiciones cinematográficas (el cine clásico, por ejemplo) o ciertos directores aspiran al máximo grado de transparencia: el cristal ha de notarse lo menos posible, no ha de empañarse bajo ningún concepto, para que pueda refulgir lo visible y lo invisible en todo su esplendor tras su frontera nítida. Otras tendencias expresivas (el cine de autor o de arte y ensayo) optan por lo translúcido, que deforma con sus colores y biseles los contornos y exige un esfuerzo en la contemplación. Finalmente, sea cual sea la posición elegida (mirar de dentro afuera o de fuera adentro; construir una ventana transparente o translúcida), el gran artista es capaz de transformar su ventana en espejo sin que ambas realidades entren en contradición: a través de lo otro, de lo que está más allá del cristal, uno acaba por verse a sí mismo. A ese ser dotado para inventar ventanas-espejo algunos lo llaman genio y, a sus productos, obras maestras.
Las ventanas transparentes no son lo mismo que las ventanas sin cristal, al igual que la sencillez no es lo mismo que la simpleza. Para cualquier artista resulta un auténtico reto conseguir la transparencia: el cristal ha de estar ahí, terso, apenas apreciable, garantizando nuestra protección contra la realidad en bruto o, lo que es peor, contra su banalización. La vida nos ha de llegar con apariencia de espontánea floración, pero en realidad se materializa ante nosotros convertida en símbolo, quintaesenciada, con toda su verdad puesta a la luz. Si no hay cristal, la vida, o bien se nos cuela sin sentido por todos los resquicios, o bien se manifiesta de forma maniquea y, entonces, el arte como experiencia sublimadora desaparece.
Del mismo modo, las ventanas translucidas y las ventanas opacas difieren de forma radical: lo complejo, lo ambiguo, lo sugerente no guarda relación alguna con lo incomprensible, lo hermético, lo críptico. A través de una ventana translucida, la realidad adquiere nuevos perfiles aunque, en última instancia, sigue siendo la misma, pasada por un filtro que la altera y acaba por resaltar sus formas en perspectivas personales e insospechadas. Por el contrario, a través de una ventana opaca no podemos ver nada.
Como ejercicio de práctica a propósito de todo lo expuesto, os recomiendo El camino a casa, película transparente/película espejo y Deseando amar, película translúcida/película espejo. En negativo, un buen ejemplo de película tramposa: Chocolate, película que aspira a ser transparente pero, lo siento, para mí carece de cristal.
Jesús Villegas