Guerra santa

1 noviembre 2001

 Estos días termino un libro sobre Dios y las religiones, que se titulará Dictamen sobre Dios. Se trata de un tema inexcusable para un de­tective de la cultura. ¿Qué sabemos, qué po­demos decir sensatamente sobre tales asun­tos, a estas alturas de la historia, tan viejos ya y tan escaldados? Desde hace medio siglo se pronostica la desaparición de las creencias religiosas, que no se ha producido. El agnos­ticismo o el ateísmo son fundamentalmente fenómenos europeos. […J Los expertos cal­culan que hay más de 40.000 nuevos movi­mientos religiosos en el mundo.
Ocupado en estos asuntos, me estremece, como a todo el mundo, el horror de las Torres Gemelas de Nueva York. Las primeras sospe­chas apuntan hacia fundamentalistas islámi­cos, con lo que la actualidad se mete san­grientamente en las páginas de mi libro. Aparece en los periódicos la palabra fatídica: yihad, la guerra santa. Los fanáticos justifican la guerra para mantener pura la fe y la uni­dad de los creyentes, para liberar a los esta­dos de fe islámica del gobierno de los infie­les, y para defender la patria. El fundamenta­lismo islámico, uno de cuyos representantes más conocidos fue Jomeini, pretende conver­tir la religión en poder político, y hacer que la ley religiosa sustituya a la ley civil. Los tabi­lanes aspiran a lo mismo. Para comprender lo que está pasando hay que recordar la his­toria. Cuando en los 60 aparecieron esos mo­vimientos integristas, la izquierda y la dere­cha occidentales fueron sumamente críticas. Veían un renacer del fascismo y de un fana­tismo desaforado. Pero una década después, parte de la izquierda elogió el populismo de estos movimientos, y parte de la derecha elo­gió su preocupación moral y su lucha contra el materialismo ambiente.
Mientras tanto, se había organizado, con el aplauso de Occidente, la primera manifesta­ción de «guerra santa» internacional. La URSS había invadido Afganistan, y el isla­mismo radical empezó a recibir enero de EE.UU. y sus aliados para que se enfrentara al invasor. Más de un billón de pesetas en ar­mas fue a parar a la guerrilla islámica. Parte de esa misma guerrilla es la que ahora está  dispuesta a declarar la guerra santa a Occi­dente.
Estos hechos vuelven a enturbiar la imag­en de las religiones. Se convierten en un peli­gro en vez de ser una esperanza. Pero con­viene no precipitarse en el análisis. Ni todas las religiones son belicosas, ni todos los mu­sulmanes son fanáticos. La amenaza no viene tanto de la religión, como de su terrible alian­za con el poder. La renovación islámica es en el fondo más política que religiosa. Es fruto de muchos factores: el malestar social, la po­breza, el miedo al modo de vida occidental, un sentimiento de humillación ante ciertas conductas de Occidente, el fracaso de las es­peranzas puestas en los sistemas marxistas y en el sistema de mercado, la defensa de la identidad cultural, el rechazo de nuestro in­dividualismo feroz, y también la lucha por el poder de facciones, familias o sectas.
Europa puede dar algunos consejos al is­lam, porque ha aprendido con el escarmien­to. También el cristianismo claudicó ante la tentación de unirse con el poder. También el cristianismo predicó la guerra santa. San Ber­nardo, proclamador de la segunda cruzada, escribió a los templarios: «Hay que desenvai­nar la espada material y espiritual para de­rribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana.» Tras siglos convulsos y sangrientos, Europa ha reconocido la injusticia de esa actitud, y el derecho a la libertad de conciencia. Tras el horror de Nueva York, nuestra mejor postura ante el islam sería demostrar que hemos sido sabios al arrepentirnos, y que nuestro siste­ma de vida, defensor de los derechos de los individuos, de la igualdad, de la democracia, no es un capricho occidental, sino el mejor medio descubierto por la inteligencia huma­na para asegurar la justicia. Tenemos que convencer a todos los pueblos desgarrados por calamidades políticas y económicas, de que no solo queremos globalizar la tecnolo­gía y el mercado, sino también modos de vi­da justos. La justicia es nuestro gran poder, nuestra mejor baza.
JOSÉ ANTONIO MARINA «El Semanal, 30.10.2001

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