¿Hacia dónde va la Iglesia?

1 diciembre 1997

José Luis Moral

 José Luis Moral es profesor en el Instituto Su­perior de Teología «Don Bosco» y director de «Mi­sión Joven».

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

El autor, a través del resumen de diversos textos eclesiolágicos, ofrece dos visiones concretas de Iglesia, predominantes respectivamente en Europa y América latina, prece­didas de unas claves interpretativas y apostillando, al final, la necesidad de información y anticipación para construir el futura de la Iglesia entre todos. La eclesiología de comu­nión, en Europa, tiene que vérselas con una praxis no pocas veces «incomunicativa». La eclesiología del Pueblo de Dios, en América latina, persigue una Iglesia capaz de ser «sacr­amento histórico de salvación».

Las siguientes líneas son un simple ejerci­cio de síntesis, salpicada profusamente de ci­tas textuales para ser fieles, en la mayor medida posible, a los autores y corrientes teoló­gicas objeto de la misma.

Tras un breve apunte acerca de la doble clave interpretativa de la eclesiología en Euro­pa y en América latina, la parte central del tex­to se ocupa de la imagen de la Iglesia en am­bos continentes.

Contemplamos la «eclesiología europea» a través de los ojos de MEDARD KEHL y conforme a la visión que nos presenta en dos de sus li­bros: La Iglesia. Eclesiología católica (Ed. Sí­gueme, Salamanca 1996) y ¿Adónde va la Igle­sia? Un diagnóstico de nuestro tiempo (Ed. Sal Terrae, Santander 1997).

Para reflejar la imagen de la Iglesia en Améri­ca latina nos servimos del tomo segundo de Mysterium liberationis (Ed. Trotta, Madrid 1990), obra colectiva dirigida por IGNACIO ELLACURÍA y JON SOBRINO. Más concretamente nos fijamos en textos de estos dos autores y en otros de JUAN ANTONIO ESTRADA y MARCELLO DE C. AZEVEDO.

A la hora de concluir, sugiriendo la necesidad de información y participación, utilizamos las obras de JUAN L. RUIZ DE LA PEÑA, Crisis y apolo­gía de la fe. Evangelio y nuevo milenio (Ed. Sal Terrae, Santander 1995), y de CARLOS G. VALLÉS, Querida Iglesia (Ed. PPC, Madrid 1996).

Hemos optado por simplificar al máximo el sistema de notas, introduciéndolas dentro del texto, refiriéndonos a cada texto a través del nombre del autor y el año de la edición del li­bro, seguido de las páginas correspondientes.

1. La clave interpretativa

La marcha actual de la Iglesia, tanto para entender sus propios pasos como para inter­pretar y orientar la situación de cara al futuro, re­quiere contar con «claves hermenéuticas», fe­nómenos a los que atribuir la función interpre­tativa fundamental para no perderse en una maraña de causas y efectos.

Ésta podría ser esa clave interpretativa: una «Iglesia en transición» o en la fase de estable­cer una nueva relación con la modernidad y con la injusta división del mundo.

La teología europea considera particular­mente la clave interpretativa de una Iglesia en transición hacia una nueva relación entre fe cristiana y cultura moderna. M. Kehl, en con­creto, se fija en una ruptura cultural que no ter­mina de asumir la Iglesia en Europa. Identifica dicha ruptura con el «impulso modernizador» que forma parte del estado de conciencia del hombre y cultura actuales. Sencillamente for­mulado, nos remite a la primacía incondicional del sujeto frente a todas las tradiciones e ins­tituciones. Una sociedad que se considera mo­derna no se interpreta ya a sí misma desde su pasado sino, casi exclusivamente, desde el presente y el futuro. De ahí que cuanto hasta ahora ha servido de base para la identidad cristiana está hoy perdiendo rápidamente su fuerza persuasiva en nuestra sociedad.

Ante esta situación, de nada serviría entonar lamentaciones o cerramos a la modernidad con­virtiéndola en chivo expiatorio de todos los ma­les que aquejan a la Iglesia. La respuesta pasa, en primer lugar, por asumir la perplejidad de no saber cómo proclamar hoy nuestra fe en Dios como fuente originaria de la vida y del sentido. Pero hay que aguantar honradamen­te esta situación sin resignarnos, antes acep­tando el reto de la modernidad de manera productiva, es decir, entrando en contacto profundo con ella y, a la par, resistiendo frente a determinadas tendencias dominantes.

Han sido las teologías del Tercer mundo, en especial la Teología de la liberación en Améri­ca latina, las que han concedido mayor relieve a la segunda clave interpretativa a la hora de definir la identidad y misión de la Iglesia. In­justicia y desigualdad radical entre el mundo pobre del Sur y el rico del Norte conforman la «realidad problemática» que envuelve a las Iglesias del Tercer mundo. l. Ellacuría apunta­ba, en este contexto, una transición distinta y necesaria para la Iglesia: aquella que conduce a «tomar cuerpo», a la corporeidad histórica de una Iglesia que, como sacramento univer­sal de salvación, se constituye en sacramento histórico de liberación dada la situación de dominio y opresión que sufren las personas. «La Iglesia -dice textualmente- tiene que ser consciente del «hoy» de Dios y de que uno de sus más graves peligros es ignorarlo».

Puestos ante Dios y sintiendo el dolor de la injusticia, la cuestión clave para saber hacia dónde debe dirigirse la Iglesia no es otra que descubrir ese «hoy» de Dios, que I. Ellacuría entendía como «una palabra de vida, de justi­cia, de esperanza y de liberación para las in­numerables víctimas de este mundo».

 2. Europa: Eclesiología de «comunión» y praxis «incomunicativa»

La teología de la «communio» propiciada por el concilio Vaticano 11 y una praxis conflic­tiva, cuando no «incomunicativa», definen los perfiles principales de la Iglesia en Europa a juicio de M. Kehl.

 2.1. Conflictos e interferencias comunicativas

El concilio Vaticano 11 nos transmitió una imagen de Iglesia como «communio» del Pue­blo de Dios. Sin embargo, diversos conflictos estructurales e interferencias comunicativas pa­recen ponerla en cuestión: «caso -se pre­gunta M. Kehl- ha quedado superada esta ima­gen de la Iglesia antes incluso de haber podi­do ser objeto de una «recepción» correcta? ¿O es que dicha imagen únicamente es válida pa­ra la espiritualidad, pero no para la realidad es­tructural de la Iglesia?»

Antes de ocuparnos de la respuesta, nos de­tenemos brevemente en la enumeración de al­gunos conflictos. En la lista de los estructurales se cuentan, entre otros, los siguientes: la pers­pectiva «eurocéntrica» y el centralismo, la dife­rencia cada vez mayor entre Iglesias pobres e Iglesias ricas y la discriminación de la mujer.

Aunque la gran mayoría de los cristianos ca­tólicos vive hoy en los países del Tercer mun­do, Europa sigue constituyendo el centro nor­mativo de la Iglesia; aunque el concilio Vatica­no II revalorizó teológicamente las Iglesias lo­cales, la Iglesia católica aparece hoy -a los ojos de los propios fieles y de los no católicos- co­mo la «Iglesia papal» tradicional. Por cuanto toca al tema de Iglesias pobres y ricas, la fla­grante desigualdad e injusticia en la distribu­ción de los bienes pueden conducir, con el tiempo, «a una división de la Iglesia más pro­funda que todas las divisiones provocadas por las luchas en torno a la fe ortodoxa». Las mu­jeres, en fin, se sienten «estructuralmente des­favorecidas, discriminadas en la Iglesia por causa del sexo; consideran a la Iglesia católi­ca, tanto en el lenguaje de su oración y su pre­dicación como en el tema de la liturgia y en las estructuras de gobierno, no sólo como una «Iglesia clerical» sino además como una «Igle­sia de varones» donde la condición «laica» de las mujeres se sitúa de nuevo en un nivel infe­rior» (M. KEHL 1996, 201).

La acumulación de hechos semejantes al «plebiscito eclesial» iniciado a partir del mani­fiesto «Somos Iglesia» revela, en opinión del au­tor que reseñamos, una «interferencia comuni­cativa que hipoteca en muchos aspectos la vi­da eclesial y que no hay que atribuir únicamen­te al hecho de que entren en conflicto entre sí distintas convicciones teológicas o distintas imá­genes de Iglesia. El disenso es probablemente más hondo, porque en determinados puntos neurálgicos aflora con toda nitidez el problema [. ..] de la relación entre la Iglesia católica y la cultura moderna» (M. KEHL 1997, 62).

 2.2. Teología de la «communio» y praxis comunicativa

Conflictos e interferencias comunicativas reactualizan la pregunta eclesiológica funda­mental por la relación entre teología y empiría: ¿cómo se relaciona el misterio teológico de la Iglesia como Pueblo de Dios, como comuni­dad de creyentes, con su estructura o dimen­sión visible e incluso empírico-sociológica? Pre­cisamente fue en este punto donde el concilio Vaticano II hizo posible un cambio fundamen­tal en la eclesiología.

En efecto, tras el modelo ideológico de la identificación unívoca entre la dimensión teo­lógica y empírica de la Iglesia -que definía la actitud fundamental del creyente como «obe­diencia incondicional», para garantizar así la unidad y verdad de la fe-, la visión del Vatica­no II colocó dicha relación en una «unidad sa­cramental».

Afirma el concilio: «Como sociedad dotada de órganos jerárquicos y Cuerpo Místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida de bienes celestiales no han de considerarse co­mo dos, sino que forman una única realidad compleja constituida por un elemento huma­no y otro divino. Por esta profunda analogía se asemeja, pues, al Misterio del Verbo encarna­do. Pues como la naturaleza humana asumida sirve al Verbo Divino como órgano vivo de sal­vación a Él indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incre­mento del cuerpo» (LG 8).

Según el texto citado, la «compleja realidad» de la Iglesia se puede comparar con la encar­nación de Dios en Jesucristo. Este modelo, por tanto, mira por igual a la realidad social de la Iglesia y a su misterio teológico bajo la forma de «relación simbólica»: «ambas facetas, a la vez que se diferencian, van íntimamente uni­das la una a la otra, porque la forma externa y visible de la Iglesia ha de ser el signo, el sím­bolo y sacramento, el medio e instrumento de su misterio interno» (M. KEHL 1997, 71).

Una consecuencia fundamental salta a la vista: «Si en el concilio (cf. LG 1-4) la Iglesia se entiende realmente a sí misma como «icono» del Dios trinitario, como imagen y parábola de la «communio» de amor entre el Padre y el Hi­jo en el Espíritu Santo, la lógica interna de se­mejante simbolismo nos dice que la Iglesia sólo puede existir en unas estructuras «comu­nionales» o comunicativas análogas que debe poner en práctica, además, con un estilo de vida igualmente comunicativo. De donde se sigue, desde un punto de vista científico-téc­nico, que para entender la «communio» en su sentido pleno es decir en su sentido sacra­mental es preciso integrar las teorías socio-­científicas sobre la comunicación y los proce­sos comunicativos» (M. KEHL 1997, 72).

 2.3. Transformación estructural: por la comunicación a la «communio»

El concilio volvió a situar en el horizonte de la comunión de «las iglesias» una concep­ción marcadamente centralista de la Iglesia y de la autoridad. Las principales afirmaciones, en este sentido, se encuentran en el contexto de la reformulación de la colegialidad episco­pal: «En todas las iglesias particulares y de to­das ellas resulta la Iglesia Católica una y úni­ca» (LG 23). «Esta Iglesia de Cristo está verda­deramente presente en todas las legítimas co­munidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también el nombre de «iglesia» en el Nuevo Testamento» (LG26).

La Iglesia universal, este es el sentido de las afirmaciones precedentes, sólo existe «en y de» las iglesias locales, sólo «está presente» en cada una de ellas y en el conjunto de todas ellas, y por otra parte las iglesias particulares sólo realizan su propio ser-Iglesia en la unidad comunicativa de todas las iglesias. Además y obviamente, sólo hablamos de verdadera co­munidad en la Iglesia, cuando cada uno de sus miembros es reconocido con responsabi­lidad propia dentro de ella.

También en este punto las consecuencias son claras. Habrá que revalorizar el sínodo de los obispos, los concilios particulares y las conferencias episcopales. Por otro lado, «la historia de la «communio» en la antigua Iglesia muestra de manera inequívoca, por lo demás, que una estructura meramente dual (=bi-mem­bre) que cristalice exclusivamente en esos dos planos del poder de dirección -el del obispo sobre su diócesis y el del papa sobre la Iglesia universal- conduce paulatinamente a la diso­lución de la «communio» en cuanto verdadera comunidad» (M. KEHL 1977, 88). Así que será ne­cesario esforzarse por consolidar «instancias intermedias». Un ejemplo concreto: seguir vías nuevas, más participativas, en el nombramien­to de los obispos, por constituir una función bá­sica de la «communio» eclesial.

La transformación estructural de la Iglesia, no obstante, deberá estar acompañada de una constante recuperación de su dimensión espi­ritual. Ahora bien, aquí será igualmente nece­sario superar ciertos modelos de experiencia espiritual incapaces de entrar en diálogo con la modernidad. Al decir de M. Kehl; ni la Igle­sia entendida como figura de identificación – «ecclesía» como «mujer» en relación a Cristo­(que tiene como leitmotiv espiritual la identifi­cación con la Iglesia y el peligro de la espiri­tualización de su realidad estructural), ni la Iglesia como refugio (cuyo leitmotivespiritual es la integración mediante la seguridad y la obediencia, que ve a la Iglesia como media­dora autárquica de salvación y propende a co­locar la estructura jerárquico-sacramental por encima de todo), sirven hoy como modelos de experiencia espiritual. En su lugar, la recupera­ción de la dimensión espiritual pasa por la vi­sión determinante de una Iglesia que se con­sidera como «comunidad en camino hacia el Reino» y cuyo leitmotiv espiritual viene indica­do por una comunicación constante hacia fuera y hacia dentro. «La situación actual de la Iglesia exige optar decididamente por este ti­po de experiencia espiritual, dado que el ca­mino de la Iglesia «comunicante» emprendido por el concilio Vaticano 11 sigue siendo el más expedito para transmitir a la cultura de nues­tro tiempo el gozoso y liberador mensaje de la fe» (M. KEHL 1997,119-120).

¿Cómo hacer que semejante espiritualidad arraigue en los cristianos? Haciendo con na­turalidad lo que está mandado, revitalizando la Iglesia en relación al Reino de Dios, no per­diendo de vista las verdaderas dimensiones de la Iglesia universal y meditando sobre la Iglesia, conservando la franqueza para mani­festar el desacuerdo y no subestimando el po­der de la paciencia.

Los medios más concretos nos pueden re­sultar todavía más conocidos: la oración per­sonal y comunitaria, la celebración de una li­turgia sugerente y expresiva, la lectura perso­nal y comunitaria de la Biblia, el diálogo en or­den a una plena comprensión de nuestra fe, la práctica desinteresada del amor al prójimo, la motivación cristiana de la vida diaria y del tra­bajo profesional, etc. Sin olvidarnos nunca de «buscar primero el Reino de Dios y su justi­cia…» (Mt 6,33), pues cuanto más consiga­mos todos relativizar la Iglesia en relación al Reino de Dios, tanto más dejaremos de obse­sionarnos angustiosamente por las irregulari­dades y abusos que se dan en ella.

 3. América latina: Eclesiología del «Pueblo de Dios» como sacramento histórico de salvación

La realidad del Pueblo de Dios, vista par­ticularmente desde América latina, no es sino la existencia de una gran parte de la humanidad literal e históricamente crucificada por opresiones naturales y, sobre todo, por opresiones históricas y personales. La realidad de una «hu­manidad oprimida» necesariamente tiene que marcar la eclesiología del Tercer mundo.

 3.1. La Iglesia como «Pueblo de Dios» en un «pueblo crucificado»

La Iglesia hace suya la historia de un pue­blo que le conduce a asumir el título y los con­tenidos de «Pueblo de Dios». En la Encarnación de Jesucristo se cumple y supera el Anti­guo Testamento y surge el nuevo pueblo de Dios: «Un pueblo de iguales, en el que la au­toridad es un servicio, el más rico el que más comparte, el más grande el que se abaja, el primero el que se hace el último. […] Este ca­rácter igualitario, comunitario y fraterno es el que lleva también a los cristianos a asumir el título de «Iglesia» […]. En cuanto asamblea del pueblo de Dios, se resalta el protagonismo de todos; la igualdad común más allá de las dife­rencias de funciones y carismas; el sentido común de pertenencia y la dignidad de un pueblo todo él santo, consagrado y sacerdo­tal» (J.A. ESTRADA 1990,177-178).

La Teología de la liberación ha hecho de es­te concepto de Pueblo de Dios el punto de partida de su eclesiología, intentando clarificar el misterio de la Iglesia desde una perspectiva comunitaria y popular. Ahora bien, para com­prender lo que es el Pueblo de Dios, importa mucho volver los ojos sobre la realidad que nos rodea. Y en América latina esa realidad es la de un «pueblo crucificado}}; por eso en­cuentra el «locus theologicus» en la liberación de dominaciones y opresiones. «Esa realidad despierta en el espíritu cristiano una pregunta insoslayable que abarca otras muchas: ¿qué significa para la historia de la salvación y en la historia de la salvación el hecho de esa reali­dad histórica que es la mayoría de la humani­dad oprimida? […), ¿qué relación tiene con la Iglesia como sacramento de salvación? Esta humanidad doliente ¿es algo esencial a la ho­ra de reflexionar sobre lo que es el Pueblo de Dios y sobre lo que es la Iglesia?» (I. ELLACURÍA 1990, 189).

3.2. La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación

La Iglesia, desde la perspectiva de la Teo­logía de la liberación, se presenta, en primer lu­gar, como ese Pueblo de Dios que prosigue en la historia la obra de Jesús. Ya no se habla só­lo de la Iglesia como sacramento de salvación, sino como sacramento «histórico» de salva­ción. Sobre la salvación no caben simples teo­rizaciones abstractas: no es posible hablar de salvación sino desde situaciones concretas. «La sacramentalidad de la Iglesia se basa en una realidad anterior: la corporeidad de la Igle­sia […]: la corporeidad histórica de la Iglesia implica que en ella «tome cuerpo» la realidad y la acción de Jesucristo en la realidad de la his­toria. [.. .] El verdadero cuerpo histórico de Cris­to y, por tanto, el lugar preeminente de su to­mar cuerpo y de su incorporación no es la Igle­sia sin más, sino los pobres y los oprimidos del mundo […]. Jesús fue el cuerpo histórico de Dios, la actualidad plena de Dios entre los hombres, y la Iglesia debe ser el cuerpo histó­rico de Cristo, al modo como Jesús lo fue de Dios Padre» (I. ELLACURÍA 1990,130-131).

Desde esta corporeidad histórica, que no sólo no excluye la corporeidad mística sino que la reclama, es desde donde debe enten­derse la sacramentalidad histórica de la Iglesia que, al ser histórica, exige su presencia a tra­vés de acciones particulares y, en definitiva, exige el anuncio y realización del Reino.

La Iglesia no es fin en sí misma. Una Iglesia centrada sobre sí misma no es un sacramento de salvación; resultaría, más bien, un poder más de la historia que sigue los dinamismos del resto de los poderes que operan en ella.

La concreción definitiva de este tema se da cuando consideramos la liberación como la forma histórica de salvación, lejos de quedar­nos en una genérica apreciación de la «pro­moción humana» que, en su generalidad abs­tracta, tiene poco que ver con la historicidad de la salvación y mucho que ver con un posi­tivo descompromiso histórico.

Es necesario determinar qué promoción hu­mana perseguimos. Y este problema, tanto en sí mismo como en su relación con la salvación cristiana, no puede plantearse al margen de la historia. «Aciertan, por tanto, quienes plantean el problema en términos de fe y justicia o, más generalmente, en términos de salvación y libe­ración [… ].Desde este punto de vista, hay que considerar que no hay dos ámbitos de proble­mas (uno, el ámbito de lo profano; y otro, el ámbito de lo sagrado) ni tampoco dos histo­rias (una historia profana y otra historia sagra­da), sino un solo ámbito y una sola historia. 1…] Lo que si hay -y lo muestra el mismo Je­sús histórico- es la distinción fundamental de gracia y pecado, de historia de la salvación y de historia de la perdición. […] [Y] sólo quien está positivamente con los oprimidos está con Jesús» (I. ELLACURÍA 1990, 137-139).

Esta salvación histórica debe responder lo más posible a la situación en la que se en­cuentran inmersos los hombres. En el caso de la situación del Tercer mundo, la realización de la historia de la salvación se presenta predo­minantemente en términos de liberación, pues su situación queda definida en términos de dominación y opresión. Esto es, «leída la pala­bra de Dios desde esta situación de pecado y de violencia estructurales, el amor cristiano se presenta forzosamente en términos de lucha por la justicia que libere y salve al hombre cru­cificado y oprimido» (I.ELLACURÍA 1990, 143).

 3.3. Iglesia de los pobres, conflicto y solidaridad eclesial

La verdadera Iglesia de Jesús será aque­lla que Dios quiere hoy. Esta consideración tan obvia ha de tenerse en cuenta. La Iglesia tiene que ser consciente del «hoy» de Dios y de que uno de sus más graves problemas es ignorar­lo. Puestos a la escucha de Dios y ante la de­finición de Iglesia como «convocación de Dios», «hay que preguntarse a quiénes convoca hoy Dios y para qué. Si la llamamos «misterio» hay que preguntarse qué realidad inefable y afable quiere Dios expresar hoy a través de ella. Si la llamamos «cuerpo de Cristo»; hay que pre­guntarse qué Cristo quiere hoy hacerse pre­sente a través de ella […]. El «hoy? de Dios es lo que concretiza la realidad de la Iglesia. […] Y el «hoy» de Dios es una palabra de vida, de justicia, de esperanza y de liberación para las innumerables víctimas de este mundo. Y si­multáneamente es una palabra de denuncia radical contra los ídolos que las producen…» (J. SOBRINO 1990, 221).

En América Latina, la Iglesia cree ante todo que Dios tiene un «hoy». Esa Iglesia ha vuelto a redescubrir a Dios, como quien escucha los clamores y lamentos de sus hijos y como quien quiere bajar a liberarlos; y lo ha visto también escondido en los pobres y crucificados, en los millones de víctimas de este mundo.

El mismo J. Sobrino sugiera una segunda consideración metodológica, semejante a la precedente: la comunión eclesial sólo puede ser generada por la Iglesia en cuanto ésta responde y corresponde «en realidad» al hoy de Dios.

Muchas iglesias están respondiendo sincera­mente al hoy de Dios. Pero está claro que la Iglesia de los pobres trata en verdad de corres­ponder a la realidad de Dios comprometiéndo­se seriamente con la liberación de los oprimi­dos. Y esta opción por los pobres debiera ser una especie de «existencia¡», sobrenatural e histórico, con el que abarcar todo el ser y hacer de la Iglesia; una opción que determinara su vi­sión de Dios y del mundo, su doctrina y teolo­gía, su lugar en el mundo, su fe y su misión fun­damental -compasión y misericordia-, su desti­no y su esperanza, su celebración, etc.

La comunión eclesial siempre resultará pro­blemática y difícil. Así nos llega del mismo Jesús, ­ante quien hay que tomar postura. La carta a los Hebreos nos recuerda, por su par­te, que la palabra de Dios es más cortante que espada de dos filos (cf. Heb 4,12). Al mismo tiempo, vivimos en un mundo que nos exige tomar postura.

Ni el uniformismo ni el simple pluralismo, sin más, sirven como modelos de comunión. Ne­cesitamos contar con un «centro real» de la Igle­sia universal que genere comunión, al ser ca­paz de atraer cristianamente a todas las igle­sias. «Ese centro […] hoy es la Iglesia de los pobres, porque la comunión que busca priori­tariamente esa Iglesia no es hacia dentro de ella misma y de las demás iglesias sino la co­munión con un mundo de pueblos crucifica­dos» (J. SOBRINO 1990, 235).

Una Iglesia en comunión con los pobres pue­de generar comunión: no a la manera del uni­formismo, tampoco como mero pluralismo; el tipo de comunión que genera es el de la solida­ridad. Y según esto, «lo que se opone a la co­munión en forma radical no es sólo ni primaria­mente la división, ni siquiera la desunión. […] El problema mayor es la antisolidaridad activa o la pasiva falta de solidaridad. […] El mayor con­flicto intraeclesial viene expresado en los mis­mos términos que el conflicto dentro del mun­do: el conflicto entre el Dios de la vida y los ído­los» (J. SOBRINO 1990, 240-241).

Un último apunte: una iglesia que debe ser sacramento de liberación al modo como lo fue Jesús, presenta exigencias contundentes a su carácter institucional, derivado necesariamen­te de la corporeidad social. En ningún caso tiene que configurarse al estilo de los poderes de este mundo, antes bien ese carácter insti­tucional debe estar subordinado al más pro­fundo de la Iglesia como continuadora de la obra de Jesús. Por eso, contra la instituciona­lización de la Iglesia se pretende avanzar a tra­vés de las «comunidades eclesiales de base» que, en América latina, son «un componente eclesiológico significativo desde el punto de vista teológico, pastoral e institucional» (M. DE C. AZEVEDO 1990, 245).

4.  Información y participación

¿Cómo ha de ser, en suma, la Iglesia del futuro?», se preguntaba J.L. Ruiz de la Peña po­co antes de dejamos. «Una cosa es cierta -respondía-: ya no volverá a ser, como lo fue o lo pre­tendió alguna vez, detentadora del poder, ani­madora y controladora de la realidad intelectual, cultural y social. […] En el seno de una sociedad irreversiblemente pluralista, la Iglesia deberá, por el contrario, alzarse como heraldo de la libertad de la fe» (J.L. Ruiz DE La, PEÑA 1995, 333).

Está claro, sin embargo y simplificando, que «existen dos maneras al menos de entender y vivir la Iglesia hoy, dos cristiandades fieles, una más tradicional y otra más liberal, en el mejor sentido de ambas dignas palabras, ambas uni­das firmemente en la profesión sincera de una misma fe y un mismo amor a nuestro Salvador Jesús, pero divididas a veces en la interpreta­ción práctica y el uso diario de preceptos, costumbres, actitudes, expresiones y modos de actuar y reaccionar ante la vida en la so­ciedad de hoy con toda su complejidad, sus desafíos, sus dolores y sus esperanzas» (C.G. VALLÉS 1996, 13).

Los diversos modos de entender la Iglesia provocan no pocas tensiones. La disidencia y la discrepancia están ahí. Por desgracia no sa­bemos, no contamos con información, no poseemos demasiados datos para comprobar, por ejemplo, si tienen razón quienes minimizan la discrepancia. Es indudable que «estamos perdiendo a los jóvenes, estamos perdiendo a gente seria, estarnos perdiendo a pensadores leales y a comprometidos sociales que quieren renovar las estructuras de la sociedad que vie­ne, y encuentran en la iglesia sólo incompren­sión, repetición, cerrazón, ideales teóricos y condenaciones prácticas. Estamos perdiendo credibilidad, vitalidad, influencia en las fuerzas que van moldeando rápidamente el futuro in­mediato de la humanidad, y perdemos esa in­fluencia porque vamos despacio, vamos retra­sados, somos cerrados y somos altivos, y ese paso lento y pesado no nos permite acompa­ñar el volar rápido de la humanidad de hoy» (C.G. VALLÉS 1996, 161-162).

Este duro análisis, vinculado con todo a la «mirada de cariño» que recorre el libro del que está tomado, se basa en deficiencias que nos atañen a todos y que debieran impulsarnos al diálogo, la participación y el análisis serio de la realidad de la Iglesia, contando con datos so­bre la mesa.

C.G.Vallés pone el dedo en la llaga de fe­nómenos eclesiales como el de la censura a

los teólogos, el divorcio entre lo que decimos y hacemos en la Iglesia, la tentación perma­nente del «poder» y del «control de las con­ciencias», la poca transparencia informativa existente, la incapacidad para hacer llegar los avances de la investigación de los teólogos al pueblo (so pretexto, ¡eterno pretexto!, del te­mor a escandalizar o a que no sepan digerir­los), los estorbos constantes a la participación de todos en la toma de decisiones que com­peten a todos, etc. Así no hemos de extrañar­nos, incluso, de que sean «muchos los católi­cos de buena voluntad que sienten cada vez menos atracción hacia la Iglesia en sus ense­ñanzas y en sus ceremonias, y simplemente se vayan alejando del contacto con la práctica religiosa tradicional porque no les dice nada. Y no les dice nada porque es repetitiva, distan­ciada de la realidad, exageradamente autori­taria, impositiva» (C.G. VALLÉS 1996, 163).

La Iglesia la hacemos entre todos. «Evange­lio» e «Iglesia» deberían ser sinónimos en es­píritu, y en doctrina, y en práctica. Pero… «es lo que es, dice el amor». En este mismo senti­do cierra su libro (¿Adónde va la Iglesia?) M. Kehl. Sirva también como punto final de esta síntesis:

Es absurdo, dice la razón,

que en la iglesia sólo los varones célibes

puedan recibir las órdenes sagradas.

los argumentos teológicos

son del todo insuficientes.

        Es lo que dice el amor,

       aunque con ello no se de por satisfecho.

 Es una desgracia, dice el cálculo,

que el impulso reformador del último Concilio

se esté viendo frenado,

dificultando innecesariamente

el caminar de la iglesia hacia el tercer milenio.

 Es doloroso, dice la congoja,

que la Iglesia en Centroeuropa

parezca estar perdiendo su juventud y su futuro.

 Es inútil, dice el conocimiento,

que los hombres se declaren

totalmente partidarios del Sermón de la Montaña

para que la tierra se convierta en parábola

del Reino de Dios.

        Es lo que es, dice el amor,

       que sigue infatigable

       esperando “contra toda esperanza”.

 Es ridículo, dice la arrogancia,

que más de dos mil quinientas iglesias locales

permitan que una central romana las tutele,

y no revindiquen abiertamente

el derecho, el derecho, teológicamente incontestable,

a que se reconozca y se estructure

una auténtica diversidad en la unidad.

 Es una frivolidad, dice la prudencia,

que cada una de las iglesias locales

quiera hacer y deshacer a su antojo;

que exista un plurarismo casi inabarcable

de teologías, modos de creer,

actitudes normales y usos litúrgicos

que ponen en peligro la unidad católica.

 Es imposible, dice la experiencia,

que las iglesias ricas de Occidente

se conviertan libremente a la pobreza del Evangelio

y, simpatizando solidariamente

con las iglesias pobres del Sur,

adopten también para sí el estilo de vida

de las Bienaventuranzas.

        Es lo que es, dice el amor,

       que confía en actuar de impulsos de poder

       del espíritu Santo, Padre de los pobres,

       que ablanda lo que está entumecido,

unifica lo que está separado

y preserva la diversidad de lo que está unido.

J.L. Moral

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