Hacia Jericó La Iglesia en la ciudad

1 diciembre 2000

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR
Antonio Cano Moya es sacerdote diocesano y desarrolla su actividad pastoral en la Parroquia «San Juan Mª Vianney» de Madrid.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Anunciar la «Buena Noticia» en la ciudad, en la aproximación simbólica y narrativa que hace el autor a esta temática, guarda una estrecha relación con el desierto. Camino de Jericó, tras el período en el desierto de Judea, Jesús se encuentra con un ciego… También hubo «un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó, cuando unos bandidos…». Por ahí discurren los caminos de la comunidad cristiana; en pasajes así está dibujado el talante de la comunidad cristiana en la ciudad como «contemplativa en el ruido» e identificada con los malheridos.
 

Jesús y sus acompañantes

están a punto de abandonar
el desierto de Judea…
 
Ya divisan en lontananza el ubérrimo oasis de Jericó. Tras la larga y lenta travesía, añoran la sombra y les apetece un buen trago de agua cristalina. El viento del desierto les ha purificado el espíritu y los ha dejado dispuestos para afrontar los retos del oasis. Se aproximan a la «ciudad de la luna». Están ya contemplando los umbrales de la historia, allí donde los primerísimos antepasados se congregaron en torno a los manantiales, que hicieron de Jericó la rica «ciudad de las palmeras» (Jue 3,13).
Jesús y sus acompañantes se dirigen a una ciudad llena de esa sabiduría que los siglos van acumulando, extraída de la vida larga y de la experiencia comprobada. No van, pues, a inventar el oasis, sino a sumergirse en unos valores adquiridos que ellos deberán asumir, asimilar y enriquecer. Por los historiadores antiguos sabemos que Jericó fue un gran centro comercial, productor y exportador de sustancias medicinales y aromáticas, particularmente bálsamo. Jericó, la ciudad de la misericordia, tenía que ser también la ciudad del perfume, es decir, la ciudad en la que Dios habita. El oasis es un mundo en pequeño, la naturaleza restaurada en su estado original, pero es un paraíso humano.
 
Tras cuarenta años de peregrinación por el desierto, el pueblo de Israel fue conducido por Josué a dar el gran salto del yermo al oasis. La puerta de entrada a ese anhelado país fue Jericó. Estando ya cerca del oasis, Josué se encontró con un ángel, que le hizo descalzarse en respeto al lugar que pisaba. Al quitarse las sandalias, Josué resumía simbólicamente los cuarenta años de travesía del desierto vacío y la experiencia del desamparo, porque estar descalzo es igual que estar desnudo. Se descalzó, asimismo, sabiendo que sólo desde el reconocimiento de la debilidad y pequeñez, podía aceptar a Dios de acompañante, y admitir que la entrada en el oasis no se debía a su valentía sino a la benevolencia del Todopoderoso. Quizá al oasis, a cualquier Jericó, la mejor forma de entrar es descalzos, sin pretensiones ni paternalismos, con respeto y entrañas de misericordia, más como alumno que como maestro.
 
Así es como Jesús y sus acompañantes se aproximan a Jericó: ellos son el pueblo renovado, guiados por Jesús, que, como nuevo Josué, los introduce en la tierra deseada. Su ceremonial no consiste en dar gritos sino en escucharlos, ni en dar vueltas sino en dejarse envolver; no es su objetivo conquistar el vergel sino sembrarlo de misericordia. La primera oportunidad se les presenta en un ciego sentado a la vera del camino: él es el grito que puede romper la muralla del corazón. Sobre Jericó se alza el monte de la cuarentena. Aquí es donde Jesús se retiró durante cuarenta días y cuarenta noches para orar, ser tentado y decidirse a recorrer su camino (Mt 4,1-11). En la cima del monte, Jesús toma conciencia de que tras la prueba ha de bajar al fragor de la vida de los hombres. El monte abrupto hay que abandonarlo para entrar en el oasis, que es un paradigma de la vida, que se debate entre las contradicciones de la gloria y la miseria, de la muerte y la vida, de la caída y la misericordia. Igual que desde el desierto se divisa el oasis, desde el oasis no ha de perderse nunca la perspectiva del árido monte: entre el oasis y el desierto se entabla un permanente diálogo de conversión. Al fin, la vida será un ir y venir del yermo vacío al ubérrimo jardín, porque ni el desierto es definitivamente domesticado de una vez por todas ni el jardín es siempre un paraíso. A veces, el desierto le gana terreno al oasis; a veces, el oasis puede ganárselo al desierto.
 
De este rico oasis hizo Jesús la «ciudad de la misericordia». Además del episodio de la curación del ciego (“cuando se acercaba a Jericó había un ciego sentado a la vera del camino”: Lc18,35), el evangelio sitúa en esta ciudad el encuentro de Jesús con Zaqueo (“entró Jesús en Jericó y empezó a atravesar la ciudad”: Lc 19,1); y el mismo Jesús ambienta la parábola del samaritano bueno en el camino de Jerusalén a Jericó. En los tres casos se da una mirada, una escucha, una parada; en los tres casos sobreabunda la benevolencia. Porque, según las palabras que pone Milton en boca de Dios, “por la misericordia y la justicia triunfará mi gloria así en el cielo como en la tierra: mas la misericordia, desde el principio al fin, será la que resplandezca más”.
 
 
A las puertas del oasis,
 
Jesús se encuentra con un hombre ciego sentado a la vera del camino. Entre el desierto y el oasis hay un hombre, que no ha salido de la nada del yermo ni se ha adentrado en la suficiencia del oasis. Este hombre es ciego. Piensan más de dos que algún pecado inconfesable habrá causado su ceguera, por eso, pasan de largo. Pero aquel hombre no tiene más pecado que el de no ver ni saber qué es un oasis. Se ve a simple vista que no es uno de esos ciegos pobres que van cantando aleluyas por las esquinas; tampoco es un adivino que, faltándole la vista, ve otras cosas, con otros ojos, de otros mundos. No ha sido cegado como Tiresias, Tirsias, Edipo o Sansón. Se parece más bien a Tobit, que vivía en la oscuridad, como un muerto en vida, que oía hablar a la gente, pero no la veía, y que oraba humildemente al caer la tarde: «Señor, acuérdate de mí y mírame» (Tob 5,10; 3,3). Porque quizá lo más terrible para un ciego no sea no ver, sino que nadie lo mire. Este hombre, sentado a la vera del camino, tiene los ojos vacíos, pero su corazón es posible que esté nuevo y clarividente. Es posible que algunos de la caravana no hayan visto al ciego. Él está a la vista, no se ha escondido, pero no lo han visto porque no lo han mirado. Por otra parte, los más atentos de la caravana tienen la sensación de estar siendo mirados. El ciego no está allí pasivo y muerto, sino mirando. Los que no perciben esta sensación se preguntan que cómo es posible que un ciego mire. Pero los sentimientos son indiscutibles, y algunos notan que están siendo mirados precisamente por el ciego.
 
Jesús camina con una mirada contemplativa a la que nada escapa. Todos sus acompañantes lo sabían porque él siempre había mirado lo que para los demás pasaba desapercibido. El ojo contemplativo mira de tal manera que traspasa las formas y las apariencias y llega hasta la médula de la realidad: allí no puede haber mentira. Y porque el ojo contemplativo es amoroso, lo mirado se muestra transparente, porque no se le mira para poseerlo sino para amarlo. Como decía el poeta persa Hatef: “Abre el ojo del corazón para que veas claramente lo que no es visible”. El gran místico sufí Yalal al-din Rumi aconseja: «Transforma todo tu cuerpo en visión; conviértelo en mirada, conviértete en mirar”.
¿Adónde iba a ir el ciego? ¿Acaso no era todo desierto? ¿Acaso no estaba ya rendido de dar vueltas y no estaba ya aburrido de volver siempre al mismo sitio? Estaba sentado y quieto. Y estaba pidiendo. Todos los transeúntes sabían que «vale más morir que mendigar» (Eclo 40,28). Posiblemente algún transeúnte lo miró con piedad, o quizá con desprecio. Pasó mucha gente por aquel camino; iban sudorosos, nerviosos, y con prisa. Pasó muchísima gente y aquel hombre ciego siguió sentado a la vera del camino. Se dio cuenta de que pasaba gente, de que la vida sigue y llena los caminos , aunque la gente tenga mucha prisa por llegar cuanto antes al oasis. Oía que la caravana pasaba atropellándose; nadie le dio las buenas tardes, nadie le preguntó si tenía una manta para el frío de la noche, nadie le ofreció un pocillo de sopa para la cena. Sólo oyó que pasaba la gente. Preguntaba el ciego que qué era aquello. El ciego preguntaba porque había oído, y lo que se oye crea interrogantes. ¿Adónde iría tanta gente? ¿Qué tierra prometida les aguardaba? ¿Quiénes eran? ¿Por qué la prisa les impedía mirar a la cuneta? ¿Por qué no lo veían? ¿Serían ciegos? No perdía nada por preguntar, si acaso ganaría una respuesta. Algunos más sensibilizados le explicaron brevemente. Le dijeron que estaba pasando Jesús el Nazareno. Si era éste el que pasaba, el ciego podía esperar. Seguro que no pasaría de largo. Entonces empezó a dar voces. La información le había aclarado la garganta. El ciego se animó y pidió justicia. El camino era tan ancho que cabían todos. Y si no lo fuera, ¿qué costaba estrecharse un poco para que entrase uno más? ¿Podía permitirse que alguien, por muy ciego que fuera, tuviese que sobrevivir entre los matojos de la cuneta?
 
Tenían mucha prisa los que iban delante. No es que vayamos a decir que eran unos aprovechados egoístas, ni vayamos a pensar que querían llegar los primeros para coger la mejor sombra de la palmera más frondosa, ni vayamos a criticar que fueran ágiles y avispados. Dios nos libre. Es que quizá no se dieron cuenta de que había mucho rezagado. Ellos iban delante e ignoraban lo que había detrás. Posiblemente, alguno se dio cuenta, y es hasta probable que alguno se dijese que no merecía frenar por causa de los renqueantes. Alguno pudo encontrar argumentos sensatos y de alta conveniencia: que cada persona tiene posibilidades para llegar por sí misma; que los que vengan detrás que arreen… Los que iban delante, siguieron delante. Eran éstos, los que iban delante, los que regañaban al ciego. El pobre mendigo era la nota discordante que desafina en la caravana en fiesta. Ellos le regañan; ellos son los que saben, los que corrigen, los que condenan a un hombre ciego, porque es pobre y además grita. Ellos lo saben todo y regañan. Querían que se callara, porque además de ser inoportuno, era impertinente. Los que acallaban al ciego eran los mismos acompañantes de Jesús, que iban delante. ¿Qué hacemos con los ciegos? ¿Les imponemos silencio o los animamos a que griten más fuerte? ¿Les ayudamos a que griten con sentido? ¿Gritamos con ellos? ¿Seguimos gritando cuando ellos ya están afónicos? ¿Espabilamos a los que ni siquiera se dan cuenta de que se puede gritar? Los que iban delante quisieron acallar al ciego, pero él gritaba mucho más.
 
Jesús dirigió la palabra al ciego cuando lo tuvo cerca. Desde lejos no se puede. La compasión empieza acercándose. No se saca a nadie de la cuneta desde los despachos o desde los púlpitos; para sacar al ciego de la cuneta, alguien tiene que mancharse de barro y pincharse en los matojos. Algunos vuelven de la cuneta como unos crucificados. Desde los despachos se puede argumentar aquello de enseñar a pescar (se duda si dar la caña). pero no dar el pescado, porque se crean dependientes y perezosos. Afortunadamente, aparecen algunos soñadores, que no tienen despacho ni púlpito (y si lo tienen, de bastante poco les sirve) y van, y se meten en la cuneta, porque saben que sin salir de allí no hay criatura que pueda patear el camino. Una vez en él, será posible encontrar un hombro para apoyarse. Los que fueron capaces de atravesar la cuneta de ida y vuelta se suelen quedar en la caravana. Desde fuera no se puede salvar a nadie. Hasta es posible que desde lejos no puede salvarse nadie.
 
Jesús no sólo contempla al que aguarda en la cuneta sino que le pregunta, es decir, investiga, se entera, hace un estudio de la realidad para dar una respuesta adecuada. No le pregunta la edad, ni el número del carné de identidad, ni dónde vive, ni a qué sinagoga pertenece. Sólo le pregunta: ¿qué quieres que haga por ti? A veces nos pierde la suficiencia; por no investigar, ni escuchar, damos al ciego lo que no necesita. Jesús es muy sutil, y le pregunta: ¿qué quieres que haga por ti? No dice qué quieres que te dé o qué quieres que te diga, sino qué quieres que haga. Y es que el amor inquieta y moviliza. El ciego quiere ver otra vez. Sabe lo que quiere, no duda. Ya está, pues, a punto de ver. Quiere ver otra vez., lo que significa que había visto antes, y pide volver a la primera dignidad. Si el servicio cristiano mantiene al ciego a oscuras, no hace sino hundirle más en la tiniebla. Si por el contrario, le acompaña en la búsqueda hasta que sepa lo que quiere, está realizando el milagro de dar vista a los ciegos.
 
El ciego Bartimeo recobró la vista. Su fe lo había curado. Hay que tener fe para seguir insistiendo; hay que creer de verdad en uno mismo y en las posibilidades de cambio. ¿Por qué ha de ser todo siempre igual? Con fe persistente y a prueba de contrariedades, aunque pasen los de delante con su jolgorio, el pobre espera la desaparición de la cuneta. Un día todo será camino. El ciego recobró la vista y siguió a Jesús por el camino. En esto consistió la curación, en que el ciego abandonó la cuneta, dejó de estar a la vera del camino y fue asumido por la caravana. Al hacerse partícipe de la historia, dejó de ser marginado. De nada sirve mantener al ciego ilusionado, pero en la cuneta; de nada vale que el ciego aprenda a gritar, pero no se le permita salir de la cuneta. Lo importante es unirse a la marcha.
 
 
Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó (Lc 10,25-37)
 
Unos bandidos lo habían asaltado y habían huido después de desnudarlo y apalearlo. Por allí pasaba mucha gente; el que no peregrinaba, iba de negocios. Aquel camino, que atravesaba el desierto, había de recorrerse con precaución. En las guaridas de sus profundos wadis se refugiaban bandidos y salteadores que estaban al acecho de solitarios y despistados. Allí asaltaron a un hombre que pasaba; quedó tendido en la cuneta, pero nadie reparó en él. No es que tuvieran mala voluntad los que pasaron de largo, no; es que no lo miraron y, si acaso lo vieron, creyeron que era uno de esos vagabundos que duermen donde les alcanza el sueño. Sólo uno de los transeúntes, el que menos podía pensarse, se acercó y le vendó las heridas. Era uno que iba fijándose atentamente. Y se acercó. Algunos vieron al hombre tirado, pero sólo uno miró las heridas y se acercó. Los otros ni siquiera se dieron cuenta, tenían mucha prisa, les urgían asuntos importantísimos en el oasis de la abundancia. Así es que el samaritano, al que llamamos bueno como podíamos llamar misericordioso, miró, escuchó el lamento del herido, se detuvo para informarse, se le conmovieron las entrañas y dio la inmediata y adecuada respuesta. De nada sirve mirar y despedirse.
 
El samaritano bueno de la parábola, y Jesús y su caravana al encontrarse con el ciego, llevaban caminos encontrados: el uno venía de Jerusalén; los otros iban a la santa ciudad. Ambos se vieron obligados a atravesar el desierto, ambos necesitaban repostar en el oasis. El hombre bueno venía de la gran ciudad rebosante de posibilidades, donde estaba el templo y los tribunales, corría el dinero y las influencias, ejercitaban su poder los sabios y los sumos sacerdotes. Jesús y los suyos, sin embargo, venían de la nada del desierto, donde el vacío les había derribado todas las pretensiones excesivas. Ambos necesitaban de la familiaridad del oasis. Y no hay mejor reposo del corazón que el albergue de la misericordia. En el camino fueron prójimos, porque todos los caminos nos igualan.
 
El samaritano «iba de viaje», como Jesús y sus acompañantes. Parece que esa es una condición indispensable para ser samaritano bueno y para ser caravana misericordiosa: estar en movimiento, en camino, de viaje. Parados y quietos no se llega a ninguna parte, ni se descubre a nadie desnudo y apaleado o ciego. Lo que importa es estar de camino. La comunidad misericordiosa significa, pues, en primer lugar, que es una comunidad en movimiento, que recorre los caminos, que se hace próxima y conoce a los demás viajeros, a los que le une la búsqueda del sentido de la vida y de la muerte; en el acoger y compartir, se identifica y encuentra la dirección de su servicio al reino de la fraternidad y justicia. Al mismo tiempo, hace la experiencia de Dios en la historia de los hombres, algunos de los cuales se encuentran invidentes, desnudos, molidos a palos y, encima, en la cuneta. La parábola diseña un programa sobre el modo como los seguidores de Jesús deben situarse en el mundo. Las pautas que han de seguir son las mismas que sigue el samaritano bueno a las puertas de Jericó: llegó a donde estaba el herido, lo vio, sintió lástima, se le acercó, le vendó las heridas, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. La descripción es muy completa y hasta detallista. En ella puede reflejarse el talante que ha de informar la práctica misericordiosa de la caravana: ser una comunidad contemplativa y comprometida.
 
 
Un hombre bajito…
 
se había subido a una higuera loca para ver a Jesús cuando éste atravesaba Jericó (Lc 19,1-10). Jesús acababa de derrochar misericordia con el ciego de la cuneta, pero aún le sobraba para regalarla en el oasis. Al ver encaramado al hombre bajito, le pidió que se bajase de allí, no fuera a caerse. Aquel hombre bajó lo más deprisa que pudo, atropelladamente quizá, acaso con alguna rozadura en la pantorrilla. ¿Quién podía negarse a bajar de la suficiencia altiva del árbol, tras aquella provocadora invitación? Cuando estaba en el suelo, Jesús entendió por qué se había encaramado al árbol. Se trataba de un hombre bajito que se llamaba Zaqueo. Y no es que ser bajito fuera un despropósito, aunque podría servir a algunos para la burla y la ácida ironía, sino que era una dificultad para ver la caravana que pasaba. Era un hombre corto de estatura y no se ajustaba a los cánones de la buena imagen exigidos para hombres de su condición. Pero era bajito, a su pesar, y sin remedio. Cuando Jesús lo tuvo a tiro de conversación, habló con él y quedaron en verse más despacio. Así es que se citaron en casa de Zaqueo, sabiendo el Maestro que la casa enseña mucho de uno, para comer juntos y hablar largo y tendido. Porque sentarse a la misma mesa y compartir los alimentos es algo fundamental para conocerse y sobre todo para amarse. A lo largo de la conversación, Jesús se enteró de que el tal Zaqueo era jefe de los recaudadores, y hombre muy rico. Era de esas personas odiadas por el pueblo, considerado pecador público, que estrujaba el bolsillo de los pobres, aumentando caprichosamente las tasas impuestas por la autoridad foránea. Jesús era muy atrevido al entrar en esa casa y sentarse a la mesa de tan mala persona, según decían los malpensantes. Pero Jesús era paciente y osado. Desnudó con su mirada el corazón de aquel hombre, que no pudo sino sincerarse y comprometerse a compartir sus bienes y restituir con creces lo robado.
 
No deja de ser sorprendente que un hombre tan rico, por bajito que fuera, se encaramase a un árbol, por interesante que apareciera la fiesta de la caravana que pasaba. Parece que no estaba loco, aunque fuese una locura trepar hasta las ramas. Allá en lo alto, se sentiría protegido por la sombra y por el cielo, del que estaba más próximo. Porque eso es subirse a un árbol, participar de la locura del vuelo, desentenderse de lo rastrero de esta tierra, ascender a los ámbitos de la ensoñación. Esta es la paradoja: un rico bajito que sueña, que se desprende de lo terreno, que menosprecia la buena imagen y la apariencia y se olvida de guardar las buenas formas sociales establecidas. Parece que no le importa demasiado lo que digan las gentes de su clase ni sus enemigos. Pero lo mismo que sube al árbol, es capaz de bajar. Parecía como si se hubiese caído de un árbol, como un ingenuo, como una fruta madura. Para caer, necesitó apenas un soplo, el soplo de la misericordia.
 
Como ocurrió con el ciego o con el herido del camino, Jesús procedió con su acostumbrada estrategia: miró a Zaqueo, se detuvo, lo escuchó y dio la adecuada respuesta. Al ciego de la cuneta, la gente le imponía silencio; al malherido del camino, la gente lo ignora; a Zaqueo, la gente le impide ver a Jesús. ¿Qué nos ocurre? ¿Por qué somos un obstáculo en el camino de los que quieren ver? Probablemente el Guía de la caravana tenía un camino más corto para atravesar el oasis, pero una corazonada lo impulsó a dar un rodeo, porque presentía que Zaqueo lo estaba esperando encaramado a un sicómoro. La autoinvitación de Jesús le cayó muy bien al rico y lo recibió muy contento. Zaqueo se puso en pie para hacer su propósito de enmienda, lo que significa que se trató de una solemne y formal declaración; de pie, dispuesto a ponerse a caminar, como hizo el ciego mendicante. Jesús declaró dando su adecuada respuesta: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa».
 
 
¿Tienen algo que hacer Jesús y sus acompañantes en el oasis?
 
¿Acaso no concentra el oasis un cúmulo de negaciones que hacen imperceptible el amor que Dios nos tiene? Parece que, precisamente por eso, la caravana de los que acompañan a Jesús tiene una función que cumplir en la ciudad de la abundancia.
 
Caminos ineludibles de la comunidad cristiana
Ha de ponerse con urgencia a recorrer el desierto del mundo, abrir nuevas sendas, participar de las auroras y de las tinieblas de los hombres, buscar a Dios, sí, buscar a Dios, porque nadie lo encuentra de una vez por todas, nadie cree de una vez por todas; hacer la experiencia de Su cercanía y proponerlo a los hombres de hoy de una forma nueva. Para llegar a las fuentes de la revelación, el profeta Elías hubo de atravesar el desierto. Su llegada al monte fue dramática. Era un hombre roto que iba a llorar en la soledad. Elías tomó conciencia de su fragilidad, asumió que era hombre y no Dios, conoció sus limitaciones y carencias, y dejó así limpio el desierto de su corazón para que Dios lo habitara. Para poder anunciar al Dios vivo, hubo de re-nacer en el desierto. Acurrucado en una cueva, notó el paso de Dios que venía a visitarlo. Después de esta experiencia, Elías se convirtió en un hombre nuevo rozado por lo inefable. Su respuesta la concentró en un expresivo grito: «¡Vive Dios, en cuya presencia estoy!». Una vez que encontró a Dios, o se dejó encontrar, el profeta no alcanzó las delicias del paraíso, sino que hubo de desandar el camino hacia el desierto de Damasco, para anunciar a su pueblo que Dios está vivo y no se desentiende de los hombres . De la misma manera que recorrió el desierto para encontrar a Dios, tuvo que desandarlo para encontrar a los hombres, y revelarles a Dios con signos de misericordia. El hombre tocado por el soplo de Dios fue reconocido entonces como «protector de los pobres».
 
Al profeta no le sirvieron las viejas formas, ni los viejos métodos, porque Dios es siempre nuevo y no está ajeno a los nuevos caminos de los hombres. A la Iglesia, como a Elías, no le basta con negar la realidad evidente que tiene ante los ojos, sino asumirla, acoger, dialogar, participar en las búsquedas del hombre, caminar en los nuevos caminos, rectificar el rumbo cuando se desoriente en la búsqueda y reconocer con sinceridad que no hay más Dios que Dios y que todos, todos somos peregrinos. Como el profeta, la Iglesia ha de subir al Horeb. Anclarse en el pasado es perderse el futuro, y el Dios que conocimos ayer no será exactamente el mismo que se nos revelará mañana. Dios es un Dios vivo, sorprendente y sorpresivo. La Iglesia es la buscadora de Dios en el fragor de la ciudad, y no ha de instalarse en el paraíso de las verdades, las seguridades y la complacencia, sino adentrarse en el desierto y el oasis del mundo amándolo, porque sólo el amor redime.
 
Talante de la comunidad cristiana
Este es el talante de la comunidad: ser contemplativa en el ruido. Y esto requiere:
 
¡ Tener los ojos limpios y abiertos para mirar amorosamente la realidad y admirarse de lo que encierra. Una mirada profunda, que se dirige al centro de las cosas y los acontecimientos, más allá de las apariencias. Para mirar bien hay que acercarse respetuosamente, sin deseos de dominio. El ciego, el herido y el hombre bajito están ahí: se pueden ver sin un gran esfuerzo.
¡ Escuchar los sonidos de la vida que laten en cada cosa, y los clamores de los hombres, especialmente de los pobres, a través de los cuales frecuentemente llega la voz de Dios. Escuchar para entablar un respetuoso diálogo, «sin deseos obsesivos de posesión».
¡ Detenerse pausadamente ante lo visto y oído, y no pasar de largo sin entenderlo y sin solidarizarse. El herido del camino fue atendido porque el samaritano se detuvo; las heridas no se curan con mando a distancia. Jesús atendió al ciego «cuando lo tuvo cerca», y se detuvo bajo el sicomoro hasta que bajó Zaqueo.
¡ Detectar la presencia de Dios y experimentarlo en la realidad que se mira y en la historia cotidiana. Acoger a Dios, que se muestra cercano y gratuito, dejando que su palabra ilumine, juzgue y redima la realidad cargada de esperanza. ¿No estaba Dios acaso en el herido y en el ciego, en el renqueante de la caravana y en el que ya no tenía ni ganas de llegar al oasis?
¡ Amar lo que se ha descubierto, buscar la respuesta adecuada y coherente a lo que demandan las cosas, los hombres y Dios. Porque, ¿cómo se puede cuidar misericordiosa y gratuitamente al herido, o dar luz a unos ojos o darle la vuelta a un corazón si no hay una pizca de amor?
 
Cuando la caravana de Jesús peregrina con actitud contemplativa, como el samaritano bueno, se hace más humana, es decir, más comprensiva, cercana y acogedora; baja de sus nubes particulares y se reconoce caminante, con los pies manchados por el polvo del desierto; se reconoce pecadora (¡no pasa nada!) y busca perdón para sus errores; potencia la finura en la acogida, sin discriminaciones, reduplicando acaso la atención a los que no tienen sitio en la asamblea de los normales y se sienten extraños en la mesa cada día menos común de la vida. La comunidad se hace más tolerante y, en vez de entornar la puerta, la abre de par en par y hace de su casa común un lugar de encuentro, un ámbito de reposo, una posibilidad de reconciliación y oferta de perdón.
Con mirada contemplativa, los que acompañan a Jesús ganan en sensibilidad y se capacitan para disfrutar un símbolo y padecer una carencia, para vivir un rito y acoger una miseria. La mirada contemplativa a la realidad nos humaniza, nos descubre a nosotros mismos lo que somos de verdad.
 
La caravana se hace más profunda y pasa de las apariencias, porque su mirada es penetrante; descubre a los hombres con sus angustias y esperanzas, y aquilata los juicios antes de emitirlos. Gana en hondura, se hace más reflexiva y fundamenta sus criterios en razones de peso y en una Palabra que da la clave de toda interpretación. Se hace más dialogante, tanto en sus grupos como con el mundo, que incesantemente interroga y frecuentemente cuestiona las posturas que se creen seguras e intocables. Sin olvidar, como advierte E. Sábato, que «en el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del diálogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad». El ser dialogante no impide a la Iglesia que tenga un espíritu crítico en sus valoraciones y en su observación de la realidad, pues ni todo es bueno ni todo puede aceptarse como llega; le corresponde hacer una lectura teológica de lo que ocurre y juzgar si lo que ocurre está en conformidad con el plan de Dios. Pero no desprecia la cultura y las nuevas tendencias que aparecen en la sociedad, sino que indaga en los valores que contiene y vive, sin desertar de la vida de ahora, aún sabiendo que tiene que ser fiel a un proyecto enmarcado en una época. Sabe comprometerse desde su propia identidad para colaborar en la implantación del Reino en la historia.
 
La actitud contemplativa hace a la comunidad más creyente, más centrada en Jesucristo, pendiente del evangelio y buscadora de los signos de Dios en la vida. Se hace más orante y celebrativa, porque en el encuentro con Dios transciende lo visto y oído, y se deja iluminar por la luz de su presencia; celebra lo que vive o lo que intenta vivir, y comparte fraternalmente la liberación gratuita. Vive una espiritualidad encarnada, siguiendo las huellas del Maestro, que «pasó haciendo el bien». Por eso se centra en el amor, del que tiene sobrada experiencia y del que ha recibido abundantes pruebas, y se dispone a hacer visible el amor que Dios nos tiene.
Y como la experiencia contemplativa moviliza, pues la caravana va por ahí dando esperanza, acogiendo a los desnudos, apaleados, ciegos y despistados, denunciando a los bandidos que asaltan por los caminos, anunciando el Reino de Dios y señalando los signos de su presencia. Va por ahí ensalzando la fuerza de lo débil y avisando que el asfalto puede convertirse rápidamente en un jardín, porque ya se han visto algunas flores en las alcantarillas.
 
 
Como vamos en la caravana y vivimos el drama del camino,
podemos identificarnos con el malherido,
 
sentir el escozor de los hematomas y, sobre todo, padecer la humillación a que ha sido sometido por los salteadores y el abandono en que lo han dejado los transeúntes, que no se dignaron pararse ni echarle un vistazo. En el camino de Jericó, no hemos visto reconocida nuestra dignidad y nos duelen más las heridas del desprecio que los moratones de la paliza. Pues los que pasan no están heridos, son autosuficientes y no necesitan ayuda, pero nosotros no podemos valernos y necesitamos de la compasión del que cruce. Si la caravana del oasis, si los seguidores de Jesús tuviesen alguna vez la experiencia del herido del camino, serían más misericordiosos y jamás pasarían de largo de ningún herido…
Nos ponemos en el lugar del posadero; ponemos atención en cómo acogemos al herido, asumiendo el riesgo del posible reclamo de los salteadores, la calidad y calidez que ponemos en la cura y cuidado del apaleado, el mimo incluso al aplicarle los ungüentos y al servirle el caldo y las tisanas vigorizadoras. Porque no se cura sólo con la medicina sino sobre todo con el cariño con que se administra. Si la comunidad de seguidores de Jesús además de aplicar ungüentos los aplicara con delicadeza, otro testimonio daría.
 
Nos identificamos incluso con uno de los salteadores. Sentimos la dureza del corazón, la insensibilidad mientras apaleamos, el rebusco inmisericorde de la faltriquera del malherido, la huida veloz después de haber cometido el latrocinio. Ni siquiera nos duele la conciencia, sino que huimos y gustamos inicuamente lo que otro ha sudado.
Y no hay que identificarse con aquellos presurosos que pasaron porque no querían mancharse con la sangre del inocente, porque querían celebrar sus ritos con toda pulcritud… Eso ya lo hacemos. Jesús no actúa así al encontrar al ciego, sentado a la vera del camino, apaleado por muchas indiferencias, asqueado por los desprecios de los bien pertrechados transeúntes, ni con el bajito Zaqueo.
 
Nos podemos identificar con Zaqueo. A causa de nuestra baja estatura, lo vemos todo grande y desproporcionado. Nuestro sino es mirar hacia arriba; difícilmente podemos mirar a los ojos del que tenemos delante, a no ser que él nos conceda el honor de agacharse. Los demás nos ven más pequeños de lo que somos, y nosotros los vemos más grandes de lo que son. Es una cuestión de perspectiva. Nunca aprendimos a mirar a los demás de igual a igual. Maldecimos ser bajitos, y nos proponemos suplir esta pretendida deficiencia montándonos en zancos artificiales que nos proporcionen reconocimiento. Pero no nos sirve. Jesús se fija, nos mira amorosamente; él siempre prefiere lo pequeño, y nosotros tenemos diminuto el cuerpo y el corazón; por primera vez en la vida, alguien mira desde abajo para vernos.
 
Nos identificamos con la higuera loca. Siempre estuvimos en aquel recodo, formando parte del paisaje cotidiano del oasis. Nos sabemos todas las historias contadas al amparo de nuestra sombra, conocemos a todos los habituales transeúntes y alguna vez vimos pasar apresurado a un tal Zaqueo, un hombre rico, bajito y regordete. En nuestras ramas pernoctan numerosos gorrioncillos y algún que otro vencejo despistado. Acogemos a todos los visitantes y hasta las hormigas se acomodan en nuestras hojas. Regalamos nuestros golosos frutos a pájaros y transeúntes. Tenemos las raíces oscuras, llenas de noche, y la copa iluminada, transida de luz. Higuera loca y sabia: participa de la tierra y del cielo, de la luz y del aire, del agua y del perfume. Nada se le escapa. Desde nuestra altura vemos el pesado arrastrar los pies de los humanos, así como las aspiraciones de sus sueños. Tenemos a punto la rama resistente, que soporte el peso del bajito y regordete Zaqueo. Somos un sufrido sicomoro que aguanta todas las medidas. Es nuestro honor ver pasar al Maestro sin ponernos de puntillas, le ofrecemos sombra y frescura y, de paso, aupamos a los bajitos para que puedan ver. Ya nadie puede decir que no ve porque los más altos le impiden la visión.
 
Nos identificamos con el corazón de Zaqueo, que está removiendo las mejores intenciones. Estamos a punto de convertirnos. Sentimos que se derrumba el mundo al que estábamos habituados y estamos dispuestos a darnos la vuelta; porque si hasta ahora le dábamos la espalda a Dios, ahora estamos decididos a darle la cara. Eso es convertirse: ponerte frente a Jesús, cara a cara, en nuestra misma casa, sentados a la misma mesa. Al mirarlo, nos hemos visto; al vernos, queremos compartir; al compartir, crecemos a la altura de nuestra dignidad.
Estamos divisando Jericó, la ciudad de la misericordia, pero éste no es el término de nuestro viaje. Nos queda desierto por recorrer y alguna tarea pendiente: dejar abiertos los sepulcros de las cunetas. ¡

Antonio Cano Moya

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