HACIA UN CONCEPTO DE CIUDADANÍA PARA EL SIGLO XXI

1 marzo 2003

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política Universidad de Valencia
 
 
Síntesis del artículo:
La autora muestra que “las personas, para desarrollarnos plenamente, precisamos ser ciudadanos, pertenecer a comunidades que aspiran a ser justas”. Asumiendo la propuesta kantiana de educar en valores, describe los que “debe incorporar el ciudadano auténtico”. Sólo una concepción de ciudadanía que sepa armonizar libertad y solidaridad, autonomía personal e integración en comunidades locales (cálidas y fuertes, pero abiertas a la interculturalidad), resulta digna del ser humano del siglo XXI. Para crecer en este modelo de ciudadanía, es preciso cultivar estas dimensiones: el ejercicio de las libertades políticas y la participación (ciudadanía política y civil), los derechos sociales y culturales (ciudadanía social), promover una ética del consumo (ciudadanía económica), saber crear opinión pública y asociaciones profesionales (ciudadanía cívica), formar para la convivencia con otras culturas (ciudadanía intercultural) y, hoy muy especialmente, cuidar y desarrollar ese “gen o semilla” de apertura universal que el ser humano lleva dentro (ciudadanía cosmopolita), porque estos derechos corresponden no a unos pocos, sino a todos los ciudadanos y ciudadanas del mundo.
           
 

  1. Los ejes de la educación

 
A fines del siglo XVIII afirmaba Immanuel Kant que «únicamen­te por la educación el ser humano puede llegar a serlo. No es sino lo que la educación le hace ser». Y, como buen ilustrado, confiaba en que cada generación legaría a la siguiente sus más preciados ideales, de donde iría resultando el progreso de la humanidad hacia lo mejor.
 
Hoy parece que la confianza ilustrada en el progreso de la humanidad no esté en alza porque la historia nos ha hecho sufrir una buena cantidad de decepciones. Sin embargo, si algo sigue en pie es la esperanza de que la educación haga posible, si no un progreso indefinido, al menos un indeclinable avance hacia lo mejor. La educación informal, a través de la familia, los grupos de edad, los medios de comunica­ción. Y muy especialmente la educación formal que se transmite a través de la escuela.
 
Proponía Kant en su momento tres ejes para la educación, que sigo creyendo válidos. Las habilidades técnicas, que permiten al individuo dominar los medios necesarios para alcanzar los fines que se proponga; las habilidades sociales, propias de seres prudentes, que se sirven unos de otros para lograr una convivencia tranquila y pacífica; y la sabiduría moral por la que las personas se reconocen entre sí como seres absolutamente valiosos, dotados de dignidad, y no de precio, y están dispuestas a respetarse conformando una convivencia, no sólo pacífica sino, sobre todo, justa. Habilidad técnica, prudencia social y sabiduría moral serían entonces los tres ejes de la educación.
 
Tres siglos más tarde no puede tener esta propuesta mayor actualidad y es la que, a fin de cuentas, se encuentra en la raíz de los programas de «Educación en valores», de tal trascenden­cia, no sólo en los centros escola­res, sino también en los hospitales, las empresas, los medios de comunica­ción, la Adminis­tración Pública y la actividad política.
 
Sin embargo, uno de los problemas centrales a la hora de educar en valores es el de encontrar un hilo conductor que nos permita dilucidar en qué valores importa educar. Durante algún tiempo los pedagogos recurrieron a lo que se llamó la «clarifica­ción de valores«, que consistía en ayudar a los niños a entender bien los valores que habían aprendido en sus hogares o con sus amigos y que habían incorporado sin más discernimiento, confiando en que al comprender su verdadero significado y consecuencias el niño rechazaría lo rechazable y aceptaría lo deseable.
 
Sin embargo, la clarificación de valores mostró ser más una técnica útil que un verdadero método educativo porque, tomada como método, producía sin remedio una sensación de relativismo y de subjeti­vis­mo, totalmente ajenas a los que es realmente la vivencia de lo moral. Ante las matanzas, las hambrunas, la tortura, la deslealtad y la corrupción las gentes no reaccionan levantando los hombros indiferentes, sino con indignación o con vergüenza, síntomas ambos de que relativismo y subjetivismo son todo menos humanos.
 
El procedi­mentalismo vino a sustituir a la clarifi­cación de valores, aduciendo como aval un excelente pedigrí filosófico, el de hundir sus raíces en las teorías éticas procedentes del formalismo kantiano, entre ellas, la ética del discurso y la teoría de la justicia de John Rawls. El procedimenta­lismo entiende que la moral ya impregna la vida cotidiana en forma de normas de conducta, que nos permiten organizar nuestras expectati­vas recíprocas, y que lo importante es descubrir los procedimien­tos necesarios para discernir cuáles de las normas vigentes son asimismo válidas. Cuando una norma se pone en cuestión, importa discernir cuál es el procedi­miento adecuado para determi­nar si es o no justa. Las cuestiones de justicia constitu­yen la clave de la vida compartida, de donde conviene educar a niños y jóvenes en la disposición a seguir los procedi­mientos racionales para descubrir qué normas son justas, cuáles injustas.
 
Sin embargo, el procedimentalismo recibió fuertes críticas, no sólo desde el exterior, sino también desde el interior de su propia propuesta. Por muy respetuosos que puedan parecer los procedimientos con el pluralismo de concepciones de vida buena, por muy lejanos que quieran estar de los valores, porque es ése un mundo escurridizo, sucede que a las gentes no les mueven los procedimientos, por muy racionales que parezcan: nadie hace una revolución por un procedimiento. Las personas se ponen en movimiento por el deseo de encarnar un valor o de alcanzar un bien, y los procedimientos interesan únicamente porque permiten descubrir dónde radica lo justo, siendo la justicia un valor, con dinamismo, por tanto, para despertar las conductas.
 
Importaba, pues, poner de nuevo a la luz el mundo de los valores, pero no yuxtaponiéndolos, como si de un agregado se tratara, sino desde un hilo conductor que permitiera discernir cuáles deben transmitirse universalmente. Surgió entonces de nuevo la noción de ciudadanía, una noción tan antigua al menos como la vida política en la Grecia clásica, por no hablar de Oriente, que venía ahora a prestar ayuda en el ámbito de la educación moral. La escuela debe educar en los valores de la ciudadanía, ser buen ciudadano es lo que puede exigirse a cualquiera que habita en una comunidad política. Qué valores debe incorporar el ciudadano auténtico es ahora la cuestión.
 

  1. Un ciudadano del siglo XXI

 
Qué es ser ciudadano y cómo serlo es una de las principales preocupaciones de la actual filosofía moral y política. Le viene esta preocupación del deseo de unir dos elementos indispen­sables para que las personas se sepan miembros de las comunidades en las que viven: la justicia y la pertenencia. Sólo quien se sabe justamente tratado es auténtico miembro de una comunidad, haya nacido o no en ella; sólo quien se hace responsable de que esa comunidad progrese hacia la justicia ha reconocido con hechos pertenecer a ella. Las personas, para desarrollarnos plenamente, precisamos ser ciudada­nas, pertenecer a comunidades que aspiran a ser justas.
 
A pesar de las dificultades que presenta la empresa de definir qué sea un ciudadano, se puede convenir en que ciudadano es aquél que no es siervo de otros, que no es esclavo, sino que es señor de sus acciones junto sus conciudada­nos, junto con aquellos con los que tiene que hacer la vida compartida. La idea de ciudadanía implica siempre, a la vez, autonomía personal y solidaridad, porque sólo desde la solidaridad con otros es realmente posible ser libre.
 
La libertad es una capacidad humana, pero también una meta que se conquista. Y no en solitario, sino con los que también aspiran a ser libres.
 
Esos otros hoy en día son, en principio, los de la propia comunidad política. Pero no sólo ellos: en un mundo global somos también ciudadanos cosmopoli­tas. Nuestro horizonte es el de ser ciudadanos del mundo.
 
Ahora bien, una educación en la ciudadanía cosmopolita requiere atender a un conjunto de dimensiones que son las que van componiendo la realidad de un ciudadano auténtico, la capacidad de vivir como tal en un mundo que es a la vez local y global. De cada una de esas dimensiones me he ocupado pormenori­zadamente en Ciudadanos del mundo (Madrid, Alianza, 1997), y son fundamental­mente las siguientes, hasta acceder a la ciudadanía cosmopolita.
 
* La primera de ellas sería la ciudadanía civil y política. En esta dimensión se concentra la idea de que es ciudadano quien tiene la capacidad de ejercer lo que se han llamado libertades básicas o también libertades civiles y políticas. Es decir, la capacidad de formar la propia conciencia, la de expresarse libremen­te, la de asociarse con otros para poder desarrollar la vida, la conciencia de ser sujetos de derechos, como el de desplazarse libremente por un territorio sin ser detenido por nadie, o el de exigir una parte en el conjunto de bienes de la Tierra que, a fin de cuentas, son bienes sociales.
 
Junto con estos derechos o libertades, a los que se llama «civiles», se encuentra el de partici­par activamen­te en las decisiones que se toman en la propia comunidad política, el de no permitir que me hagan la vida conjunta, sino empeñar esfuerzo en hacerla activa­mente con otros. El auténtico ciudadano no es el que se recluye en su vida privada (familia, amigos, vecindad), ni siquiera el que vota cada cuatro años, sino el que participa activamente en la vida política de su comunidad.
 
Enseñar a reclamar esos derechos y enseñar a ejercerlos es tarea de la escuela. La escuela debe transmitir conocimientos, por supuesto. Pero algo más: debe despertar la conciencia, mostrando a qué tiene derecho un ciudadano y, sobre todo, debe enseñar a cultivar la responsabi­lidad de ejercer esos derechos con altura humana.
 
Porque «libertad de expresión» no significa derecho a decir estupideces, ni «libertad de conciencia» implica derecho a creer en cualquier tontería, ni la participación en la vida política exige únicamente votar cada cuatro años. Aprender a ejercer todas esa libertades con la dignidad de quien es una persona auténtica es tarea de toda una vida, que empieza en la familia y en la escuela.
 
* La segunda dimensión de la ciudadanía que es preciso cultivar es la ciudadanía social. El concepto fue acuñado por Thomas S. Marshall a fines del siglo pasado, y se refiere a que un ciudadano auténtico es aquél que ve protegidos en su comunidad política sus derechos civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales. Es decir, que el ciudadano del siglo XXI debe saber que tiene derecho a un trabajo, a educación, a asistencia sanitaria, a ayuda en tiempos de especial vulnerabili­dad (infancia, vejez, enfermedad, desempleo), y también a participar en la vida cultural de su comunidad política.
 
Pero también tiene que saber el «ciudadano social» que no es posible proteger esos derechos en todos los miembros de la comunidad política si él no está también dispuesto a asumir responsabilida­des para que así sea. El auténtico ciudadano sabe que es preciso proponer medidas para que nadie quede sin la protección de estos derechos, como hacen quienes proponen una renta básica de ciudadanía, un reparto del trabajo, una asistencia sanitaria de calidad, etc. Es decir, quienes arriman el hombro con ideas y con la acción para que nadie quede sin ver protegidos esos derechos económicos, sociales y culturales.
 
Y «nadie» quiere decir en un mundo global «ningún ser humano». Lo cual significa que es preciso construir una «ciudada­nía social» no sólo en la propia comunidad política, que ya es mucho, no sólo en la Unión Europea, que es aún más, sino también en la humanidad en su conjunto. Construir una «ciudadanía social cosmopolita» es una de las grandes tareas del ciudadano del siglo XXI.
 
* La tercera dimensión de la ciudadanía es la económica. Nadie es auténtico ciudadano si es, a fin de cuentas, esclavo de las reglas del juego económico. Y, en este sentido, hay al menos una dimensión que es común a todos los seres humanos, desde la que es posible cambiar el orden de la economía: el consumo. Todos los seres humanos somos consumidores. Si fuéramos capaces de coger en nuestras manos las riendas de nuestro consumo y consumir aquello que realmente deseamos, lo que nos hace libres y justos, lo que nos hace realmente felices, seríamos capaces de cambiar el curso de la economía.
 
Esto es lo que he querido decir en Por una ética del consumo (Madrid, Taurus, 2002), porque entiendo que educar en el consumo, educar para consumir desde la libertad y la justicia, es construir un mundo de ciudadanos, no de esclavos o siervos. Y, en este sentido, los más jóvenes son los más vulnerables a la presión del grupo, a la presión de la publicidad, a la moda, a lo que parece exigir la sociedad para no excluir a las personas por su estilo de consumo. Educar para saber consumir es, pues, de primera necesi­dad.
 
* La ciudadanía civil es la cuarta dimensión de una ciudadanía auténtica. Se refiere a la capacidad de un ciudadano de partici­par, no sólo en la esfera política, sino también en la distintas esferas de la sociedad civil, muy especialmente, en la opinión pública y en el ejercicio de su actividad profesional.
 
Para que una sociedad funcione con bien no basta con que los ciudadanos participen en la vida política, que ya sería un gran paso, sino que es necesario que participen también, en primer lugar, en la opinión pública. Es preciso no confundir «opinión pública» con «opinión publicada». Esta última está en manos de los medios de comunicación y de lo grupos de presión, a ella a penas tienen acceso los ciudadanos independientes. Pero la opinión pública debería ser la plataforma en que los ciudadanos deliberan libremente sobre lo que consideran justo e injusto, lanzan propuestas para reformar su sociedad en un sentido u otro, hacen oir sus opiniones sobre las cuestiones que preocupan a todos, se construyen, en suma, una «voluntad común».
 
Sin una opinión pública viva y potente las sociedades pierden su savia y se resecan. Pero también sin la presencia de asociacio­nes de profesionales y de gentes con diferentes oficios, que tratan de dignificar su profesión, ejerciéndola para alcanzar las metas por las que tiene sentido. Educar en la civilidad, educar en la capacidad de participar en la vida compartida con el buen ejercicio de la actividad profesional es una de las dimensiones indispensables de la ciudadanía.
 
* La quinta dimensión sería la intercultural. Las sociedades están formadas por gentes que cobran su identidad desde distintos bagajes culturales, existe una diversidad de culturas, tanto en el nivel local como en el global. Construir una ciudadanía intercul­tural, y no sólo multicul­tural, forjada en el diálogo entre culturas, y no sólo nacida de un mosaico de ellas, es necesario para que no haya excluidos y para aprovechar la riqueza que significa la diversidad de culturas.
 
Esto es necesario con mayor claridad todavía en este tiempo en que la inmigra­ción va creciendo y reuniendo de nuevo en un espacio de tierra a gentes que cobran su identidad y viven desde cosmovisiones muy distin­tas. El intercultu­ralismo impide que una sola cultura política se imponga a las restantes, y exige un diálogo real entre las distintas culturas sociales, entre las distintas cosmovisiones sociales. En este sentido puede ser de gran ayuda el Glosario para una Sociedad Intercultural, que ha coordinado Jesús Conill (Valencia, BANCAJA, 2002), y en el que se contienen una cincuente­na de términos, tratados con todo rigor por especialistas de primer orden, para ayudar a quienes desean trabajar en la línea de construir una ciudadanía intercultural: profesores, trabajadores sociales, gentes de la Administración, etc.
 
Y, por último, como horizonte irrenun­ciable, la ciudadanía cosmopo­lita, el saberse ciudadanos del mundo, que reclama solidaridad univer­sal, porque personas somos y nada de lo personal puede resultarnos ajeno.
 

  1. Ciudadanos del mundo: un cosmopolitismo arraigado

 
La ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente. El estatuto de ciudadano es, pues, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que desde los orígenes de la Modernidad cobra la forma de Estado nacional de derecho.
 
Ahora bien, el vínculo político en que consiste el lazo ciudadano constituye un elemento de identificación social para los ciudada­nos, es uno de los factores que conforman su identidad, y precisamente por eso en este punto tienen su origen la grandeza y la miseria del concepto de ciudadanía. La identificación con un grupo supone descubrir los rasgos comunes, las semejanzas entre los miembros del grupo pero, a la vez, tomar conciencia de las diferen­cias con respecto a los foráneos. La ciudadanía supone entonces aproxima­ción a los semejantes y separación con respecto a los diferentes.
 
De ahí que el concepto de ciudadanía se genere desde la dialécti­ca «interno/externo», desde esa necesidad de unión con los semejantes que comporta la separación de los diferentes, necesidad que al menos en Occidente se vive como un permanente conflicto.
 
Las tradiciones universalistas desde el estoicismo y el cristia­nismo, pasando por el liberalismo y el socialismo, exigen encarnar una ciudadanía cosmopolita, que trascien­de los marcos de la ciudadanía nacional (propia del Estado nacional) y la transna­cional (propia de las uniones entre los Estados nacionales, como es el caso de la Unión Europea). Si la idea de ciudadanía se forja, en principio, desde la dialéctica «interno-externo», el horizonte de la ciudadanía cosmopolita pone en cuestión todo provincianismo.
 
Ciertamente, aunque el ideal cosmopolita parece contradicto­rio, porque los ciudadanos de una comunidad política se identifi­can precisa­mente por saberse diferen­tes de los que no pertenecen a ella, desde la irrupción del universalis­mo moral de la mano del estoicismo y del cristia­nismo fue haciéndose patente que una semilla de universa­lismo está entrañada en los seres humanos, una semilla que ha ido convirtién­dose en árbol a través de las tradiciones herederas del universa­lismo ético, tanto religiosas como políticas (liberalismo y socialismo). Unas y otras convienen con Kant en que la humanidad tiene un destino, el de forjar una ciudadanía cosmopoli­ta, posible en una suerte de república ética universal.
 
Por tanto, las bases de un plan de educación han de ser cosmopo­litas, como Kant sugería, para ajustarse a ese «gen cosmopolita» que todo ser humano lleva dentro. Pero son los adultos a fin de cuentas quienes deben dar un Norte a esa educación proponiendo proyectos comunes desde una razón diligente. Porque, a fin de cuentas, lo que construye comunidad no es sólo tener vínculos adscriptivos comunes, sino sobre todo tener una causa común. Por eso, desearía proponer como meta de la educación la educación en un «cosmopoli­tismo arraigado«, como defendí en Alianza y Contrato (Madrid, Trotta, 2001).
 
Una propuesta semejante pretende asumir el universalis­mo de quien sabe y siente que es un ser humano y «nada de lo humano puede resultarle ajeno». No existen, por tanto, barreras infran­queables entre las personas, sean nacionales, sean religio­sas, sean lingüísticas. Hablamos desde determinadas culturas y lenguas, pero con la convicción de que podríamos entendernos con cualquier ser dotado de competencia comunicativa, es decir, con cualquier persona; por eso resulta imposible trazar un límite irrebasable entre «nosotros» y «vosotros» o «ellos». En este sentido, la tradición estoica marcó con acierto el camino que con razones diversas defenderían cristianismo, liberalismo y socialismo: la lealtad fundamental de las personas es la que deben a las personas, como tales.
 
Sin embargo, no es menos cierto que las personas nacen en comunidades concretas (en familias, comunidades vecinales, comunidades políticas) y se adscriben a lo largo de su vida a comunidades concretas (comunidades religiosas, nuevas familias, nuevas vecindades).
 
Necesitamos la calidez de las comunidades fami­liar, vecinal, religio­sa, escolar, política, para ir apren­diendo a degustar en ellas los valores que nos permiten acondicio­nar la vida para hacerla habitable. Predicar valores débiles, como se hace a menudo, despre­ciar las comunidades existentes, es suicida, cuando justamente las personas precisamos comunidades de sentido, en las que aprender a vivir desde «valores fuertes», desde valores que tienen un gran atractivo.
 
Pero esas comunidades -y en esto el cosmopolitismo es insuperable- deben ser necesariamente abiertas a cuantos desean integrarse en ellas, nunca cerradas, dinámicas, acogedoras de quienes desean también pertenecer a ellas, porque sólo desde comunidades abiertas y dinámicas (empezando por las escolares y familiares) es posible generar un auténtico cosmopolitismo arraigado.
 
Educar en estas diversas dimensiones de la ciudadanía, en la civil y política, social, económica, cívica, intercultural y cosmopolita, es educar a un auténtico ciudadano y a una auténtica ciudadana para el siglo XXI.
Adela Cortina

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 
JESÚS CONILL (coord.), Glosario para una Sociedad Intercultu­ral, Valencia, BANCAJA, 2002
 
ADELA CORTINA, Ciuudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid, Alianza, 1997.
 
ADELA CORTINA, Alianza y Contrato. Política, ética y religión, Madrid, Trotta, 2001.
 
ADELA CORTINA, Por una ética del consumo. La ciudadanía del consumidor en un mundo global, Madrid, Taurus, 2002.