Hacia una educación de los sentimientos en los adolescentes y jóvenes

1 septiembre 1997

Clemente Lobato es profesor de la Universidad del País Vasco.
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Es innegable el creciente interés por el estudio de la vida afectiva y su educación. En cualquier caso, la “educación de los sentimientos” es una tarea necesaria y fundamental en los procesos de maduración personal de los adolescentes y jóvenes. Arrancando de estos y otros aspectos, el autor analiza en primer lugar el significado e importancia de “los sentimientos de la vida afectiva”, para pasar a considerar después el contenido y significado educativo de la “inteligencia emociona”. Las últimas páginas del artículo contienen numerosas pautas para articular concretamente la “educación emocional” de adolescentes y jóvenes.
 
 

  1. Introducción

Actualmente podemos afirmar que se es­tá dando en la sociedad occidental un crecien­te interés por la vida afectiva y su educación.
Por un lado, están surgiendo voces de alar­ma y de perplejidad ante las contradicciones de nuestra cultura. Mientras que la prosperi­dad económica, el nivel educativo y técnico van aumentando, crecen ciertas disfunciones sociales y se extiende la insatisfacción y el sentimiento de fracaso (MARINA, 1997). La de­manda de una vida más satisfactoria y la es­pecificación concreta del contenido de ese grado de calidad vital están poniendo de relie­ve las dificultades que tenemos para resolver problemas que inciden seriamente en nuestra afectividad, nuestra vida de convivencia y nues­tro bienestar personal.
Por otro, lado; en los últimos años desde di­ferentes enfoques se están llevando a cabo di­versas investigaciones de la dimensión emo­cional y están apareciendo publicaciones divul­gativas de muy desigual valor científico y edu­cativo. A principios de los años noventa, el psi­cólogo de Vale, Peter Salovey, y su colega John Mayer, de la Universidad de New Hampshire, acuñaron el término inteligencia emocional pa­ra referirse a la inteligencia interpersonal e in­trapersonal, es decir, al conocimiento y com­prensión de las propias emociones y de las aje­nas, al mismo tiempo que al hecho de saber conducir las emociones de forma que mejore la calidad de vida y la adaptación a la realidad.
El tema de estas investigaciones despertó la atención mundial gracias al psicólogo de Har­vard, Daniel Goleman, que con su libro Inteli­gencia Emocional (1997) consigue convertirse en un betseller en el mundo occidental, precedi­do en nuestras latitudes por otro ensayo, sobre la misma temática, del profesor Marina (1996).
 
Ahora bien la adolescencia (12-19 años) es una etapa de transición vital en la que el sujeto ve afectado el sentido del yo, en relación a sí mismo y a los demás; una etapa de desarrollo que demanda un esfuerzo por parte del indivi­duo -fundamentalmente de reestructuración vi­tal- y una etapa de reajuste emocional en la que puede intervenirse con el objetivo de aminorar el grado de estrés y de vulnerabilidad.
Una revisión de la literatura especializada en el desarrollo afectivo y emocional del adoles­cente destaca la importante influencia de la emoción, así como de la experiencia y expre­sión afectiva sobre la capacidad de razona­miento, la conducta y en definitiva el desarro­llo adolescente ( PETERSEN Y LEFERT, 1995).
El adolescente dispone de un conjunto de recursos personales con los que se enfrenta a los acontecimientos, entre los que Serra (1997) destaca los recursos psicológicos, tales como las habilidades cognitivas y emocionales para recibir, codificar, elaborar y emitir información y la socialización anticipadora del suceso, es decir, el aprendizaje previo de conductas, ac­titudes, valores, etc., que conlleva el afronta­miento de la nueva situación.
 
Sin embargo, muchos de estos recursos psi­cológicos y sociales, necesarios para afrontar una transición vital, como la de la adolescencia, no forman parte de la educación que recibe el individuo. Diversos autores (GADNER, 1995; GOLEMAN, 1997) aseguran que como mucho el CI (Coeficiente de Inteligencia) predice en un 20% el éxito relativo en la vida El 80% restante está en manos de otros factores, entre los que des­tacan las capacidades de la inteligencia emo­cional, tales como: la motivación personal, la per­sistencia en las dificultades, el control impulsivo y la demora de la gratificación, la empatía, la ca­pacidad de mantener la esperanza y la habilidad en mantener un buen control emocional.
Múltiples y desiguales propuestas están emer­giendo en el mundo educativo, sobre todo a ni­veles infantiles, por llevar a cabo una educación afectiva de los alumnos y alumnas. Pero en la fase de la adolescencia y de la juventud está fal­tando una aproximación teórica que fundamente propuestas educativas que enriquezcan la inter­vención de tantos educadores y educadoras. Con la presente aportación pretendo contribuir a mantener encendida la antorcha de la refle­xión y proseguir bregando en el trabajo cotidia­no ante el reto de una educación emocional de nuestros jóvenes.
 

  1. Las emociones y los sentimientos en la vida afectiva

E1 nivel afectivo de la personalidad huma­na comprende ese mundo de experiencias ín­timas y subjetivas en el cual nos dejamos afec­tar por las experiencias -internas o externas­ que estamos viviendo.
 
2.1. ¿Qué son los sentimientos y emociones?
Sentimientos y emociones surgen de un fondo vital que escapa en buena parte a nues­tra libre elección racional. Clásicamente, los fe­nómenos propios de esta dimensión afectiva se han diferenciado entre sí por su intensidad, persistencia y por la mayor o menor implica­ción de aspectos somáticos o cognitivos.
Así las emociones consisten en experiencias afectivas intensas, pasajeras, bruscas y agu­das, con un fuerte componente corporal. Las emociones se relacionan muy directamente con las motivaciones y constituyen una fuerza ener­gética psicofísica que nos impulsa hacia unos determinados comportamientos. También emo­ción y pensamiento se relacionan e interfieren mutuamente (ELLIS,1981), aunque no se puede taxativamente afirmar que exista una relación de causalidad fija entre ellos. En realidad los ni­veles somático, afectivo y cognitivo interaccio­nan entre sí en forma compleja.
Los sentimientos son estados afectivos más estructurados, complejos y estables que las emo­ciones, pero menos intensos y con menor impli­cación fisiológica. Mientras la emoción es un modo de sentirse afectado por el mundo exte­rior, el sentimiento es el modo en que nos pro­yectamos sobre él desde nuestra afectividad.
Y, por último, las pasiones constituyen fenó­menos afectivos que manifiestan la estabilidad del sentimiento y la intensidad de la emoción con una fuerte presencia del nivel cognitivo.
Cada persona tiene una peculiar organiza­ción de su mundo afectivo. Esta originalidad depende en parte de su especificidad fisioló­gica y en parte de las experiencias vividas, que le hacen interpretar la realidad descodifi­cando los mensajes en forma peculiar.
Sin pretender profundizar en los orígenes de la experiencia emocional, la psicología cogni­tiva contemporánea asume que la raíz inme­diata de cada sentimiento concreto se en­cuentra en el significado específico que cada persona atribuye a sus propias experiencias. De este modo se resalta el papel de cada cual en la génesis de sus personales emociones.
En los últimos años la tendencia dentro del campo psicológico operativo ha sido la de no establecer diferencias entre emoción y senti­miento. De modo que también nosotros utili­zaremos el término emoción o sentimiento co­mo sinónimos en el presente artículo.
2.2. ¿Para qué nos sirven los sentimientos y emociones?
Fundamentalmente son experiencias per­sonales e íntimas que reflejan nuestro mundo interior, nos ayudan a tomar decisiones y a for­mar valores. Son indicadores que nos infaman de cómo estamos viviendo, qué nos está pa­sando ante las diversas situaciones. Estos fe­nómenos afectivos permiten conocemos me­jor. Nos hablan de lo que ocurre, lo que quere­mos, lo que es importante para nosotros: nos hablan de nuestras necesidades básicas, de nuestros deseos, de nuestros valores, de nues­tro grado de bienestar o malestar.
Los sentimientos y emociones no sólo ayu­dan a conocerse, sino también a decidir qué hacer, decir, probar, gustar… Los sentimientos están en el fondo de nuestras actuaciones y de nuestras reacciones. Prestar atención a nues­tros sentimientos y emociones nos lleva a saber actuar de una manera más adecuada. Mostrar y expresar adecuadamente estas experiencias afectivas es algo natural y sano. Tanto las emo­ciones agradables como las desagradables.
 
Además, compartir con franqueza los senti­mientos con otras personas, permite darse a conocer, ser comprendido y establecer unas re­laciones adecuadas. De lo contrario, los demás tendrán que recurrir a suposiciones para saber realmente lo que le suceda a uno. Ahora bien, hay que aprender a saber elegir expresar o no un sentimiento, en qué momento, cómo y a qué persona. «Estoy resentido y enfadado. No me siento, escuchado cuando te hablo». Es mejor hablar de mí, de como me siento y me percibo: de modo directo y personalizado en mí.
Los sentimientos y emociones ni son buenos ni malos. Son naturales. Están ahí, dentro de cada cual. Son experiencias personales. Es na­tural, útil y aceptable sentir una emoción, cual­quiera que sea: agradable o desagradable. To­dos los sentimientos y emociones son válidos. Sólo lo que cada cual hace con ellos -las con­ductas- puede ser considerado aceptable o no.
Los sentimientos son personales. Cada per­sona es responsable de sus sentimientos y de los comportamientos que pueden acompañar­los. Las emociones son propias del sujeto. Nadie puede obligar o imponer estar animado o enoja­do. Como tampoco reprobar que pueda sentirse triste o alegre. Pero sucede que lo que dicen o lo que hacen otras personas puede alterar nues­tros sentimientos, siempre que nosotros lo per­mitamos. También podemos impedir esa inci­dencia y decidir cómo queremos sentirnos.
 

  1. Conceptualización de la inteligencia emocional

Salovey y Mayer en el año 1990, (SALOVEY y MAYER, 1990) acuñan el término de inteligencia emocional definiéndola como un tipo de inteli­gencia social (GADNER, 1995) que involucra la habilidad de manejar los sentimientos y emo­ciones propias de uno mismo y de los otros, de discriminar entre ellas y de utilizar esta informa­ción para dirigir nuestros pensamientos y ac­ciones. La inteligencia emocional según estos mismos autores (1993) puede distinguirse fácil­mente de la inteligencia general ya que incluye la manipulación de las emociones y del conte­nido emocional, y, como resultado, tener una mejor validez discriminante. Los procesos men­tales involucrados en la información emocional incluyen la evaluación y expresión de las emo­cionales propias y ajenas, la regulación de la emoción personal y la utilización de las emo­ciones en direcciones adaptativas.
Salovey y Mayer concretaron la competen­cia emocional, que influye en todos los ámbi­tos claves de la vida, en el desarrollo de cinco capacidades (MARTÍN Y BOECK, 1997):

  • Reconocer las propias emociones

Poder hacer una apreciación y dar nombre a las propias emociones es uno de
los sillares de la inteligencia emocional, en el que se funda­mentan la mayoría de las otras cualidades emo­cionales. Sólo quien sabe por qué se siente co­mo se siente, puede manejar sus emociones, moderarlas y ordenarlas de manera consciente.
 

  • Saber manejar las propias emociones

Emociones como el miedo, la ira o la triste­za son mecanismos de supervivencia que for­man parte de nuestro bagaje emocional bási­co. No podemos elegir nuestras emociones. No se pueden simplemente desconectar o evi­tar. Pero está en nuestro poder conducir nues­tras reacciones emocionales y completar o sustituir el programa de comportamiento con­génito primario, como el deseo o la lucha, por formas de comportamiento aprendidas y so­cializadas como la ironía. Lo que hagamos con nuestras emociones, el hecho de manejarlas de forma inteligente, depende de la inteligencia emocional.
 

  • Utilizar el potencial existente

Los sujetos emocionalmente inteligentes sa­ben solucionar los problemas de forma adap­tada, ya que focalizan mejor su atención en las tareas vitales más prioritarias; son capaces de enmarcar correctamente los problemas y son más creativos y flexibles en sus posibles alter­nativas de respuestas en las que integran las consideraciones emocionales.
 
 
 

  • Saber ponerse en lugar de los demás

La empatía ante otras personas requiere la predisposición a admitir sus emociones, escu­char con atención y ser capaz de comprender pensamientos y sentimientos que incluso no se hayan expresado verbalmente.
 

  • Crear relaciones sociales

El trato satisfactorio con las demás personas depende, entre otros factores, de nuestra ca­pacidad de crear y cultivar relaciones, de reco­nocer los conflictos y solucionarlos, de encon­trar el tono adecuado y de percibir los estados de ánimo de los demás.
Más recientemente Goleman (1997) ha defi­nido la inteligencia emocional como la capaci­dad de motivarnos a nosotros mismos, perse­verar en el empeño a pesar de las posibles frus­traciones, controlar los impulsos, diferir las gra­tificaciones, regular nuestros propios. estados de ánimo, evitar que la angustia interfiera nues­tras facultades racionales y la capacidad de empatizar y confiar en los demás. Para este au­tor la inteligencia emocional abarca cinco com­petencias: el conocimiento de las propias emo­ciones, la capacidad de controlar las emocio­nes, la capacidad de motivarse a uno mismo, el reconocimiento de las emociones ajenas y el control de las relaciones.
Para este autor, la inteligencia emocional puede resultar tan decisiva, y en ocasiones in­cluso más que el cociente intelectual de la persona, para predecir la satisfacción perso­nal a lo largo de la vida. Saber que un joven ha logrado superar con gran éxito sus estudios, equivale a saber que es sumamente bueno en las pruebas de evaluación académica, pero no nos dice nada de cómo reaccionará ante las vicisitudes que se le presenten en la vida. Sin embargo las personas que han desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen sentirse más satisfechas, son más efi­caces y más capaces de manejar los hábitos mentales que determinan el rendimiento.
También destaca que habilidades tales co­mo la capacidad de tener conciencia o de re­conocer los sentimientos propios, la empatía, la persistencia, la destreza social, el optimis­mo, la comprensión de los sentimientos pro­pios y ajenos, el autocontrol, el entusiasmo, la conciencia de las necesidades de los demás, la capacidad de desembarazarse de senti­mientos negativos, la capacidad de diferir las gratificaciones y sofocar los impulsos, el saber tranquilizarse a sí mismo, saber relacionarse positivamente con los demás y comunicarse adecuadamente con ellos, etc., son funda­mentales para conseguir una vida satisfactoria.
Estos factores destacan la importancia e in­fluencia de la dimensión emocional en el de­sarrollo evolutivo, así como en la superación óptima de las transiciones propias del ciclo vi­tal corno es el caso de la adolescencia.

  1. ¿Cómo podemos educar en la madurez emocional a los adolescentes?

En estos últimos años estamos asistiendo a un incremento del interés por la dimensión afectiva del adolescente. Incluso los programas de la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) dan un particular relieve a las variables de naturaleza emocional que entran en juego en el proceso educativo.
Cualquier programa de educación socioafec­tiva parte del presupuesto de que es posible enseñar al adolescente cómo afrontar cons­tructivamente la dificultad que puede encon­trar en la vida cotidiana.
Sería un error grave considerar la educación socioafectiva como un proceso enfocado a mo­delar las emociones del adolescente según es­quemas impuestos por el adulto. Se trata más bien de un proceso de aprendizaje que lleva a la autorregulación de las propias emociones. El adolescente mantendrá su emotividad; en lugar de ser sometido, aprenderá a dominarla y así podrá optimizar el propio bienestar psíquico incluso en las circunstancias menos favorables.
Cada ser humano, ya desde muy pequeño, desarrolla un aprendizaje emocional: aprende qué clase de expresiones son toleradas, pre­miadas, prohibidas o ignoradas en su entorno familiar. Cada familia tiene su cultura emocio­nal propia, a partir de la cual el sujeto constru­ye la suya personal. También en el ámbito edu­cativo de la escuela y de los grupos de iguales o de pertenencia se reconstruirá esa urdimbre emocional personal en un camino sinuoso de socialización que debería alcanzar un cierto gra­do de madurez emotiva.
 
4.1. Distorsiones afectivas
En nuestra experiencia profesional nos hemos encontrado con algunas distorsiones emocionales que los sujetos han ido adquiriendo en su proceso de socialización:
 
– Una falta de conciencia de las propias sensaciones y emociones o de alguna de ellas. Son jóvenes y adultos con dificultad de conexión con su mundo afectivo. Es como si hubiera desconectado, por aprendizajes restrictivos y dolorosos, de su dimensión emotiva y se hubieran refugiado en el mundo mental. Como diría A. Lowen (1976), sólo tienen cabeza; han cortado por el cuello con el resto del cuerpo.
– Una dificultad de saber expresar emociones, aunque tengan conciencia de ellas. El miedo al rechazo o a ser dañados o cómo medio de manipulación inconsciente, llevan al joven a ocultar o disfrazar vivenciales importantes en sus relaciones interpersonales.
– El descontrol emocional en el comportamiento que resulta inadecuado, desproporcionado o destructivo. Normalmente carecen del sentido del límite y la responsabilidad de sus sentimientos.
–  El manejo manipulativo de emociones para conseguir la atención o compasión de la persona cercana o permitirse la persistencia de un resentimiento personal hacia quien se sintió agredido.
– La existencia de unas creencias o pensa­mientos irracionales así como la apreciación o evaluación poco realista de sí mismo o de situaciones vividas.
4.2. ¿En qué consiste la madurez emocional?
La psicóloga y psicoterapeuta Gimeno­-Bayón en una reciente publicación (1997) sos­tiene que la madurez emocional implica los si­guientes componentes:
 
–  La conciencia de las propias emociones y la aceptación de todas ellas como positivas en sí mismas, cuando son respuesta a un estí­mulo adecuado.
– Una amplitud de experiencia emocional que contempla una rica gama de emociones y sentimientos.
– La expresión y actuación matizadas y ade­cuadas de las emociones y sentimientos sen­tidos.
– La permisión de la vivencia íntima de las emo­ciones y las respuestas instintuales en un contexto adecuado, y el aprendizaje de las socializadas como contribuyentes al bienes­tar propio y de los demás.
4.3. Líneas fundamentales de una educación emocional
En convergencia con estas formulaciones, tanto en la práctica de los talleres de creci­miento personal como en el trabajo terapéuti­co, venimos desarrollando una línea de trabajo común que formulamos a continuación como líneas fundamentales de una educación senti­mental de nuestros adolescentes y jóvenes.
 
1/   Fomentar la capacidad de estar en con­tacto con la propia urdimbre emocional: escuchar nuestras sensaciones, sentimien­tos y emociones, prestar atención a lo que sentimos en el aquí y ahora. Es fundamen­tal la actitud de atención continua a la vi­vencia en el presente, al propio yo. El joven aprenderá a descubrirse y a conocer sus necesidades, sus deseos, sus expectati­vas, sus mecanismos de funcionamiento y sus modalidades de comportamiento con­tactando con sus emociones y sus senti­mientos. «¿Cómo me estoy sintiendo?» es una pregunta que ha de hacerse refleja en la cotidianidad de la vida, en medio de la actividad o de la relación interpersonal. Pregunta y respuesta lejos de separar del entorno o del momento, ayudan a ade­cuarse mejor al mismo y a lograr una ma­yor integración personal.
 
2/   Favorecer saber identificar y diferenciar nuestros sentimientos y emociones: la am­plitud y riqueza de experiencia emocional nos habla de la densidad del ser humano, de la creativa forma de vivenciar la reali­dad y de los múltiples modos de compor­tamiento a adoptar. Saber qué vivo y sien­to es percatarme de la propia interioridad y cimentar una autoestima que irá crecien­do y, a su vez, energetizando al propio yo.
3/   Posibilitar la aceptación de modos los sen­timientos como naturales y válidos. La criti­ca propia o ajena por sentir tal emoción o sentimiento, lleva frecuentemente a distor­siones afectivas. Todas las emociones y sen­timientos que podemos experimentar, por el hecho de ser humanos y propios de uno mismo, son aceptables. Cada persona tiene derecho a sentir miedo, amor, odio o alegría. Los sentimientos no son discutibles. Son y pertenecen a cada cual que los siente.
4/   Propiciar la «responsabilización» de los propios sentimientos. Como fenómenos personales que vivimos y sentirnos nos pertenecen, por ello son responsabilidad nuestra. Aprender a responsabilizarse de las emociones y sentimientos propios con­fiere poder al propio yo. Dicha responsabi­lidad abarca también las conductas que se actúan a partir de esos sentimientos y emociones. Responsabilizándose de los propios sentimientos y de los comporta­mientos derivados, el joven asume el po­der de elegir sus conductas y la construc­ción de su propio bienestar personal.
 
5/   Ayudar a afirmarse en el propio yo: dere­cho a ser y a expresarse uno mismo, res­petando adecuadamente a los demás. Además, es fundamental distinguir entre «sentir» una emoción y «expresarla o ac­tuarla». Una cosa es sentir una emoción, sea la que sea, y no podemos imponér­nosla, y otra saber elegir cómo y cuándo expresarla y actuarla, entonces podremos elegir la conducta más adecuada al con­texto. De aquí la importancia de aprender y manejar un registro amplio de alternativas y de matices graduales en la expresión de los propios sentimientos y emociones.
6/ Permitirse vivir y expresar sentimientos y emociones diversas: crecer y desarrollar una vida satisfactoria.
 
Es necesario asumir e integrar programas de educación racional-emotiva en el trabajo con adolescentes y jóvenes, que por sus ca­racterísticas se adaptan a los rasgos evoluti­vos de esta etapa y propician una labor pre­ventiva de salud mental en la adolescencia.
La terapia racional-emotiva es un enfoque terapéutico ideado por A. Ellis (1981) hacia fi­nales de la década de los cincuenta. Parte del principio fundamental de que nuestras emo­ciones se derivan no tanto dé lo que nos su­cede cuanto del modo con que interpretamos o evaluamos lo que experimentamos. De este modo, las emociones adecuadas -agradables o desagradables- provienen de una evalua­ción realista de nuestras circunstancias perso­nales y de los acontecimientos que nos suce­den y nos permiten acceder a los objetivos deseados. Mientras que las inadecuadas -tam­bién agradables o desagradables- derivan de una interpretación distorsionada, irracional, de la realidad, y bloquean o paralizan la consecu­ción de las metas deseadas.
El mismo Ellis señaló la existencia en la per­sona de unas creencias irracionales, es decir, de unos pensamientos introyectados acriticamente en los primeros años de socialización que jue­gan un papel fundamental en la interpretación de las experiencias personales vividas.
Desde el momento que nuestras emociones se derivan en gran parte, según este enfoque, de nuestro modo de pensar, somos de algún modo generadores de nuestro estado emo­cional y, en consecuencia, aprendiendo a pen­sar correctamente, de un modo realista y ra­cional, podremos también cambiar el modo como sentimos, podremos superar las dificul­tades de naturaleza emotiva.
Así surge, de algunos colaboradores de Ellis (1981), la llamada educación racional emotiva que tiene por finalidad enseñar a los adoles­centes a comprender racional y emotivamen­te cómo se desarrollan sus sentimientos, có­mo distinguir entre suposiciones válidas e in­válidas y cómo pensar racionalmente a través del aprendizaje de habilidades y técnicas de resolución de problemas y de reestructuración cognitiva. Existen ya publicaciones de esta ín­dole que ofrecen valiosos recursos a los edu­cadores y educadoras.

  1. A modo de conclusión dirigida aloseducadores

Hemos de ser conscientes de que ya es­tamos haciendo una educación emocional con nuestros alumnos y alumnas. Pero, ¿qué edu­cación?
Hemos de tomar conciencia de que también nosotros necesitamos una reeducación emo­cional que nos permita superar nuestros con­flictos y desajustes emocionales, al mismo tiem­po que contribuimos a nuestro bienestar per­sonal.
Y hemos de percatarnos de que involucrar­se en una tarea de educación emocional de los adolescentes nos exige, previa y al mismo tiempo, involucrarse en un proceso personal de madurez emocional, en permanente cam­bio. Sólo así estaremos en disposición de res­ponder adecuadamente al desafío, siempre difícil y atractivo, de la educación integral de las generaciones jóvenes.

Bibliografia

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– LOWEN, A. (1976), Bionergética, Diana, México.
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– MARINA, J. A. (1997), «¿Qué son y qué se sabe de los sentimientos?» en A. ARTETA ET AL., Saber, sen­tir, pensar, Debate, Madrid.
– MÄRTIN, D.-BOECK, H. (1997), Qué es inteligencia emocional, Edaf, Madrid.
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